Retrato de Bolognesi por Sáenz Peña  

Written By: Hugo Neira - Jul• 07•25

Fue Sáenz Peña un egregio argentino que combatiera por libre y generosa elección al lado del invadido Perú, testimoniando así la repulsa y el asombro de la opinión ilustrada de América ante el crimen fratricida y la monstruosidad jurídica que significaba la guerra delguano y del salitre, cuando aún no se había apagado el rumor de los bombardeos de Valparaíso y El Callao por una flota española, y el espíritu de unidad continental —sin el cual no habría sido posible la Independencia— no estaba del todo muerto. En la hora de los nacionalismos estrechos y estériles, hombres como Sarmiento o Roque Sáenz Peña encarnaron el ideal de unidad de nuestros pueblos, para horror y menoscabo de los apetitos financieros que habían calculado un rápido desarrollo a costa de la riqueza natural ajena.

¿Cómo vio Sáenz Peña a Bolognesi? Le conoció en Tarapacá, pero más íntimamente, en la vida común que la zozobra de Arica les obligó a compartir. Este Bolognesi que nos delinea Sáenz Peña, es ya el definitivo. Estos son, pues, los días y las horas del sitio de Arica. “Era hombre de pequeña estatura”, dice Roque Sáenz Peña por Bolognesi. “Había lentitud y dureza en sus movimientos como los había en su fisonomía; la voz era clara y entera; los años y los pesares habían plateado los cabellos, y la barba redonda y abundante destacaba sobre la tez bronceada de su rostro enérgico y viril”. A Sáenz Peña también debemos juicios certeros sobre el espartano carácter del comandante del Morro: “sus vistas no eran vastas” —admite— “su inteligencia, inculta; carencia de preparación”, y agrega “pero tenía la percepción clara de las cosas y de los sucesos, la experiencia de los años y la malicia que desarrolla en la vida inquieta de los campamentos, había dado a su espíritu cierta agilidad de percepción”. Más adelante, destacando el imperioso orden que Bolognesi imprimía a sus acciones, lo ve como un ordenancista implacable, “capaz de desdeñar la victoria si no era conquistada por los preceptos de la ley militar, prefería la derrota en la estrategia y la ordenanza, al triunfo en la inspiración o el acaso”. En vista de que esta severa sumisión a las reglas era justamente lo que escaseaba en nuestro ejército y en el hábito de nuestra gente, la semblanza de Sáenz Peña deviene en elogio.

No era Bolognesi hombre afecto a las vanidades teorizantes ni a los sueños de utopía social en el que se agotó el peruano del siglo XIX, persiguiendo vanas panaceas en el federalismo, el liberalismo, el doctrinarismo, etc. “En la política interna se había limitado a resistir las hostilidades que el partido carlista llevaba al campo del ejército”, dice Sáenz Peña. “Nacido bajo un gobierno centralista, no conocía otro régimen que el unitario y escuchaba con desdén profundo los problemas que se planteaba Buendía en sus largas discusiones sobre el Gobierno Federal”. Fue el suyo un “patriotismo prudente” basado en el “culto de los hechos”, tal y como lo habría de solicitar en 1907 Francisco García Calderón en Le Pérou Contemporain.

Alguna vez pudo apreciar Sáenz Peña cuán lejos iba Bolognesi en su laconismo y su respeto por los demás. Se comentaba una batalla y se proponían una y otra táctica que hubiese podido enderezar la acción. Inquirido Bolognesi, contestó: “nunca opino sobre batallas”. Como insistieran y dado que el tema giraba sobre si debía o no tomar una posición en donde había agua para abastecer a la tropa, contestó entonces: “no pude pensar eso porque entonces no tenía sed”. Esta reserva y circunspección le valieron la confianza total de sus lugartenientes, sabiendo que se hallaban frente a un hombre de una sola pieza. “En la hora doliente del sacrificio, era Bolognesi como un alma suspendida sobre el alma de su ejército”, ha escrito Sáenz Peña. Bolognesi concentra, pues, una energía y un carácter que parecen por momentos ausentes en la idiosincracia nacional. Nada más alucinante que comparar estas sobrias y equilibradas con las fórmulas con las que García Calderón definió el carácter peruano, en ese libro admirable al cual me referí líneas arriba y que aún no se conoce bien en nuestras universidades y colegios.

“El culto a la apariencia y la debilidad de los caracteres”. Señalaba G. Calderón. “La imaginación ligera y brillante, la asimilación rápida y fácil”. Indicaba, además, “el divorcio entre la voluntad débil y el pensamiento brillante, entre lo que se desea y lo que se hace, entre el ideal y la vida”. “Un idealismo generoso, superficial, verbal” incapaz de sujetar la realidad con obras es otro de los rasgos saltantes de nuestro temperamento colectivo. “De todo esto —decía Francisco García Calderón en fórmulas definitivas cuyo vigor continúa fresco— se deriva algo de ilógico y de imprevisto en la vida nacional, es a la vez una improvisación audaz, un impulso temerario, un desorden real bajo un orden aparente; una marcha sin meta consciente; sin propósito definido, sin plan de futuro, un poco al azar, como si la nacionalidad debiese aparecer dentro de un siglo”.

