Perú. Sociedad

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Sabatina, 09 de noviembre del 2002


Manual del Poblador

 

Hugo Neira


Lima se extiende sobre antiguos oasis, arenas, barrancos, ríos cegados, contrafuertes, un mundo urbano levantado en gran parte por el esfuerzo popular, lo sabemos.  Las casitas construidas a pulso forman aglomeraciones, calles, espacios, barrios enteros.  Si se mira bien, se observará que algo se repite.  Muchas de esas edificaciones se erizan de fierros que les salen de todas partes, prueba de un ideal de vivienda concebida para una ampliación indefinida, pero que por mil desgraciadas, razones, en innumerables casos, no fue posible.  Tras el piso bajo no vino el ansiado segundo piso sino habitaciones sin acabar.  El inacabamiento es el rasgo dominante.

No critico, constato. Se puede leer el curso accidentado de los recursos populares en esa serie de entusiasmos y abandonos del afán casero, mejor acaso que en las curvas de un gráfico. Todo está ahí, los periodos de alzas y las caídas del alma. Todo. Ese oscilar deja una huella en la arquitectura urbana y en los espíritus.  Edwin Panofsky, historiador del arte, en obra inmensa sobre la significación simbólica de las arquitecturas, estableció la relación entre el gran estilo gótico de las grandes catedrales y la escolástica.  Entre arbotantes y bóvedas que se entrelazan y el arte de razonar por silogismos.  La misma lógica en la piedra y en los textos. Los arquitectos tienen la buena costumbre de emprender lecturas críticas de lo político-social a través de edificios y calles.  En lo que nos concierne, recuerdo de Reynaldo Ledgard, en Márgenes, sus observaciones sobre la arquitectura del poder (n° 4, 1988).  El Ministerio de Pesquería y la monumentalidad del Estado velasquista.

¿No tiene el lector la impresión de que la actual transición democrática se está pareciendo a esas casas de arquitectura espontánea? ¿Que se está intentando ponerle ladrillos al primer piso, a la vez que al segundo, y no faltan los que llevan argamasa a la azotea?  Un primer piso, simbólicamente hablando, sería el discurrir del gobierno de Toledo, mientras se discute un piso constitucional.  Hay albañiles en niveles distintos, rivalizando por los ladrillos, peleándose por los badilejos, subiendo y bajando escaleras a medio hacer. Para colmo, dentro de poco, habrá acceso a un tercer piso, o sea, gobiernos regionales, sin saber si van a tener luz, agua y desagüe, y de hecho se espera a unas 25 familias con sus respectivas exigencias.  Y en algún lugar está guardado el jefe de la mafia, y como se les escape, la construcción se va a quedar desierta de maestros de obra.  Puede, entonces, que el país político por su desordenado voluntarismo se confunda con el estilo urbanístico de la vivienda popular a la que en cada piso algo falta.

Maimónides.  Una amable lectora me corrige: “Maimónides fue un Rabino judío”.  En realidad, dije que “otro intelectual en el mundo islámico fue Maimónides”.  Lo cité no por su fe sino por su situación, en, dentro de.  Que fuera judío, como es sabido, abunda en lo que afirmo.  El Islam en su edad de oro era tolerante.  Pude citar, en efecto, a Averroes, Avicena, Al-Khuwarizmi que inventó el álgebra, todos musulmanes.  Iba a otra cosa, ¿cuándo ese mundo dejó literalmente de pensar?  Según parece, con la invasión turco-otomana que transformó la religión en ideología de Estado.  Carentes de libertad, dejaron la ciencia en manos de sus rivales occidentales.  Que Maimónides fuera rabino no es el punto, sino cómo una civilización se pudre cuando la creencia o fe se vuelve ideología de exclusión.  No estamos lejos.  Las tres religiones monoteístas tienen hoy sus arrogantes beatos, los hay en el Islam como entre judíos y cristianos.  El tema debe interesarnos. En la América Latina hemos atravesado un tiempo de estupidización masiva, cuatro décadas finales del siglo XX, con el marxismo versión  la inolvidable chilena Marta Harnecker y con un liberalismo versión venta de los bienes de la nación.  Maimónides no es sino la metáfora del libre pensar excluido por la intransigencia sectaria.  Un accidente sin tiempo ni lugar, siempre posible.  El fanatismo de lo unánime es más fácil que la complejidad de lo plural.

