Perú. Sociedad

Escrito Por: H. N. - 5.842 veces

 

 

30/12/008 – Diario La República
 
Por: Hugo Neira                  
 

Navidad con ruidos y muertitos

 
 
Me aprestaba a escribir algo sobre estos feriados, cuando reparo en el horror de una noticia. La bomba lacrimógena que se activa en una discoteca de Juliaca, la noche misma de Navidad, y sus cinco muertos, jóvenes del lugar. Y no pude dejar de pensar que el sacrificio de “Utopía” no había servido para nada, otra vez locales abarrotados y sin licencia. En este país ni la desgracia educa. Pero también me hice esta pregunta, in pectore, ¿en Navidad, discoteca ?
 
Lo que es estos días, no sé como los vive el lector, pero a mi estas fiestas, en particular la Nochebuena, que es de vigilia, de espera (el año nuevo es otra cosa) como que me ponen un poco melancólico. Acaso debe ser el niño atribulado que llevo para siempre conmigo, que en tardes casi de verano como éstas, mientras sembraba los trigos que le mandaban a cuidar para el nacimiento, se preguntaba si las abuelas recibirían los presentes adecuados de la dispersa familia, sobrinos y parientes cusqueños y arequipeños, que en esos días se acercaban a esa modesta casa de Lince, para suplir el silencio de meses. Gozo de esa infancia era abrir de par en par el arcón donde las señoras Damiani, mis abuelas por el lado paterno, guardaban las piezas navideñas y extraer ese variopinto mundo que sólo cobraba vida en el Belén casero, camellos árabes y gnomos escandinavos, angelotes venidos de Europa en la edad de oro de la familia – antes de la ruina por culpa de unos parientes botarates – gansos, bueyes, labriegos, en revuelta vecindad. Y como era el único niño en ese hogar que era un escombro de varias viudeces, me trepaba para colocar serafines y querubines antes que sonaran campanas navideñas. Y si regalo había, era del niño Jesús, un manuelito cusqueño con paladar de espejo, cada 6 de enero. La fiesta en si misma era un regalo. Y en la medianoche del 24, íbamos a la misa de gallo. Luego un chocolate caliente, algunos dulces. A veces llegaba mi padre, y algún amigo bohemio, y cogían la guitarra. Todo sin embargo, muy sosegado. En la calma felicidad de estar en vida, sanos y juntos. En la serena noche, la más bella del año.  
 
Es cierto que las navidades ya no son así, y entiendo el clamor, “cartas de lectores” y una serie de artículos reflexivos, críticos, Mariella Balbi, Mónica García Alberti, Abelardo Sánchez León, Fernando Vivas. Dicen cosas varias y en esencia reclaman una Navidad en que lo principal no sean los regalos ni se la reduzca a feria comercial de vanidades. Comparto sus reparos. Sin embargo quisiera anticiparme a la despiadada opinión: no faltará quien diga los tiempos han cambiado. La quieta Navidad como cosa de los tiempos de Mariscastaña. ¿Cuán cierto es eso? Quiero recordar que, forzado por las cosas, tuve una vida cosmopolita. He vivido en otros lugares y moradas, y no de paso ni de turista. Y me consta que si la mudanza de los tiempos es fatalidad universal no siempre es catástrofe.
 
Hace unos pocos años, el azar de mis obligaciones universitarias me dieron la ocasión de pasar una navidad con mi familia francesa, y Claire pudo estar con sus padres que viven en una pequeña aldea de las montañas de Lyon. Mis suegros son estables agricultores, y ya en el retiro, gozan del relativo confort que da el Estado Tutelar, en ese capitalismo prudente de europeos que no juega a la bolsa las pensiones de sus cesantes. Y en la Nochenueva, la familia entera vino a pasar la noche, y después de la cena, fuimos todos a la misa de gallo. Y luego cambiamos algunos cuantos presentes. Está demás, no resonaba un solo cohete, ni nadie metía ruido a kilómetros a la redonda. De pronto, me encontré con las mismas costumbres, es decir, los mismos pudorosos recatos navideños de mis abuelas cuzqueñas en esa familia francesa de hoy, y la conciencia de que tal coincidencia responde a un tipo de civilización cristiana que está lejos de pasar de moda o morirse. El salir a divertirse es cosa de la noche del 31. ¿Aquí qué es lo que pasa? El tema no es, pues, qué le ocurre a la Navidad, sino qué nos ocurre a nosotros. Sociedades que hicieron la modernidad (y no que la copian) han guardado, al lado de su brutal industrialización y mudanza social, remansos de privacidad, el tiempo lento del afecto, y el substratum de una cultura cristiana. Pero aquí eso no está ocurriendo. Y si el tejido social se alborota por la llegada masiva de la civilización del consumo ostentoso, hay que preguntarse qué tipo de catolicismo heredamos. Lo cuentan los viajeros: limeños eran los campanazos “desordenados y salvajes” que escuchó Max Radiguet. ¿La monumentalidad de la Lima de hoy agiganta la alharaca del ayer? ¿La gente peruana acaso por eso piensa que sin ruido no hay fiesta? No digo que ello esté bien, observo. Y esto si digo: lo sacro (que es silencio) no entró nunca. Pese a santos, procesiones y teólogos como el padre Gutiérrez ¿la cristianización resultó incompleta? Como tantas otras cosas, Estado, nación, ley, respeto por los otros, etc.
 
