Napoleón Bonaparte: verbo y cañones

Escrito Por: Hugo Neira 462 veces - May• 06•21

Hay un Bicentenario en estos días. No es el de un peruano, ni presidente o algún gran pensador en el pasado. Es alguien que se vincula con las raíces de nuestra independencia, pero de una manera particular. En este 5 de mayo se cumple el bicentenario de la muerte de Napoleón Bonaparte en 1821. El amable lector se preguntará qué tiene que ver con nuestra historia y la construcción de nuestra República ese personaje europeo. Mi respuesta es que me ocupo en estas líneas sobre Bonaparte por dos razones. La primera es que durante la invasión de un ejército francés en el reino de España, en 1808-1810, dirigida por Napoleón Bonaparte, caen prisioneros en Bayona el rey Fernando VII y también su padre, Carlos IV. El propósito era bloquear, aislar a la potente Inglaterra. Pero el Imperio español quedaba sin corona. El efecto fue inmediato. De ahí en adelante, en las colonias se sabía que el Imperio llegaba a su ocaso y obviamente, arrancaron con vigor diversos movimientos independentistas. La segunda razón, es que el ejemplo de un Bonaparte a la vez revolucionario y estadista, precede a  San Martín y Simón Bolívar.

El regalo inesperado a la Independencia de Bonaparte. Una España acéfala

Cuando gobernaba Leguía en 1919, se exaltaba nuestro centenario, la patria, acaso con alguna amargura al estar muy cerca de la guerra perdida en el conflicto con Chile. Y por emoción y razón, los historiadores de entonces y los políticos tomaron esa efeméride, la independencia, como una cuestión nacional. Un siglo más tarde, el actual, la patria sin duda pero también se le considera un episodio continental. Esta manera de apreciar nuestra independencia es reciente. En el curso de los siglos XIX y XX, se ha recopilado la insurrección de Túpac Amaru II, la rebelión del Gabriel Aguilar y Manuel Ubalde, las muchas conspiraciones criollas y la actitud de los ilustrados como Toribio Rodríguez de Mendoza en San Carlos, como si todo eso fuese una larga lista de héroes alineados hasta que llegara el ejército de San Martín en octubre de 1820. Acaso por una cierta vergüenza que la independencia no viniera del país mismo, o como lo dice en nuestros días Carlos Contreras, «La Independencia que vino por el mar» (Perú: historia mínima, p. 166). En general, durante un siglo se ha tratado la independencia como un asunto local. Y lo de Bayona, con un Bonaparte dándole la corona española a su hermano José, no aparece. Por cierto, el pueblo español lo detesta, y surgen las guerrillas antibonapartistas. Sin embargo, deberíamos reflexionar: por qué de la península ocupada en restablecer su vida propia, no parte ningún gran ejército para  recuperar las colonias. Canterac sabía que era el último. Y la abdicación se produce en Ayacucho.

Hoy, en reuniones académicas en diversas capitales de América Latina, para el Bicentenario, he notado que se toma distancia de la explicación tradicional, o sea, como causa los abusos coloniales y el ejemplo de la independencia norteamericana y la revolución francesa. Sin duda, tiene un sentido. Pero hoy, se profundiza estudiando la serie de coincidencias y se toma en cuenta las causas internas de la independencia y las externas. En nuestros días consideramos decisivos el exilio de los jesuitas, la Corte de Cádiz en 1812, las logias masónicas, las reformas borbónicas, detestadas por los criollos por su aumento de impuestos, pero no se suele señalar el ocaso del Imperio Español debido a un factor decisivo, el ingreso de las tropas napoleónicas a España y la doble abdicación el 6 de mayo de 1808. Dejando acéfalo el Imperio español. No se necesita ser un gran historiador para comprender que eso sacude al continente al otro lado del Atlántico. Las consecuencias fueron enormes. Efectos simbólicos e históricos en la América española. ¿Cómo podían gobernar los virreyes si había desaparecido la Corona? ¡¿Seguir obedeciendo a un Imperio acéfalo?!

Como sabemos, en Buenos Aires y Caracas, las autoridades hispanas se apoyaron en los criollos. Fue la primera vez que esa capa social, que era rica pero sin participacion política, tenía una oportunidad. Fingen maldecir a Bonaparte, pero en realidad, las juntas y gobiernos locales aparecen por primera vez. Los historiadores de hoy lo llaman la “tesis del accidente” (Pierre Chaunu).

