Partidos políticos. ¿La soberanía del pueblo?

Escrito Por: Hugo Neira 2.128 veces - Jul• 06•15

Este artículo lo escribí en el 2002. Todavía era profesor en la Universidad del Pacífico, en Tahití. Me lo pidió Abelardo Sánchez León. Creo que su sentido está intacto. Al punto que me sirve para mis clases sobre qué cosa son los partidos políticos. Lo publicó Quehacer que era una excelente revista de izquierda. Cuánto lamento que haya desaparecido como la también excelente revista de Carlos Franco y Héctor Béjar, Socialismo y Participación. Claro que hay una crisis de la izquierda, teórica y práctica. No compran sus revistas. Es alarmante la ausencia, con la agitada vida social que tenemos, de revistas teóricas. Me lleno de vergüenza cuando viajo y veo la producción en esa rama en México, Brasil y Argentina. El que cree que la teoría no es necesaria es un imbécil. El día que nos surja un líder popular bárbaro y arase con todo, van a ver el costo de no tener ese beneficio. Lima tiene menos revistas inteligentes que cuando era la Lima de Mariátegui, habitada por dos cientos mil habitantes.

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Los que tenemos, ¿son todos los partidos que cabe tener? ¿Expresan lealmente a la sociedad peruana? ¿No podrían reciclarse? Este artículo en Quehacer nace dentro de un clima de vísperas, de elecciones municipales y regionales a puertas, de espera de una ley de partidos que discutirían los congresistas, o sea una ley de autolimitación de los políticos discutida por los mismos, no lejos de la ilusión de los ratones de la clásica fábula que aspiraban a ponerle un cascabel al gato. El partido político, hay que decirlo, como teoría y práctica nos viene de Occidente, como el álgebra, las ecuaciones de la termodinámica o el fútbol. No digo que sea un injerto estrafalario sino que lo hemos adoptado, como tantas otras cosas, hasta producir, como en el lenguaje corriente, la arquitectura, o en nuestra gastronomía, algo irreductible a sus lejanos modelos. El culto al caudillo, nuestros barrocos partidos populistas, la violencia y características tan particulares del senderismo, las modalidades de la corrupción en las elites, vale decir entre quienes menos estarían sujetos a la urgencia, tienen algún parecido a otras modalidades del despotismo o del abuso del poder, pero guardando un matiz exclusivo. Como el maíz morado o la hoja de coca, hay que venir al Perú para hallarlas, o padecerlas. Pero como en otros lugares, cuando la política falla, le devuelven su grandeza la gente común, como en las horas de la movilización contra la reelección de Fujimori.

Intentaré responder a las preguntas enunciadas líneas arriba, desde un espacio propio de libertad, fuera de los partidos. Como soy profesor, se me perdonará que las resuelva al interior de algunas consideraciones generales, las que siguen. Propondré que un partido político es una entidad respetable pero parcial y que aspira, por obvias razones, a una representación sobredimensionada. Luego expondré el tema de la democracia representativa como la única forma de legitimidad que la globalización admite, no sin dejar de decir que es un artificio jurídico, sin duda necesario, pero fundado en la incomplitud: no todos pueden participar en los actos de gobierno. La cultura del conflicto y a la vez de la tolerancia, son parte de la cultura democrática. Por eso los partidos tienen el difícil papel, no siempre comprendido, de enfrentarse y a la vez de entenderse. Un Parlamento, se ha dicho, no es sino una guerra civil sin balas. En fin, abordaré a los partidos políticos peruanos que tenemos, además de sus líderes, estilos y culturas propias (y hay una cultura aprista, como la hay senderista, o de derechas) acaso porque son una dramaturgia cargada de significaciones: en la escena pública exhíben lo que secretamente somos, ambiciones y debilidades, entre las cuales se haya nuestra propensión al poder personal, a asumirlo o a admitirlo. A desearlo y aborrecerlo, «Buscando un Inca» dijo Flores Galindo. No sé si esto satisface a quienes me invitan a escribir, pero no sé hacerlo de otro modo.