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23/09/2008 – Diario La República
 
Por: Hugo Neira                             
 

De las elites cusqueñas

 
 
Sabiendo que don José Tamayo, nada menos que doctor en letras y ex Director de la Biblioteca Nacional, entre otras yerbas, acababa de publicar Las elites cusqueñas, me dije, in pectore, debe ser interesante. Y así, me fui a la librería "El Virrey" lo más temprano posible; una somnolienta dependiente me responde "lo tenemos" y mientras me hace los cobros añade: "Huy, se vende mucho". Muy tranquilo comencé a hojearlo en una terraza, por Dasso, hasta que paré porque tenía que dar una charla en el local de un partido político sobre los 80 años del "Antiimperialismo" de Haya de la Torre (¿en qué partido va a ser pues?). Pero ya intrigado, lo volví a recorrer hasta la medianoche. Hacía tiempo que no me apasionaba tanto un libro de un investigador peruano. Hoy, en la clara mañana redacto, con placer, la presente nota.
 
De entrada uno se halla ante una obra que trata de la elite agraria y de los grandes latifundistas del Cusco en el siglo XX. Y luego, de otros sectores, la burguesía agraria, la burguesía urbana, y así hasta la mitad del libro. La manera es minuciosa: los Letona de Apurímac, los Polo y los La Borda de la Convención, los Santisteban de Urubamba y del Cusco. Y así en lo sucesivo. Es decir, una familia, un lugar, las haciendas. Eso fue lo primero que me enganchó en su lectura, la familiaridad con el tema y con la aventura vital de cada personaje invocado. Sería el más mentiroso de los mortales si escondiese que no fui a buscar a los Samanez del río Apurímac, mis parientes por el lado de mi madre. Aparece don David Samanez, "hombre rico para la medianía del Cusco, pero nunca culpado por ser gamonal abusivo y retardatario" (p.187). O Benjamín Samanez Concha, a quien dedican páginas sabrosas, "hombre drástico y reformador, factótum de la Reforma agraria", pero los autores no dejan de recordarle que exceptuó de las expropiaciones a don Carlos de Orihuela, casado con su hermana. Ahí el libro me atrapó, por su franqueza.
 
Esta obra es fruto de la conversación entre dos autores. El que hace las preguntas (realmente atinadas) es Eduardo Zegarra Balcázar, y el citado José Tamayo Herrera. El que hace el prólogo es otra cabeza pensante, don Eusebio Quiroz Paz Soldán. El tema de las elites cusqueñas se hubiese prestado en otras manos a una de esas disertaciones tan frecuentes en la literatura de análisis social, vacuas de contenido. No con ellos. Además de la erudición que se nota en cada línea, tras de la cual hay años, acaso una vida entera, destaca la calidad del lenguaje. Dice "quebrantos de salud" por enfermedad. Cuando Tamayo tiene que hablar de quien fuera su amigo de juventud, ante Valentín Paniagua Corazao (p.145 y ss) usa este giro "tengo que premunirme de la indispensable sindéresis y objetividad".
 
Pero no nos equivoquemos, no es un vademécum de apellidos al uso de un Club Departamental, por así decirlo. Tanto Tamayo como Zegarra son intelectuales, y a la crítica van. Si bien señalan que las dichas elites cusqueñas tienen el mérito de las diferencias, por ejemplo "nunca fueron socias del capital imperialista extranjero", no dejan por ello de señalar que también es verdad que hubo "llaqta taytas", hacendados senadores.
Describen a los terratenientes pero cuando es necesario, hay puyas: don Mariano Luna, "el Inca". Cuando tienen que hablar de don Ramón Nadal, el llaqtatayta de Urubamba, surge la zumba: "Donde hay trigo, trigal. Donde hay cebada, cebadal. Donde no hay nada, Nadal". En ese momento de la lectura, me sentí transportado a un Cusco doctoral e irónico. Hay de todo, recuento de méritos, chismes, y arreglo de cuentas. Lo primero: es frecuente el señalamiento de los innovadores, los Matto, los Caparó, los Vega Centeno. ¿Solo de cusqueños? No, por ahí aparece Alberto Giesecke, que enseñó a investigar, a fichar". Giesecke entra por el lado de la aviación, como el caso de Velasco Astete y su inmolación en Puno (p. 309).
 
En cuanto a chismes hay varios, sabrosos, y en un pasaje recuerdan cómo a un arzobispo, infortunadamente muerto en un accidente aéreo, se le descubre el crucifijo con joyas que se había tirado de la sacristía y que llevaba, el pobre, escondido en el pecho. Por último, ese relato de las elites cusqueñas difiere de lo que se ha escrito. "El Cuzco no fue nunca esa sociedad triste". Y zahiere "a los historiadores izquierdistas". Libro humano y docto, bien dicho y escrito, y en el cual hay sorna de gran profesor y elasomo de otras ciencias históricas: la larga duración (del francés Braudel). Ha trabajado desde una sugerencia de Macera que quedó en el vacío. Y siendo historia oral, es obra que sobrepasa los límites del interés regional. Hay pasajes sobre "el estado plurinacional". Sobre la necesidad de una "masa crítica" de inteligencia, mestiza, foránea, cusqueña e indígena. Ese no es un chato manifiesto etnonacionalista. Luce ideas decisivas, que me guardo para otra crónica.
 
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25/12/2007 – Diario La República
 
Por: Hugo Neira
 

La venta de Wong. 7.9

 

No dolió tanto como cuando a Inca Kola la vendieron a la Coca Cola, la del "genuino sabor nacional" ¿se acuerdan? Ni cuando Backus se fue a Bavaria, ni cuando las farmacias de la esquina se volvieron monótonamente parecidas y encima chilenas. "La operación comercial del año", dicen casi todos los diarios, sí claro, y el malestar. Los 500 millones del grupo Wong que se fueron a una empresa chileno-germana. Dos semanas de primeras planas y quejas mil. Este cronista llega cuando la desolación por la venta de Wong equivale a Pisco después del terremoto. No hay casas derruidas esta vez pero sí esperanzas, afectos de la gente. De manera que, entre las dos formas como se ha abordado el acontecimiento, unas con cifras, y otras desde los sentimientos, preferiré abrir esta crónica por esto último, por el ánimo de desconcierto. Por el encontronazo con la globalización.
 