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Sabatina, 19 de octubre del 2002


El bailecito

 

Hugo Neira

El sociólogo, cazador de mitos. – Norbert Elías

 

¿Por qué el político tiene que bailar? Normalmente, en los ritos usuales de seducción, que todo el mundo sabe fingidos pero necesarios, está el abrazar en las mejillas a las señoras, besuquear a los niños, visitar los asilos de viejecitos y viejecitas, en otras palabras, canjear la notoriedad del cargo o la aspiración al mismo, por humanidad. Ok. No hay problema. La política, dice un ironista, es como la meteorología, una ciencia de las corrientes de aire. ¿Pero bailando? No que yo sepa.

A Aznar, el español, no lo veo arrancándose por un chotis o una jota aragonesa, y Felipe González, el carismático Felipe, "ay Felipe" que decían sus seguidoras, no por andaluz se le vio dándole al jerez y a las castañuelas. Me temo que no en otros países, pues a Kennedy no se le conocía esa vocación terpsicoresca que les entra a nuestros hombres públicos (Terpsícore, musa de la danza). Tenía otras Kennedy, una arrebatada sexualidad, sus ácidos biógrafos cuentan cómo pasaba de uno a otro despacho de la Casa Blanca justo a tiempo de abrocharse la bragueta, la CIA y amigazos le procuraban las señoritas para calistenias presidenciales en jornadas laborables en las narices de Jacqueline ; lo de Clinton es una broma al lado. Pero ni uno ni otro bailaban, a lo más Clinton el clarinete, sin alusión a los servicios de la practicante Mónica en el célebre salón oval.

¿Será entonces que los bailones somos los sudamericanos? Tengo mis dudas. Menem no baila tangos, para ser argentino le basta tener coches rojos de carrera, pilotear su helicóptero privado, casarse a los 70 años con una ex Miss de Chile, o sea, vivir por encima de sus medios, y claro, los electores lo perciben como uno de los suyos. En cuanto al presidente Lagos no necesita arrancarse con una "cueca" para probar que es como todo el mundo, ni salir con uno de esos piropos huasos de abultada chilenidad a una guapa para probarlo. La cosa en el frío país sureño no pasa por ahí.

Entonces ¿nuestros políticos tienen que bailar para probar que son peruanos? Baila Pérez de Cuéllar desde que entra por Puno en su fallida campaña de 1995, lo hacían bailar a Alfonso Barrantes que era un hombre austero y de lo mejor que hemos tenido, pero a quien lo del baile le caía como pedrada en ojo tuerto. Y ni por esas. Entre sus ritos de seducción para peruanos, bailó huaino y se puso poncho Alberto Fujimori, y se lo creyeron. Me pregunto, sin embargo, si nuestros prohombres siempre bailaron. Que sepamos, Piérola con ser muy popular ni la mazurca. Y menos Leguía, que era muy dado al turf, a los caballos, que se tomaba por un inglés. Haya de la Torre ni hablar, ni en broma. Tampoco Mario Vargas Llosa, a quien por milagro le hice unas fotos de baile con vahines en Tahití que publicó Caretas, y que consintió por amistad: -"Yo, Hugo, no bailo en público". Entonces, ¿de dónde viene esto del bailecito como servicio civil obligatorio?

 

Lo digo por la juerga en el PRONAA. Ya no políticos en campaña, funcionarios. Reunión de compañeros de trabajo, vaya y pase. Alegrona y con chelitas ¿por qué no? Pero ¿con señoritas bataclanas animadísimas a sacar a bailar a directivos? Dios mío, el mito del gerente buena gente. Cabe preguntarse de dónde viene. Antes de políticos y gerentes bailones hubo gamonales indianizados. Nadie estuvo más cerca del pueblo que sus explotadores. Hacendados andinos que he conocido, andaban desgreñados, no se afeitaban, olían a cañazo, el mismo que vendían a sus pobres pongos, con hijos ilegítimos en cada caserío, pero de excelente quechua, y no sólo montaban caballo y rebenque y pistola, sino que bailaban, y se escobillaban un huainito como el que más. El gerente con bailoteo es el dominador de siempre pero jugando a disimular los abusos de rango y clase. Por el simulacro, recuerda al fujimorismo. El jefe del PRONAA no pecó de ingenuo como dice, sino de arcaico.

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Sabatina, 03 de agosto del 2002


Tertulia

 

Hugo Neira


En las islas del Viento, otro nombre de este lugar, es el invierno austral, menos calor, más turistas, precisamente han llegado varios colegas del residente franco-peruano que los agasaja, Jean-Jacques, profesor de química, un jurista, un matemático, las respectivas esposas, y una pareja de amigos, Félix Vilchez y Merina su mujer tahitiana que tiene de mexicana por el porte y lo bien que habla castellano. Son días apacibles; los visitantes hablan de lo que suelen hablar, hoteles, precios, y también Wall Street, el euro y recalan, al final, en el país del residente.

