Democracia, certezas y perplejidades

Written By: Hugo Neira - Feb• 03•25

Con la democracia nos ocurre lo que al gran padre San Agustín con la idea del tiempo. “Si nadie me pregunta qué es (el tiempo) sé que es. Pero si me lo preguntan, ya no lo sé”.

Si el lector tiene prisa, le podemos sugerir una definición escueta de democracia. Se trata de un tipo de gobierno en que se es gobernado o se gobierna, à tour de rôle. Es decir, cada quien en un momento preciso. La democracia supone la ley de la mayoría, pero con una condición, que los mismos individuos no gobiernen toda la vida. Un jefe de Estado demócrata y a perpetuidad no es sino una contradicción indefendible. Pero apenas enunciada esta idea, se establece algo que es su fuerza y a la vez su debilidad: no debe conservar a los mismos. ¿Pero qué pasa cuando mudar gobernantes que lo están haciendo bien resulta un tanto ineficaz? Esa tentación la tuvieron los antiguos griegos. Sin duda, cuesta deshacerse de un gran hombre, fue el caso de Churchill, vencedor de la Alemania nazi en la II Guerra Mundial, los ingleses en la posguerra, en la primera ocasión lo reenviaron a su casa. Rumor o dato histórico, dicen que Churchill dijo: “es propio de los pueblos fuertes ser ingratos”.

Hechas las sumas y las restas de los cambios o continuidad de los dirigentes políticos, los partidos, las tendencias, la democracia se revela, desde la primera aproximación, como un sistema de gobierno extremamente aleatorio e imprevisible, pero lo que es sensato, no es precisamente la continuidad del mismo tipo de representantes. ¿Cuán sensato resulta que unos se vayan y otros los sucedan? Caso por caso, elección por elección, la respuesta es tan variada como situaciones, pero todas dependerán finalmente del voto del ciudadano, y esto pone en el tapete la cuestión esencial del sistema democrático: el ciudadano responsable, capaz de determinar en cada caso lo que es conveniente, en quien reposa la arquitectura misma del sistema de democracia, que es siempre directo, representativo o híbrido de ambas, y que solicita la opinión de los ciudadanos que la forman. Las modalidades y límites que los gobiernos democráticos se ponen a sí mismos, para permitir o no la reelección presidencial o congresal, son tan grandes como aplicaciones o variables institucionales reales. No entramos en los detalles y modalidades. Cualquier manual de instituciones democráticas comparadas nos proveerá de ejemplos diversos. Pero lo que debe quedar claro es que nace en oposición. ¿A qué? A la idea de monarquía absoluta. Y a la idea de tiranía personal.

Nace como un régimen de ciudadanos. El ejercicio de presentarla en su historia, por mínimo que sea el esfuerzo, no puede dejar de aludir a los orígenes en Grecia. A la idea de la polis, a Atenas del siglo IV a.C., al concepto del hombre como zoon politikon, de Aristóteles. Los Antiguos, en efecto, no separaban gobernantes y gobernados. La rotación de los cargos en una ciudad como Atenas lo permitía, tarde o temprano un ateniense llegaba a ser, por designio en una asamblea o por obra del voto por azar, polemarca, vale decir, general, o magistrado, o sea juez en los 6000 juzgados, equivalentes a los de paz de nuestros días, que una sociedad agraria y mercantil como aquella, en perpetuos litigios por bienes y derechos, requería. Pero la evocación del origen griego —la invención de la política como actividad deliberada de un conjunto de ciudadanos destinados a dar una ley con la cual autogobernarse— es de rigor, y ello nos lleva a otra característica.

Nace la democracia como una ruptura. En los griegos, contra sus basileus o reyes, y luego, contra sus tiranos. Nace en Atenas, los basileos fueron sus reyes antiguos, a quienes dejaron de lado. El concepto de tirano es más complejo, llamaban así a aquellos que encarnaban un poder arbitrario, personal. El rasgo del Tirano es que fueron frecuentes, y al parecer, después de un proceso secular, largo, tortuoso, la aristocracia después de Pisístrato —tirano querido por el pueblo, recuerda Heródoto— se decide a admitir una politeia o gobierno abierto al “demos”, como el mal menor. Son las reformas de Clístenes, un aristócrata inteligente y reformador. Sí, también los griegos dudaron en establecer eso que llamaron “democracia”. El tirano tuvo un carácter antiaristocrático, acaso como los jefes populistas de nuestro tiempo. Pero comparar el proceso histórico de los griegos hasta llegar a la democracia ateniense y luego pensar las modernas y contemporáneas, es un abuso comparativo que no emprenderemos.