La segunda razón son nuestros libertadores. Algunos fueron rebeldes nativos, locales, pero San Martín y Bolívar eran patriotas y también cosmopolitas. Estoy seguro que el amable lector debe admirar a San Martín y a Simón Bolívar. Dejando de lado a cuál prefiere, es evidente que ese perfil del corso, soldado y a la vez estadista, eso que  encarna Napoleón Bonaparte, no pudo menos que llamar su atención. Además, los precede. En 1796, el joven general Bonaparte estaba ya al mando de un ejército francés en Italia, a los 27 años.

Ocuparse de Napoleón Bonaparte es a la vez fácil y difícil. Por ello, vamos a tratarlo por partes. La vida, el estadista, el estratega y finalmente el hombre y los efectos hasta  nuestros días de eso que se puede llamar bonapartismos.

La vida

Nace el 15 de agosto de 1769, en Ajaccio, la ciudad más poblada de la isla, la cual fue territorio de ultramar para Genova, y también de ingleses y franceses. Y forma parte del territorio francés en 1768. O sea, justo el año en que nace Napoleón. La inclusión de la isla de Córcega en el Reino de Francia determina el porvenir de Bonaparte. De otra manera no habría podido estudiar, junto con sus hermanos, en Francia. Y luego su formación militar. A casualidades de este tipo, en ciertas civilizaciones, se les encuentra un sentido misterioso. La moira de los antiguos griegos. El Kharma de los hindúes. En la cultura occidental, bañada por el cristianismo, le llamamos el destino.

Poco se sabe de su infancia. Su familia no era pobre (según Masson, uno de sus biógrafos) y los Bonaparte —su lengua era el italiano— habían elegido establecerse en Córcega. El padre de Napoleón era parte del Consejo de Ancianos de Ajaccio, lo cual era considerado como un título de nobleza. Córcega, de «comunidades y señores». Acaso por eso entendía a los de arriba y los de abajo. Cuando niño, entra a un colegio de Autun, para aprender los rudimentos de la lengua francesa. Se dice que siempre tuvo un acento italiano. A los 10 años entra a la Escuela Militar de Brienne, un colegio dirigido por una orden, los padres Mínimes. Y luego, a los 15 años, lo admiten en la Escuela Militar de París. Cinco años después, recibe el diploma de artillero. Esa especialidad formará parte de sus éxitos. Era el arma más importante en esos tiempos. Y Napoleón era un apasionado de las matemáticas.

Ya en el Ejército, lo destinan al regimiento de artilleros, en Valence. Al parecer, tenía una nostalgia de Córcega y su familia y se sabe que pidió 32 permisos. En una carta dice «solo entre los hombres», carta de puño y letra, en 1785. Era, en cierto sentido, un extranjero. O alguien raro, corso entre italiano y francés. Y se refugia en los libros, textos de estrategia militar, autores clásicos, teatro francés, pensamiento político y doctrinas económicas. Lee mucho a Rousseau y acaso de ahí la idea de la legitimidad a partir de los pueblos mismos. Un biógrafo dice que se encontró, en un libro de geografía, esta anotación suya: «Santa Elena, pequeña isla».  Curioso, ¿no?

Y llega la revolución. 1789

¿Cómo vio la inesperada revolución francesa? La respuesta de los que han estudiado a fondo la mentalidad de Napoleón coinciden en que era un patriota corso, y que odiaba la antigua monarquía francesa y acaso esperaba una Córcega independiente. Pero de pronto ocurre que los independentistas corsos asaltan la casa de su familia y tienen que refugiarse en Marsella. Córcega había vuelto a caer en manos de los ingleses. Napoleón rompe sus lazos con los independentistas corsos. Continúa su destino de oficial francés, y se reintegra al regimiento de Niza. Ahí comienza a mostrar su habilidad. Sustituyen en Tolón, al comandante de artillería que se ocupaba de la rada. Había habido un motín contra el terror republicano de los jacobinos y eso había permitido el desembarco de una fuerza angloespañola. Napoleón toma las riendas, coloca varias baterías artilleras, y el total de fuego fue superior al de los que atacaban Tolón. La armada enemiga no tuvo más remedio que partir.