– ¿Y el Perú? preguntan. Hago un gesto con la mano, así y asá, mientras gano tiempo y lucho con un pedazo de cangrejo que se me ha quedado entre las muelas. Les escucho referirse vagamente a los problemas de Toledo, a la crisis argentina, y luego me miran. – Bueno, les digo, mucho de lo que dicen es cierto pero para ir más lejos, les propongo un par de hipótesis. La primera es que la clase política no lo está haciendo mal. La segunda, en la sociedad misma no se presentan progresos, al contrario, el país sigue cayéndose a pedazos. "Te puedes explicar un poco mejor" escucho decir.  Sepan ustedes, prosigo, lo que no verán en la prensa francesa, unas 14 organizaciones han suscrito un Acuerdo Nacional. No es un plan de gobierno sino de Estado, para los próximos veinte años. Entre los firmantes, jefes de partidos y de la sociedad civil, de religiosos a sindicalistas.

Es algo genérico, de largo plazo, como dice un miembro de la oposición (Del Castillo).  -“Entonces, Toledo…” me dice uno de los franceses que adoran cortar. No, respondo, hablo de la clase en el poder, gobierno y oposición ¿OK? Sepan, encadeno, que  se prepara el juicio a Montesinos y a 83 peruanos por corrupción, en teleconferencia y en circuito cerrado. Sepan, en fin, concluyo pues llegan los cafés, que para las elecciones de este noviembre hay listas de 200 partidos y de independientes. Jean-Jacques que es el más político, contraataca. – “He leído en Le Monde que tres grandes partidos pasan  a la oposición”. – Natural, decimos Vilchez y yo, al unísono.

Luego se habla de la escopeta de dos cañones, los franceses se interesan, traducimos, se echan a reír. Los partidos europeos también defienden el sistema rivalizando. – "¿Qué va mal?" sin embargo preguntan.  -"Todo el resto", respondo. La sociedad es cada vez más caótica, achorada, descompuesta. A comienzos de año se incendió Mesa Redonda, hace poco la discoteca Utopía. Una amiga me escribe "el mismo origen, falta de previsión, irrespeto a las normas que desgraciadamente compartimos todos los peruanos".

Si entiendo bien, dice uno de los profesores, alguien ganará esta carrera entre el sistema político y lo social descompuesto. -No lo sé, respondo. Nadie lo sabe, pero hay una zona de fricción entre ambas, decisiva: la cuestión judicial, jueces que dan amparos.   “Una zona gris", dice el matemático.  ¿Y piensas con todo volver? escucho preguntar. Pero si es su país, el nuestro, dice Vilchez. La actitud cuestionante no impide quererlo. Aprovecho el silencio para, con permiso de las señoras, sacar un enorme y maravilloso habano. Fumando espero. 

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Sabatina, 20 de julio del 2002


Las palabras malditas

 

Hugo Neira


Diez años atrás decir privatización llenaba de prestigio, ahora es al revés. Privatizar rimaba con sanear, modernizar, competir, capitalizar. Hoy prácticamente se ha vuelto una mala palabra. El cambio de humor no es casual, gracias a las privatizaciones de Fujimori la gente traduce el término por chanchullo, tarifas abusivas y, finalmente, salida de capitales. Así, para consolarnos de sucesivos fracasos, los peruanos fabricamos palabras malditas. Hoy es el turno de los liberales, ayer de los que defendíamos la empresa pública. En uno de mis viajes, a un condíscipulo le contaba que en Francia la educación superior era estatal. "Qué atrasados están", me soltó, y cuando le argumenté que de ella salían los médicos del instituto Pasteur y los ingenieros del Concorde, se quedó pensando pero sin que lo convenciera.

Mario Vargas Llosa, en Caretas (11 de julio), se ocupa de los sucesos de Arequipa con apasionada sinceridad. "Di tu palabra y rómpete" (Unamuno). Ahora bien, el respeto por el escritor y el amigo no me induce a coincidencias plenarias, ni él las pide, y sobre cómo marcha y no marcha cada democracia industrial hay mucho que decir, y es evidente que muchas naciones prósperas, en particular las europeas, guardan un potente sector público al lado del privado; el modelo sueco no ha desaparecido, en fin, pero en lo que sí coincido, y viene al caso, es cómo se desnacionalizó en días de Fujimori, dice, "de unos monopolios públicos a unos privados". Con consumidores cautivos, de la peor forma.