Contentémonos con insistir que la democracia nace en Atenas como un régimen de ciudadanos. El presente ejercicio se contenta con insistir que esos inicios son una referencia obligatoria. Hay que tener claro dos cosas. Ninguna civilización produjo un fenómeno tan singular: unas comunidades (Atenas no fue sola la única ciudad que se maneja con leyes o Constituciones), cuyo poder no proviene de los dioses sino de las leyes que los hombres mismos se otorgan. Ni China antigua, ni Egipto de los faraones ni asirios ni babilonios produjeron algo parecido. Y sin duda, tampoco Persia, gran rival de los griegos insumisos. Así, la idea de la polis, en la Atenas del siglo IV a.C. al concepto del hombre como zoon politikon de Aristóteles, tiene orígenes muy precisos como la idea y la praxis de un sistema de autogobierno que no separará gobernantes de gobernados. No resulta, pues, un abuso de sentido afirmar, como lo hace Massé, que los griegos inventaron la política. Como actividad deliberada de un conjunto de ciudadanos destinados a darse la ley con la cual autogobernarse, sin necesidad de los dioses, signa una diferencia capital con todas las otras formas de organización humana. No hay inspiración extrahumana, ningún Moisés helénico desciende de ningún monte Sinaí, no hay tablas de una ley “extradeterminada”, para utilizar el concepto de Cornelius Castoriadis. Los griegos tenían oráculos y templos, ritos, mitos, supersticiones, pero su clase política, para decirlo con un término impropio, acudía al debate, a la razón, la astucia, no a un saber extrahumano. Sus dioses estaban ocupados en otras cosas que darle leyes y reglas a esa especie que llamaban los “autóctonos”. No hay en los designios divinos la intención de crear una raza especial, el hombre no es el designio del universo entre los griegos. El paganismo fue menos egocéntrico que el cristianismo. El hombre podía ser la “medida de todas las cosas”, pero no era la finalidad última del universo. Porque para los griegos ese universo era tal y cual es, y lo de la finalidad lo va a introducir el pensamiento judío, que es por esencia profético, y acaso, por eso mismo, un anti-humanismo.

Siendo cambiante en materia precisa, la de quien ejerce en cada época y sistema el poder, también hay que reconocerle que es como una variante inmóvil en la historia de la especie humana. Los textos de Aristóteles nos remiten a 2400 años, y sin embargo, algunas de sus cuestiones, como la del punto Uno del libro séptimo de La Política, siguen en pie. ¿Cómo podemos determinar cuál es el régimen mejor? ¿En el entendido que el más deseable es aquel donde los hombres puedan ser felices? Para Aristóteles eso no es posible si los hombres no viven libres, en un régimen de prudencia, donde se pueda trabajar y vivir prósperamente, y para lo cual la comunidad tiene que ser autárquica, es decir, autónoma. Pero el filósofo confiesa que si todos los hombres aspiran a esos bienes que son los del cuerpo y los del alma, “difieren en el cómo y en la superioridad de cada quien”.

Acaso la democracia, en ciudades que nos parecen pequeñas como las griegas, y hoy en democracias de masas como las de la actual India, no sea sino el régimen político que permite discutir, debatir y hasta corregir el mismo régimen político. La definición resulta un tanto tautológica: la democracia es eso que permite discutir a la democracia. Pero estamos introduciendo un par de conceptos que la explican. Debate y libertad, que vienen a ser lo mismo. Bueno es decirlo, en días confusos como los presentes.

(HN, La Democracia. Entre el logos y el fuego, Fondo Editorial USMP, Lima, 2011, pp. 11-14.)

Publicado en El montonero., 3 de febrero de 2025

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El primer debate, la república

Written By: Hugo Neira - Ene• 21•25

Cuando se fundaron estas repúblicas hace dos siglos, la idea no era lejana a lo que querían los convencionales franceses cuando prefirieron cortarle la cabeza a un rey, romper con un Antiguo Régimen de nueve siglos (no tres siglos como el feudalismo de aquí), aunque tuviesen que guerrear contra Europa entera. Querían para su nación una república antigua. El sueño de Roma republicana los habitaba, res publica, al punto que se vistieron con togas y túnicas romanas, hasta que se percataron que era imposible, y que tenían prácticamente que inventar formas de representación que tampoco estaban ni en los usos de Atenas ni en las repúblicas italianas del Renacimiento. E inventaron, en los Estados Unidos de Hamilton y de Jefferson, en Francia de Rousseau, Robespierre y Benjamin Constant, otros republicanismos para los tiempos modernos. Nosotros no. Pensamos que el debate estaba zanjado.

