Una fiesta clandestina. La noche del sábado pasado, el 22 de agosto. Un local con 120 asistentes pese a las prohibiciones en la batalla contra el coronavirus. No entraré en los detalles, todos sabemos, murieron 13 personas. Y que 11 de ellas estaban ya contaminadas. Y había gente con antecedentes penales. Tampoco me voy a ocupar de quiénes son los culpables. Eso se lo dejo a los que les gusta echar la culpa de algo a otro. Por lo general, un rival político.
De lo que he leído y visto, lo más serio es que «hay responsabilidad de todos los sectores», comenzando con la ausencia de fiscalización municipal, o cómo pudo funcionar sin autorización y quién cerró la puerta de escape y quién la abre. Y el origen de la estampida. Por cierto, no hubo bombas lagrimógenas. Mi pregunta es otra. ¿Qué necesidad había de ir a una discoteca en plena pandemia? ¿Una respuesta al aburrimiento de las cuarentenas? ¿Acaso mostrar que hay gente que no se chupa?
Años atrás me ocupé de la anomia (ausencia de reglas y normas). Desde la época que la estudié, ha crecido. La anomia está arriba y abajo. Pero ante lo ocurrido, confieso que me he quedado asombrado. En mis meditaciones hay un concepto que pongo por delante, el Verstehen de Max Weber. Como sociólogo soy un weberiano. Quiere decir «comprender». Y francamente, es el caso. Cierto, podemos verlo como un acto de desobediencia. O también un negocio clandestino. Pero de tener tiempo para un estudio de fondo, no iría a entrevistar al alcalde Felipe Castillo, ni a algún ministro, ni a los propietarios, y menos a la policía que interviene porque estaba patrullando. Nada de eso ni el lado jurídico, no soy abogado. Me ha interesado más bien, la urgencia de fiesta en plena pandemia. Hubo muchas, pero esa salió arroz con mango. Un desorden que no pude descifrar.
Y entonces, llamé a algunos de mis amigos psicoanalistas. Una amiga de toda la vida, me envió este correo: «Dos cosas son infinitas, el cosmos y la estupidez humana». Apabullante, ¿no? Pero insisto, ¿por qué este placer peligroso? No fue un suicidio, sino una juerga. ¿Acaso el narcisismo? No soy psicólogo pero conozco Freud y su obra, y buscando una pista, llamé a Moisés Lemlij. Le dije por teléfono que estaba convencido de la pulsión de vida freudiana, y el rechazo a la muerte en el ser humano. Y me corrige. «-No del todo Hugo, como sabes, Freud considera las pulsiones, pero hay pulsiones de muerte que se acompañan de algo erótico. Es el placer de ‘lo arriesgado’». Y me dice que eso ocurre con la gente que, por ejemplo, practica deportes peligrosos como subir a la cima del Everest. Prosigue:«-¿Te acuerdas Hugo de esos aristócratas rusos en el zarismo? Esos grandes guerreros, que se aburrían cuando no tenían guerras, inventaron la ruleta rusa». La pistola en la sien, el dedo en el gatillo, una sola bala y el clic de lo vacío o la muerte. O sea, la emoción al tope. ¡La adrenalina!
El resto de la semana me vinieron recuerdos y semejanzas. Y me acordé del huaico que sepultó la ciudad de Yungay y 70 mil vecinos, tras el terremoto de 7.8 grados (Richter). Un domingo fatídico, había gente en la iglesia. Mayo de 1970. Yo estaba en el Perú, y estuve entre los que fuimos a Yungay, al terreno mismo. Eran los años de Velasco, y trabajaba en el Estado. No había gran cosa que hacer salvo atender a los que se habían salvado, unas 300 personas. La gente se reunía en lo que había sido la Plaza de Armas, y donde la punta de la torre de la Iglesia apenas aparecía. Y los que se salvaron, calculaban dónde quedaban sus casas, con el huaico, a 20 metros de profundidad. Luego vino una misión médica de Rusia, dada su historia, expertos en catástrofes. Y nos dijeron que la población que no había muerto, dentro de unos meses, buena parte iba a enloquecer, otra se entregaría al alcoholismo y otra, perdiendo todos los valores, estaría dispuesta a todos los excesos. Es decir, orgías. Y así fue. Juerga, cuchipanda, festín, libertinaje, se reunían en cada aniversario. Bebían, danzaban, reían y lloraban. Y según me contaron, copulaban a vista de todo el mundo.
