«Para que no se abuse del poder, es preciso que un poder detenga al otro poder.» —Montesquieu—
No me ocuparé de la mesa redonda sobre propuestas de adelanto de elecciones. Sin embargo, escuché las opiniones de Vitocho, Juan Sheput, Alejandra Aramayo, Javier Velásquez, Jorge Meléndez. No hubo consenso sino disenso, lo cual es saludable. Pero no para la inmensa tendencia de peruanos que quieren el fin del Congreso. No porque haya dominado el fujimorismo, sino porque no quieren la existencia de un Parlamento, fuera el que fuera. Idea de algunos políticos peruanos el no tener ni diputados ni senadores sino una entidad jurídica que examine los proyectos del Ejecutivo, o sea del Rey, sin chistar. Bueno, eso fue la Francia del siglo XVIII antes de la Revolución, y el Imperio de Carlos V con sus Concejos, entre ellos el de Indias. Y acaso cuando cada Inca consultaba a la parentela que lo apoyaba.
Sobre esos debates sobre elecciones el 2020 o 2021, no pienso intervenir, no soy jurista ni constitucionalista. Por lo demás, veo en esos trámites una selva de escamoteos, trucos y engaños. Uno de los cuales acaba de revelar el diario Expreso (1/8/19, p. 3). Un expresidente del Tribunal Constitucional —nada menos—, Carlos Mesía, advierte que no es necesario remover el artículo 111 que «establece que los presidentes y los vicepresidentes son elegidos con los mismos requisitos y por igual término». Entonces, ¿por qué el gesto de sacrificio del actual Presidente? Todo para que otro referéndum repita «la furibunda campaña del 2018, el del SI-SI-SI-NO». Con lo cual se permitiría al actual mandatario presentarse. ¿Legalidad o prestidigitación?
Si bien es cierto que en la política en general hay reglas, también hay quienes abren zanjas o saltan las vallas. Nada de esto me sorprendería. Pero lo que asombra y preocupa es lo que podemos llamar el clima social y la mentalidad dominante. No las argucias sino el tono. Algo pasa en los niveles más altos de las cúpulas políticas —las actuales y las que vengan— y que contamina a la comunidad, a la sociedad. Y no es solo por el poder mediático de unos cuantos diarios y antenas de televisión. Soy sociólogo. Esta ciencia tuvo éxito cuando sus fundadores se ocuparon sobre el suicidio en Durkheim, con Weber y la ética protestante, y el Antiguo Régimen y la Revolución con Tocqueville. Y nuestro campo ha consistido en estar atento a «los movimientos sociales», a la crítica de la economía o la observación de la pugna por el poder. Pero hoy no es suficiente. La modalidad actual, masivamente, se halla en el campo de la cultura sea cual fuese el actor, dominado o dominador. Es costumbre la renuncia al pensamiento cognitivo y más bien el uso de la mayor intolerancia. Lo que cuenta no es la discusión del otro por sus ideas sino su negación. El otro —aprista, izquierdista, fujimorista, «caviar» o conservador— no debe existir¡! Se ha generado una subcultura política. Ese es nuestro problema mayor.
Desde mi retorno de Europa, hace ya 16 años, pude apreciar lo que se había modificado para bien en el Perú, pero a la vez, aquello en que se había hundido. ¿Fragmentado el Perú? No es ese el daño. Toda sociedad tiene clases, brechas sociales, colectividades políticas religiosas, históricas, ideológicas. Pero nada de eso lleva en otras sociedades a la imposibilidad de tener ciudadanía. En todas partes hay prácticas racistas claras o solapadas, y minorías étnicas y culturales, pero con todo, llegan a tener sociedad moderna con todas sus contradicciones. La nuestra no. Un orden social no se puede fundar en particularidades. Una de las cuales es «solo cuentan nosotros». Vanidades de aldea.
Me hacía estas preguntas mientras investigaba otros aspectos humanos, no siempre me ocupo del Perú. Y de pronto, entiendo que en la historia de los orígenes del cristianismo, hubo una doctrina religiosa llamada maniqueísmo, una secta considerada más tarde como una herejía. La Iglesia, por supuesto, los descalificó. Eso explica que el uso de maniqueo en tiempos actuales, y en ciencias políticas y sociales, el sinónimo viene a ser fanático, obcecado, recalcitrante. El maniqueísmo histórico fue muy distinto. Mani, un arameo nacido en Babilonia (se supone que en 216-274) intentaba una religión universal, que incluía a Zoroastro, Buda y Jesús. Tuvo discípulos y libros. Tenía una ética: su código moral que hasta ahora se estudia, era no violencia, castidad, pobreza. Fue tan fuerte que el propio San Agustín fue un buen rato, maniqueo.
Los antiguos maniqueístas partían del principio del dualismo. Me explico, había una Iglesia y la Santa Iglesia. La religión y una Santa Religión. La idea de dualidad los llevaba a pensar en lo admisible y su contrario. En el diario El Comercio de este domingo, un artículo de Vergara habla de «dualistas». Se refiere a PPK y a Keiko. Es metáfora, lo toma como un duelo. Y en esa misma edición, el editorial recuerda las elecciones del 2016, «cuando la ciudadanía, con su voto, decidió que el Ejecutivo y el Congreso quedaran repartidos entre fuerzas distintas». No señor. Eran muy similares. Digamos las cosas como son, ¡eran dos derechas! ¿Qué les pasó? Entre una serie de causas, intentaron ambos destruir al rival. Pero no son los únicos. El maniqueísmo criollo está por todas partes. Llega a la intimidad, a personas que ya no se frecuentan porque el otro piensa de modo diferente.
Con la peste del maniqueísmo político-cultural ha aparecido otro actor social. Se ha pasado del criollo al achorado. «El que fuerza las situaciones». Lo dice Danilo Martuccelli: «La habilidad del criollo era proverbial y marcada por la prudencia, el achorado es un atropellador imprudente» (Lima y sus arenas, 2015, p. 262) «Verdadera filosofía de vida, cada uno de ellos vive en la oportunidad» (Ibid.) ¡Cómo los de afuera nos entienden mejor que nosotros mismos! El achorado no discute, «aplasta».
Ahora bien, según André Comte Sponville, «política es la gestión no guerrera de los conflictos». ¿Cómo si esa actividad es inseparable de la conflictividad? Gran parte de la sociedad peruana no está preparada no solo para la democracia (sigue descendiendo después de 1995, Latinobarómetro) sino para cualquier tipo de gobierno. Las dictaduras nos duran poco. También las precarias democracias. Hoy, ¿aceptar la pluralidad, el juego entre mayorías y minorías, y una institución que ejecuta y otra que marca los límites? ¿Y una tercera que vigila a las otras dos? Demasiado. En los concilios de Lima en el XVI, los monjes que intentaban cristianizar a la población indígena se encontraban con un límite cognitivo. Se reconvertían aceptando un Padre eterno, al Hijo, pero ¿eso del Espíritu Santo? Era mucho. Y Roma les dijo que dejaran el tema. ¿Eso nos está pasando hoy día?
¿Nuestro futuro es tribal? A este ritmo, celebremos el Bicentenario porque me temo que no haya otro.
Publicado en El Montonero, 5 de agosto de 2019
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