Los años 60, en Perú pasaban cosas. En 1963, la muerte de Javier Heraud. En 1965, la de Luis de la Puente Uceda en Mesa Pelada. Las utopías sociales comenzaban a contar sus muertos. El Leviatán de la Iglesia se desperezaba y 1962 es el año de Vaticano II y de Juan XXIII. El cine era Fellini, Godard, y Jules et Jim es de 1962. El fútbol era Cubillas y Chumpitaz. En la pantalla grande, con el rostro de Sean Connery todavía joven, 007 era James Bond. Se muere o la matan a Marilyn Monroe. Y en eso aterriza en Lima el general De Gaulle. En los 60, el mundo era terriblemente joven.
Esos años eran un muchacho con los cabellos largos que escuchaba rock, o un posible guerrillero, o una muchacha vestida de gitana con vivos colores, todos los caminos conducían a Katmandú o, como quedaba lejos, al menos al Cuzco, entonces lleno de hippies. El siglo venía con marihuana y muchas ilusiones, mucho nos interesaba la estrella ascendiente de una revolución en Cuba con jóvenes barbados como griegos antiguos, Fidel Castro y Guevara. De seguro iban a hacer un socialismo distinto del soviético, eso creíamos. Cuando en eso aterriza en Lima el general De Gaulle.
Los 60 era la minifalda y la píldora anticonceptiva, y en el mundo no había sida, ni paro ni recesión. Había Guerra Fría, y a la vez el comunismo estaba cambiando. Kruschev revela los crímenes de Stalin. Y América era John Kennedy, un raro presidente, al interior de los Estados Unidos un renovador y también el fracaso de Bahía de Cochinos. Todavía discutimos quiénes lo matan en noviembre de 1963, y a Martin Luther King. La revolución cultural barre China en 1966. La muerte del Che es 1967. Yo ya no estaba en Lima, ni en el diario Expreso. Pero había contado cómo los campesinos cusqueños cambiaron el curso de la historia al tomar las inmensas haciendas sureñas —«recuperando tierras» decían— sin matar a un solo hacendado. Por esos años aterriza en Lima el general De Gaulle.
En el Perú mismo pasaban cosas. El crecimiento económico continuaba, crecía Lima con barriadas, crecía nuestra esperanza, por encima de la cabeza de todos volaba el ruso Yuri Gagarin, desafiando a los americanos en la carrera del espacio. Los 60 eran años frescos, ilusionados. En Expreso escribía Lucho Loayza, Raúl Vargas, nuestro corresponsal era Mario Vargas Llosa. Mi generación soñaba de pie, César Calvo, Arturo Corcuera, Max Hernández, Matilde Ureta, y Ricardo Letts en Cooperación Popular de Belaunde yendo a pueblitos andinos. El tema no era si el ‘mercado’ o el ‘Estado’ sino que íbamos a hacer una revolución, acaso pacífica, acaso violenta. Y en eso aterriza en Lima el General De Gaulle.
Para mi generación Francia era Camus, Sartre, pero también la guerra colonial en Argelia contra la cual hacíamos mítines, y de vez en cuando unas cuantas piedras en embajadas. Cuando llega De Gaulle, sabíamos su papel en la historia de Francia, su Resistencia a la Alemania nazi, pero se nos escapaba las razones de su rechazo de la débil IV República, la invención de la V República, un Estado fuerte. No vi ni vimos eso. Sino una Europa liberada de hegemonías. De la americana y de la soviética. Un viaje de tres semanas, 32 mil kilómetros por la América Latina. Nos quedó una frase, dicha en castellano, «la mano en la mano».
De Gaulle no critica directamente en su viaje a las otras potencias. Pero, gran orador, se las arregla para que lo entiendan. En el balcón de Palacio dirá, con un arte de la síntesis heredada de la cultura francesa: «Francia es un país grande que ama a los países medianos y pequeños. Hay países grandes que no los aman». La gente escucha en la Plaza de Armas y rompe a aplaudir. El pequeño era el Perú. El grande USA. No nos quería. Francia sí. Todos entendimos. Eso fue todo. Éramos unas 50 mil personas en las calles, de Miraflores al Centro. Mucho para la Lima de entonces. Lo mismo pasaba en Caracas, Río, La Paz, Quito, Buenos Aires, México. Y nunca más hubo un jefe de Estado europeo tan aplaudido.
Publicado en Caretas, n°2355 del 09 de octubre de 2014, p. 64-65