La cuestión es ¿por qué nos salen torcidas las cosas? Aquí el debate se enreda en nuestras nacionales suspicacias. Tenemos la convicción de que afuera también es así, y en esa actitud media abstraída del mundo, una lectora le pregunta: ¿en dónde funciona ese orden liberal? Y se refiere al fraude de la Worldcom, sobre lo cual mi vecino de página, Gonzalo García, por cierto, tiene una nota estupenda. El defecto de esa forma de debate es que se confunda lo peruano con lo internacional. Me duele decirlo, pero a otras sociedades no les va mal, con empresarismo, ora público, ora privado. ¿Y a nosotros por qué no? Mario tiene una respuesta que es metapolítica, la corrupción. Ok. Yo añadiría, la cultura de la trampa, el mal peruano, el tejido despótico.

Decir de algo que se ha hecho "a la peruana" no suele ser un elogio. Quiere decir, amañado, improvisado, y fuera de las reglas. Para consolarnos, fabricamos palabras malditas. Si nos falla el capitalismo, ni ingresamos en éste, es porque hay un substratum en materia de conductas que echa todo a perder. Fabricando excusas, retardamos el verdadero debate, y la decisión de una ética pública y una manera racional de hacer tanto lo uno como lo otro, Estado, mercado, empresa, universidad, en serio, bien y correctamente o seguir siendo no sólo pobres, como dice Vargas Llosa, sino, peor, cada día más perversos.

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Sabatina, 06 de julio del 2002


Cultura de la mofa: Cultura de la trampa

 

Hugo Neira


En su sentido más lato, cultura es creencias, valores profundos, comportamientos. Puede serlo también un desvalor: cada grupo, ora de monjes, ora de gángsteres, tiene su propio sistema de significaciones. La explicación cultural es relativista, esclarecer apenas las prácticas sociales.

Así, tenemos una cultura de la mofa. Poco importa de dónde viene, si del substratum barroco, de la picaresca colonial o de la risa, cuando no queda más remedio ante nuestras calamidades. Somos burlones, mordaces, capciosos, esquinados, cachacientos y chismosos. Nos gusta el raje y la chacota, ponerle sambenitos y apodos a todo el mundo, de preferencia a los poderosos. En especial a los políticos. Aquí no se respetó nunca a nadie, somos así, de los virreyes se burlaron con décimas anónimas y gacetas clandestinas. Luego le tomaron el pelo al mismo Bolívar, más tarde a los caudillos; a Santa Cruz, que era muy cholo, le llamaban "Jetis-Khan", por lo de la jeta. Los dictadores tuvieron que aguantar, como Leguía, chirigotas y caricaturas. Nadie se escapó, ni Haya, a quien le llamaron en plena gloria, "papaya", ni Belaunde, con quien se hizo juegos de palabras, "con Belaunde el país se hunde". Ni Morales, "no vales nada", ni menos Velasco. En fin, "el Chino" tuvo lo suyo, hasta que exasperados ante tanta cachaza —felicitaba a sus imitadores—, salieron a la calle a mentarle directamente la madre.

Que no se diga que sólo se explica esa predisposición por las herencias hispánicas y renacentistas. Los indios parecen solemnes para quienes no los conocen, son cautos con extraños, lo que es diferente, pero ya en intimidad, te toman el pelo. ¿Recuerdas, Rodrigo (Montoya), cuando en nuestras prácticas de etnología con Matos Mar en Pacaraos jugaban los campesinos, delante nuestro, estudiantes, a "recibir carta"? Una parodia en la plaza pública, en la que ante un papel vacío, supuesta misiva, nos decían las cuatro verdades. No, todos bromeamos, y hay que aguantarse. El peor pecado en materia de sociabilidad es no tener correa, no tener aguante, ser lo que se llama un picón. Entonces estás perdido. Ay del que vive en Perú y es un picón de primera, va muerto. Con mayor razón si es un político. Eso somos, la educación sentimental comienza por la zumba, de niños, en el barrio o en la aldea. Y va hasta la tumba.

Por desgracia, también tenemos una cultura de la trampa. Somos, sin esforzarnos, maquiavelistas congénitos, la astucia, la zancadilla, la trampa (las grabaciones) nos parecen moneda legítima. El sociólogo Pareto hubiera tenido el más grande placer en examinar nuestras costumbres políticas. Un "cementerio de elites" es nuestra historia, descabalgadas no a golpe de revoluciones —finalmente hubo pocas— sino a base de emboscada, golpe bajo y tongo. Si la cultura de la mofa libera, la de la trampa anula. Poco importa, la libido de vencer no tiene escrúpulos, todo vale. Así se nos va la arena del tiempo y la historia, sin construir nada grande.