Le iba muy bien, «su capacidad de trabajo y su frialdad bajo el fuego lo convierten en un héroe del sitio» (Wikipedia). Lo nombran general de brigada, pero surge algo que lo perjudica. En julio de 1794, cae Robespierre. Políticamente Napoleón era un jacobino, es decir un radical, y además tenía una amistad íntima con el hermano menor de Robespierre, Maximilien. Lo arrestan entonces dos semanas. Pero es liberado, por falta  de pruebas. O bien —podemos suponer— porque no era el momento para perder militares capaces y que fueran republicanos. Como sabemos, la Nobleza era las fuerzas armadas de Francia y habían partido con la Revolución, y formaban parte de ejércitos de austriacos e ingleses con el fin de recuperar sus privilegios.

A este periodo de Napoleón se le llama «las campañas iniciales». Hay varias. Se le encomienda dirigir una tropa improvisada para defender el Palacio de las Tullerías. En esos días, la plebe de París iba a Versalles a pedir la muerte inmediata de los nobles. Pero ya no gobernaba el sanguinario Robespierre. El nuevo gobierno llama al general corso. Una vez más Napoleón se sirve de su talento de artillero, y con algunas pocas piezas y la ayuda de un joven oficial de caballería llamado Murat, logra distanciar a los vándalos. Murat será un gran militar que acompañará a Napoleón en los años siguientes.

Durante Robespierre, se había guillotinado a unos 17 mil aristócratas y unos cuantos revolucionarios, Danton, Camille Desmoulins. En total, 50 mil muertos en toda Francia. Pero los jacobinos fueron reemplazados por los que se llamaron Termidorianos, en el Directorio. Se abren las prisiones, se desmantelan los comités jacobinos. Y es entonces cuando Bonaparte aspira a una campaña de mayor magnitud. Es decir, llevar un ejército republicano fuera de Francia. Lo logra gracias al apoyo de una mujer, Marie-Josèphe Rose Tascher de la Pagerie, o más sencillamente, Joséphine de Beauharnais. Más conocida como Joséphine. Ella le consigue ese rango.

Josefina

Debemos detenernos un instante ante la mujer que Napoleón amó toda su vida, y ella misma, un personaje excepcional e inclasificable. De origen colonial, francesa nacida en la isla Martinica, se casa con Beauharnais, un aristócrata que no está en contra de la revolución, pero igual lo matan durante «el terror». Ella también es llevada a una prisión, por un corto tiempo. Cuando desaparece el Tribunal Revolucionario, es puesta en libertad el 6 de agosto de 1794. Se queda viuda, viuda de alto rango, y tiene encuentros y vida social en los grandes salones con las nuevas clases altas que aparecían. Le atraían los hombres poderosos. Uno de ellos, Paul Barras, que estaba en el Directorio —el gobierno— se convierte en su amante. Pero una noche, en los salones de París, ella conoce a Napoleón. Deja a Barras y se casa con Napoleón. Y es así como su antiguo amante es quien abre la puerta del éxito y de la historia al joven militar. Días después de su matrimonio, Bonaparte parte al mando del ejército francés en Italia. Barras había cumplido pero era casi un suicidio. La República francesa luchaba contra varias monarquías.

Francia en ese instante no era una potencia. «Un país desvastado por la guerra, la industria desecha, el comercio paralizado, las finanzas por los suelos, desertores por millares, sin hospitales para esa guerra, y una nación desmoralizada» (Jean Tulard, historiador). Y sin embargo, es el momento en que Napoleón entra a la historia.

En efecto, no miente a sus soldados, les dice: «estáis mal vestidos y mal alimentados. El gobierno nos debe mucho. Pero en esta Italia, hay grandes ciudades que tienen lo que no tenemos, y serán vuestra ». Y luego pasan los Alpes que los separan de Italia, caen por sorpresa, y no solo enfrentan a los italianos sino a fuerzas austriacas en Lombardía, y derrotan el ejército de los Estados Pontificios (en esa época, Roma católica tenía ejércitos). Bonaparte muestra lo que sabe hacer, vencer. Derrota a cuatro generales austriacos cuyas tropas eran superiores en número y fuerza a Austria a firmar un acuerdo de paz. «El resultado es el famoso Tratado de Campoformio que da a Francia el control de la mayor parte del norte de Italia, y también los Países Bajos o la llamada Holanda, y el área del Rin.» Después de esa victoria, no regresa a Francia sino que va hasta el extremo de Italia. Llega a Venecia, la ocupa y le hace perder la autonomía que tenía desde siglos. Bonaparte organiza Italia, junta los territorios ocupados e inventa una república, la Cisalpina.