Cuando se fundaron las repúblicas europeas, la norteamericana y las nuestras, hace dos siglos, la cuestión no era distinta, cambiaba de geografía, de lugar, pero no de filosofía política. Las repúblicas no podían ser, ni en México, ni en el Río de la Plata, ni en Quito ni en el Cusco, solamente una forma de gobierno sin monarca. Tenía que ser el amor a la ley para todos. Y contar con ciudadanos virtuosos. Y el uso del poder, no algo que se podía ejercer al antojo, que es lo que se hizo. Pero todos, tiranos y revolucionarios, dictadores y demócratas, el sable como la toga, en el XIX y en el XX, simularon ser republicanos. […] No se ha aprendido, hasta ahora, a saber limitar republicanamente al poder. Y que este admita a su vez, junto a la potestad, sus límites. Somos entonces, como carromatos que avanzan en la conquista de la libertad y la dicha a un inalcanzable Far West, pero con las ruedas quebradas. Y llegamos no a valles de libertad sino a Tartarias, a Satrapías (para decirlo con el lenguaje de Bolívar, que hubiese desaprobado los abusos que en su nombre se comete).

La república es el primer debate. Aquel que permite poner en claro el tipo de ciudadanos que deben ser los que se aprestan a mandar y a obedecer (sí, a obedecer, la detestada palabra), y qué tipo de nación, Estado, sistema económico, educación ciudadana y qué vida pública podamos, entonces y solo entonces, intentar. El debate republicano no es retórica, es al revés. Si no sabemos para que vivimos juntos, todo el resto resultará confuso, falso, pomposo, y por lo general, se vuelve engaño, mentiras públicas, que hace que los ciudadanos, defraudados tanto de revoluciones como de inacabables transiciones, decidan finalmente aborrecer la política misma. Esa desilusión es conveniente para algunos, convierte a toda autoridad en imaginaria. Vuelve la ilegalidad, si es colectiva, resulta intocable, dotada de una perversa aura de sacralidad. Entre tanto, se practica apasionadamente el agravio del rival. Mientras otros se dedican a glorificar la violencia pero tomando buen cuidado de no participar en ella. Así, en un país en donde violar la ley da a quien lo hace la sensación de estar en lo correcto, nos acercamos a los festejos del Bicentenario. No me opongo, pero festejaremos una tatarabuela abandonada, una novia muerta y olvidada, una panaca sagrada e incumplida, un templo antiguo abandonado.

El tema republicano ha sido usurpado por el liberalismo desde el siglo XIX hasta la fecha. Cuatro dedos de frente nos llevará pronto a comprender que liberal y republicano no son lo mismo. El primero quiere la libertad, en particular la individual. Ese es un principio doctrinario estupendo e indispensable, pero incompleto. Lo republicano consiste, además del individuo y la libertad y la igualdad, en pensar el bien común. Eso está en Rousseau, leído apasionadamente por Bolívar y San Martín. Está en Montesquieu, El espíritu de las leyes. Pero faltó en los primeros días republicanos esa virtud del Common sense que baña la Declaración de la Independencia de los excolonos de América del Norte en 1776. Y el arte de los equilibrios entre poderes, locales o centrales, entre gobernantes y gobernados. La discusión que reclamamos sí ocurre entre Hamilton y Jefferson y no solo fue sobre leyes sino sobre costumbres. Es decir, sobre los comportamientos mismos. Pero eso nos sonó a protestantismo en los inicios del XIX. La tarea de corregir las costumbres se la dejaron los políticos a los satíricos y costumbristas (ver Raúl Porras). En nuestros días, además de las caricaturas, la novela y el cine se ocupan de lo poco republicana que es la incivil sociedad civil. Rarísima vez un político. ¿Para qué? Su primera obligación es hacerse querer. Con lo cual, los vicios de los representantes y los representados crecen juntos. En suma, no bastaba con separar el poder en tres para evitar monarquías postizas. No es suficiente con tener elecciones cada cierto tiempo. Pero, sin mayor esfuerzo crítico, adoptamos la forma declarativa republicana hasta en los símbolos: una diosa Justicia con los ojos vendados. ¡Qué miseria, cuánta mentira!

El republicanismo es la fórmula predominante en las repúblicas latinoamericanas, pero los que nos emanciparon, los rápidos criollos de hace dos siglos, consideraron que con tener algunos de ellos en la legitimidad del poder, a alguien de la parentela, del clan familiar, se cumplía con el principio electivo y se resolvía el tema. El Estado iba a existir. La nación a autoformarse. Con ese punto de partida perezoso, todo salió desquiciado. Se demoró la construcción del Estado, porque para tenerlo, el pacto republicano tenía que ser previo. Intelectual, moral, ético, antes de ser jurídico, institucional y técnico. Para ponerse de acuerdo. ¿En qué? En el contrato social.