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Sabatina, 12 de enero del 2002


Retablo macabro

 

Hugo Neira


No se trata de culpar a nadie por el incendio en Mesa Redonda, ni de buscar chivos expiatorios, pero tal desastre no es un terremoto, es decir, una desgracia natural. Al llanto de deudos y el dolor de huérfanos, se añade el general espanto. ¿Qué pasó? Con la remoción de escombros, restos mutilados, mercaderías perdidas y metamorfosis de cenizas, viene otra tarea no menos pestilencial: hallar las causas de la tragedia. Al remover los causales, surge un catálogo de mutuas negligencias. Ahora resulta "que la policía lo sabía todo" como ha titulado este diario.

A bulto, los riesgos estaban cantados. El todo forma un barroco de nuestros días, al feroz explosivo lo bautizaron "Bin Laden atómico", la ironía jugando con la muerte. La cosa es macabra. Va quedando claro que la voluntad de escapar a reglamentaciones es parte del problema. Lo ha dicho Alberto Andrade: los vendedores de pirotecnia hicieron "bolsas" para comprar autoridades, una manera de impedir decomisos masivos de lo que sabían peligroso. En cuanto a buscar culpables, el primer pirotécnico que hizo la demostración del "chocolate" incendiario, goza ahora de la paz del Señor. Hay otro culpable, gregario, sinuoso, impalpable. Alguna vez lo llamé anomia, el nombre técnico del desarreglo social. La anomia, es decir, el desorden, también la practican los de abajo. En Mesa Redonda hay una víctima de nota, y es el de la propia informalidad. No todos los días se incendia un mito. Ante lo ocurrido, resulta cosa del pasado los gloriosos años de la informalidad formal que inventaba éticas y empresas y que trasladaba la austeridad andina a la gran Lima. Eso fue hace cuarenta años, cuando los migrantes tenían lo que se llama "la conciencia del límite"; la capital los liberó de esos escrúpulos.

Hoy, la informalidad que hizo soñar a nuestros estudiosos, desde Norma Adams a Hernando de Soto, de Grampone a Carlos Franco, se acabó. Los del incendio y las "bolsas" para corromper policías son los nietos de los invasores estructurados y estructurantes. Ahora sin proyecto, han terminado por parecerse a los malos de arriba, estimulados por el mal ejemplo, estilo visita al buró de Montesinos. Lo de Mesa Redonda es un Uchuraccay urbano en el damero tugurizado de Pizarro. Ocasión es para reconsiderar la informalidad, cada vez menos "ventaja comparativa", y acaso "obstáculo". En sociedades atomizadas como la peruana, el autodominio y autocontrol apriori en el que se funda el capitalismo liberal no siempre es generalizable, en cambio surgen "comunidades delictivas" (como en Rusia, Malasia y Tailandia). Lo digo por los ilusos que siguen creyendo que podemos tener un Estado suavecito.

Una sociedad sana combina tradiciones e instituciones modernas. Por eso pienso que no se puede impedir cohetes y fiestas patronales; reglamentar es otra cosa. Civilizar el uso, aunque no sea fácil, llevarlos fuera, pero como la barriada son las afueras, las afueras de las afueras no sé dónde caerían. Con todo, alguna solución habrá, un justo medio entre el relajo criminal y la inquisitorial prohibición. La proverbial pirotecnia de nuestras fiestas provincianas  —la más humilde aldea tiene su día festivo— es algo que viene de lejos, aunque inca no es, desconocían la pólvora, más bien indo-española, popular y populista, y en manos de expertos, no provoca tales catástrofes. Mesa Redonda no puede acabar con una costumbre que prolonga entre nosotros, acaso sin saberlo, el culto al fuego y unas soterradas magias a las que el propio cristianismo y la Santa Madre Iglesia supieron acomodarse, como tendrán que hacerlo nuestros burgomaestres. Lo que pasa es que eso de volver formales a los informales es desafío de marca mayor, y en todo caso, como pedagogía, es más difícil que enseñar a cantar a sordos.

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Sabatina, 03 de marzo del 2001


Tópicos tristes

 

Hugo Neira


¿A quién se le ocurre ir por tierra de Lima a Piura, cuando se puede tomar el avión (si hay sitio)?  Pues a mí. No residiendo en el Perú, viniendo por temporadas, hacía un tiempo que no visitaba el norte del país, detenidamente, con tiempo, con ganas de ver y observar, y libre de todo, en particular de los consoladores tópicos que suelen envolvernos  como boas constrictoras.

