Observemos el paisaje intelectual y científico del fin de siglo. Nuestro tiempo sabe enviar sondas a los extremos del sistema solar, observar las más alejadas estrellas en el confín del universo, pero la física cuántica no ha avanzado desde el indeterminismo de Planck, como si el auge de sus aplicaciones fuera simultáneo a la crisis de los fundamentos del conocimiento científico. Conocemos la naturaleza de Júpiter, su mancha roja, pero la misma ciencia está en la incapacidad de explicar los comportamientos aleatorios de la micromateria. Es la “inseguridad radical de lo real” (Prigogine). Se fabrican y guardan armas atómicas, pero el conocimiento teórico no ha sobrepasado el desafío del teorema matemático de la incompletitud de Gödel, de 1930, la paradoja de que la razón racional y deductiva prueba sus propios límites axiomáticos. Más claramente, no podemos afirmar nada enteramente.
Las democracias occidentales han triunfado dos veces sobre los imperios del mal (de Hitler, y de los sucesores de Lenin) pero los derechos humanos, del individuo y la autonomía de grupos étnicos, son la frágil conquista de unas cuantas naciones, desconocidos por franjas enormes de la humanidad, y la lista anual de atentados a la libertad ciudadana de Amnesty International no olvida a ningún Estado. Es cierto que hemos visto extinguirse las feroces ideologías del XIX al XX, incluyendo las variantes reformistas, como el austro marxismo, todo aquello que prometía la salvación social, pero el fin del marxismo no ha dado lugar al auge de las ideas de libertad y de fraternidad sino al retorno de las intolerancias étnico-religiosas, y en filosofía, al nihilismo, a la pérdida de absoluto, no solo al desencanto, sino al vacío del narcisismo, al agotamiento de los sentidos. ¿Por qué habríamos de suponer que la crisis de los paradigmas filosóficos y científicos, debe conducir al encuentro de formas superiores, probablemente más complejas de pensar (E. Morin)? Puede ser, sería deseable. Castoriadis, sin embargo, antes de dejarnos, puso en guardia ante la ilusión racionalista. Como afirmara Aristóteles, ¿el hombre está sediento de conocimiento? Falso, sostuvo Castoriadis, los hombres lo que reclaman son creencias. El vacío de sentido abre las puertas a los nostálgicos de absoluto. Ya acampan, nueva barbarie —integristas, skin head— al borde de la Babilonia moderna.
Si el futuro es el lugar de lo indeterminado, ¿nos esperan sociedades más humanas, más lúcidas? ¿El mal, la muerte, la irracionalidad, lo demoníaco, no son el fardo de cada tiempo, de cada civilización, de toda existencia? ¿Serán aquellas el lugar de la verdad? Pero en la versión de Nietzsche, como algo que podamos crear, no recibir como revelación o trascendencia. La nueva versión de las cosas, ¿podrá darle un nuevo papel a la razón, al lado de lo oscuro, lo subjetivo, lo misterioso y adivinatorio que con nosotros llevamos? ¿Una razón más prudente de sus propios excesos (R. Thom)? ¿Recobrarán su sentido las ciencias humanas? ¿Crecerá el gusto por la asociación, por el afecto, la red de amigos, el compartido gozo? ¿Asistiremos al crecimiento de la subjetividad, de la fiesta colectiva, salutífera, o se acrecentará la multitud solitaria? ¿Cambiaremos de interpretación o de cosmovisión? La aparición de fenómenos femeninos arquetípicos señalados por psiquiatras —en los sueños de hombres y mujeres de este fin de siglo— deja preverlo. La hipótesis de Tarnas, el pensamiento occidental, de Platón a Freud, como un hecho abrumadoramente masculino, me parece una pista digna de exploración. Y las ideas que se deducen: la crisis del hombre moderno esencialmente como crisis masculina, “su resolución ya empieza a advertirse con el tremendo surgimiento de lo femenino en nuestra cultura”. No se trata, por cierto, de proponer un mundo de andróginos, sino el reconocimiento de que la cultura masculina ha marcado con desprecio, al decir de Tarnas, “…la necesidad de asociación, de pluralismo y de juego recíproco”, al preferir el enfrentamiento. Es probable que el reequilibrio masculino/femenino ocupe un lugar decisivo en la civilización del siglo XXI.
¿Liberar al pasado del futuro? La colonización del futuro nos ha llevado a su mitología. El futuro nos aplasta, al punto que tengamos que liberarnos del mismo. La obligación de ser moderno, o ser futurista, es absurda. Pero faltos de utopía, de sueño, de proyecto, lo hemos sustituido por uno, el porvenir. ¿Por qué ha de ser mejor? Ciudades más altas, hombres más longevos, puede que con guerras más terribles. Liberar el pasado (ese pretérito del futuro que es nuestro tiempo) es reconocerlo como tal, en su lógica, en su valor específico. Es también no pretender falsos modernismos ni atarnos a un fantasma todavía inexistente. ¿Nuestras Atlántidas están en el futuro? El tiempo presente vive esa angustia, al punto de olvidar sus propias tareas: el hambre, la contaminación, los derechos humanos, la equidad.
Es legítimo, claro está, preguntarse por el futuro y su lectura del pasado inmediato o lejano. En la medida en que eso no incluya el atajo adivinatorio. Pero podemos vivir reconciliados con nuestras propias posibilidades presentes, con nuestro tiempo. Sin la angustia de un juicio final de la historia o de los hombres que vendrán. La historia es también sorpresa, cambio, imprevisibilidad. Los hombres del futuro enfrentarán nuevas posibilidades y nuevas amenazas. Nuevas técnicas en la salud humana, en la energía, también nuevos problemas, enfermedades y derivas totalitarias, y todo, a escala planetaria. Acaso podamos ensayar un cambio radical de inquietudes, de cara no a un fin de los tiempos sino a un fin del tiempo. La asunción del tiempo presente es proponer una moral de la responsabilidad inmediata, nadie vendrá a resolver nuestros problemas sino nosotros mismos. Por lo demás, la postindustrialización no hace sino comenzar. Sus imbricaciones e interacciones vuelven imposible todo pronóstico. El futuro es opaco, indiscernible. Interrogarlo solo nos devuelve el eco de nuestros temores y esperanzas. Vana sombra de sombra en la caverna del fluir del tiempo. Vivamos, que los muertos entierren a sus muertos.
Extraído de: Neira, H, Teoría y práctica del ensayo. “Tiempo y destiempo”, Editorial Siklos, Lima, 2008, pp. 153-157. Fragmento del texto escrito en 1999 para el Concurso internacional de ensayo Año 2000 convocado por la ciudad de Weimar y Lettre International, quedando entre los 43 finalistas de un total de 2481 trabajos.
Publicado en El Montonero., 11 de noviembre de 2024
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