Por lo demás, está clarísimo que el pasaje inesperado de la cordillera de los Alpes —las montañas más extensas y altas de Europa, con cimas y quebradas— no es un lugar para  llevar cañones, pero lo consiguen Bonaparte y sus soldados. No era sencillo ese pasaje, y es evidente que mucho ha podido inspirar la idea de San Martín, el pasaje de los Andes para caer sobre Chile. El punto de partida de nuestra independencia, tras las batallas de Chacabuco y Maipú. Luego, liberado Chile, como Contraalmirante, Lord Cochrane con su flota y por cierto, Paracas.

Bonaparte, después de Italia, parte a la expedición de Egipto. Es evidente que no se le ve ya solamente como un excelente militar. El aprecio del pueblo francés crece enormemente. Y emerge el Bonaparte político. La gente del Directorio —los que eran mayoría en la Asamblea Constitucional —comienzan a verlo con malos ojos. Pero la popularidad de Napoleón aumenta, no solo vencía en cada batalla a ejércitos de otros reinos europeos sino que había establecido una guerra muy distinta a la de otras naciones.

A esa máquina de guerra a la vez moderna y revolucionaria, se le llama las «guerras napoleónicas». Desde 1797, en Italia, hasta 1815. En ese tiempo, la institución de la Francia revolucionaria se convierte en un sistema de transición de una monarquía —el Antiguo Régimen— a una república francesa. Para ello, establecen un régimen de transición, se llama el Consulado. Usaron el sufragio popular. Bonaparte es Cónsul por dos veces.

Cabe que nos hagamos ya una pregunta. ¿Cuándo Bonaparte se vuelve Napoleón I? El 18 de mayo de 1804, nombrado emperador hereditario. En este caso, muchos historiadores se olvidan de decir que el pasaje de Cónsul a Emperador fue el resultado de un plebiscito. A lo largo de esta serie de modificaciones del poder político —Asamblea Legislativa, Convención Girondina, Convención Termidoriana, el Consulado, y finalmente el Imperio—, en todo ese tiempo y modificaciones institucionales, hubo elecciones. Eso es algo que se oculta. Porque en el siglo XX, las revoluciones  establecieron regímenes sin elecciones. Y el silencio hizo creer que la Revolución Francesa fue lo mismo. Es todo lo contrario.

No en 1789 sino cuando ya no había reyes, desde 1790, desde las primeras consultas,  los ciudadanos activos pasaron del sufragio censitario al sufragio universal. De un millón a once millones. Se expandió el cuerpo electoral. De la primera república al Consulado y al Imperio, hubo siempre elecciones municipales, cantonales y referéndum. Estaban en guerra y sin embargo había escrutinios y recuentos de urnas y papeletas. Se conoce la clase social de los que votaban: clero, funcionarios, burgueses, hombres de ley, profesiones liberales, comerciantes, artesanos, asalariados, campesinos. No puedo extenderme sobre ese proceso electoral, y recomiendo un libro que está traducido al castellano. Se titula La revolución francesa y las elecciones. De Patrice Gueniffey, Fondo de Cultura Económica, 1993.

La gran cuestión es ¿por qué no se dice que hubo elecciones permanentes y paralelas a la revolución misma? Ocurre que los marxistas-leninistas, no los socialdemócratas, han hecho creer a millones de revolucionarios que la revolución socialista o comunista, establecía un poder de partido único, y nunca más elecciones. Lo han callado porque no les convenía. Y en cuanto a Bonaparte, lo describen como Cónsul y Emperador, sin decir que había consultas a los franceses. ¿Revolución y  elecciones permanentes? Vaya sorpresa. Olvido decir que en el curso de esa metamorfosis, los votos eran cada vez más radicales.

Napoleón Bonaparte, ¿por qué era popular?