Comparada con esta síntesis deprimente de nuestro carácter, el temple de Bolognesi se agiganta porque además de retar a la muerte y vencerla por su sacrificio pleno de sentido, tuvo el coraje de ser distinto.

Fragmento del ensayo “Francisco Bolognesi”, por Hugo Neira Samanez, publicado en Lima en 1987, y reeditado en Biblioteca Hombres del Perú, colección dirigida por Hernán Alva Orlandini, Fondo Editorial PCUP & Editorial Universitaria, Lima, 2003, pp. 569-571.

Publicado en El Montonero., 7 de julio de 2025

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El carácter de Bolognesi

Written By: Hugo Neira - Jun• 23•25

Existe cierta lógica en el recuerdo colectivo. No recordamos, por ejemplo, a Bolognesi sino anciano. La imagen que nos es querida, hasta el punto de acongojarnos, es la del coronel de sienes plateadas caído en tierra, a punto de ser derribado por un culatazo, disparando un revólver con el brazo extendido, rodeado de uniformes de cazadores chilenos, tal y como Lepiani lo concibió en un cuadro célebre con el cual la historia del Perú nos dio las primeras lecciones de amargo rubor en los bancos de la escuela. Es este combatiente —agonista del Perú sorprendido y doliente del 80—, el que se impone sobre nuestra retina y sentimiento. Los otros, el artillero, el comerciante, el amigo de Castilla, o el hombre de confianza de Pezet, no ocupan la misma dimensión que el protagonista de los sucesos, cargados de sentido histórico, de Arica. Y es como si el carácter de Bolognesi, incluido dentro de esa familia de temperamentos que no admiten sino la vida de los extremos límites, precisaba de una posibilidad desesperada y tensa, en donde los demás hubieran zozobrado o desertado, para dejarse ver por entero.

Es hombre de una sola sentenciosa respuesta al destino, de un solo gesto con el que bocetea para siempre su figura. No persigue la gloria, deja que ella venga. No es, pues, un político, como Piérola, obstinado conspirador o como Castilla, merodeador incansable del poder. Simétrico, arrogante, en su huella vital no hay grandes cisuras ni elevaciones. No se parece, pues, a Grau, salvo en la grandeza de alma y en la reposada calma con que esperó lo inevitable. Es inseparable de su fibra, en cambio, la impavidez frente a los hechos y la capacidad para, previendo incluso el desenlace, continuar con acucia animando y mandando, hasta el perecimiento. Descuella, por eso, por virtudes muy poco peruanas, entre las que se distinguen el amor por el orden, el acatamiento a la jerarquía y sus designios, la equidad en el mando, la disciplina emprendedora y el arte para guiar, regir, conducir con eficacia y tesón. Cierta simetría moral, que lo caracteriza, armoniza la innata cortesía del soldado que trató con todo respeto al parlamentario enemigo y el gesto magnánimo del jefe que sabe consultar a sus subalternos antes de atribuirse y por completo el destino final de estos hombres y de la plaza.

Son sus rasgos relevantes los que hoy tocan el corazón de los peruanos: la sosegada grandeza de su sacrificio, la entereza moral de persistir, la enhiesta voluntad dispuesta a realizar y porfiar, la ausencia de temor, desasosiego o traición, la capacidad de encarar los hechos como una fibra capaz de los mayores esfuerzos y los peores desenlaces. Inherente a Bolognesi es ese valor obstinado, eficaz e indesmayable que nos asombra porque era como una energía a la que los años no habían vuelto decrépita. Acostumbrados a la apoteosis de héroe juvenil, el espacioso y probado valor de este anciano nos enseña que son las coyunturas históricas y los temperamentos con un vigor sin sobresaltos los que crean héroes, y no los años. Su humor, tan distinto al de otros personajes de nuestra Historia se avalora más si se juzga que es disidente en este gesto, en medio de la turbación y apatía de sus contemporáneos. Hecho para gestionar, establecer, crear, emprender, supo morir como un reto al desperdigado esfuerzo bélico peruano del que fue testigo y víctima. Pues fueron nuestros errores y discordias, más que la carga de la infantería chilena, los que ajusticiaron, esa mañana del 7 de junio, a Bolognesi en un Morro batido por el viento y las olas impasibles.