I – Partidos, ni tanto ni tan poco

Un partido político es un ente parcial. ¿Qué otra cosa puede ser sino la expresión de un grupo y no la generalidad? Como concepto lleva consigo la marca de origen; «partida» era en el viejo castellano un lugar, un territorio circunscrito, y en nuestra gramática «tomar partido» no es sino expresar un parecer circunstancial, casi lo hemos olvidado después de un siglo de arrogancia ideológica. Aprovecharé para decir que la propuesta de «partido único» no es sino un abuso de gramática, un oxímoron, como «claro oscuro», tolerable en poesía y abjecto en materia civil. Si es partido ya no es único. Y si es único ya no es un partido sino una religión civil, otra cosa, una expresión forzosamente totalitaria. Ahora bien, esa condición segmentaria y parcial del partido político, sea reformador o conservador, no les impide tomar la palabra en nombre del bien común, ni transformar el egoísmo de grupo en proyectos políticos globales, e involucrar a gente con identificaciones diferentes. Pero la idea esencial —yo no soy el todo— es algo que a los políticos de raza les cuesta admitir, y que al revés, a politistas y sociólogos nos encanta celebrar. La representación total de la sociedad, en efecto, es una quimera, un ensueño de dictadura, un sustituto empobrecido de las antiguas y sangrientas teocracias. No es lo político lo que en ello combato, sino el retorno de la discriminación.

El fenómeno de la fragmentación, que va unido a la libertad de los individuos, es inevitable. Comenzó hace siglos, con la Ilustración. La democracia contemporánea se basa en el supuesto, en parte cínico y en parte realista, de que los intereses de clase son opuestos y distintos, y que por lo general pueden negociarse. Ahora bien, el conflicto es siempre sorpresa; algunas buenas, como el fin del muro de Berlín, o malas, como el 11 de setiembre. La irreductible conflictividad no admite una respuesta definitiva. Pero esta idea de una historia que se desenvuelve ante desafios, en serial interminable de problemas, aterra a más de uno; les parece una reminiscencia del marxismo y de la tesis de la lucha de clases. En realidad, la realidad como constitutivamente inestable, como la vida misma, ha sido incorporada por casi todos los discursos sociales, incluyendo el liberal. Si esto es así, los partidos, en cada país, juegan un papel decisivo. Son los agentes de la integración y del conflicto. Son la salud y la enfermedad. Obedecen, en democracia, al postulado de la política como competición permanente, y en la era de la comunicación y los mass media, retoman el agon de los griegos. Los partidos no se pueden pensar sin el rival al que se enfrentan y, aunque no lo digan, los completa. El reproche vulgar de que son a la vez bomberos e incendiarios es injusto, pues ese dualismo es lo mejor que tienen.

Cabe preguntarse, sin embargo, si estamos preparados para esa gimnasia. Fuerte es la tentación de considerar al adversario como al enemigo, lo cual es el fundamento del totalitarismo (Cf. el pensador alemán Schmitt). Si una parte de la clase política lo percibe así, se pierden y nos pierden. Resultaría casi imprescindible tomarse las cosas deportivamente, como un juego de rivalidades calculadas, atemperadas por las buenas maneras y el talante democrático de soportar al rival. Ese vínculo conflictivo, a la vez rivalidad y alianza tácita —para que la palestra permanezca, parlamento o comicios— es la tenue frontera que nos separa de la abierta guerra civil. Entenderlo no es fácil, hay que ser un poco griego. La oposición de contrarios. En fin, más cercana, la ejemplaridad de los políticos en la Transición española, que podría inspirarnos. Y aunque no estemos en los goces de una economía del bienestar, algo habrá que hacer para que las clases políticas se civilicen, en el sentido que le dio al proceso civilizatorio Norbert Elias, es decir, se autoimpongan reglas y límites, aunque solamente en Lima fueran la forma como verbalmente se tratan y maltratan. No hacerlo es prepararnos para nuevas barbaries.

Hay que entender, en segundo lugar, a los partidos políticos como parte de una democracia representativa, es decir, de un vasto sistema de mediación, listos para interceder entre los ciudadanos que se dispersan luego de votar y los ámbitos, a menudo cuasi sagrados, donde se toman las decisiones: Congresos, ministerios, Palacio. En otras palabras, encarnan la voluntad general y al mismo tiempo la mediatizan. Aquí viene un problema, hay que decir, irresuelto, y del que nación alguna escapa. Si es cierto que negar los partidos políticos es rechazar la democracia representativa, admitirlos sin la ilusión de otra alternativa es aceptar el principio absolutista de la delegación del poder, es decir, bajo las fórmulas de legitimidad hoy vigentes, gobernar es asunto de unos pocos. Es la objeción de Marx, de los anarquistas y hoy de los partidarios de la sociedad civil y de los hiperliberales. ¿Quién, por otra parte, se atreve a proponer la abolición de la mecánica representativa? Además de las monstruosidades dictatoriales, cada intento de democracia directa en el siglo XX, desde los concejos anarquistas de Durriti en la guerra civil española, o los frecuentes de concejismo obrero, se saldaron con un doloroso fracaso. La democracia en sociedades de masas, desde sus orígenes, está sujeta a esa maldición, la intermediación. Hasta nuevo aviso, elegimos a quienes nos mandan, y el poder siempre está lejano. Acaso por ello la actitud ante los partidos suele ser esquiva. Desaparecen bajo las tiranías, con las transiciones o salidas del autoritarismo reverdecen, en los períodos de paz social languidecen, cuando las cosas no van bien, reciben las peores críticas. Contrariamente a lo que puede pensarse, no tienen buena prensa. Para épocas aciagas, son el chivo expiatorio ideal.