Me habían dicho, el norte está precioso, ya vas a ver. Ciertamente, si es la amabilidad de su gente y la sucesión de valles feraces arrancados al desierto por un esfuerzo de siglos y la continuidad de caletas marítimas, pequeños puertos norteños y pueblos grandes y pueblitos. Cierto,  si es algunos lugares cuya sola mención ya es un lujo, el Señor de Sipán, con sus cámaras funerarias al aire libre, sus tesoros guardados bajo techos con vigas de algarrobo, y rescatados, hace muy poco,  por nuestros arqueólogos. Deslumbrante el museo Brúning, en Lambayeque. Enigmático el sitio de Túcume y sus desperdigadas pirámides de barro. Y en fin, esa gastronomía norteña que está a la altura de su fama, por ejemplo, el restaurante el Rincón del Pato en Lambayeque; por ejemplo, el Juanita de Sullana. Pero esto será todo lo que de amable tenga esta crónica.

Al lado de la maravilla se halla lo cotidiano, y el paisaje norteño no está mejor que el resto del país. El norte tiene el aire de una vasta barriada que se extiende apenas saliendo de Lima. Los pueblecitos, además de no ofrecer empleos ni porvenir, están pintarrajeados atrozmente con lemas electorales. No hay pared o muro que haya escapado a la sinvergüenzada. Scorza dijo alguna vez aquello de "pueblos de una sola calle donde nunca se detuvo la dicha". Lo que si se detuvo, Manuel, fueron los piquetes de propaganda. Porque en embadurnar, ensuciar, lo hicieron de lemas, que luego la fresca alma de nuestros políticos criollos no se ocupó de despintar. Y ahí las tienen, una arqueología de mentiras y buenos deseos, "Fujimori-Perú 2000". "Castañeda es honesto", y  no falta nadie, ni partido ni figurón.  Al abuso político se suma el estético.

Cuando se va por tierra, se derrumban nuestras grandes mentiras nacionales y el mito de un país listo para recibir millones de turistas como acaba de proponerlo, por enésima vez, algún ministro del ramo. Ir por tierra es ver el paisaje. Es difícil hallar en este catastrófico fin de siglo, la belleza natural que describen los viajeros clásicos, desde Humboldt a Darwin. El desierto, el bello desierto peruano, está sucio. Es fácil percibir unas extrañas flores de todos los colores, en particular, azules, rojizas y blancas; me preguntaba qué flor era aquella, prendida en cualquier musgo al aire del desierto, y a lo largo de centenares de kilómetros. Puedes creer a primera vista que se trata de  algún tipo de planta desconocida hasta que te das cuenta que son  trozos de plástico, triste  basura diseminada desde los basurales que a cielo abierto existen a la salida de cualquier aglomeración urbana en la extensa costa del Perú. Calcuttizadas ciudades, vertederos y viento, la costa peruana está perdida de suciedad industrial.

Un país no son cuatro puntos arqueológicos —dicho sea de paso, muy mal indicados—  o una docena de excelentes restaurantes. Un país de turismo es también el estado del país para sus habitantes, a los que ningún mecanismo de evitamiento de transporte masivo puede soslayar. Los millones de peruanos que viven en el espacio geográfico que se llama la costa norte peruana están viviendo mal, muy mal, y en consecuencia, eso repercute en los niveles de confort que puedan ofrecer a gente extranjera.

Olvidemos por un momento las grandes palabras: sol y mar, selecta culinaria y monumentos históricos por visitar. Bajemos a  tierra. El gran problema de viajar por el norte reside en la ausencia de servicios higiénicos. Entre Lima y Barranca, el osado turista todavía puede hallar algún aseo o baño público, pero después,  no hay ninguno  en estado de funcionar. Ni en las estaciones de servicio, que es lo mínimo en cualquier país, incluso tercermundista. Un desastre.  Ni siquiera pozas asépticas como en algunos lugares de los Andes, último recurso que por simple se nos olvida, aunque cabe preguntarse si a belgas o canadienses que no vengan por lo de las ONGs y no sean antropólogos, les va a gustar la cosa.