La respuesta es sencilla. Para el pueblo era el  personaje que había puesto fin a una opresión de siglos de una capa social señorial. La asamblea nacional había eliminado en 1892 los derechos feudales. ¿Desde cuándo lo tenían? Durante nueve siglos hubo feudalismo. La revolución, que era protegida por Bonaparte en el campo de la guerra, había hecho desaparecer el diezmo. Y los bosques fueron considerados bienes nacionales, y no de condes o duques. La confianza en Bonaparte fue la ideología de las clases populares, en su mayoría rural, pero también en los artesanos y primeros obreros. Al punto que cuando Bonaparte resucita la Monarquía –la suya– no pierde esas capas sociales. ¿Por qué razón? Para reorganizar la sociedad francesa en un sistema republicano. Y eso no lo hace el general Bonaparte, sino el estadista.

El estadista

Sorprende por lo general un Napoleón estadista. Y antes de continuar, debo decir que no he dedicado mi vida a un estudio profundo de la historia francesa.  Lo que ahora entrego a la curiosidad del lector, es lo que los especialistas —investigadores y profesores franceses— han logrado un consenso sobre ese lado de Bonaparte, más claramente, un punto de vista académico más que político. Acudo, pues, a fuentes históricas confiables.

Resumo, pues, lo que la academia propone para explicar el caso de Bonaparte. Y para proseguir, un par de preguntas. ¿Cómo se inscribe en la vida francesa el régimen napoleónico? ¿Qué dicen los estudiosos de ese periodo histórico?

Lo siguente: «lo que deseaba la mayoría era la paz civil, la cohesión nacional y el orden social» (Jean Tulard, Encyclopædia Universalis). Esto no significa que se sacrificaba las conquistas sociales del periodo revolucionario. Entonces, se junta el poder personal —es decir, Bonaparte— y a la vez, el republicanismo. Desde esas dos tendencias que llamaríamos la derecha y la izquierda, «se realiza una gran empresa de construcción legislativa y administrativa que sentó la base de una Francia moderna» (Tulard). Hay que decir que ello fue observado en gran parte del continente europeo. En suma, dos objetivos. Territorio y Estado.

¿Qué ocurre en Francia cuando Bonaparte es imperial? Código Civil que extiende a territorios conquistados. Herencia de la revolución: la igualdad de todos ante la ley. Y el derecho a la propiedad. No olvidemos, la red de funcionarios, prefectos, subprefectos, alcaldes.

En la educación, de nuevo, aspectos conservadores y a la vez muy modernos. Por un lado, con Napoleón se crean las grandes escuelas del más alto nivel, la École Polytechnique, la École Normale Supérieure, L’Institut de France. Se trata, hasta nuestros días, de casas de estudios superiores por encima de las universidades. En ellas se ha formado, durante siglos, la elite tanto científica como política de Francia. Y eso que el sociólogo Bourdieu ha llamado, la «nobleza del Estado». Un cuerpo institucional al que acude el Estado, sea quien fuese el presidente, por ser una elite escogida y eficaz. Los que se han formado en esas escuelas ocupan los órganos centrales del Estado francés en una carrera estable y permanente.   

Sin embargo, la educación bajo el régimen de Napoleón, para la enseñanza primaria, se hacía al lado de la Iglesia, en escuelas confesionales. Por lo tanto, esa era una educación conservadora. Mientras la elite del poder, que nace con el mismo régimen, era gente interesada por la ciencia, en suma, partidarios del pensamiento libre, sin intervención de la Iglesia. Bonparte era partidario del progreso científico. Y del Arte y la gran Arquitectura. En París se puede ver la Columna Vendôme y el Arco del Triunfo. Cuando la expedición a Egipto, siendo joven, lo envía el Directorio, incluye un número impresionante de científicos,  y es así como hay estudios del antiguo Egipto, entre ellos, de la piedra de Rosetta. Contiene tres lenguas, los jeroglíficos, una lengua intermediaria llamada demótica, y el griego antiguo. Es así como se pudo descifrar los jeroglíficos, proeza de Champollion. Y claro está, de Napoleón.

Napoleón estratega

Para entender el Bonaparte militar, hay que tomar en cuenta el tema del reclutamiento. En 1789, cuando estalla la revolución, el ejército francés —según los historiadores— contaba con 150 mil hombres. En 1794, bajo las banderas de la República, 800 mil. En 1812, para la campaña de Rusia, 500 mil hombres. Pero no todos franceses. En los efectivos hubo alemanes, austriacos, prusianos, holandeses, polacos, italianos, españoles y portugueses. Por eso lo llamaron «el ejército de 20 naciones». Y es así, porque había emergido «una Europa Napoleónica». A Diego Castro, uno de los grandes conocedores de la vida de Bonaparte, le parece que el «hecho de tener implantado el Código Napoleónico en todos los Estados creados por el emperador, desaparecía el feudalismo, la servidumbre, y la libertad de culto. En cada Estado una constitución, el sufragio universal, la declaración de derechos y la creación de un parlamento. Hay otras reformas, lo militar se mezcla con lo social. La educación, por ejemplo, sea cual fuese la nación, para acceder a la enseñanza secundaria, sin tomarse en cuenta su clase social o su religión.

