Hace unos años, en un artículo que escribí para El Comercio (“América, la nuestra”) del 27 de febrero de 2019, recordaba al amable lector que no tenemos que imitar a nadie, nuestro destino somos nosotros mismos. Le invitaba a conocer lo nuestro y para ello, leer a Paz, Borges y Arciniegas (1900-1999). (https://elcomercio.pe/opinion/columnistas/america-nuestra-hugo-neira-noticia-611686-noticia/) Germán Arciniegas era un historiador colombiano y gran ensayista. Y un liberal. Escribió una historia de la cultura en América, El continente de siete colores. Un libro formidable (entre otros), panorámico, que salió en 1965, sobre una América Latina que sufre de una “falta de seguridad en su capacidad de pensar y decidir”. He aquí un fragmento de dicha obra sobre la crisis del Estado. Que yo sepa no ha vuelto a ser editado pero numerosas viejas ediciones están en venta en internet, siendo la que tengo de 1990 y de la editorial Aguilar.
Escribo esas líneas mientras me llega la lamentable noticia del fallecimiento de Jorge Morelli, colaborador de este portal desde el primer día, gran periodista y lector. El Perú lo echará de menos, sabía discrepar y debatir.
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“La crisis del Estado (Germán Arciniegas)
Si los escritores han creado su propia manera de expresión americana, logrando así su independencia, y la novela latinoamericana surge como creación original, auténtica, los políticos no han llegado a la misma madurez por falta de imaginación creadora. Los viejos partidos no logran modificar sus estructuras y cargan con el lastre de los oportunistas, acostumbrados a usufructuar posiciones y ventajas a la sombra del poder abusivo. Los partidos nuevos no presentan soluciones tan originales que alcancen a despertar una nueva mística como la que permitió a comienzos del XIX cumplir la única gran empresa política de todo el continente: la independencia de España. Este quedarse cortos de unos y otros ha favorecido el retorno de los brujos, es decir: de caudillos sin escrúpulos, algunos de ellos francamente ladrones, de oratoria demagógica desvergonzada, que cautivan a una vasta masa de ingenuos, prontos a marchar en pos de una ilusión. Los golpes militares parten de la insuficiencia de los partidos civiles. Así, los mapas de la América Latina, llevados a un atlas político, no ofrecerían imágenes tan claras como los mapas literarios. Lo que salta a la vista en este momento del caos es una gran mancha negra de los gobiernos impuestos por golpes —constantemente se reproduce esa imagen en periódicos y revistas de Estados Unidos y Europa—, a manera de denuncia gráfica sobre la insuficiencia de los movimientos civiles para resolver el problema de una nueva sociedad en donde el ansia de mejoramiento camina más veloz que el progreso urbano o la industrialización en que se cifra la nueva riqueza nacional.
Hasta 1900 la imagen de las repúblicas latinoamericanas fue rural. Argentina era como la pintó Sarmiento en las páginas de Facundo. Hoy, unas veinte ciudades que pasan del millón de habitantes y llegan hasta los siete, da una idea del espectacular y repentino desarrollo ciudadano. De otra parte, el progreso industrial engendra el desempleo. Las máquinas —desde los remotos días en que se introdujeron los telares en Inglaterra— no han hecho otra cosa que deshumanizar la industria. Con la automatización extrema de las fábricas, se puede hoy producir cada vez más con menos gente. Se pueden ofrecer las cosas baratas que todo el mundo quiere tener. Lo primero que produce este nuevo sistema de enriquecimiento es el desempleo. No puede retenerse ocioso a un pueblo que quiere participar en el goce de la prosperidad, y queda al margen de una industrialización que hace cada vez más fuertes y ricos a los grandes. Se requiere un impulso nuevo, por caminos paralelos, de otro tipo de empresas que den ocupación al campesino echado de la tierra donde la agricultura se trabaja industrialmente o al obrero desalojado de los talleres cuando los reemplazan las fábricas. Tendrían que desenvolverse a gran rapidez oportunidades y ocupaciones como las que ofrecen un comercio muy desarrollado, la industria de la construcción, las obras públicas o el artesanado, y sobre todo el turismo, para ir llenando los vacíos que en el campo del trabajo impone el progreso industrial. Mientras esto no se logre, quedará flotando, con inconformes y necesitados, una masa puesta a la orden de los agitadores.
El agitador ha pasado a formar una nueva clase de formidable prestigio en las masas. Es ahí en donde la América Latina forma tipos representativos de gran figuración universal. Pero el agitador —hasta el momento en que comienza el tercer acto del siglo XX— carece de capacidad imaginativa suficiente para independizarse de los modelos europeos o asiáticos. El simple hecho de que los hombres de soluciones extremas estén divididos entre seguidores de la línea Moscú y seguidores de la línea Pekín, indica la ausencia de fórmulas originales, únicas que podrían definir una cultura política latinoamericana de relativa madurez.
Lo que da su valor explosivo a los nuevos marginados son las oportunidades para la protesta que antes no existieron, y la información, al alcance de todos, de cuanto sucede en el mundo. La pobreza fue en otro tiempo universal y sumisa, calurosa y desprevenidamente compartida. Los hacendados mantenían a los peones —muchas veces hijos suyos— en un plan de familia medieval. Convivían bajo el mismo techo. Las diferencias de clase no eran extremas, y la riqueza no rodeaba al rico de lujos que hoy hacen cada vez más distantes los niveles sociales. Nadie disponía de las pantallas en que se ven imágenes de cómo van ascendiendo en otras comarcas —y sobre todo en los cinematográficos Estados Unidos— comodidades que dan al obrero un aspecto de burgués en miniatura. Así, la ambición de mejorar tiene estímulos que no se conocieron antes. Hasta ayer el hábito más difundido era el silencio. Hoy los inconformes se expresan incendiando automóviles, rompiendo las vitrinas, incorporándose a las guerrillas, mostrando más la desesperación que la posibilidad del cambio.
Mientras no se allane el camino para una transformación profunda y se llegue a la fórmula de la democratización en el goce del progreso, mediante sistemas originales, adecuados a las circunstancias latinoamericanas, el caos político seguirá siendo rutina constante. Lo agudo de semejante situación quizás determine pronto una respuesta satisfactoria, que será el triunfo de los políticos en el último tercio del XX.”
Publicado en El Montonero., 27 de febrero de 2023
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