Y en contar con elites capaces de aceptar a otras elites, y aceptar a las masas; éstas, a su vez a las elites, tratando de que ellas emanaran por la educación del pueblo mismo. Y todos, masas y elites, con ciudadanos que pagaran impuestos, respetar un poder por encima de las clases mismas, el del Estado, con funcionarios bajo la vigilancia de los gobernados. Nos parece utópico, nos sigue pareciendo pese a dos siglos de hacer como que hay otros problemas más urgentes. Pero es la regla corriente de las sociedades modernas. Nada de esto se emprendió. Nada de esto se ha discutido. Unos tendieron a aumentar el poder, por lo general con ayuda de las fuerzas armadas. Otros, a derrumbar gobiernos, por lo general con la ayuda del pueblo al que luego olvidan. Antes complotaban las oligarquías. Hoy en día, los políticos venidos de las capas emergentes, los recién llegados, ya no de las antiguas clases medias sino de los nuevos ricos, se hallan dispuestos a establecer nuevos despotismos, disfrazados de legítimos. Establecerse en el poder para siempre no se hace más con botas sino con votos.

Un fracaso político de este orden — ¡dos siglos! — tiene una explicación económica, social, pero también está en los códigos de conducta, en la mentalidad de la gente. No se pensó, o no se quiso pensar, en la incongruencia entre lo que se dice y lo que es posible. ¿Edificar democracias sobre sociedades premodernas (y encantadas de seguir siéndolo)? En realidad se ha diferido este debate, que sin embargo sí tuvo lugar en Estados Unidos y en Europa, y que continúa hasta la fecha. La razón, vuelvo a decirlo, es porque como problema está lejos de ser sencillo. Al contrario, es enorme, fundamental. La discusión sobre el republicanismo engloba todas las otras cuestiones, que no son menores pero que de esa definición, dependen.                                                               […]

Cada vez que un peruano maltrata a otro peruano, que un funcionario se deja corromper, que corrompemos a un juez, que compramos el voto de una poblada de pobres con alguna imposible promesa electoral, en cada gesto de ese tipo, estamos diciendo que merecemos los despotismos que luego caen sobre la cabeza de todos, aunque luego hacemos como que nos espantan. Con repúblicas a medias fabricamos tiranos a repetición. Nuestras costumbres violentas diluyen toda autoridad. Rousseau se jalaría los cabellos, nuestro contrato social consiste en que no lo haya. Hemos reemplazado las reglas por un sistema perverso de negociaciones que no admite ciudadanos sino cómplices, las llamamos “componendas”. Éstas, por su uso en negocios ilícitos, desacreditan al sistema democrático que no puede funcionar sin mediaciones y un juego de alianzas. Así, se va formando otro sentido común, de contenido delincuencial no explícito. Y entonces las verdaderas constituciones son las que no se han escrito. Orales, tortuosas, inestables. No se tributa pero se exige servicios. Se glorifica la rebelión pero se desprecia a los perdedores. Las verdaderas representaciones populares no son las que son legales. Pedir es amedrentar. Nuestra subcultura política es la forma de hacer política. Falta un ajuste de cuentas con nuestras mentiras fundadoras y el coraje intelectual y personal de atreverse a ir a contracorriente. Contra el exceso del interés inmediato. La teoría de la República es para pronto, o será la guerra civil que muchos peruanos desean aunque hipócritamente, niegan.

Entre tanto, seguiremos asesinando a la patria. No la vemos llorar, pero llora. Si tuviéramos la fe civil, que pedía Rousseau, el sentido de la virtud que reclaman desde la ética y la moral los filósofos del día de hoy que en este orden de cosas siguen siendo los antiguos, para lograr repúblicas, deberíamos estar preparados para cierto tipo de milagro cívico. Entre tanto la Patria dormita con lágrimas en los ojos pero con el puño cerrado, con furia, sobre una espada vengadora. [HN, ¿Qué es República?, Fondo Editorial USMP, Lima, 2012, pp. 14-18]

Publicado en El Montonero., 20 de enero de 2025

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Sonderweg, concepto alemán

Written By: Hugo Neira - Ene• 07•25

El concepto de Sonderweg quiere decir una vía particular. El objetivo bien puede ser la construcción de la nación, tema del siglo XIX y XX, y acaso de muchas naciones no concluidas de nuestros días. O bien el desarrollo, el auge de una sociedad y el gran salto a la modernidad. Y no es por azar un concepto alemán. Por una parte, la construcción de la unidad  como Estado les fue muy difícil. Por otra, su desarrollo espectacular a fines del XIX lo fue por vías conservadoras y a la vez transformadoras. Se explica, entonces, que su propia inteligencia, sus historiadores en el XIX, inventaran el concepto intraducible de Sonderweg.