En cuanto a la táctica, Bonaparte crea lo que se llama una división, concepto que se usa hasta nuestros días. Y a eso, dos brigadas de infantería, complementado con un escuadrón de caballería, y sobre todo, los cañones. Pero no hubo un manual, cada combate era para Napoleón, algo muy dúctil, mudable, cambiante, irregular. ¿En cuántas películas se le ve con un catalejos observando al enemigo? Ningún oficial sabía cómo iba a movilizarse, con lo cual evitaba traiciones. Buscaba el posible punto de ataque, y entonces, era una orden súbita de Napoleón. Por lo general, conocía las tácticas de otros ejércitos y generales. Hay pocos seres humanos que hayan sido estudiados como Bonaparte, hasta en sus mínimos detalles. No hay duda, improvisaba. Como en un juego de cartas o en el ajedrez. Pero eso solo puede hacerlo un genio. Hay que hablar, pues, del Hombre.

Un día de Bonaparte —general, cónsul, Emperador— en Santa Helena

Es ilimitada la bibliografía sobre su persona y salud. Hay, sin embargo, un par de obras, la de Jean Tulard, Histoire de Napoléon en un jour (1992). Y la de Frédéric Masson, Napoléon chez lui, París, 1894. O sea una jornada del Emperador en las Tullerías, el ambiente, los horarios, etc.  Inclusive, hay un extracto del Diario Oficial del 19 brumario del año X. O sea, del 10 de noviembre de 1801.

¿Qué señalan? La fuerza prodigiosa del organismo del Primer Cónsul que le permite 18 horas de trabajo al día. Sin fatigarse mientras examinaba una y otra cuestión que de inmediato, resolvía.

No era muy alto, un metro y 68 centímetros. Piernas cortas, un color oliváceo, «un mediterráneo», se decía, pero que se imponía, con temperamento autoritario, a veces colérico, pero de un talante afable, y casi todos lo dicen, «resistente a la fatiga». En el sitio de Tolón, duerme al pie del cañón. Otros insisten en su «extraordinaria lucidez intelectual».

¿Cómo era un dia de Bonaparte? Se despertaba a las 6 o 7 de la mañana, echaba un vistazo a los periódicos, examinaba los informes de la policía y alrededor de las 8, entraba a su gabinete de trabajo. Era un gabinete topográfico. Mapas, incluso para un viaje. No escribía, dictaba. Tenía un sistema de cajones que solo él usaba. A las 9 iba al salón de las Audiencias, recibía príncipes y dignatarios del Imperio. A las 9 y media, el desayuno. Y hacia la 1, Consejo de Estado o de Administración. No veía a los ministros, los consideraba ejecutores. Le escribían. Los grandes problemas los discutía con Talleyrand, lo apreciaba por su inteligencia pero lo despreciaba porque era un hombre del Antiguo Régimen. En realidad, Tayllerand tenía muchos vicios, era un disoluto, pero brillante. Napoleón, en algún momento en que disputaban, le dijo que «era un montón de mierda envuelto en una media de seda». Cuando Napoleón gobierna con gente mediocre, y el Imperio se vuelve más frágil.