Wong, joya peruana "se vendió al sur", dice Humberto Campodónico. El "portaestandarte", agrega Jaime de Althaus. Es decir, Wong como símbolo. Sí, claro, pero ¿qué es un símbolo? ¿Qué hay (o hubo) de particular en esta empresa de servicios? Porque, después de todo, en Lima, monstruo de mega ciudad, hay más de 60 hipermercados y no sólo está comprando la clase opulenta sino los sectores populares emergentes (52 mil nuevas tarjetas Visa Mega Plaza, según de Althaus). Sí pues, ¿pero qué hubo de especial en Wong? En semiótica, en la ciencia de los signos (de la lingüística a la economía), un símbolo es algo más que una cosa, "es una imagen que representa a otra cosa". Un símbolo de nota. Esto es, establece "asociaciones de ideas". Jung dice que el símbolo es la mejor expresión posible de un contenido inconsciente (Las raíces de la conciencia). Así, en buen cristiano, para todos Wong, como símbolo, es la historia ejemplar de una bodeguita de la esquina que se convirtió en imperio.
 
Hace poco, al morir don Erasmo Wong, el fundador, en Domingo, Jorge Loayza contaba la saga de los Wong, y no como la historia de un empresario más: "Fue gracias a su filosofía del trabajo como este bodeguero…" Y al dejar tras de sí la agricultura de servidumbre por la tiendecita de la esquina, allá por 1942, en la cuadra diez de la calle Dos de Mayo, en San Isidro, desde un espacio de 70 metros, la esposa y cuatro hijos varones y una hija, don Erasmo establece "una manera de atender", y con la sobriedad clásica de los asiáticos, una manera de vivir "no podíamos comer ni un chocolate de la bodega". Y dedicación al esfuerzo "después del colegio, un turno en el mostrador", sin descuidar las tareas escolares. Así, ¿otra historia triunfante de la economía popular, tan exitosa como la de los que bajaron de la sierra a la Lima clasemediera de los años 50 del siglo pasado? No, quizá más. "Doce supermercados, once que se llaman Metro, siete almacenes Eco, dos tiendas American Outlet y el Centro Comercial Plaza Lima Sur" (Althaus, y Somos).
 
En el duelo Wong (porque eso es lo que es) me quedo con el tema de la atención al cliente. De algo que de repente "ya fue", tanto como las tradiciones de Palma o las serenatas de la guardia vieja. A mí me gustaba mucho ir a comprar a Wong, lo confieso. Me atraía su singularidad, ese secreto que llevaba conmigo, secreto a medias, de polichinela, de quien ha recorrido medio mundo y vivido fuera por decenios (pero se me murieron mis padres esos años). Me gustaba Wong hasta el día de anteayer, y no precisamente por sus productos que los hay en otros grandes almacenes, una corvina finalmente es una corvina. Era por ese gusto por los tratos: te empaquetaban las cosas, te las llevaban, en Wong apapachaban. Repito lo que dije en lo de Ernesto Hermoza, en Presencia cultural. El milagro del trato de caserito, de algo finalmente humano en el corazón mismo de la industria masificada comercial. Un milagro ¡Qué New York o París! Allá, la seca modernidad. Y eso es lo que ha estremecido. ¿Lo que dicen los economistas? Pues no, este no es asunto únicamente de transacciones o de liderazgos empresariales. Ni siquiera si "Supermercados Peruanos" son finalmente peruanos y no chilenos como se venía diciendo, parte del grupo Interbank, de la familia Rodríguez Pastor. Los entreveros de los grupos comerciales han salido a la luz en estos días. No, la cosa es otra. Que los peruanos y exitosos hasta ayer por la tarde eran los Wong. Y ahora resulta que no. De golpe la gente se hace preguntas. ¿Y esto es la globalización, una desposesión? Y esto es el capitalismo, ¿más empresas chilenas?
 
Seamos claros, pueden haber respuestas razonables a cada una de estas cuestiones. Pero no hablo de lo que saben los expertos. Hablo de emociones. Y en sociología política, son tan reales como el gas de Camisea. Y no sé a qué turbinas del desengaño alimenta la depresión colectiva de que Wong no sea más peruano. O mejor sí sé. A una antichilenidad creciente. Miren los dibujos de Alfredo. La gente comienza a sospechar que hasta el niño Manuelito de los pesebres navideños es chileno. Nada bueno. Rafael, Ministro, te has vuelto a lucir.
 