II – Partidos en el Perú, por otra lectura

Un partido político es un grupo organizado y permanente cuyos miembros se reúnen porque comparten un proyecto político, ciertos valores comunes o, en ciertos casos, alianza de intereses. Esta definición sin duda no es exhaustiva, y reúne diversas (Goguel, Burdeau, Sartori, Lipset). Algunos añaden «para intentar convencer al mayor número de ciudadanos». Otros, «porque comparten una idea del bien común». Lo de «permanente» condena a nuestros partidos caudillistas, leguiístas, odriístas y otros. La duración es un criterio, deben superar el lapso de vida del fundador.

El principio de clasificación más decisivo se lo debemos a Duverger. Más que en el programa o el proyecto, puso el acento en la organización interna y en la importancia del régimen de sufragio. Es éste el que crea los partidos y no al revés. Con una proporcional tenemos unos resultados, otros con escrutinios a mayoría simple; de eso dependen, y no de darles reglamentos que sólo pueden afectar al sistema de financiamiento. Ahora bien, con arreglo a esta caracterización que por el momento es canónica, partidos de notables, de masas, de cuadros, de militantes, de electores, podemos entender de otra manera nuestra propia historia. Hay en efecto una lista de partidos históricos que proporciona la ONPE, y por Internet. Esta lista llega a 115, el primero en 1871, el Partido Civil, fundado por Manuel Pardo y que gobernara repetidas veces hasta 1912, y el último que registra es Solidaridad Nacional, en 1999, de Luis Castañeda Lossio. No me parece. Se establece una continuidad que es ficticia, por cronológica. Existen diferencias de natura entre las organizaciones anteriores y posteriores a 1931, el año del voto secreto y universal. Otra clasificación es posible.

Propongo distinguir tres grandes momentos y familias de partidos. El primero, de 1871 a 1931, que es un sistema de clubes políticos, tanto el civil —y el cacerista, pierolista, leguiísta— o sea emanaciones de la misma clase dominante. Un tiempo de régimen censitario, con partidos de notables anteriores al sufragio universal. Uno segundo, de 1931 a 1990, con partidos de masas, de fuerte coloración mesiánica —el comunista, socialista, la unión revolucionaria— y, claro está, el aprismo, partido paradigmático de este período, lo digo sin ser aprista, cuyo modelo de organización, a la vez clasista y espacial, fue imitado por una serie de partidos, incluyendo los de la múltiple izquierda. El sistema multipartidario se interrumpe en 1968, y reaparece en los ochenta. Su momento culminante es el retorno de Belaunde, en las municipalidades Barrantes y Alan García en las presidenciales. En fin, hay un tercer período. Desde 1990 aparecen nuevos partidos, son máquinas electorales, aunque «Libertad» y el FREDEMO de Mario Vargas Llosa parecen revivir la tradición ideológica, esta vez del lado liberal, pronto se disuelven. La mixtura de partidos que aparece responde a otro sistema de organización, son «partidos atrapa todo». Catch-all-party. Esta modalidad incluye a las organizaciones fujimoristas, pero también a sus opositores, como Perú Posible y a la nube de independientes de estos días. Los partidos del período anterior, sin embargo, permanecieron. ¿Qué sistema es éste, que abarca organizaciones tan disímiles, ideológicas unas y pragmáticas otras, estructuradas o laxas, y de lealtades distintas? Diré simplemente una verdad de Perogrullo: ese estado de cosas expresa la heterogeneidad de la propia sociedad peruana. La boga de los «independientes» dice a las claras la crisis de confianza de la sociedad ante los partidos y políticos conocidos; no se ha llegado al grado argentino, pero poco falta. Hay un electorado flotante, de una saludable deslealtad grupal, sobre todo en los Conos, como observó bajo el fujimorismo Martín Tanaka. No una antipolítica sino una media política, el toma y daca del corto plazo, y la ausencia de lealtades duraderas. Un reparo. Los accidentes (Fujimori es uno de ellos), la ausencia de continuidad, han impedido que la democracia partidaria genere una clase política profesional. Ésta precisa de acumulada experiencia. Nuestros políticos no siguen el cursus honorum de otros sistemas. No son antes de candidatos presidenciales, ministros, administradores de algo que no sea sus propias ambiciones. El poder, desde hace decenios, es un lugar para la improvisación. Entre tanto, crece la incertidumbre, no por exceso de clase política sino por su ausencia. Y se acentúa uno de los rasgos más grave de nuestra cultura politica: la extrema personalización del poder.1 La democracia, ¿puede ser mejorada? ¿Sólo ofrece la consolación de cambiar los gobernantes sin violencia, como lo afirmara Karl Popper? Desde el enunciado de esa premisa por el gran liberal, algunas cosas han pasado, y también por casa. No quiero estimular ningún nuevo mito, ninguna nueva mentira, pero es cierto que ha crecido la sociedad civil en países ricos y en los pobres. Los abusos de la representatividad pueden ser corregidos, además de jueces, por una corriente intensa de «consultismo». En el fondo, no escapamos a una vieja controversia. Los «representativistas», de Stuart Mill a Giovanni Sartori, consideraron que los ciudadanos no pueden ocuparse todo el tiempo de la cosa pública, como en Atenas, donde trabajaban los esclavos, y de ahí, por consiguiente, la necesidad de una elite responsable. La argumentación ha permanecido en pie dos siglos, pero hoy se deteriora. Por un lado, las elites no han resultado tan responsables, la corrupción es un problema generalizado. Por otro, los ciudadanos tienen hoy en día medios para responder a diferentes cuestiones, eso también es la globalización, la información, los referéndum, las leyes por iniciativa popular, y que no todo tenga que pasar por las manos de los elegidos. Los partidos políticos son necesarios, pero puede que tengan que compartir un poco más de proscenio y decisiones. Dejar asomar otros rostros, otros actores. Aumentar la representación, no deprimirla, volver en nuestro caso a la Cámara alta y baja, innovar con Parlamentos regionales. Más democracia para sanar la democracia de partidos. Gran conquista, sin duda, pero que comienza a quedarnos corta. Como en Venezuela, como en la Argentina.