De nuevo a las armas y Tarapacá

¿Cuál era la situación de Francisco Bolognesi cuando la declaratoria de guerra de Chile al Perú y el llamado a las armas? No era cómoda su posición pues se le consideraba retirado. Ha de reclamar. Y en nombre de sus servicios y la ausencia de militares con experiencia Bolognesi, pese a su edad, es admitido y nombrado ayudante de la Tercera División que al mando del Coronel Ríos se hallaba en el alto del Molle. Se embarca en el Callao y le acompañan hasta el muelle, su hermano, don Mariano, su hijo Federico y el teniente Coronel, Pedro Gastelú. El país acude, pues, a sus reservas de energía y coraje, y para el voluntario hay un lugar en el esfuerzo desesperado por detener una invasión planeada cuidadosamente por una de las oligarquías (la chilena) más lúcidas y ambiciosas del continente.

Pero no podía pasar Bolognesi desapercibido y pronto Buendía le entrega la Tercera División, formadas por los batallones 2 de Ayacucho y Guardias de Arequipa. Con ellos parte a Tarapacá. Víctima de una fiebre, resiste a pesar de su menguada salud, nueve horas de duro combate y los oficiales, entre ellos Roque Sáenz Peña —que ahí comienza a conocer el temple del que va a ser pronto su jefe— le ven escalar el Cerro de Dolores, embriagado por la promesa del triunfo para las armas peruanas. Luego, el propio General Montero, le entrega la plaza de Arica a la cual llega a la cabeza de su regimiento, de 1600 hombres. “El viejo luchador” dice Sáenz Peña, “actúa siempre dentro de los preceptos establecidos” y en la nueva plaza comienza una titánica labor para dotarla de una defensa y un ataque que satisfaga las urgencias de la guerra.

Tarapacá es, pues, el último acto de Bolognesi antes de encerrarse en la tumba que es Arica. De aquí en adelante sólo lo veremos jaqueado por la adversidad, cada vez más solo, a medida que el desastre de las operaciones del ejército aliado (Bolivia y Perú) llegue a la culminación catastrófica del Alto de la Alianza que sella el destino de Arica como plaza aislada, sitiada, sin esperanza para los hombres que defendieron el pabellón y los derechos territoriales del Perú. Esa ciudad abierta a un mar en el que se dejaba sentir ya la ausencia de Grau y del Huáscar. Cuando Bolognesi va a Arica, prácticamente no tenemos marina y ha comenzado, por lo tanto, la ofensiva chilena, que no se detendrá sino hasta la captura de Lima y la capitulación del Perú.

Extraído del ensayo “Francisco Bolognesi”, por Hugo Neira Samanez,  publicado en Lima en 1987, y reeditado en Biblioteca Hombres del Perú, colección dirigida por Hernán Alva Orlandini, Fondo Editorial PCUP & Editorial Universitaria, pp. 559-594, Lima, 2003.

Publicado en El Montonero., 23 de junio de 2025

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Vargas Llosa en Tahití (III)

Written By: Hugo Neira - Jun• 10•25

Estábamos, pues, en que no tiene sentido alguno, salvo la vanidad erudita de una tipología. ¿Valdrá la pena? ¿Qué sentido interrogarse por lo que tienen en común la Justine de Sade, los Bildungsroman de la Viena fin de siglo y la novelística latinoamericana? Sin duda cambian los personajes, el contexto social, los problemas morales, las estrategias narrativas, y el pacto mismo de verdad e invención entre el narrador y el lector. Todo, salvo que sabemos, a ciencia cierta, que cada ser humano con un libro en las manos tiene un diálogo que sabe que no es cierto, pero como si lo fuera. Y todo lo que les pide a las páginas de un relato es que ellas lo saquen un poco de este mundo y lo vuelvan a meter en el mismo, con un poco más de sapiencia. Todo lector sabe que la ficción literaria es una transposición muy elaborada y estética del mundo real. En fin, hubo un tiempo en que a novelas y novelistas se les atribuía una misión trascendente y política, en estos tiempos eso ha casi desaparecido, si se lee es para otros menesteres. Acaso por la experiencia de libertad del escritor. La novela es, en efecto, el género de independencia narrativa de la modernidad, por los mismos años, con Cervantes y con Montaigne. Gente sin iglesias ni corporaciones, solos ante su conciencia, ambos escépticos, ambos irónicos, compadecidos de la pobre humanidad. Lo dejo ahí, algún día volveré sobre el asunto.