 
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30/10/ 2007 – Diario La República
 
Por: Hugo Neira
 

El delicioso señor Yamamoto

 
 
Las sociedades satisfechas del Occidente rico y las ciudades de naciones que se modernizan por todo el planeta son consideradas, por lo corriente, como los lugares más plausibles para otorgar condiciones para "la buena vida". Prueba banal de ello es que dos millones de compatriotas se nos han ido por el Jorge Chávez. Pero ocurre que hay un investigador de la PUCP, de nombre Jorge Yamamoto, que ha decidido demostrar lo contrario. "Los peruanos son más felices que estadounidenses, ingleses y japoneses". Yamamoto tiene un artefacto para medir la subjetividad y Carmen Escobar lo presenta como "estudioso de la felicidad" en entrevista reciente (MiHogar, El Comercio, 14 de octubre). Y no es chiste o broma de día de inocentes.
¿Así que felices? Sin embargo por estos días, las noticias corrientes en el Perú son las del bus que cae en un abismo y donde mueren 20 pasajeros porque el chofer se quedó dormido; o el fuego que deja unos 50 puestos en la ruina en el mercado minorista de La Parada; o que se quedan sin visitar Machu Picchu unos 2,400 alumnos en su soñado viaje de promoción escolar, mientras otro ómnibus se incendia en Surco con 36 escolares. También nos enteramos de que los presos en la cárcel El Milagro de Trujillo coordinan extorsiones gracias a sus celulares y el viaje al Cusco de 13 turistas colombianos acaba en el río Pachachaca.
Ante la propuesta Yamamoto, de entrada, pensé que lo decía en broma. Pero disipada "esa vacilación de sentido que trae consigo el humor", que dice Groucho Marx, entendí que iba en serio, y entonces me pareció hasta saludable sus ganas de ir a contracorriente. Hace poco, Jaime de Althaus en su último libro se extasía ante el Mega Plaza Norte, las grandes tiendas Ripley, Max Tottus, Saga Falabella, los Kentucky Fried Chicken, McDonald's, los superhostales, las heladerías, la pizzería La Romana, la pollería Norky's, los Bembos. Yamamoto, por el contrario, vería en la satisfacción reciente de los prósperos Conos y sus habitantes, no una prueba de progreso sino "de crisis existencial". ¿Como el de los "tristes" japoneses y norteamericanos? El argumento que avanza es "que el bienestar subjetivo está arraigado en la naturaleza humana, como tener una familia o un buen lugar para vivir". Pero, justamente, si los peruanos se van, y por millones, será porque los de la diáspora encuentran que las condiciones para tener precisamente una familia no son por desgracia las mejores en nuestro país. En los asentamientos humanos hay líos de familia, rivalidades, peleas por terrenos, herencias, de todo. Golpes y denuncias. Yamamoto no lee a los antropólogos. En cuanto al otro argumento, que los japoneses son infelices, es tan fácil de rebatir que da grima el hacerlo. La migración japonesa se produjo a fines del siglo XIX y no ahora. Lo que ocurre es lo contrario, son los peruanos los que parten ahora al archipiélago nipón. O sea, van en búsqueda de la desdicha según el delicioso profesor Yamamoto.
Gusto por el retruécano y el barroco, Yamamoto se ha metido en camisa de once varas. Su propuesta sufre de una confusión de base entre dos dispositivos académicos, ambos valiosos pero excluyentes. En mis modestos alcances, una cosa es la felicidad, tema de filósofos, y otra las satisfacciones, asunto de economistas. Walter Benjamin, por ejemplo, decía que felicidad es poder percibirse a sí mismo sin temor. Lo que abarca tanto la condición individual como el contorno de libertades y Estado. La satisfacción de necesidades tiene que ver, en cambio, con confort, dinero, placer, viajes, sexo y sol. Pero aún así, ambos conceptos tienen algo de evanescente. ¿La buena vida debe ser intensa? ¿Debe ser calma? ¿Radica en la práctica de deportes de riesgo o en la vida longeva? Me abstengo de seguir. La felicidad es temática de mundos donde la gente ya está satisfecha. La caja de herramientas de Yamamoto no sólo es ligera sino prematura. Creo ver, en suma, dos móviles profundos, y ambos no me gustan.
El primero esa autosatisfacción, tan peruana, que nos sitúa raigalmente en nuestras costumbres que pueden ser bien viciosas, por ejemplo el gusto inmoderado por la juerga. Por otro, esa tesis hiperarcáica, reaccionaria: no hagamos el esfuerzo de llegar a la modernidad. Son infelices. ¿Es tan así? Un alemán, Sloterdijk, cuyos libros hunden los anaqueles de nuestras librerías sin compradores, sostiene que en la era de la autoatención, así la llama, con 1,700 horas al año dedicadas al trabajo, el saldo residual para el ocio es de 4,140 horas de vigilia. Tiempo para poder hacer lo que te dé la gana, en sociedades donde el éxito no es una herejía ni una traición a los demás. Así, demostrar que aquí, por angas y mangas, vivimos mejor, no deja de ser una trampa dialéctica. Tras Yamamoto asoma ese dogmatismo de la pobreza feliz. Y esa tentación del establo de la que hablaba Nietzsche.
 
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04/09/ 2007 – Diario La República
 
Por: Hugo Neira
 

El barroco como escándalo

 
 
Lo del pisco 7.9 me parecía asunto debatido –después que le entraron al ministro de la Producción con la pata en alto– y si bien por mi parte me apuntaba en el bando de "los chocados", confieso que estaba a punto de dedicar esta crónica a algún otro tema, pero la cosa continúa. Una carta de lector, o mejor de lectora, firmada María Blanca, como que la relanza. Muy afortunada, puesto que la publican en "Domingo" y en Somos, es decir, dos veces. Así, la discusión, me parece, rebasa lo de "marketing social" y gira sobre la actitud de tristeza o de broma ante la desgracia. Y si como dice la citada carta, la idea del 7.9 es "reflejo de la idiosincrasia del peruano", entonces, estamos ante palabras mayores. Se está discutiendo estilos, maneras, modos de vivir y sentir.
 
