“Con pisco de Moquegua se conquistó el viejo oeste norteamericano”

Escrito Por: Hugo Neira 2.120 veces - May• 29•17

Cedo el espacio a un amigo de toda la vida, publicista, que nos trae un testimonio sobre el pisco más allá de las peleas legales que libramos con nuestro vecino sureño. (HN)

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El secreto estuvo guardado dos centurias en el fondo de ventrudas tinajas. Dos circunstancias que llamaron mi atención, me llevaron a tan feliz como sorpresivo descubrimiento.

En Tacna, allá por la década de los ochenta, cumpliendo funciones oficiales en la promoción de nuestro turismo me encontraba, cuando hojeando las páginas de un viejo álbum, llegué a una colección de bellas fotografías que mostraban la arquitectura de la vecina ciudad de Moquegua, lugar que yo no había visitado jamás.

Debo decir que quedé deslumbrado ante aquellas fotos que pusieron frente mi vista paisajes urbanos de una pequeña capital, ni ostentosa ni avergonzada, que ignoraba ella misma, los valores plásticos de que estaba dotada; ello, a despecho de la sensibilidad de poetas y pintores que transitaban por las calles de esa dulce Villa, en trance de convertirse en ciudad. Al día siguiente hice maletas y marché en busca de Moquegua, la desconocida. Confieso que la realidad superó mis expectativas. Fundada en 1541, no exhibía las heridas del tráfago histórico que le tocó vivir, como consecuencia de las luchas por la independencia y de la tragedia que significó para ella, la Guerra con Chile, que sembró destrucción por todas sus calles. Parece que los moqueguanos, pasado el conflicto, se dedicaron con amor y con afán, a restaurar el hogar común de sus ancestros.

En contradicción con la realidad, tuve la sensación de que Moquegua no había sido castigada por sismo alguno, pues no registraban sus paredes las marcas del mal humor tectónico que nos zarandea frecuentemente a los peruanos. Luego reflexionando, ante el espejo de la realidad, encontré respuestas a este sorprendente y positivo buen estado de conservación. Parece que los moqueguanos desde los días coloniales de fundación, se impusieron la mesura como un estilo de vida que nunca quebrantaron, del cual surgió no una ciudad colosal de torres, palacios, campanarios, edificios y grandes conventos, sino una maqueta de sí misma, una ciudad en miniatura… ¡el pueblo de Blanca Nieves!

Obedientes a esos principios, no renunciaron sin embargo a la armonía volumétrica, al matizado de los colores, a la joyería primorosa engastada en sobrias paredes de baja estatura y espigado encanto. Un rasgo que mi afán indagatorio no puede explicar, es el referente a los techados de “mojinete”, extendidos en el extremo de la costa sur del Perú Eterno, que en Moquegua adoptara carta de ciudadanía otorgando gracia y personalidad prevalentes y distintas a su arquitectura. Con su concepción de “dos aguas” el “mojinete” tiene tres, al cortar el cono típico de los techos de dos aguas y convertirlo en la figura de un trapecio, por razones ignoradas pero bellas.

Pues, a esa economía natural de paredes y de alardes de altura, ha debido Moquegua su resistencia a los sismos que azotaron su geografía, hasta que llegó el último y brutal remezón que la azotó combinando la violencia telúrica, con la capacidad destructiva del tiempo, para echar por tierra el sesenta por ciento de sus bellas edificaciones. Volvemos a la década de los ochenta y me veo llegando a esa ciudad para el regocijo del espíritu, humana, arbolada, tierna, fresca en su verdor; hecha para caminares, para mirares, para solazares en un mundo de dimensiones coherentes con las de la naturaleza humana. Me impresionaron los colores contrastados de sus paredes rimando con las tonalidades de sus techos de “mojinete” en diálogo amistoso con el azul incomparable del jacarandá y los tormentos de luz de la buganvilia. La tarea por delante era sencilla, busqué al alcalde, le propuse el proyecto: resanaríamos lo que hubiera que resanar; repintaríamos lo que necesitara ser repintado y procederíamos a la reinauguración de una Moquegua de fantasía, engalanada por el sol que la convierte en la ciudad del Perú que recibe mayor cantidad de luz solar, en todas las estaciones del año.

Visitamos al administrador del Hotel de Turistas de Moquegua y le propusimos el plan promocional: aquel día que no saliera el sol en Moquegua, el pasajero del hotel no pagaría el alojamiento. Luego vinimos a Lima y se armó el escándalo: la chica tímida que era Moquegua, de la noche a la mañana pasó a convertirse en la turbadora dama de moda del turismo en el Perú. Durante los últimos días de nuestro deslumbramiento moqueguano, disfrutamos también de su incomparable gastronomía, de sus postres, de su pastelería, de sus bebidas: el famoso pisco Biondi, los ponches, los macerados y misturas; también y sobre todo, de su cultura, de su poesía, de su historia y de ese símbolo de la arqueología, que es su “Cerro Baúl”. Recorrimos palmo a palmo su campiña, nos sorprendieron, regados por el campo, los restos de risueñas, apagadas, enormes y ventrudas botijas de pisco y los derruidos paredones que en otros tiempos habían guardado destilerías y bodegas del dulce y quemante licor de la uva. Ello, a la vuelta de cada recodo de los múltiples caminos.