Se me viene a la cabeza cosas similares, de otro tiempo, las bacanales y saturnales de los romanos y los antiguos griegos. Y en esto que me llama Dampier Paredes, que trabajó conmigo en la BNP. Me pregunta si el El Decamerón se parece en algo a lo ocurrido en Los Olivos. Le digo que sí, debido a una peste. Fue en Florencia, en 1348, el impacto de una epidemia. Mientras la ciudad es doblegada por la peste, huyen y organizan diez días en que se cuentan historias y cuentos. Es una juerga literaria, pero juerga. Muchachos y muchachas, no más de 25 años. La escena cómica, patética, grotesca, pero Boccaccio, el autor, no se apoya en la moralidad de la Iglesia, sino en la capacidad de defenderse con la ironía ante las trampas del destino, la peste y la muerte. Pensándolo bien, la juerga de Los Olivos viene a ser un Decamerón, pero chicha y sin literatura. Eso nos pasa por haber abandonado los cursos de historia universal. Por supuesto que El Decamerón fue discutido. No se interesa solo por las almas sino los cuerpos. Era el Renacimiento. El humanismo. No la Teología.
Sigo mi trabajo. Para mis clases reviso cómo la administración colonial consigue hallar un modus vivendi con la masa de indígenas. Eran numerosos, los españoles muy pocos. Y el Virrey, en los siglos XVI y XVII, no tenía ejército. Entonces, varios acuerdos. La importancia del curaca. (Venía del pasado inca y siguieron en el mando local.) Y tropiezo con algo que había olvidado. ¡Jamás se metieron con sus fiestas! Sin dejar de introducir los cultos cristianos —María, Jesús— respetaban sus bailes ligados a fechas precisas, danzas, cantos y a la vez plegarias. El sincretismo, al Dios de los cristianos y el poder mágico de las huacas. Y cuando alguien de los suyos moría, lloraban pero también lo enterraban bailando (tal como en los funerales de estos días a los caídos en Los Olivos).
Ahora bien, ante la sociedad que somos, habitada por varias culturas —la andina y la criolla, y hoy lo achorado—, no puedo decir sino un par de cosas. La primera, es decisivo obedecer. «Quedarse en casa». Cuidarse a sí mismo, que es cuidar al otro. Pero lo segundo, es lo poco que nos conocemos. ¿Sabe el amable lector cuál es el símbolo de la muerte en la cultura andina? En el Occidente cristiano, un arcángel con una guadaña. En la cosmovisión andina, una mujer, a veces abuela, o una joven, y se acercan al agonizante tocando un pequeño tambor. Le toman la mano y se lo llevan dulcemente. Hay ternura en ese símbolo quechua. Y pienso que los símbolos son decisivos. «El hombre es un árbol de símbolos». ¿De quién es esta idea? Es de Cassirer que es uno de los filósofos que más consulto. Los signos o símbolos son las capas primarias del sentido.
Los Olivos. El pasado presente. Las herencias indígenas-españolas. El narcisismo. Nuestro tiempo. ¿Cada individuo tiene sus valores? Eso es Nietzsche. Nos dijo que Dionisios volvería. No encuentro nada en el monoteísmo judeocristiano que lo detenga. Acaso un concepto lejano, el Karoma, la «compasión» en el vocabulario de los budistas. Enfrentar el Apocalipsis peruano, pero esa posibilidad de misticismo se embrolla con la jarana criolla. Y resulta bien cutre. O sea, vulgar, de poca calidad. Se ha pasado del perreo a la chanfaina. A fiestas como esa solo van los caídos del catre.
Publicado en El Montonero., 31 de agosto de 2020
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