La primera ola criticona insistió en el rasgo más extravagante de la propuesta, en su desmesura. Se recordó, entonces, que los americanos no han sacado un whisky que se llame "Eleven Nine" o sea, "11 de setiembre". En ese momento del debate, de haber tenido columna (me la dan cada 15 días) hubiera sugerido otros horrores barrocos, otras "ideas felices para desgracias", que aquí, al parecer, nos gusta practicar, como contar chistecitos en los velorios, pero en otras latitudes y culturas nacionales, nones. Pero en esa línea, ¿por qué no un vinito Atocha para celebrar los muertitos españoles en esa estación de ferrocarril de Madrid? ¿O un cóctel judío llamado Auschwitz? ¿Por qué no un vodka Chernobyl, y a los franceses recomendarles un poco más de agallas, ya está bien de llorar a Bonaparte. ¿Por qué no un buen cognac que no se llame Napoleón sino Waterloo? Y así por el estilo. Temas macabros no faltan en el mundo, acaso no se acompañan con el talento criollo para mezclarlo con fiesta.
 
Pero la segunda ola viene a decirnos exactamente lo contrario. La María de las cartas lo dice con todas sus letras. "Los años del terrorismo le han acorazado las penas al peruano y nos hemos convertido en un pueblo con los nervios bien templados". Ahora bien, una respuesta a esa tesis, y que se puede rescatar, siempre en contra, es la de Gustavo Faverón, viene en su blog, citado por Rocío Silva Santisteban. Dice, esa nomenclatura «patenta la racionalidad del hacendado… que antes de pensar en el alivio de las víctimas, inventa una finura para quedar bien con los extraños». O sea, como decía el viejito Marx (cada vez más joven, dado el loco mundo globalizado capitalista) "las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante". Notará el atento lector la línea de separación entre Faverón y la citada María, la de yo te defiendo porque es mejor que llorar. Para los objetores es asunto del gusto de una clase prepotente. En cambio para los defensores del 7.9 de Rey, del pisco celebrante aunque haya muertitos, más bien es postulado generalista: "así somos los peruanos". O sea, aguántense. Rocío añade, "la idea no es una idea maligna, es estúpida". Yo creo que la cosa es más grave, Rocío. La idea es barroca.
 
Tela para cortar, hay. O para decirlo de una manera más universitaria (algunos me reprochan que escribo pata a la llana) lo del 7.9, fastidie o agrade, es lo que los semióticos llaman un "signo". El signo es un fenómeno aparente que nos revela algo escondido, por ejemplo el rubor en el rostro, una emoción. El signo no es la cosa misma, es su señal. Y esto, lo de Rafael Rey, es signo y semiótica desde sus inicios hasta el día de hoy. Yo soy peruano tal como cualquiera, y lo del licor 7.9 como celebración no me gustó para nada. No pretendo tampoco convencer. Pero sí decir un par de cosas. Aquí la idea clave, y que me irrita, es la de celebración. ¿Por qué hay que celebrar cuando la reconstrucción apenas comienza? ¿Qué prisa hubo en enterrar la tristeza? Dificultad del criollismo señorial para aceptar, aun por unas cortas semanas, la tragedia, y compartir duelo, pena, luto colectivo. Signo, pues, ese 7.9 de un catolicismo alegrón de procesión y vivanderas que tenemos metido en alma y costumbres.
 
 Ahora bien, si puse en el título lo de barroco, no es por vituperarlo. Flor de nuestra cultura, cuando es arquitectura, teatro, voluntad artística, y hasta cocina. Pero el Estado, la economía y las relaciones internacionales son serios, sobrios, austeros. Son clásicos. Si el barroco es enrevesamiento (la definición es de Picón Salas) nada mejor en arte, nada peor en política. Así, entre el llanto permanente de algunos y la rápida salida festiva estilo yo soy empresario audaz y no espero el mañana, hay un término medio, de melancolía activa entre la remoción de escombros y entierro de difuntos, que es lo que he visto en Pisco. No es hora para marineras y pañuelo en alto. Qué pocas antenas tienen ciertos políticos con lo que siente y vive el pueblo llano del Perú. Ya no qué poca calle sino qué poco cementerio. Y esto, en el país donde el aprismo le ha puesto una lápida a Haya de la Torre, en Trujillo, donde dice "Aquí yace la luz"; y las izquierdas, mal que bien, van a congregarse en torno al peñón sin cruz de la tumba de José Carlos. Entonces, ¿no será que a algunos les falta no ya calle sino cementerio? O sea: herencia, linaje, memoria, y una cierta congoja. Esa manera de ser peruano. Qué vergüenza, un poeta español nos entendió mejor :"Oh, Perú, de metal y melancolía". Federico García Lorca.
 
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13/02/2007 – Diario La República
 
Por: Hugo Neira
 

Niños y niñeras. La masacre de inocentes

 
 
Como un relámpago hiperrealista, en plena celebración pagana de las playas, el tema de las empleadas domésticas invade el condominio de Asia. Unos 700 protestadores se dan las manitos en un acto que un diario limeño ha tratado de "Mariateguismo de verano". No está mal (Somos, nº 1052). Preceden pues estas líneas, ese escándalo. ¿Los poderes domésticos de los residentes han decretado que las empleadas, por lo general de color cobrizo, no tengan acceso a las libres aguas del océano sino a ciertas horas? ¿El arte, pues, de tenerlas lejos y a la vez cerca? Me parece, sin embargo, que el tema es otro. No que haya o no mucamas, o se bañen, sino qué es lo que les ocurre a los niños que crecen con ellas. En las muy particulares condiciones peruanas de estamento y privilegio. A partir de la práctica señorial que nunca establecerá entre niños y las improvisadas babysitter nativas, el trato más o menos racional que se habitúa en otras sociedades. Hay que preguntarse por lo que les pasa por la cabeza, en el carácter en formación de esos pequeños que crecen, para desgracia suya, con empleadas sumisas, y a las que rara, rarísima vez, los padres delegan algo de autoridad. Sugiero al lector que me acompañe en un imaginario recorrido. No lo voy a llevar a ningún antro misterioso, sino a lo más abierto que tenemos, a un parque público.
 