Alemania tuvo de siempre un camino muy distinto en su formación histórica al de otros reinos europeos. Esto lo saben muy bien los alemanes. Pero puede que el presente texto sea leído por una persona que no tenga ese origen o no le sea familiar la historia europea. En consecuencia hay que explicarlo. La formación de Alemania, su construcción estatal, desde los tiempos del Sacro Imperio hasta la unificación alemana de 1990, para decir lo menos, no es como la de otros reinos y naciones. Y si se alega que todas tuvieron vías especiales, ésta, la alemana, ha sido todavía más distinta, más inusual, más peculiar que las otras.

No es vano señalar que el primer Reich, en 1648, lo forman 350 estados, algunos minúsculos de villas libres, señoríos y abadías, pero también reinos mayores. Duró ese primer Reich hasta 1806. Y siempre bajo el poder de los Habsburgo. Fue por siglos un espacio alemán, pero sin unidad de Estado y de nación. La guerra de religiones había cesado en 1648, la población había disminuido, y esa sociedad de estamentos y varias noblezas y campesinos pobres, tenían al menos un punto en común, la lengua. Tolerancia y lengua común producen el auge de sus universidades. Contrariamente a lo que puede pensarse, no es el sentimiento étnico sino de lengua y cultura lo que los une y explica su sentimiento patriótico, el saberse un país de filósofos —Herder, Goethe— y naturalmente, una minoría de nobleza y burguesía culta alienta esa suerte de identidad por el saber, y pronto, llega el Sturm und Drang, el romanticismo alemán, y la rivalidad con los franceses: otra lengua y pueblo filosófico.

La revolución francesa los sacude y hace surgir un sentimiento patriótico que se suma al anterior. Esta vez de carácter territorial y político. De 1806 a 1871 hay un intenso trabajo para unificarse. Sumariamente: el Sacro Imperio Romano Germánico deja paso al Imperio pensado por Bismarck. No sin la originalidad de una guerra entre dos reinos alemanes, Prusia y Austria. Vence Prusia, y tiene tanta significación esa victoria militar como en la guerra civil de Norteamérica, del Norte sobre el Sur. Bismarck reúne unos 60 micro Estados alemanes. Ha llegado la hora de la economía industrial, de un país con fábricas y de una gran burguesía. Sale esta de una sólida enseñanza superior, y en el plazo que media entre 1870 y 1913, Alemania se da los mejores gimnasios o colegios secundarios, laboratorios de ciencia química y mecánica y con un marco de banqueros, científicos, profesionales modernos y militares competentes, se convierte en la primera potencia industrial de Europa, acaso del mundo, solo en competición, en las cifras, con los Estados Unidos de América al otro lado del océano. Ese camino al desarrollo es Sonderweg. Cuenta en el modelo bismarkiano los grandes bancos, el Darmstädter Bank, el Disconto-Gesellschaft. Y por otra parte, una serie de pactos salariales y de seguros con la clase obrera: las primeras indemnizaciones de vejez de la historia de la protección social, de enfermedad o accidente de trabajo. En la economía y en la sociedad alemanas, la intervención del poder político será decisiva. Quien lo estudie, hallará un proceso de grandes reformas llevadas a cabo por un Estado manejado conservadoramente. Y eso es lo que va a sorprender a propios y ajenos, una vía particular. Su Estado-nación se construye lejos de las normas inglesas o francesas. Ni liberales ni socialistas. El Estado alemán del II Reich es un oxímoron, ¡un conservadurismo modernizador! Se entiende que para Marx, en el exilio, eso fuera una abominación. Incluyendo a los socialdemócratas alemanes, a los que aborrece (Crítica al Programa de Gotha, 1875).

¿Cómo se edifica en esas condiciones una nación moderna? ¿Desde sus arcaismos? Eso es exactamente lo que intriga en el Sonderweg alemán. De alguna manera, el II Reich, se desploma en 1918, quedaba su nostalgia que pesó mucho en la desdichada República de Weimar, lo que explica el clamor de las masas alemanas por el III Reich, una de las banderas de Hitler. El tema es, pues, cuánto de distinto tenían todavía entre sí los alemanes hacia 1933, cuando asciende el nazismo, lo que acaso explica el llamado al Volkssturm, a la comunidad étnica como medida extrema. Se entienden muchas cosas si se entiende el Sonderweg. Entender no es aprobar. La idea de Reich como encarnación de un ideal nacional está en los actos de guerra de 1871, 1914, 1939, en la política de Bismarck, de Guillermo II, en el patriotismo socialdemócrata (los obreros fueron a la guerra contra los obreros franceses), es decir, las naciones que no se han terminado de formar son las más propicias a engendrar nacionalismos apasionados.