En suma, esta novela de Mario Vargas Llosa hay que situarla en un contexto mayor que el de la literatura en castellano. Se lanza cuando hay una discusión muy intensa y variada entre muchos novelistas de reconocida fama mundial sobre el destino mismo del género. Estoy pensando en lo dicho por el novelista V. S. Naipul, premio Nobel de Literatura, acerca de la muerte de la novela, o por Salman Rushdie, el hindú de Hijos de la medianoche, que no se suma a los actos fúnebres que entierran el género, no es la primera vez que se dice ese tipo de cosas. El crítico George Steiner, entre uno y otro, recordaba ante un público de editores británicos que la frase «nunca leo novelas», era común en 1936 y eso lo informa George Orwell. Los novelistas son propensos a la hipocondría —a lo psicosomático, me corrigen— o sea, nunca se sabe qué destino pueda tener una obra. Y, en efecto, cuando salió Madame Bovary los diarios franceses dijeron que Flaubert no sabía escribir, y la Moby Dick hizo reír a sus primeros lectores antes de volverse una de las piezas maestras de todos los tiempos, pero sus contemporáneos sólo vieron en el marino Ahab y su obsesionada persecución de una mítica ballena blanca, un vulgar capitán. Pero hoy se dice «nadie ha estado más cerca de la Biblia y de Hegel por la búsqueda del Absoluto». Cambian los criterios sobre lo que es relato, acaso más que la novela misma. ¿Y ellos deben seguirlos?

Escuché a Vargas Llosa en Papeete defender la novela, no por cierto la suya, el género, ante los pronósticos de su desaparición. Fue ese el tema central de su discurso en el honoris causa. No sé si Mario ha publicado en castellano ese texto. Me limitaré a reducirlo a sus líneas principales. «Me propongo, dijo, avanzar algunos argumentos contra la idea de la literatura, y en especial la novela, concebida como un pasatiempo de lujo. Mis argumentos, por el contrario, permitirán considerarla como una de las actividades del espíritu, entre las más estimulantes y enriquecedoras, una actividad irremplazable para la formación de los ciudadanos en una sociedad moderna y democrática, con individuos libres». Al parecer, se había cruzado con el mismísimo Bill Gates en el local de la Real Academia Española de la Lengua adonde fue el creador de Microsoft, pronto la enorme revolución de la comunicación haría desaparecer el libro en beneficio de las pantallas de las computadoras. «Vino a decirnos», exclamó Vargas Llosa muy indignado ante un público a medias francés y a medias tahitiano, «que pronto nos dejaría a todos los ‘escribidores’ del planeta en paro técnico». El público, lo recuerdo, se echó a reír y rompió a aplaudir. En realidad, el brutal pronóstico de Bill Gates se parece a los que, en otras ocasiones, ante cada innovación en la cultura de masas, han anunciado, sucesivamente, ante la aparición del cine la muerte del teatro, ante la aparición del video la muerte del cine, ante los discos compactos la muerte de los conciertos, ante el culto al home o el hogar con excelentes aparatos electrodomésticos, la muerte de cafés, restaurantes y salidas a la ciudad. Pero ¿qué es lo que vemos? Los objetos no se desplazan entre sí, conviven teatro, cine, ópera, conciertos, videos, CDs, restaurantes, cafés y televisores con pantallas cada vez más grandes. Igual la gente sigue saliendo, acaso combinando intimidad y multitud. Porque somos ambas cosas, animales a ratos solitarios y a ratos gregarios. Mario, sin embargo, ha lanzado una historia un poco distinta a las otras. ¿En qué consiste su novedad? Tantas líneas para llegar a esta propuesta final. Una novela de aventuras. ¿No lo fue la existencia de Flora Tristán y la de Paul Gauguin? ¿No hallaron a su manera, no sólo el paraíso, sino varios, diferentes, los falansterios comunitarios de la Paria y la dorada piel de sus vahines el libidinoso Paul? Los paraísos existen, pero a veces son tan letales como el infierno. No son la humana convivencia, con sus placeres lentos como los viejos vinos, como los buenos libros, como este que nos ha dado Vargas Llosa. Hilado admirablemente entre investigaciones, viajes y una narrativa en la que de vez en cuando, aparece la voz del narrador. Un profesor de literatura, en el café Haití de Lima, objetaba el procedimiento: varias intrigas que corren paralelas, un personaje extraño, venido de ningún lado, que se inmiscuye en la historia, que inquiere, apostrofa, pregunta. ¿Por qué no? El arte de la novela es su irrestricta libertad. Una voz que viene del Paraíso, acaso el único que exista, el de la lectura.

 “Vargas Llosa en Tahití. Investigar, viajar, escribir”. En: Libros & Artes, Revista de cultura de la Biblioteca Nacional del Perú, N°5, julio 2003, pp. 14-17.