Suelo ir a uno de ellos. En realidad a ratos perdidos para pasear unos perros que ni siquiera son míos. Ahora bien, en el parque que visito, similar a cualquier otro, empleadas domésticas o niñeras, como quiérase que se les llame, llevan niños a dar una vuelta. Al poco tiempo se juntan con otras empleadas, y a su vez, los pequeños con otros pequeños, lo cual es natural. Ahora bien, el coro de sumisas domésticas conversa en voz baja sin perder de vista la evolución del grupo de chiquillos que las naturales ganas de correr vuelve cada vez más turbulento, incontrolable. Y entonces se produce el drama. Una escena en la que cabe la historia del Perú, desde Cajamarca. Uno de los niñitos (o una de las mujercitas, para la autoconciencia prematura de clase no hay distingo de géneros) está a punto de meterse bajo las ruedas de un automóvil, pero la empleada doméstica salta corriendo y con las justas la agarra de la camisa. La salva, no sin un inevitable sacudón. La niña, entonces, vuelve la cara y con furor profiere esta frase reveladora "como le cuentes a mi mamí, le digo que tú me has pegado".
 
¡Que mal comienzan los niñitos con niñera su propia vida! Esos parques no son el lugar donde ocurre el caos social, pero sí donde se le prepara. El angelito de nuestra historia, ha comprendido desde el saque, en la tierna infancia, el código secreto de conducta del estamento social privilegiado al que pertenece, la ambigüedad dialéctica del humillado y el humillante, y el meollo mismo de esta sociedad. Ha entendido que tiene la sartén por el mango, que ascenderá de la escuela a la vida adulta sin hacer un gran esfuerzo. Y ese es el mal. Mañana dirá que si no aprende es culpa del profesor, y papá estará ahí para darle la razón. Más tarde, ante quien se le interponga, hará valer sus fueros sobre los demás, reclinado en una serie de acontecimientos que provienen de la infancia y de lo que aprendió en los parques. Mejor que un manual de sojuzgamiento, la práctica del mismo.
 
La prepotencia es el legado colonial más opresivo del Perú, y se reproduce en cada hogar que proporciona a sus vástagos una empleada de casta inferior a quien manipulan los hijos de familia a su gusto. Por eso llamo a esta nota la masacre de inocentes. En cuanto a las muchachitas de color cobrizo que no se pueden bañar sino a sus horas, no se preocupen mucho, saldrán adelante. En cambio, son incontables las familias que prolongando ese sistema de yanaconaje doméstico, fabrican, a la larga, adultos desquiciados y tiránicos. Pese a los esfuerzos no sólo de los padres y del clan entero, tíos, tías, abuelas y abuelos, los niños Goyito no se hacen nunca adultos. La costumbre del apapachamiento parental unida a la iniciación en las diferencias racistas inconmovibles en el "apartheid" criollo de playas y de parques, anula por anticipado lo que darán los mejores centros de enseñanza. Pobres padres que buscan el mejor nido, "con inglés intensivo, con educación personalizada", de esos que anuncian "nuestra educación es diferente". ¡Pero si el niño con mucama ya sabe que lo es, "diferente"! En fin, que no se me malinterprete, cada hogar tiene derecho a darle la mejor educación a sus pequeños, pero no hará de ellos adultos modernos si pervive la costumbre de la empleada, máscara colonial, arcaísmo, una prueba más de esa porción de país que vive para las apariencias. Monsiváis dice que intentamos "norteamericanizar el Medioevo". Y eso es Asia, niños con playa pero creciendo en el Auschwitz de las diferencias de piel. Doble masacre, de insultadas mucamas y altaneros niños, parte del melodrama culturalista de las mutuas desdichas, en los de abajo y los de arriba.
 
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12/12/2006 – Diario La República
 
Por: Hugo Neira
 

La noche matsigenka, en Barranco

 
 
En el reciente, injurioso pasado, les llamaban antis, campas, lo que sea, chunchos, luego machiguengas, ahora matsigenkas. "El seminomadismo y el silencioso ocultamiento en el bosque". Cito un texto que estoy hojeando mientras me preparo a conversar con sus representantes. No, no es que vaya a tomar un avión, ni a explorar como Paul Marcoy en 1846, ni a internarme en territorio de franciscanos. Nuestro tiempo es más prosaico: voy simplemente a Barranco, avenida Sáenz-Peña. A la presentación de un libro, por cierto muy bien editado y escrito (1). La verdad, no sé por qué me invitan. De los matsigenka no sé gran cosa. Acaso por eso mismo, para que me entere.
 
La noche matsigenka arranca por Barranco, en el patio de atrás de la galería "Trapecio", y para llegar a "la cultura ancestral", hasta el boscoso patio, es preciso pasar por otra selva, la del arte de esa galería, cerámicas, espejos postmodernos, encantadores fetiches de la religión del home, del gozo discreto y en privado de la belleza comercial (si tienes los dineros para la compra compulsiva). Y así, esperando el inicio del conversatorio, por la manía de llegar puntual, me paseo admirativo por esos objetos, padrenuestros decorativos, avemarías de sillas y mesas tradicionales que ya no lo son, travestismo del confort en arte contemporáneo. Al jardín de las delicias de "Trapecio" le seguía, esa noche, el bosque de las identidades amazónicas, un espacio abierto con sillitas blancas y Zenaída Solís de maestra de rituales. No sé si tan cósmicos, cuatro líderes legítimos de las comunidades matsigenka y un representante de la Transportadora de Gas.
 