Más allá del caso alemán, cabe preguntarse cuántos otros casos de Sonderweg o vía particular al desarrollo se pueden observar en el curso de la historia. ¿No es acaso el camino que toma Japón con los Meiji? Y qué es hoy, ¿una monarquía? ¿Un sistema de partidos modernos y un arcaismo, un emperador? ¿Japón contemporáneo es una combinación de pares contrarios? ¿Y es entonces un Sonderweg asiático? Y Rusia después de 1991 ¿cuándo dejó de ser soviética? Sería ingenuo creer que se han vuelto una sociedad liberal. ¿Cómo funciona Rusia? se preguntan los especialistas. Con capitalismo, burócratas, nuevos oligarcas, criminalidad organizada y el factor Putin. Los dos casos señalados, Japón y Rusia, y los tres Reich alemanes, tienen algo en común: una combinación de arcaismo y modernidad, de autoritarismo y eficacia. ¿Un Sonderweg es una familia distinta de Estados en el pasaje de la tradición hacia la sociedad industrial y posindustrial? El Sonderwerg, entonces, es una suerte de desviación fructífera al progreso por caminos que no son estrictamente ni liberales ni modernos. El problema es que lo políticamente autoritario y reaccionario y a su vez económicamente modernizador, caracteriza la España de Franco, el Chile de Augusto Pinochet, y al poder chino que se dice comunista en Pekín, que a la vez juega al capitalismo abriendo el país a la inversión internacional mientras cierra las puertas a todo control de la población sobre sus actuales dirigentes. Si el camino Sonderwerg es posible, entonces ¿cómo se le puede aprobar si implica dosis enormes de pérdida de los derechos humanos? ¿Cómo se le puede juzgar si son actos soberanos de Estados en su propio camino al progreso? Aquí, ya no solo la sociología tiene un reto sino la filosofía política: las contradicciones entre ética y gobernabilidad. Esta nota plantea el problema. Estamos ante una aporía, como se dice en filosofía, es decir, ante un problema cuya dificultad no permite nunca la posibilidad de una sola verdad. [HN, ¿Qué es República?, Fondo Editorial USMP, Lima, 2012, pp. 242-243]

Publicado en El Montonero., 6 de enero de 2025

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El principio monista del pensamiento chino

Written By: Hugo Neira - Dic• 09•24

El cogito chino es monista. “Quiere decir que no hay oposición entre lo Uno y lo Múltiple”, señala Isabelle Robinet. Obviamente, “no se cierran ante la heterogeneidad del mundo. Pero no hay un problema de nexos entre inmanencia y trascendencia, espíritu y materia, el movimiento y el reposo”. Y la consecuencia del monismo es que para los chinos, “el mundo es una totalidad continua, abierta y dinámica donde todo circula, incesantemente”.

Este punto es el más original de la conceptualización en China. Es lo que distingue a esta civilización de la tradición india, su vecina, y de la occidental. Sus procedimientos contradicen nuestros más profundos hábitos de pensar. Por ejemplo, ante el Dao, un concepto extenso como el universo mismo. En Occidente diríamos que es el uno. O sea, el punto de partida cósmico. Y sin desearlo, reintroducimos la idea de un principio creador. La respuesta de un letrado chino sería que el Dao no es tanto el número uno sino el inicio de los números. Y el debut del movimiento mismo engendra el Dao. Esa es su virtud, su eficacia, su coherencia y unidad. Los sinólogos, entonces, lo traducen como lo neutro. Otro como lo amorfo. Ante el monismo chino se han inclinado a estudiarlo algunos de los más importantes filósofos europeos: Heidegger, Jankélévitch, Derrida. Les ha interesado esa “metafísica impensada”. Koyré la define, asombrado, “ni unidad ni multiplicidad”. “Es un movimiento” (de ideas) dice la sinóloga Robinet, que rompe la dialéctica misma, “puesto que jamás se compromete del todo con los conceptos que abraza”. La disciplina mental de los chinos les lleva a pasar de un concepto a otro, de la vía negativa a la vía positiva, de lo no existente a lo existente. “Los términos opuestos no son contradictorios y suponen un punto común”.

No, el yin y el yang no se oponen, son manifestaciones de lo mismo. Pero nos parecen un dualismo, habituados por siglos a la dialéctica que proviene de Heráclito, y a las oposiciones binarias de nuestra lógica, de nuestras religiones, y formas corrientes de pensar. Pensar desde el pensamiento chino es no solo un ejercicio exigente, sino sorprendente, inhabitual. A un pensador chino, dicen los sinólogos, la cuestión no es saber qué es la verdad sino cómo lo indeterminado se va determinando, para decirlo de alguna manera.

