Una tarde, conversando con uno de mis alumnos de un curso de doctorado, le pregunto si ya ha visto Asu Mare. Me dice todavía no, pero que su hijo, sí, y «le ha gustado». El padre le ha preguntado por qué, y ese adolescente de la Lima de hoy, responde «me he sentido identificado». Me intrigó. Decidí ir a verla. Dos millones de espectadores es un fenómeno de sociedad.
El Alcázar como cine me agarra cerca. Así está Lima, tiene uno que medir a lo Einstein, el espacio-tiempo. Y fue mi primera sorpresa. La cola bajaba por las escaleras. La segunda fue la película misma. ¿Qué quieren que les diga que no se haya dicho? La trama es simple, se apoya en el «show» de Alcántara. O sea, del éxito de cabaret al cinematógrafo: el adolescente que quiere triunfar y luego de mil intentos, lo logra. Pese a las trampas de la vida urbana y a las distancias sociales. A la «mujer de su vida», encantadora rubia de clase alta, no se la liga cuando adolescente, porque le falla el inglés. La obra es una tierna parodia. Desde la madre, gruñona, jodida, pero amorosa, y el que encarna Alcántara, o sea él mismo, personaje seguro de sí mismo. Pero la seducción de Asu Mare, me parece, tiene otros motivos.
Arrellanado en mi butaca, a los pocos minutos se me vino encima el mundo limeño de los años setenta. Cuando la televisión en negro y blanco era Augusto Ferrando y Trampolín a la fama, y en la radio la voz de Lucha Reyes y en el México 70, en el mundial, el fútbol peruano era Chumpitaz, Cubillas, y goles que estremecieron el Perú como el terremoto de ese mismo año. Cuatro disjockeys hacían la noche limeña en el Ebony o el Mon Cheri. Apenas en sus 2 millones, la capital no dejaba de ser una villa tranquila, menos autos que hoy, menos restaurantes, menos coca, violencia, delincuencia, asaltos, menos todo. E ir a echar un polvo era un viaje inevitable a las afueras de Lima, al 5 y medio. No había hostales. A estas alturas, me pregunté si ese éxito de taquilla era un asunto de nostalgia. La hay pero no la agota.
Miré, entonces, la sala en penumbra. Como en otras, Asu mare la estaban viendo familias enteras y muchísimos jóvenes. Ese fenómeno de sociedad no era un simple revival. Por lo demás, conozco el cine Alcázar y su público habitual. Y ese era otro. El aumento del nivel de vida está igualando a la gente y no podría decir de donde venían. Algo había en el aire. Y entonces me di cuenta. En la platea y en el filme reaparecía un mundo criollo que no se fue a vivir a Miami. Que se quedó y en su propia cultura urbana. Criollos y andinos, caben en la farándula y en el Perú de múltiples rostros. Pero aquí se acaba un mito: solo se es peruano si se es andino. Hay varias culturas. Alcántara expresa una, Dina Páucar otra, dicho con inmenso respeto para ambos. ¿Un filme simpático lo estaba viendo un público simpático? Me puse de pie para dejar pasar a una señora y dos hijas, cosa que siempre hago ante butacas estrechas, la señora no me dijo nada, pero luego me convidó su popcorn. En el Alcázar nunca me habían convidado nada. El gesto me recordó una Lima amable.
Esa taquilla con multitudes no se explica por el marketing como dice un bárbaro en un diario para empresarios. Tiene un sentido antropológico y social: el país plural. No todos los emprendedores vienen del «cholo capitalismo» (Hernando de Soto). Arrancan otros del capital simbólico de la sonrisa y las buenas maneras. El éxito de Cachín no es mejor ni peor que el de Rey de la papa o el espárrago, es distinto. Supongo que por eso el hijo de mi amigo se identifica. Lo de Asu madre muestra que lo criollo también triunfa, si sabe sacarse el alma en el trabajo. También significa que hay dos identidades culturales en competencia. Enigmático filme.
Publicado en Caretas n° 2283 del 16 de mayo de 2013