Cuando contaba esta experiencia de desagües y servicios y apuros (y en particular de las mujeres que iban en la combi) a mi vuelta a Lima, me dieron esta respuesta. Nadie, de fuera, hace ese viaje por tierra. “A los turistas los metemos en un avión”,  hay menos de una hora a Trujillo o a Chiclayo, y del aeropuerto al hotel de turistas, y asunto terminado. Muy bien, perfecto. Pero ¿un millón de turistas? ¿Qué flota de aviones para que no vayan en ningún caso por tierra? Ni siquiera por tramos cortos. ¿Y un millón a los hoteles de turistas?  ¿Con qué agua potable?  Un tópico es un lugar común. Parece tener la fuerza de lo evidente, y no lo es. Es un perjuicio, y en este caso, condescendiente. Una manera del autoengaño nacional. No sé qué tipo de turista esperamos, si holandeses, alemanes o coreanos, por lo visto, alguno de tipo muy  especial, dispuesto no sólo a soltar divisas y con poca o nula exigencia en materia de higiene, sino, sería de desear, turistas sin esfínter.

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Sabatina, 17 de febrero del 2001


Paisaje con niña rubia

 

Hugo Neira


Una mañana de Piura espléndida. Es la hora en que casi no hay gente y antes de retomar el viaje por carretera hacia Máncora, quiero estirar un poco las piernas y para lo cual salgo del hotel Los Portales. Sobre la plaza, a la mano izquierda, nada más que saliendo, un puesto tempranero de periódicos. En la recepción me han dicho que ya llegaron los diarios limeños.

Un viaje son muchas cosas. "El vano trabajo de visitar países". Una serie de desapariciones irreparables (Paul Nizan). Pero, viajar por el Perú, para un peruano, ¿es realmente viajar? ¿Nos es accesible lo inesperado? Jean Cocteau podía decir: "Alger, que huele a jazmín y a cabra", pero Marruecos no era su país. Por mi parte, no es el exotismo lo que busco ni espero, en realidad, no busco nada, lo que no quita que me caiga, como un rayo, la obstinada revelación de cómo viven los peruanos. No, no me asaltaron. Fue algo rápido, breve, y me parece, significativo.

Mientras me aproximaba al quiosco, acaso porque la plaza estaba desierta o por esas cosas del destino, reparé en una pareja, madre e hija, ambas altas y rubias, bien trajeadas, probablemente limeñas, y que se paseaban. Seguí caminando y ya en el puesto de periódicos y golosinas, comenzaba a hablar con el vendedor, a comprar uno y otro diario, a discutir un problema sobre el  vuelto cuando por encima de mis hombros pasa el leve y delicioso brazo de la muchacha rubia y alta, mientras retumba su voz :
– Me das unas "saladitas".
El del quiosco me mira y como yo seguía como tal cosa sobre el tema del cambio, vuelvo a escuchar la voz de la niña rubia que apuraba:
– Ya pues, mis "saladitas".
Yo no sabía si echarme a besuquear ese encantador brazo adolescente dorado por todos los soles del Perú costeño o morderla, y opté por la insensata salida de ponerme a murmurar en voz alta, como para que la malcriada beldad me escuchase, y de paso el vendedor, cosas como "cada uno su turno. La cola existe.  No hay que atropellar".  La hermosa  muchacha seguía con su brazo extendido a pocos milímetros de mi inquieta humanidad, el pobre vendedor estaba paralizado sin saber que hacer, cuando en esto que interviene —la verdad brillantemente—  la señora madre, no menos bella que su hija con esta frase genial:
– Y a mí me das unos chiclecitos.
Lo que se llama apoyo crítico. Y se acabó el mundo. El vendedor atendió a las dos princesas y  luego siguió conmigo.
Obviamente, si me lo piden, les cedo el sitio con muchísimo gusto. Pero para eso era preciso algo casi imposible, que reconocieran que había alguien delante de ellas. No sé si el lector ha tenido alguna vez la experiencia de sentirse invisible. Y así, se fueron con sus pequeñas compras, tranquilas, tan campantes. Así es el mundo. O por lo menos, así es un cierto manejo del Perú.

Nada se interpone entre la orden de una adolescente de la juventud dorada y un comerciante  callejero. Nada ni nadie. Entre ella y el vendedor, no estoy, no estuve  (ni clase media alguna, ni Estado, ni nada). Recordé, como la madeleine de Proust, la primera novela de Alfredo Bryce, la mejor —Un mundo para Julius— recordé a Juan Lucas, el elegante cincuentón ante el cual se abren las puertas, flotan en el aire tragos y antipastos, todo misteriosamente, porque Juan Lucas no ve a porteros ni a mayordomos ni mucamas, al invisible ballet de sombras que le sirve. Algún optimista ha escrito en el suplemento del Comercio: "el matrimonio de Juan Lucas y Susan marcará el fin del antiguo orden patriarcal en el Perú de los años cincuenta, para dar cabida al nuevo capitalismo norteamericano".  ¿Estamos seguros? ¿En Boston, en New York, pasarían por encima? En cambio, la muchacha rubia de la mañana de Piura sabe que 24 millones de peruanos están atados, no a una Constitución, sino a un mandato apoyado en el hábito, la tradición y la historia. Y esto dura desde hace 500 años. 