1 Los partidos «panacas». Raúl Porras, 1957. «Creo yo sinceramente que en el Perú, durante toda nuestra primera etapa republicana, no ha habido partidos, sino «panacas», a la manera incaica. En el Perú se ha eludido, no han podido existir nunca los partidos de principio ni los partidos de masas, sino los partidos individualistas, coaligados por pasajeros intereses personales, y esto proviene, principalmente, de las «panacas» incaicas. La panaca era una organización destinada a mantener el prestigio y la validez de la personalidad de la momia y, además, a beneficiarse con los productos de la momia, o sea que la panaca recibía la ración de la descendencia del inca, y como mantenía ese culto de la memoria incaica, recibía sus raciones de chicha, de coca, de maíz y de llama. De modo que la panaca tenía la obligación de sacar la momia del inca y de cantar las hazañas del inca y hacerla prevalecer contra las demás panacas incaicas. Toda la vida incaica es una lucha tremenda de odios, de celos, de emulaciones entre las diversas panacas. La historia incaica es toda, únicamente, la rivalidad entre las diversas panacas que se atribuyen y se arrebatan los hechos de unos incas para beneficiar los respectivos partidos o descendencias de éstos. Y ésto es lo que ha ocurrido en la política del Perú. No tuvimos partidos liberales efectivos, ni conservadores, con orientaciones auténticas y con masas organizadas, sino que tuvimos simplemente partidarios de los caudillos, de las personalidades y, a veces, de la personalidad muerta, de la momia del caudillo que sigue viviendo y recibiendo su parte de chicha, de maíz y de coca. En el Perú no hemos tenido esos grandes partidos de ideas, esos grandes partidos renovadores que transforman la realidad económica y la política de un pueblo, sino que simplemente hemos tenido sustentadores del libertador tal o del califa cual. Y así hemos tenido el pradismo, el pierolismo y el cacerismo, luego el pradismo, el leguiísmo y el sanchecerrismo, y no sigamos adelante para no llegar a la historia actual» (pero hace la salvedad del partido demócrata de Piérola, de socialistas, comunistas, del partido del pueblo y de los demócratas cristianos).»

Legislatura extraordinaria de 1957. En: Raúl Porras, parlamentario, Fondo Editorial del Congreso del Perú, 1999, p. 390.

 

Publicado por DESCO, en la revista Quehacer n° 136,  Mayo/Junio de 2002

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