En otras palabras, “la visión china es una filosofía de la aparición” (I. Robinet, siempre). De los “efectos”. Del devenir, del despliegue del ser y no el de su esencia. Pero como es un encuentro permanente del significado de las apariencias, es también —dice la misma sinóloga— “un retorno al origen”. Por ejemplo, los confucianos. Si quieren establecer una ética y un orden social, señala esta profesora, su referencia no será el mundo mismo sino la “natura profunda” del ser humano. Se explica, entonces, la discrepancia y a la vez el terreno en que se baten confucianos, budistas y taoístas. La “natura del hombre” lleva a debates interminables en China. Con fuentes y referencias diversas, ¿natura profunda de lo humano o conocimiento intuitivo de lo inmediato? Recuerdan, un tanto, la oposición radical entre el hombre precavido y egoísta de Hobbes y el social o cívico de Rousseau. Ahora bien, debemos pensar que su saludable continuidad filosófica en China acaso se deba a que se sitúan en “una indeterminación universal que permite todas las posibilidades” (Robinet).

El resorte secreto del universo, para los chinos, es que no hay secreto. El todo reside en el movimiento. Al parecer, universo se dice “diez mil transformaciones”. Diez mil es una facilidad semántica para decir inacabable. Si no soy muy claro, propongo algunas otras fórmulas, tomadas de sinólogos. Para los chinos, “el yo es un otro”. Lo caliente y lo frío se confunden. El orden y el desorden corresponden a mutaciones. En el hombre vive el cadáver. En el culto, el inculto. En el gusano, la mariposa. El yin y el yang no son dos sino tres, su propia oposición cuenta. Para decirlo en términos occidentales, piensan globalmente, la Gestalt de los alemanes. Es decir, el todo. Pero ligado a las partes. Y entonces quien lo entiende en Occidente puede ser Edgar Morin. En efecto, su paradigma de la complejidad, profundamente anticartesiano, liga lo que mentalmente tendemos a separar. Algunos pensadores chinos parecen cristianos de los primeros siglos, cada ser existe y el más humilde grano de arena puede detener la gran maquinaria del mundo. Pero no son cristianos porque no llevan sentimiento de culpa. Cada ser humano es parte de un tejido gigantesco. E incluso, para algunas escuelas de moral, intervenir en el mundo resulta insensato. La idea es de Xun zi, el mayor pensador confuciano de la antigüedad, que recomendaba la “no acción”. El todo, el Dao, sería una suerte de organismo autorregulador. Pero no todos los confucianos estaban de acuerdo en esa suerte de quietismo, al contrario. En sus entrevistas, en los Lunyus, la enseñanza oral de Confucio es plena de aforismos destinados a que sus discípulos sepan discernir (zhi) y tengan coraje (yong) y lealtad (zhong). Una enseñanza destinada a moralizar su tiempo.

En general, hay en China la idea de una unidad del mundo que se expresa por tendencias. Estas cambian, oscilan, el orden acompaña a un cierto desorden. Desconfían de todo discurso que no dé cuenta de esas oscilaciones. Dicen los que tienen la fortuna de leerlos directamente, el discurso chino es pleno de imágenes, anécdotas, parábolas, y de términos polisémicos. Hay una reflexión china sobre su propia lengua.

No menos sospechosa de la traición de las palabras que el grupo de Viena, de Frege, Russell y de Joseph Wittgenstein, el autor de Tractatus logico-philosophicus. Como sabemos, el Tractatus, ante la metafísica, suele llamar al silencio. Pues bien, en muchos temas, confucianos, budistas y en especial taoístas, como Zhuang zi, ocurre lo mismo. En ese silencio de taoístas, budistas y confucianos, la no exploración de un dios creador no debe tomarse como un gesto de soberbia. Acaso el pensamiento chino expresa más bien una inmensa prudencia.

En el pensar chino y el occidental, Isabelle Robinet señala “que existe por igual el contraste entre lo Uno y lo Múltiple, porque ese dualismo es el origen mismo de la filosofía”. La idea reaparece en Jacques Rolland de Renéville, menciona. Ahora bien, los pensadores chinos no niegan la multiplicidad evidente del mundo. Son “unidualistas, o unipluralistas”. “Y no emplean —dice Robinet— la noción de no dualidad, como los budistas e hinduistas”. ¿Qué hacen entonces? Buscan el modo de acordar, aun si resulta paradójico, lo Uno y lo Múltiple, lo continuo y lo discontinuo, lo par y lo impar. Sea cual fuese la escuela de un pensador chino, aun con los matices que puede haber entre una y otra doctrina, Robinet y los sinólogos son unánimes en este punto: los chinos son monistas. Son vastas las consecuencias en el pensar y en los hábitos intelectuales del pueblo chino, de este punto de partida. “El Uno no es un número, sino el origen de los números, ha dicho Wang Bi” (Robinet).

Texto procedente de mi libro Civilizaciones comparadas, cap. III, «Conceptualización en sociedades asiáticas (China/India), Cauces Editores, Lima, 2015, pp, 200 – 203.