En su mejor momento pisquero, el también pequeño valle solo tuvo diez mil hectáreas productivas de esos frutos de Dios. En ellas llegaron a establecerse ciento veintiséis bodegas productoras de pisco. Viendo las gigantescas botijas de alfarería arrumadas en los campos, nos nació una inquietud. ¿Fue acaso Moquegua un lago de pisco? ¿Para quién, en los tiempos antiguos, se producían estos ríos del néctar sagrado? No tuvimos que esperar mucho tiempo para hallar la respuesta: vueltos a Lima para impulsar la campaña de promoción de Moquegua y su turismo, una joven estudiante norteamericana que pretendía graduarse de historiadora en una universidad de su país, motivada por todo lo que los medios de comunicación comenzaban a decir de Moquegua, tocó entusiasmada nuestras puertas, y en forma atropellada por la excitación nos espetó: – “El oeste norteamericano fue conquistado con el vigor de los piscos de Moquegua, en el Perú”.

Luego, ya más sosegadamente nos contó que estaba culminando un viaje de constatación, en la tarea de investigación histórica que se había impuesto como trabajo de tesis universitaria “¿Qué licores tomaban los pioneros norteamericanos que se lanzaron a la conquista del oeste?”. Ello la había obligado a indagar en archivos, rutas de transporte terrestre, rutas marinas, sobre todo de la costa del Pacífico, esquemas industriales y comerciales de producción, distribución y comercialización; y especialmente, avisos periodísticos de incipiente publicidad y crónicas y relatos publicados e inéditos.

Mientras ella hablaba, cobraban vida en nuestra imaginación escenas de las películas de vaqueros que atiborraban las pantallas cinematográficas de nuestra infancia. Eran las famosas “Cow Boy” que mostraban profusamente a los vaqueros bebiendo licor en los “Saloon” o cantinas de puertas de vaivén, y haciendo héroes del más entregado al hábito de la bebida; que dieron lugar a un género de películas, al que despectivamente se les llamó “coboyadas”, por su propensión a liquidar toda diferencia por la fácil vía de la destreza en sacar el revólver y matar al adversario, cuando este era otro colono; o por el desigual enfrentamiento entre el rifle de los invasores y las flechas de los “indios”, a los que nos enseñaron a odiar. Pero más allá de valoraciones éticas, nos sorprendió el dato que se nos daba, corroborado por la joven estudiante, en las relaciones de carga de las empresas navieras norteamericanas que hacían el tráfico de cabotaje, o de destino a destino, entre los sureños puertos peruanos en la América del Sur, y los del oeste, en el Pacífico norteamericano. Allí habían quedado registrados los recojos de grandes cantidades de pisco de Moquegua, en el puerto de Ilo, con destino a los nacientes Estados Unidos.

La estudiante había querido llegar hasta Moquegua, ciudad de la que se enamoró, y al día siguiente, partió de retorno a su país, llevando fotos que ilustraban los restos de las tinajas y de las bodegas productoras, que sobrevivían en el valle de Moquegua, bañado por el río del mismo nombre. Nunca más la volvimos a ver. Eran años en que Chile aún no nos había iniciado su loca carrera por chilenizar productos naturales y culturales del Perú. El club Moquegua constituido por residentes moqueguanos en Lima, se movilizó en apoyo de la campaña de turismo que emprendimos en favor de su tierra. Fui invitado en repetidas ocasiones para dictar conferencias sobre el tema, que tuvieron lugar en su amplio local institucional de la Avenida Salaverry y en el más amplio aún, del Club de la Unión en la Plaza de Armas de Lima. Allí, con el testimonio de los más viejos moqueguanos, reconstruimos una historia que había quedado en el olvido: más o menos cien años atrás, el valle de Moquegua fue atacado por la filoxera, una plaga que destruyó las plantaciones de vid. Al año siguiente, los agricultores volvieron a la carga, insistiendo en producir la uva que había sido su producto emblemático, pero la tierra había quedado infestada por el mal. Tras cinco años de insistencia, todos quedaron empobrecidos y optaron por otros cultivos en un valle en que casi no había existido una pulgada que no estuviera dedicada a la vid.

El ser humano tiene una proclividad al olvido de los capítulos dolorosos de su historia, y eso había pasado a los moqueguanos. Pasaron los gobiernos en este país incapaz de establecer políticas de Estado, y el tema de Moquegua en su dimensión turística y en su dimensión pisquera fue olvidado. Valga la oportunidad para que hoy, con treinta años de atraso, volvamos al tema. Yo propongo que restauremos la hermosísima Moquegua, con motivo del Bicentenario, y que nos organicemos para emprender la campaña del regreso del licor con que se conquistó el oeste, a los Estados Unidos. Podríamos abrir un gigantesco mercado, para nuestro entrañable pisco. Me ofrezco para ambos emprendimientos. Lucidez, experiencia y entusiasmo, me sobran.

Alfonso Salcedo Rubio

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