Publicado en El Montonero., 9 de junio de 2025

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Vargas llosa en Tahití (II)

Written By: Hugo Neira - May• 26•25

Los días que siguieron, cuando habían partido, noté una suerte de signos que mi mujer y yo bautizamos «el efecto Vargas Llosa». Por un tiempo, al menos por muchas semanas, la gente volvió a comprar libros en librerías, no sólo los del visitante que volaron, sino de todo. Varios de mis alumnos, a los que arrastré a cada acto, cambiaron de vocación y decidieron prepararse para los concursos que dan acceso al profesorado. La gente dejó de hablar con la ligereza habitual a los habitantes del primer mundo (en él están, no fuese sino por el azar de su tardía colonización) de la pobre América Latina. El gran favor que Mario me hizo, fuera de robustecer la moral de los veinte profesores de español en colegios secundarios, fue confirmar lo que les había dicho en el transcurso de años, sin poderlo probar. No se confundan, la América Latina es pobre, pero es una gran civilización. Que algo puede ser ambas cosas, productor de riqueza cultural y a la vez naciones de bajísimas rentas, resulta evidente para nosotros, nada más que reparar en el esplendor de nuestro arte, cocina, música, poesía y narrativa, pero resultaba incomprensible para los que fueron mis alumnos y alumnas, acostumbrados a dejar la isla para ir de vacaciones a Hawái o California. Después de Mario sí lo entendieron. Adivinaron la realidad de este continente contradictorio, letal y vital a la vez.

Los personajes le venían al novelista ya determinados por la celebridad y la historia, la Paria, el Pintor. No así los nudos psicológicos. Ir tras la huella de sus personajes es cosa que Vargas Llosa ha hecho en otras ocasiones, a la selva como a Piura para La casa verde, al nordeste tras las huellas de Consejero, el terrible bandolero mesiánico de La guerra del fin del mundo. No siempre encuentra documentos fidedignos, a veces apenas leves pasos, pero, cuenta el escritor, lo poco que halló le permitió «fabular» el personaje del León de Natuba, «un ser un poco monstruoso pero que estaba siempre al lado de Consejero porque sabía escribir». En una entrevista a Federico de Cárdenas, cuenta Vargas Llosa que el escrúpulo de combinar personajes reales y situaciones conjeturales o inventadas, como el coronel Althaus con el cual le inventa un romance a Flora, es uno de esos casos. Althaus existió, probablemente enamoró a la bella y joven viajera, nada prueba que esta lo rechazara o aceptara, la cuenta del misterio hay que ponerla a la intuición del narrador. ·

El paraíso en la otra esquina es un relato construido según una secuencia sencilla. Para que no nos perdamos, Mario Vargas Llosa ha acudido, esta vez, a una sólida carpintería. Los capítulos pares son para la vida de Flora Tristán. Los impares para el pintor Paul Gauguin. ¿Esta forma narrativa es una ruptura con su propio arquetipo? Es cierto que estamos lejos de ese relato a múltiples niveles del lenguaje de las que le preceden. Se trata de dos vidas, la de Flora Tristán y la de Paul Gauguin, su nieto. Por un lado, la lucha por los derechos de la clase obrera y de la mujer. Por el otro, el hallazgo de un mundo insular lejos de convenciones sexuales. En ambos, la ruptura del mundo burgués, el horror del mismo. Ahora bien, si en ambos casos se trata de utopías, está claro que no son las mismas. La de Flora Tristán, como es sabido, se inscribe en las grandes corrientes socialistas del siglo XIX. El capitalismo industrial acababa de nacer, y muchos tuvieron la impresión de que pronto el viejo mundo iba a parir otra sociedad más libre y justa. Fue, lo sabemos, un pronóstico prematuro. No errado, sus fuerzas productivas, como lo diría Marx, son extraordinarias, lo que llamamos globalización no es sino otro ciclo de expansión y de mutación. En todo caso, Gauguin el rebelde, partidario del egoísmo como herramienta de realización personal, el que abandona mujer, hijas y oficio, el insoportable hedonista que postula la dicha que pasa por el cuerpo, los sentidos, el placer, ese solitario, el asocial, está de actualidad. Lo confirman la revuelta de los «hippies», los jóvenes desde del Mayo parisino de 1968, la reivindicación del uso legal de las drogas alucinógenas, con el menor pretexto la orgía juvenil, esa religión cuyos templos son las discotecas que preconizan la fiesta pánica e inmediata. La felicidad aquí y ahora. Me es difícil creer que el libro hubiera sido igual de interesante sin la oposición dialéctica entre liberación colectiva o individual, sociedad e individuo, justicia social y gozo, deber y disfrute. Un contrapunto que la vuelve insondable. Flora evoca una problemática feminista. Gauguin la del artista creador. Ambos son alegorías vivientes de formas extremas de revuelta, pero revueltas al fin, por eso, acaso, la existencia desgarrada de ambos. Qué dolor, qué mal vivieron, cuánto sufrimiento, me dice una lectora sensible. En efecto, querida amiga, desde los tiempos bíblicos, es riesgoso el oficio de profeta. Por lo demás, una lectura atenta de la Biblia (digo esto sin recaer en un ataque de trascendencia) nos hallamos con que los profetas no se proponían serlo, los llamaba la voz, en muchos casos contra su voluntad. Eran hombres tranquilos que andaban entre rebaños de cabras, tiendas del desierto y familiares clánicos cuando escuchaban al que No se Nombra. ¿Por qué yo, Señor —protesta Noé— no ves que estoy ocupado y se casa una de mis hijas? Jeremías es el que más impreca ante despótico mandato. Has entrado en mí, Jehová, me has poseído. La posesión del Dios es física. La tradición judaica insiste que de esa experiencia se salía medio chamuscado. También Flora y Paúl, profetas a su manera.

