Escribo desde un lugar lejano de América Latina, un lugar de Europa a finales del siglo XXI.
A este lugar llegué porque me invitaron a un coloquio sobre los grandes pensadores del siglo XX. Yo elegí hablar del filósofo español Ortega & Gasset y la idea de nación de la que me había ocupado en un libro publicado en el 2013, ¿Qué es Nación? Cómo se había forjado en países muy distintos no solo por su tamaño sino por su cultura. Mientras transcurre el evento, en el hotel donde estoy alojado, se lava mi escasa ropa de fibra textil, se preparan comidas y bufetes de una gran variedad de productos frescos y sanos traídos de zonas lejanas en un tiempo récord gracias a los avances de la tecnología y biotecnología, algo que era imposible hacer decenios atrás.
La velocidad de la comunicación es el punto central de mi argumento. Yo prefiero pensar y tomarme el tiempo que esto necesita en vez de comunicar instantáneamente, cosa que la tecnología permite hacer, y no solo por vía oral como antes el teléfono fijo sino con imágenes y por escrito. A escribir como si se conversara nos han acostumbrado el chat y las aplicaciones. Así se puede atender cada vez mejor y dónde sea al ser humano en dificultad, pero cuando se trata de problemas de la sociedad humana, de su organización, preferiría que nos tomáramos un tiempo para pensar antes de opinar. La tentación del pensamiento hecho a la carrera es muy grande y cada vez más traba la búsqueda de salidas viables. Vimos lo que pasó en los últimos decenios de este siglo.
Cuando apareció el libro en el mundo, los textos llamaban a la reflexión, a la meditación. Permitieron construir el conocimiento y su difusión, fijar la memoria colectiva, estimular la imaginación. Un libro es para consultar o leer una y otra vez, es formativo. La imagen los volvió más atractivos y convincentes aún. Pero hoy la imagen, como decía Sartori, ha invadido nuestras vidas y devorado el pensamiento humano. Y me pregunto qué pasaría mañana si dejáramos los libros, las tesis y el pensamiento racional, los epistemes, que son la marca de las grandes civilizaciones, lo que nos permite llegar a la verdad, y tomaran su sitio las opiniones, o sea la doxa. Solo un viajero en el tiempo, en este caso venido del futuro, podría darse cuenta de que cuando se hacen las cosas con excesiva velocidad, los seres humanos caen en un error permanente. Así se perdió la sabiduría de los libros sagrados, el pensamiento científico y la filosofía y sufrimos tantas desgracias y tiranías. Porque el libro perdió su poder.
Claro que el arte y su poder de expresión —que sea la pintura, la música o el cine— es respetable, pero imaginemos un mundo solo de música y de prédica, por ejemplo, lo que se hace en los mítines en torno a una ideología. El llamado es a la emoción, al sentimiento, y es poderoso. Ante seres humanos desprovistas de una formación racional suficiente, el llamado a las emociones puede perder una sociedad. Pero tenemos también el caso paradójico de Alemania en los años treinta. Una nación racional, científica, de las más civilizadas de su tiempo, que se dejó vencer por el poder de las emociones que Hitler supo manejar con maestría. No podemos dejar la racionalidad que nos obliga a pensar por cuenta propia y preferirle seguir una corriente. Si todo es emoción y fe, la humanidad está perdida.
La política, la libertad y la democracia vienen de la Vieja Europa, de la Grecia antigua, no del mundo de las emociones de Hitler. El logos de los griegos, la razón. En Atenas, el guerrero, el hoplita, sabía manejar las armas tanto como sabía pensar. Y construyeron un mundo por encima de las emociones y los sentimientos en el que importaba la razón. No debemos olvidar nunca la importancia de la razón. La verdadera identidad del ser humano es razón más emoción, no un abandono a los bajos instintos. Sin razón, sin cultura, el ser humano es incompleto.
El primer viajero que llegó a nuestro continente y regresó fue Colón. Luego llegaron muchos más, los llamaron emigrantes. La mayoría de los conocimientos que manejamos aparecieron en la Vieja Europa que siempre ha parecido más joven que el Nuevo Mundo. Las ideas, sin embargo, dieron la vuelta al mundo por completo. En los Estados Unidos y en la Vieja Europa fue donde se produjeron las más grandes sorpresas en materia de conocimientos. Los países que se emanciparon de los imperios perdieron el tiempo buscando vivir y trabajar de una manera distinta al viejo mundo industrializado. No lo emularon. No es lo mismo tener aviones, barcos, o teléfonos celulares importados que fabricarlos. Sucedió lo mismo en materia de salud humana. Los países periféricos vueltos independientes no se esforzaron en desarrollar servicios que alcancen a todos.
Los sudamericanos no fuimos capaces de ser un Asia latinoamericana, ni pudimos unirnos para hacernos escuchar y pesar en la economía-mundo. Así, si a América Latina se puede entrar, no se puede salir, todas las salidas son terribles. No solo nos falta la cultura industrial sino la filosofía, las modalidades políticas. No tuvimos monarquías, pero sí caudillos y repúblicas a medias. Nos faltó el amor a la ley que siempre existió en las repúblicas del Viejo Mundo y la de Estados Unidos. Al no tener una masificación de ciudadanos y basamentos sociales, se llega al poder a través de la violencia. Y no salimos de las democracias «procedimentales», y de la «finta» de la democracia.
PD: El autor es sociólogo por La Sorbona (EHESS) y ha sido docente universitario, por concurso público, en Francia. La Educación Nacional de este país lo nombró en la Polinesia Francesa. Es autor de más de 30 libros y escribe sus artículos desde la sociología, no es político.
Publicado en El Montonero., 29 de mayo de 2023