La cena era a las 18 horas. Y no duraba más de lo necesario. Era una cena frugal. Luego trabajaba hasta tarde. Salvo el caso que hubiera una velada de la Emperatriz. Y entonces un amigo, el bibliotecario Barbier, le contaba las últimas novedades y rumores. Napoleon era, después de todo, un corso. La familia le importaba. Era corso, es decir, tenía fe en el clan. Se dice que se guiaba por un consejo del rey de Milán, llamado Murat: «haga usted como rey lo que habéis hecho como soldado». Fue sobrio. Inútil y sin razón, diversos novelistas y directores de películas lo presentan como un don Juan. Napoleón tuvo un solo amor, Josefina. Se tuvo que divorciar de ella, para intentar tener un hijo con una mujer más joven. Lo tuvo. Pero al pequeño lo mataron. A Josefina la visitaba siempre, le pedía opiniones de orden político. Era ella una de esas mujeres con un talento enorme y una capacidad para conocer a los seres humanos. Nunca dejaron de verse, hasta la muerte. Ella fallece en mayo de 1814. Los funerales fueron solemnes. Siete años antes que Bonaparte. ¿De qué muere? Tenía problemas en el estómago. Probablemente un cáncer. Pero hace poco se ha examinado un cabello de Bonaparte, y descubren los médicos que tenía una carga enorme de arsénico. Es probable que lo envenenaba la «pérfida Albión», o sea, Inglaterra. Se temía que un día lograra fugarse de la isla, y al parecer, Bonaparte buscaría la proteccion de los países americanos.

En fin, lo real, el vigor de Napoleón. En todo es monumental. Cuando está en la isla de Santa Helena, los ingleses que lo vigilan no pueden negarle seguir trabajando con algunos de sus amigos, que vienen a verlo. Y entonces, dicta su vida, nada menos que 28 volúmenes. Es publicado en 1830-1832. Ha sido reeditado. Los que lo han leído  dicen que el estilo es breve, directo, lo que llaman los estilistas, los castigados (es decir frases cortadas). Lo admiraron los escritores franceses del XIX, Stendhal, Sainte-Beuve, y en particular, Chateaubriand, quien dijo: «si Bonaparte se hubiera dedicado exclusivamente a la literatura, hubiese sido no solo un gran escritor, sino el más grande de los grandes».

Tenemos, pues, un caso excepcional. Sus arengas no son acaso algo parecido a la literatura por su calidad y convencimiento. Por ejemplo, la arenga a sus soldados en la invasión de Italia: «Soldados… En quince días habéis ganado seis victorias, capturado veintiuna banderas, cincuenta y cinco estandartes y muchas plazas fuertes…Habéis ganado batallas sin tener cañones. Habéis cruzado ríos sin puentes, habéis hecho marchas forzadas sin zapatos, acampado sin licor y a veces sin pan. Solo los soldados de la Libertad son capaces de soportar todo lo que habéis soportado.» Bonaparte, en esa guerra de las primeras que se llamarían napoleónicas, llevaba su propia literatura. Y lo que se llama las «ideas de Bonaparte».

Verbo y cañones. Será el modelo de San Martín y Bolívar cuando llega la hora de emancipar los dominios españoles del reino de los Borbones en lo que luego se llamaría América Latina.

Y hay que insistir como lo hace Diego Castro, con esta idea: «Para América Latina, la figura de Napoleón Bonaparte es fundamental. Su intervención en España, las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII, la entrega del trono español que hace Napoleón para su hermano José, que gobierna como rey de España y las Indias, y además, la promulgación de la Constitución de Bayona —donde los Bonaparte los tenían prisioneros—, reconocían «la autonomía de las provincias americanas del dominio español» y es así como se inician las independencias. Pero como sabemos, es un hecho que se oculta por vanidades supuestamente nacionales. Hoy se toma en cuenta la independencia sudamericana como parte de las revoluciones de uno y otro lado del Atlántico. Hay  pues, otro paradigma para comprender nuestra historia, vinculada a la historia universal. Vivimos en otro siglo, el XXI, y es tiempo que pensemos de otra manera la nación, la patria, el Estado, pero a la vez, la historia de la mundialización.                                  

Napoleón I salva a la Revolución Francesa. ¿Pero qué hacemos con el bonapartismo del sobrino?

«No hay figura más popular en la historia universal que la de Napoleón. Eso lo dice la Encyclopædia Universalis, una de las más sinceras enciclopedias. Dice también, sobre Napoleón y su leyenda, «una bibliografía exhaustiva de lo que se ha dicho y escrito, hoy es imposible». Sin embargo, pese a sus batallas y a que las guerras napoleónicas permitieron retardar el retorno de la Monarquía y la nobleza, dando tiempo a la sociedad francesa para vivir en un sistema republicano, no se le perdona que de «héroe»  revolucionario pasa a ser «Emperador». En Francia, hasta el día de hoy, el debate es inacabable.