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Sabatina, 03 de febrero del 2001


El país que es el nuestro

 

Hugo Neira


Al volver a Tahití, un grupo de alumnos de estudios avanzados me piden que interrumpa mi lección habitual y que les hable del lejano Perú. Les digo que dedicaré sólo un momento a mis impresiones de viaje. Describo entonces el escenario de estos diez años de perdición. No escondo lo que precede la década, el medio siglo de acumulados errores que parecían llevarnos hacia una prematura muerte nacional en manos de Sendero, y luego de Fujimori. Relato cómo las cosas han cambiado rápidamente. Mientras diserto, noto que se han deslizado en la sala otras personas, unas alumnas libres. Siempre me cuesta hablar, en el extranjero, del Perú. ¿Me creerán? En mis clases es un tema que por lo general evito. Como profesor, a veces opto por explicar México contemporáneo, el Brasil o Argentina, dejando el tema peruanos para mis libros, mis cuitas, o para discutirlo entre peruanos. Será que cuando pienso en el Perú, sangro. Por lo demás, lo que se conoce es poco y es, por desgracia, lo peor. Los hechos criminales son más espectaculares que el mayor de los mítines de protesta. Así es la aldea global, las malas noticias circulan mejor: el dictador refugiado en Japón, el abuso de la confianza pública, las cuentas en Suiza o en el gran Caimán y los ex generales prófugos. Qué vergüenza. El daño hecho a la imagen del Perú es incalculable.

A la salida de mi improvisada conferencia, una de mis ex alumnas, ya profesional, me pregunta si aquel país que he descrito, podía seguir siendo el mío. Sin duda, aquel es un dilema para más de uno de nuestros compatriotas, residentes en el extranjero. Quise contestarle pero no hubo tiempo. Lo que me quiso decir es cómo puedo seguir amando un país así, pese al caos y el horror que lo habita. Me quedé pensando si me debe tomar, en el fondo, por un masoquista. Y si de verdad, no lo soy.

La pregunta de la joven colega me dio hilo para reflexionar. Muchas cosas que uno aprecia al retornar no son necesariamente políticas y la patria pueden ser aspectos imprevisibles. El niño que conversando en un parque de Lima nos sorprende porque le gusta su "cole" y su maestra. Una risa, una pareja que no se maltrata. Una madre que sonríe. Esas cosas. La patria es la tarde al borde del mar y con amigos en alguna playa norteña y la risa de un grupo de personas desconocidas. Todo y nada. La morada de uno y de los demás. El color desteñido, tímido, de algunas de nuestras flores, pálido como el cielo del Perú. Ese lugar adonde nos gusta ir cuando hay tiempo, a ver pasar el vuelo de algunas aves, como si fueran las horas, la vida misma. Ese es el país nuestro, un país que no tiene que ver con teléfonos que se espían, ni votos que se inventan ni congresistas que se venden. No es caro ni lo corroe la angurria. Es el país en el que siempre hubo sitio, la despensa y la mesa hogareña siempre dispuesta para una visita intempestiva, y mi madre preguntando a los de casa y a los amigos, antes de enfrascarnos en alguna apasionada discusión: ¿"han almorzado"? Nada y todo. Ese país no ha desaparecido, está ahí, latente, y no se mide con raseros ni de Estado ni de Mercado, es el país que conocimos, que vive y sobrevive al lado del otro. El otro país, el de los chuponeos y los fraudes, la "reality show" y los videos, no es el nuestro. Será, con un poco de suerte y otro de voluntarismo, una pesadilla, un mal sueño. Todos los pueblos tienen una barbarie en sus espaldas. Esperemos que la nuestra pase lo más pronto posible. El país que es el nuestro es sencillo como un tapial de barro, decente y limpio y sin muchas ínfulas. Y en ella hay gente, no únicamente votantes a los que hay seducir o comprar, gente. La misma que te acoge, te abre sitio y te pregunta cómo te fue en el camino. Ese país es el mío, y como es tan pobre y no tiene precio, no lo comprarán aquellos que se quedan con el resto, que tampoco es mucho. Buen trato, buena cocina, y un poyo provinciano donde conversar. Las cosas que no pude decirle a tiempo a mi joven colega, porque hay que vivirlas, o como ahora, añorarlas.

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