Parecen que han llegado a acuerdos. Esto no es un coloquio sino una celebración, me digo. ¿Qué hago aquí, me pregunto in pectore, en la zozobra del que viene sin powerpoint e improvisa? ¿No vienes, me respondo, de explicar en tus cursos a Rousseau, que la modernidad se abre con el pacto o contrato o acuerdo? ¿Acaso no sabes que por esos territorios comunales pasan ahora los hidrocarburos, Camisea, el CONAP, las exploraciones petroleras, ya no los caucheros del pasado, y que se preparan "los cambios políticos en la sociedad matsigenka" como expresan las mismas voces de ese libro, que son muchas? Densas páginas que ahí mismo vuelvo a abrir, a hurtadillas, ante la mirada del público.
 
"El primer asentamiento machiguenga era el del curaca Romano que vivía a la izquierda del Urubamba". En el margen izquierdo del gran río dice el Padre Francisco Álvarez, misionero por los años 40. ¡Qué familiaridad! Pero el pasado no ha sido para ellos nada tierno, "los asentamientos misionales con muchachos raptados durante las correrías". No solo los agredió, para decirlo de manera suave, "la sociedad nacional", o sea, misiones reductoras, hacendados y comerciantes, y los aciagos tiempos en que la "cushma" desaparecía, y el hábito de hilar y tejer en las mujeres (F. M. Renard-Casevitz) sino que en los ultrajes, también otros grupos amazónicos, esos piros que asaltaban sus asentamientos, una historia calamitosa de trueques crueles, niños y mujeres para los altivos curacas extraños, que provocan formas complejas de organización social en los afluentes controlados por los matsigenkas, ilustración de la "guerra de todos contra todos" me digo, a lo Hobbes, pero no lo voy a formular en esta celebración, todos esperando un discurso cortito, los pisco-sour listos y una legión de mozos prestos al desparrame tropical.
 
A la hora de hablar, los cuatro líderes matsigenka que me preceden son de un laconismo aplastante y también el gerente postmoderno que representa a la Transportadora de Gas. Cuando me toca, canta un pájaro barranquino en esa frontera de traspatio y de "culturas híbridas" a lo García Canclini. Y me animo a soltar un rollo, más o menos, que esperaba que me invitaran no por Director de la BNP que después de todo eso era hasta las cinco de la tarde, y que eran las siete pasadas, y que en todo caso, no se olvidaran de los dos ejemplares de rigor de depósito legal (risas). Más animado, me lanzo a otro rollo sobre la identidad que al comienzo como que alarmó a los líderes amazónicos y luego calmóse cuando los felicité, y a la empresa, por prometer becas para que fueran a formarse fuera, en carreras científicas. Recuerdo haber dicho que soñaba con identidades vigorosas que entraran a la modernidad por el lado del conocimiento y la ciencia, quechuas y aymaras dueños de la genética, matsigenkas en sabios nutricionistas, y así. Creo que dije también que el libro era valioso porque contenía relatos de vida, es decir, testimonios. Y que sus autores tan modestos que ni en el índice figuran, Martha Rojas Zolezzi, Esteban Arias Urízar, Carlos Mora Bernasconi, Mercedes Manrique, eran escritores de prosa tranquila, fluvial, como los grandes ríos selváticos. Pero los problemas de la identidad étnica, en la Amazonía y en cualquier parte, apenas lo sobrevolé. No quise alarmar al auditorio, aunque pregunté si cada identidad étnica puede resolverse en nación. O sea, ¿es posible, es deseable, dos mil naciones, todas étnicas en el mundo? Cuando decimos identidad también decimos su contrario, la diferencia.
 
De alguna manera, la provocamos. Pero ahí me detuve. Es un temazo lo de un mundo donde quepan otros mundos. Y me guardé para otra ocasión los infernales enredos entre nación e identidad étnica que es un problema de todos, planetario. No en ese ritual de paz entre empresa transnacional y comunidades. Hay que saber callarse. Después vino la cultura de la sociabilidad, el enjambre de bandejas. Pero allí quedaba ese libro. No solo lo oral sino lo escrito. En la noche matsigenka de Barranco.
 
(1) CONAP, La cultura ancestral matsigenka: respuesta a la modernidad del siglo XXI, TGP, octubre del 2006.
 
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22/04/2006 – Diario La República
 
Por: Hugo Neira
 

Teoría del atajo

 
 