Por una parte, general y Primer Cónsul, la espada de la Revolución, pero se lanza, el 18 Brumario, al intento de un golpe de Estado junto al más inteligente de sus hermanos llamado Lucien. Con sus soldados irrumpen contra Los Quinientos, así se llamaban a los diputados que sesionaban en Saint-Cloud, y que se resisten, los silban e incluso les descargan un tiro. El 18 Brumario es un golpe de Estado fallido. Lo que intenta Napoleón, es una fórmula en la cual la izquierda de los burgueses revolucionarios continúe y a la vez, el retorno de la Monarquía, a la manera inglesa, con parlamento. Y en ese caso, para preparar esa república, un Cónsul-Gerente (en el estudio de Thierry Lenz). O sea, ¡él mismo! 

En 1818, en mayo, nace Karl Marx. En su juventud y primeros estudios recuerda a Danton, a Robespierre, y trata con afecto «al pequeño caporal», Napoleón Bonaparte. Ha visto la revolución de 1848. Recuerda el 18 Brumario del año VIII del calendario revolucionario (el 9 de noviembre de 1799). El joven Marx lo compara con el sobrino de Napoleón, por el golpe de Luis Napoleón Bonaparte, el 2 de diciembre de 1851.   Tiene 33 años, pero ya es Marx. El tono es panfletario: «¡El dieciocho Brumario del genio por el dieciocho Brumario del idiota!» El tono es ilustrado, recuerda a los Bruto, a los Graco, al mismo César. El voto por Luis Bonaparte venía del mundo rural, es decir, de la parte más conservadora e inculta. El autogolpe de Luis Napoleón ha quedado como un modelo histórico a la luz de lo cual se ilustran otros casos posteriores, cuando la burguesía parece que domina pero depende del despotismo de una persona y una burocracia dominante, en nombre del pueblo.

Con el fenómeno del poder personal a pedido de las masas, lo que se llama bonapartismo aplica más al sobrino de Napoleón que al perdedor en Waterloo. De guerreros estadistas, hay algunos, De Gaulle, que lo llamaron para reorganizar la vida política francesa dejando el sistema parlamentario, y sustituye la IV República por la V. Un presidente elegido directamente por el voto ciudadano, primer ministro al miembro del partido que ganaba en las cámaras, la importancia del mandatario. Pero De Gaulle, gobierna y se va, es un demócrata. Pero también es bonapartismo los 70 años en el poder en La Habana de Fidel Castro, el ascenso de Hugo Chávez. Y Putin que hoy ha conseguido legalmente gobernar hasta el 2036. Franco, Pinochet, Fujimori y Chávez, son su encarnación hispanoamericana.

Dicho sea de paso, ese tipo de régimen mixto —autocracia personal y apoyo tanto por los más pobres como por elites sedientas de poder—, es el que predomina en nuestro tiempo. No Napoleón, sino Luis Napoleón Bonaparte. El aporte de Marx a la teoría de las revoluciones es que, además de ser imprevisibles, rompen la historia en un antes y después, y tras una máscara, bajo formas de un poder novedoso, actúan sin decir su nombre. Y que cada cierto tiempo producen revoluciones que no son liberadoras. El fascismo italiano y el nazismo alemán, también fueron revolucionarios. Con la promesa de otra época, otra economía, otro hombre. En realidad, parecen inspirarse en las capas populares, pero para lo que sirven es dominarlas. El engaño dura un cierto tiempo. Y luego hay que volver desde cero a una sociedad de clases, con los conflictos de siempre, o peor.       

Repito, proviene de los más pobres y abandonados, en texto de Marx: «Las condiciones de los campesinos en Francia nos descubren el enigma de las elecciones generales del 20 y 21 de diciembre, que llevaron al segundo Bonaparte al monte Sinai, no para recibir leyes sino para darlas. Ciertamente, la nación francesa cometió en estos funestos días un pecado mortal contra la democracia que, postrada de hinojos, reza diariamente ‘Santo sufragio universal, pide por nosotros¡!’ (Karl Marx, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Alianza Editorial). Y de alguna manera, es un cruel pero merecido castigo, ante las clases indiferentes y egoístas, en países en que no se distribuyen las ganancias nacionales de manera equitativa. El Perú es uno de esos países infraternos. Dividido desde la colonia y la república de los siglos XIX y XX, con dos culturas que no se fusionan, los criollos y la cultura andina. 

Publicado en Café Viena, 5 de mayo de 2021

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