Algunos en Lima se me acercaron para decirme que la novela última de Vargas Llosa les parecía más una biografía, no faltó quien solamente le parecía periodismo. ¿Y si fuese el caso? Esto ocurre en el momento en que en otros lugares los narradores reivindican el derecho a formas híbridas: «los géneros surgen, caen, le ha pasado a la épica, luego a la épica en verso. ¿Quién hace tragedia hoy en versos formales?», se pregunta Salman Rushdie. «¿Quiere acaso la novela —insiste— competir en la actualidad con lo mejor del reportaje, con la narrativa inmediata?» Pero si es así, Vargas Llosa que, por cierto, no ignora ese debate sobre la novela contemporánea, ni las ideas de Rushdie —su amigo, algo le dedicó al tema en su discurso académico en Tahití, como lo diré líneas adelante— acaso quiere combatir en ese terreno. Novela pues, de aventura, de viajes. Viajes los de los personajes, y viajes los suyos. Viaje el del lector. ¿Pero qué es una novela? No voy a intentar definir perentoriamente qué es una novela, la tarea es imposible, y desaconsejo a quien sea el intentarlo. Quisiera en cambio ponernos de acuerdo en los aspectos más sencillos, según la evolución histórica de un género que aparece con la modernidad, hace seis siglos, y que de alguna manera la funda (tanto como el ensayo). Una novela es una forma particular de relato que no ignora la realidad, pero tampoco está obligado a reproducirla. Es una forma literaria que construye algo que es de este mundo, pero no lo es del todo. Como todo arte, agrega un sentido que los individuos y la sociedad por sí mismos ni generan ni fabrican. Y bien puede inspirarse, pero inspirarse nada más, en un grupo social, en un caso psicológico o en grandes frescos históricos. Lo primero, es Balzac con La comédie humaine, ejemplo de lo segundo puede ser otra gran novela del siglo XIX, Madame Bovary de Flaubert. Puede ser ese «hombre absolutamente bueno e inocente», es decir, el personaje del príncipe Myshkin de Fiódor Dostoievski en El idiota. En cuanto a la gran novela histórica, que es acaso un poco lo que ha lanzado Vargas Llosa, combinada a literatura de viaje interno y externo, ella, va de una lengua a otra lengua, de un siglo al otro, de Alejandro Dumas y sus mosqueteros a Hugo, a Walter Scott, a Margaret Mitchell, la de Lo que el viento se llevó. En castellano pondría a Alejo Carpentier, El siglo de las luces, y al catalán Eduardo Mendoza cuyo personaje es siempre la ciudad de Barcelona. Y un autor, un outsider, un inclasificable, aventurero, revolucionario, periodista, político, novelista y ensayista, que encarnó las grandes pasiones del siglo XX, del comunismo duro de los años treinta, al sionismo y el internacionalismo proletario y finalmente, como si fuese poco, la ciencia, la filosofía en sus años de vejez, si es que la tuvo, Arthur Koestler. Emprender el inventario de la novela histórica es casi imposible, aunque lo haya ensayado Gilles Nélod. Pero resulta hasta casi peor tener la pretensión de encerrarla en una clasificación. Lo cuerdo es reconocer su formidable dispersión, novela policial, fantástica, de viajes y aventuras. Y esto por países, por épocas, por lenguas. [continúa]

 “Vargas Llosa en Tahití. Investigar, viajar, escribir”. En: Libros & Artes, Revista de cultura de la Biblioteca Nacional del Perú, N°5, julio 2003, pp. 14-17.

Publicado en El Montonero., 26 de mayo de 2025

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Vargas Llosa en Tahití  (I) 

Written By: Hugo Neira - May• 12•25

Investigar, viajar, escribir * (escrito en 2003)

Para el libro sobre Gauguin, Mario Vargas Llosa viajó al lejano archipiélago de las Islas del Viento más conocidas como Polinesia Francesa, a Tahití, para decir las cosas. En ciertos casos viajar es parte de su método. Indagación in situ. El novelista se vuelve entonces etnólogo, antropólogo, periodista. Por parecidas urgencias aterrizó en el noreste brasileño o en la Amazonía peruana. Aprehensión directa de las cosas, a veces de lo impalpable, el paisaje, el lugar, el alma de los sitios. Para escribir sobre Flora Tristán empleó más tiempo. En Lima, ante un auditorio y un excelente panel, confesó que desde hacía 18 años atrás, desde el British Museum. El golpe de gracia ha sido reunir sendas vidas.