“Los peruanos adoran el atajo” me decía Carmen Mc Evoy. Es Carmen una encantadora y competente historiadora que reside en los Estados Unidos y que con frecuencia viene a Lima para eventos, y precisamente, en uno de los últimos, hace dos años, “sobre los intelectuales”, hablamos de estas cosas –manejo combi, pautas culturales y política peruana– en los tranquilos predios de la Universidad Católica, y aunque Usted no lo crea, sin imaginar entonces la Cherokee en maniobras riesgosas del candidato presidencial Ollanta Humala.
El automóvil es vehículo universal pero la manera como se le usa es localista. Un chofer peruano se volvería loco en New York, no hay atajo posible, todas las calles están reguladas. Y paradójicamente, eso hace que todos avancen a velocidad, cuando la luz pasa a verde. Aquí, en verde se va despacio, “a la defensiva”. Yo no veo las avenidas con semáforo como un engorro, al contrario. ¿Pero qué puede mi alma racionalista, en solitario? Alguno de mis amigos psicoanalistas me diría que el semáforo resulta no sólo luz roja, obligado stop, sino el icono odiado de la ley. La encarnación visible de la interdicción. ¿Qué nos queda sino la sacada de vuelta, es decir, el atajo como senda de liberación? Acaso, me dirá algún otro, el peruano es lúdico, busca en el atajo y con el volante, innovar contra la adversidad de la rutina. El problema es que ni en auto ni en las urnas nos avanza, al contrario. Eso fue Leguía, atajo de señoritos ante los clubs políticos. Un atajo los militarismos que le cerraron el paso a Haya todo el siglo veinte. Un atajo Fujimori vencedor en 1993, su conducción esquinada e ilícita del Estado con su compadre Montesinos le evita las grandes avenidas de la normalidad institucional. Cada outsider es un atajo. En 1980, los de Sendero se fueron por el de la sangre. Sostengo que por las grandes avenidas, en auto, se va de prisa, y con la ley y la democracia, pero claro, los chóferes no están muy convencidos. ¿El atajo es la victoria contra el sistema? Parece broma, travesura, los tiranos simpaticones son nuestra especialidad. El chinito sonreía. Ollanta también. Lo bueno viene después. Con el atajo del poder personal.
Eso de optar por avenidas y no por desvíos es mi cruz de cada día. Suelo moverme en taxis, y como están las cosas, dada la vastedad de Lima y lo enredado y fatigante de los trayectos, más de uno me dice que esa es “la” solución. No aparcas ni pierdes el tiempo, no te cansas. Y ya en el taxi de alguna compañía, suelo enfrascarme en mis papeles. – ¿Por dónde quiere ir, doctor? La voz del chofer es amistosa, me conoce. – ¿Alguna ruta preferente? Le respondo que bueno sería tomar Javier Prado al fondo, cortar por Sánchez Carrión y así sucesivamente. Esta es, en efecto, mi ruta para ir a la Católica, en el ex fundo Pando, a más de una hora de donde vivo. En el trayecto, si tengo mi curso ya ordenado, me pongo delante y converso con el chofer. Pero lo más frecuente es que me vaya atrás y me sumerja en mis notas. Dictar una clase es un gozo, un placer como de pianista. Puesto al frente de un auditorio, libros y notas (jamás un powerpoint) me permiten ir de un aspecto a otro, siguiendo el orden estricto al que treinta años de profesor en Francia me han habituado. El orden de la disertación. Es decir, introducción, temática y conclusión. Cada dictado, si es posible, ejecutado como una partitura. No es sorprendente, pues, que absorto en el taxi, me olvide a menudo de la ruta. Así, de pronto levanto la cabeza y resulta que el chofer se ha metido en un barrio de calles estrechas, y andamos detenidos. –¿Qué hacemos en Magdalena?-, pregunto asombrado. Cariacontecido el chofer me responde: – Es que pensé que íbamos más rápido por aquí.
“Para no agarrar semáforo”. El concepto es vasto, inquietante, y a mí me mata. Por mi parte apuesto a las grandes avenidas aunque tengan semáforo, y no a los vericuetos, ¿pero qué pueden mis argumentos ante la arraigada creencia del atajo? Incluso una vez, llegué a apostar a un chofer que entre el fundo Pando y mi casa, se podía ir mucho más rápido si se tomaban avenidas y no un desvío sacavueltero. Lo hicimos, y al final del trayecto el chofer miraba el reloj, para confesar paladinamente que si no lo hubiese visto, no lo creería. “Veinte minutos más rápido”. Los eficaces caminos áridos. Mis abuelas decían “no hay atajo sin trabajo”, pero claro, esa cusqueñidad bien dicente se ha perdido. Así, cuando el candidato Ollanta Humala opta por el atajo para evitar a la prensa, sin duda no pasó nada salvo el “caos vehicular” como dice este mismo diario (La República, martes 18) pero cobra sentido la mitología de la treta caudillista. ¿Cuántos seremos los que preferimos la imperfecta democracia (siempre lo es) a cualquiera de sus substituciones? Lo sabremos en junio. ¿Nuevo el caudillismo, el presidencialismo autocrático? Por favor, lo que pasa es que ahora las posibilidades de un atajo personalista ocupan gran parte del imaginario popular. De esta fiebre ya hemos tenido, y nos ha ido como la mona del cuento. O sea, cagados.
Hace un rato que trota en mi cabeza el juego de afinidades entre el desorden deliberado de nuestro tráfico automotriz y las opciones políticas aluvionales, del fujimorismo al humalismo. Bien mirada, hace rato que la carrera de Ollanta es una serie sucesiva de aceleradas del Cherokee. Una serie de atajos, el levantamiento en Locumba, la apropiación de un partido que no era suyo, el UPP, atajo tras atajo. Y me pregunto, llegue o no al sillón presidencial ¿qué sacada de vuelta institucional nos preparan? Mi preocupación por la costumbre del atajo es anterior a la llanta reventada del Cherokee de la comitiva; existe un texto mío, hoy en tintas, escrito en enero del 2006. Ahí le digo a Carmen Mac Evoy: “El atajo en el manejo combi es la búsqueda en política de soluciones por medio del outsider, tras del cual hay la esperanza de una solución fácil y mesiánica” (1). En fin, la presente nota no es guerra sucia y menos psicosocial, no se equivoquen, acaso anticipación. Y espero equivocarme.
(1) Revista “Gobernalidad”, Universidad San Martín de Porres, abril-junio del 2006, por salir. “De la violencia”, pp. 23-35.
 
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