Publicado en El Montonero., 9 de diciembre de 2024

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El mundo increado del pensamiento chino

Written By: Hugo Neira - Nov• 25•24

China es el nombre de una civilización que se ha desarrollado en un espacio privilegiado de praderas y agua abundante. Pocas veces en la historia se ha vuelto a repetir esta circunstancia. Acaso cuando los norteamericanos del siglo XIX descubren las llanuras del lejano Oeste y lo ocupan a despecho de la población autóctona. Pocos territorios como el americano del Oeste tan fértil y llano para la explotación ganadera y agrícola. Los españoles instalados en Nueva España y en Nueva Toledo —México y Perú— no hallaron tierras vírgenes, salvo en la selva, impracticable para el trigo. La forma de dominación fue otra, patrimonial, y un sistema ambiguo de servidumbre (Encomiendas, Corregimientos.) A la larga prefirieron las minas. Roma se expande en el Mediterráneo y en el inmenso bosque casi virgen que era Europa. Finalmente, solo los Estados Unidos y China han tenido esa oportunidad. China se mantuvo siglos como una civilización agraria. Tanto que cada hambruna era atribuida al descuido de la dinastía en el poder, que era derrocada. Y un nuevo ciclo de prosperidad se abría. Los Estados Unidos van a transformarse, desde el siglo XIX, a la par que la revolución industrial que importan de Europa. China se recupera de su retardo siglo y medio más tarde. La idea de la burocracia y el centralismo del poder enlazado a la economía es parte de su herencia. “Celeste o hidráulica” —dice Pierre-Étienne Will— “la idea corriente de que a China, desde la noche de los tiempos la conduce un régimen burocrático, es esencialmente una idea correcta” (Encyclopaedia Universalis 2012).

Desde el enunciado, la idea aparece como incongruente. ¿Acaso no hemos quedado que la China clásica es la sociedad de las “tres escuelas”, confucianismo, budismo, taoísmo? Resulta insuficiente recordar que se trata de “escuelas de moral”. Son algo más, en particular el budismo y el taoísmo. Y si bien el confucianismo aparece un tanto laico —como se examinará en su momento— no olvidemos la contaminación de unas y otras escuelas a lo largo de dos milenios. Pero volvamos al concepto de “un mundo increado”. A primera vista sugiere un ateísmo. Un mundo que se explica a sí mismo. Sería un error tomarlo de esa manera. Cierto, el pensar en China no se inicia en una revelación como en la tradición judía. No hay profetas. Y tampoco en la tradición y en fragmentos de mitos cosmológicos acerca de la separación del Cielo y de la Tierra, como en los antiguos griegos. No hubo la idea del mundo como obra de un creador. Aunque hay que tomar en cuenta que en textos arcaicos se habla de un hombre cósmico, Bangu, cuyo cuerpo inconmensurable da lugar a la formación de partes, es decir el universo (Op. Cit.). Pero ese sincretismo hombre-cosmos describe el universo, no su origen. No hay tampoco una genealogía de los dioses como con el griego Hesíodo y con Homero, fundan la cultura griega. En cambio Zhuang zi, taoísta, reflexiona: “el frío no puede engendrar el frío, lo caliente no puede engendrar lo caliente; lo que no es ni frío ni caliente no puede engendrar lo caliente y lo frío. Lo que se forma viene de la no forma”. “El fin y el comienzo y lo pleno”, comenta un sinólogo en Harvard en 1956, “se entreveran en lo sin forma, y nadie conoce el fondo”. La fundadora concepción del pensar en China es más bien la de una perpetua perplejidad.

No estamos, sin embargo, ante un mundo de secos materialistas. En China, la idea de lo ilimitado —que se escribe Wuji— ha generado ardientes y seculares polémicas. El problema de los orígenes ha ocupado a los taoístas chinos tanto como a teólogos y filósofos occidentales. La reflexión sobre el mundo ilimitado existe, y Wuji se escribe como un círculo vacío. Que el paciente lector de estas páginas me permita este punto de partida. Esta religiosidad china sin la idea de un Dios creador es acaso el punto más difícil de comprender. Aún si nos llevan de la mano los más eminentes sinólogos de nuestros días. En consecuencia, hay que avanzar tras una serie de negaciones. No hay una suerte de religión natural donde “la increación del mundo” resulte ser una suerte de encarnación asiática del teísmo kantiano. Y menos la idea de un Dios razonable, al alcance del conocimiento del hombre, como con los deístas de la Ilustración. No hubo ni hay escuela alguna que explique Dios ni a la dualidad entre creador y mundo. ¿Qué, entonces?  [Continúa en la próxima columna]

Texto que procede de mi libro, Civilizaciones comparadas, cap. III, «Conceptualización en sociedades asiáticas (China/India), Cauces Editores, Lima, 2015, pp. 198-202.

Publicado en El Montonero., 25 de noviembre de 2024

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