Pero no es biografía, lo que los datos no dan, el narrador lo intuye o lo supone. Tentaciones homosexuales en Paul Gauguin, horror al sexo en Flora Tristán, aunque esto último acaso se pueda discutir. Hay una tradición oral arequipeña que se transmite de generación en generación y que el novelista no puede ignorar: mis bisabuelas afirmaban que la estancia de Florita no fue todo lo santa que parecería. ¿O es acaso, una vez más, el rumor, la mojigatería de las viejas familias? Sea como fuere, El paraíso en la otra esquina no es una novela doble, un fenómeno de circo con dos cabezas, un águila real de la Casa de Austria de doble corona, sino un tríptico. Le da una fórmula de triángulo la ambición de utopía de esas dos existencias del extremo. Flora y Paúl, cada uno a su manera, estaban poseídos por la ambición de lo absoluto. Para proseguir preferiré insistir en los actos previos a la escritura, aunque es probable que Mario fuera redactando de a pocos y al paso que desempolvaba mamotretos del siglo XIX para Flora, y otros tantos tratados de pintura sobre Gauguin, sobre el cual, como puede presumirse, se ha escrito abundantemente.

En enero del 2002, después de un trajinado trámite en el que Sylvie André, Rectora de mi universidad, y el que habla vencimos intereses de otros departamentos —ya se sabe, una universidad no deja de ser una institución bastante humana y llena de querellas y pugnas internas—, logramos hacer admitir por el pleno de profesores que el primer honoris causa de nuestra institución fuera a un escritor y no a un científico, a un autor en castellano y no en inglés, y así por el estilo. Cuando esos obstáculos internos se vencieron, vinieron los de París, del centralismo burocrático. Una mañana, un inteligentísimo y estirado tecnócrata me llama por teléfono. Dígame profesor Neira, ¿por qué razón Francia debe entregar un honoris causa a un escritor peruano de lengua castellana? El sublime funcionario recibió una de mis respuestas las más lapidarias. En primer lugar, le dije, Vargas Llosa es tanto peruano como súbdito español, o sea, miembro como usted de la misma comunidad europea. En segundo lugar, lo de «en castellano», nada que ver aparte de que en esta lengua escribe y piensa, está traducido a todas las lenguas indoeuropeas, incluyendo el francés, lo puede usted hallar entero en las ediciones Gallimard de París. Por último, me pregunta: ¿cuál es la contribución de Vargas Llosa a la cultura francesa? Pues fíjese usted, para aprobar la agregación (el célebre concurso que da entrada definitivamente a la enseñanza superior), no la de castellano sino de literatura francesa, es preciso leer seis estudios sobre Madame Bovary. Tres de ellos son de profesores ingleses, dos son de eminencias francesas. Y en cuanto al otro trabajo que todo aspirante francés que quiere aprobar el concurso de la agregación deba leer, es uno de Mario Vargas Llosa. El escritor peruano es un insigne flauberiano. El funcionario me dio las gracias y no nos volvieron a llamar. Se había vencido el último obstáculo formal. Se puede observar, dicho sea de paso, los cuidados que se toman en la distribución de ese tipo de distinciones.

Las semanas que siguieron fueron sencillamente espectaculares. Mario llegó con Patricia, ambos con Morgana, la hija, que hizo ahí las estupendas fotos que luego ha exhibido y publicado en un precioso álbum. Morgana a su vez llegó con su compañero, este con dos o tres amigos y camarógrafos que nunca supe si eran ingleses que hablaban portugués o brasileños que vivían en Londres. Era un grupo de lo más curioso y simpático que había hecho el largo viaje para seguir a Mario y cubrir el reportaje que luego propagaron en la BBC. Vargas Llosa se desplazaba con todo ese grupo, y cuando algún profesor francés se impacientaba por una cena en tête-à-tête con el escritor, yo tenía que explicarle que no había eso, que Mario cenaba siempre clánicamente y que lo mejor era sumarse al grupo, lo que casi enloquece a más de un colega poco adaptado a nuestros hábitos de hablar todos a la vez y seguir varias conversaciones y cruzadas todas al mismo tiempo. La visita de Vargas Llosa fue sensacional, la isla entera se volcó a sus conferencias, a la universidad, por donde fuera. Hay que decir que Papeete es un lugar muy mundano y no precisamente Venecia o Barcelona, es decir, centros de atracción para el turismo intelectual y científico de alta gama, tipo convenciones. Es en cambio un lugar en donde aterrizan deportistas, estrellas de cine, los grandes de este mundo, pero del músculo y no del cerebro. Con un nivel de vida muy alto, tan caro o más que París, hacía tiempo que no llegaba un gran escritor, acaso desde los años del paquebote, viajeros del tipo Somerset Maugham.

