Escribir es también leer. Y en particular al vecino de página. Por eso me voy a referir en el curso de esta nota a coincidencias encontradas en «Reflexiones informales » de Victor Andrés Ponce y con Jorge Nieto, en «La otra Transición». Ellas son casuales, no somos sino un puñado de voces sin otro propósito que la libertad de pensar. El punto de encuentro es una duda acerca de «la normalidad casi irreversible del negocio político» (Nieto). Mi ángulo es, pues, el aborrecido tema (pero necesario) de los partidos políticos. No es que no los haya, ¿qué son?
La cuestión fue planteada por Weber. ¿Qué tipo de acción social propone un partido? Weber se concentra en la subjetividad de los individuos. O militantes o de simple apoyo. Como las acciones no son las mismas, surgen varias posibilidades. «Partidos de clases que reclutan adeptos sobre el principio de intereses de clase. Partidos que llama de «patronazgo», donde el llamado a los seguidores se realiza sobre las bases de promesas de poder a posibles cargos. Y partidos que responden a una Weltanschauung, o concepción del mundo» (Almond, 1998). En Weber, el criterio de clasificación combina afectuosidad e instrumentalidad. Es el más completo pero también el más complejo. Como se verá.
En Perú, ha habido partidos de clases desde 1931. Apristas, socialistas, sanchezcerristas. Pero en aquel país rural, los partidos clasistas nacían como minorías activas y desde una base popular incomparablemente menor que los movimientos actuales. Los años 30 generan, como en el resto del mundo, partidos salvacionistas. Partidos con una Weltanschauung. Los apristas levantaban el brazo izquierdo y el derecho la «Unión Revolucionaria» de Sánchez Cerro. Con gente dispuesta a una entrega total. ¿Cuándo comienza a mermar este tipo de partidos? Desde los 80 y 90.
Un modelo de estilo «como todo el mundo», de democracia liberal, llega con el Fredemo de Vargas Llosa, con 32% en la primera vuelta. Es el mismo año en que Henri Pease obtiene 8,2%. Y Barrantes, el gran federador de díscolas izquierdas en los 80, apenas un 4,7%. Quien enfrió el entusiasmo por partidos revolucionarios es el propio Sendero. Mucho antes que gobernara Fujimori, el caudal clasista y de concepción utópica del mundo había mermado enormemente. En los 90, el voto por «el chinito» marca la aparición de un país pragmático y una demanda popular de estabilidad. El Mercado cambió las mentalidades. Pero no del todo. Patria Roja, el Sutep, Movadef no se miden por datos empíricos. Son dogmatismos inalterables. No menos que la señora Villarán de la Puente (¡y Lavalle !).
Al clasismo lo reemplaza un voto de protesta, reflejo de desigualdades y exclusión (Mathieu Durand, IFEA). Ese es el voto de Ollanta en el 2006. ¿Por qué vence en el 2011? En este país ya de grandes ciudades, cabe observar sus numerosos afiches de propaganda. Uno de ellos dice «imparable», y luego: decencia, confianza, compromiso. Son valores que igual pueden corresponder a todo tipo de candidato. Son signo de nada, de ganas de eludir. ¿Y por qué?
Aquí se inscribe mi coincidencia con Ponce. Le inquieta, y con razón, la inmensa informalidad. Y con la idea de Nieto de una sociedad en transición. ¿Pero hacia dónde? ¿En un extraño país de no pobres despartidizados? Con maquinarias electorales habitadas por todos los estilos de hacer política weberianos —voto de protesta y movimientismo, promesa de distribución de poder y siempre oculta alguna intolerante Weltanschauung—, entonces, ¿la ambigüedad del votante produce líderes ambiguos? ¿Todo conduce en el 2016 a un cuartelazo que será un urnazo? Al Perú de siempre, de amables y sonrientes tiranos.
Publicado en El Montonero., 14 de julio de 2014