Y en todo este tiempo, Mario se las arregló para hacer dos cosas. Trabajar y atender la solicitud de los muchísimos admiradores que surgieron de la nada. Hasta entonces me parecía Tahití una nación de comerciantes y de corredores de tabla y, de la noche a la mañana, aparecieron poetas impublicados, novelistas geniales e inéditos, una fauna de escribidores tahitianos que me hacían llegar manuscritos que yo trasladaba donde los Vargas Llosa. En cuanto al visitante, por trabajar entiendo que escribía por las mañanas —esto es una deducción—, luego atendía gente que en muchos casos le proporcionaba información preciosa. Era como un Uchuraccay gozoso. Vargas Llosa me había pedido que le presentase a aquellos de mis colegas que conocían realmente la cultura polinésica. Si los grandes navegantes llegaron por el siglo XVIII —el inglés Cook, el francés Bougainville—, una joven reina llamada Pomaré II se afirma desde 1827. La carrera para establecer el protectorado la ganan los franceses a los ingleses. Y mucho tuvo que ver con el hábil marino Du Petit Thouars (el mismo que pasó por el Perú) que prefirió ir a dominar tahitianos que peruanos recién emancipados del yugo español, no querían pasar de un poder externo a otro. El hecho es que, sobre la antigua civilización polinésica —con sus piraguas, tatuajes, bailes lascivos y libertades—, se establece una sociedad de colonos y del apegado catolicismo de ese siglo, que es la que precisamente conocerá Gauguin, y al incipiente burgo lo encuentra insufrible. Papeete, desde la mitad del siglo XIX, tiene a la vez colonos franceses, en su gran mayoría bretones, y polinesios que se rebelan y pierden varias guerras, un intenso y entusiasta proceso de mestizaje. Y para que la cosa se complicara y en su mixtura de razas tuviese un aire a la peruana, llegaron los chinos, prósperos comerciantes. Era un anexo de Francia, con casas de madera, una zona portuaria, y distritos —Paofai, Punaauia, Papara—, una buena cantidad de almacenes y otro tanto de bares y burdeles. Algunas características han permanecido hasta nuestros días, el centro comercial tradicional aunque haya supermercados ahora por todas partes, y el centro de la escarpada isla, una isla alta de origen volcánico, que permanece hasta el día de hoy vacío. La vida tahitiana es una larga cintura en la que se suceden distritos, iglesias, escuelas, mercados, casas privadas y de nuevo templos, campos de deporte.

Todo es verde, un jardín lujuriante, y nunca te apartas demasiado de la orilla del mar que, a raíz de los arrecifes, forma una laguna natural que llaman lagon. Pero estas explicaciones son sumarias. Mario quería precisiones así que le llevé, a su pedido, lo mejor que tenemos por allá, dos antropólogos. Bruno Saura, que nos dio una lección magistral en privado sobre el complejo entramado de tres culturas en una: la de los reo maoríes, los franceses que llegaron y los chinos de fines del siglo XIX. El otro fue Serge Dunis, fuerte en mitos, tatuajes y simbolismo tradicional. Mario estuvo encantado. Escucha sin tomar notas, pero por lo visto, registra todo. Luego él y la comitiva partieron a las Marquesas, última estación en la búsqueda del paraíso sensual en Gauguin, y donde está la tumba. En la colección de fotos de su hija está Mario en ese lugar, meditando. Lo atendieron regiamente. Están las Marquesas tan lejos y, por otra parte, saben quién es Gauguin, que se entusiasmaron con esa visita. Es verdad que tienen una tradición, saber recibir bien. Ya de vuelta, en Papeete, el día de la ceremonia del honoris causa, montaron en la austera sala universitaria una pared de flores y de ramadas, una maravilla. Hubo cantos corales, un público que se puso flores en la cabeza, señal de gran regocijo, fue muy emocionante. Nunca olvidaré esa mañana, ni tampoco los Vargas Llosa. Mario ha recibido más de veinte honoris causa, pero no es eso. En Madrid, meses después, él y Patricia me decían que no podrán olvidar la acogida en la isla del fin del mundo, ahí donde Gauguin fue a parar tras su recalcitrante sueño de ilimitada libertad personal. [continúa]

*  “Vargas Llosa en Tahití. Investigar, viajar, escribir”. En: Libros & Artes, Revista de cultura de la Biblioteca Nacional del Perú, N°5, julio 2003, pp. 14-17.

Publicado en El Montonero., 12 de mayo de 2025

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