Viaje en torno a Felipe Cossío del Pomar * (1/2)

Escrito Por: Hugo Neira 192 veces - Jun• 19•23

La estancia en Gandía

Felipe Cossío del Pomar vivió muchos años en Gandía, Valencia. Esta nota trata de esta estancia, y de nuestro encuentro fortuito, obra del azar y de amigos comunes. En realidad, don Felipe vivió mucho, en extensión, en intensidad, como se apreciará. Por la obra de don Felipe comienza a haber un culto en el Perú y es bueno que sea así, pero acaso no se conoce por entero sus andanzas y la nota presente, con ocasión de la publicación de la correspondencia del pintor y escritor Cossío del Pomar con Víctor Raúl Haya de la Torre, no tiene otra aspiración que completar la información sobre sus pasos y su vida. No trataré ni de sus libros ni de sus cuadros, ganas no me faltan. Mi contribución es más bien testimonial. Me ocuparé del Cossío del Pomar que conocí.

Don Felipe era lo que mis abuelas cusqueñas hubieran llamado un andariego. Es de todos conocido el episodio de su estancia de San Miguel de Allende, en México, donde fundó una escuela de Bellas Artes en un local que había sido convento y cuartel. Pues bien, algo por el estilo montó don Felipe en Gandía, España, ya no sobre los auspicios de un gobierno revolucionario como el mexicano de los años 20 sino el de la reaparición de la demanda cultural entre los españoles del milagro de la prosperidad post Franco. Y ahí, en ese punto de la geografía mediterránea, tuvo albergue, taller, trabajo, encargos, y alumnos y amigos hasta ahora lo recuerdan y lo aprecian. Hay galería de arte que lleva su nombre. Del peruano amable y sabio, ya de años, que fue a explicar qué era el arte del Perú antiguo, al tiempo que pintaba, cada mañana de su vida, unos lienzos donde la herencia de Paul Gauguin era visible. Esos verdes terribles y misteriosos. Y los ácidos azules.

Gandía, a poca distancia de la capital valenciana tiene playa muy concurrida, y grao, o sea puerto o ensenada en valenciano, y tiene ciudad, casco urbano, viejas iglesias, plaza y tiene solera. No es muy grande ni poblada, unos 85 mil habitantes —hablo de cuando iba con frecuencia—, ahora debe andar por los cien mil. No le falta nada y le sobra el exceso de las grandes urbes. A don Felipe siempre le atrajo esas villas intermedias, propicias al encuentro y a la vez al trabajo, sobre todo el suyo, artesanal, personal, recoleto. Un poco como Morropón donde nació, ciudades pequeñas y medio replegadas, pero cercanas al mar. Y vaya mar, el Mediterráneo. De eso hablamos mucho, acaso porque en sus días sonaba en todos los aires la canción de moda de Joan Manuel Serrat. «A tus atardeceres rojos / se acostumbraron mis ojos / como el recodo al camino.» No, no habíamos nacido en el Mediterráneo, como dice la tonada, pero en cambio, cuánto lo amamos.

¿Cómo fue a dar a Gandía don Felipe, y cómo es que lo llegué a conocer? De saber quién era lo sabía. El aprismo nunca dejó de interesarme, ora en épocas, de distanciamiento, que las hubo, ora de proximidad. No ignoraba que Felipe Cossío del Pomar era de los grandes biógrafos de Haya y amigo dilecto. Cuando conversamos, mejor dicho, cuando llegué a ser suficientemente amigo suyo como para atreverme a hacerle una pregunta más que espinosa, se la hice. ¿Por qué había dejado San Miguel de Allende y todo lo que allí levantó y logró? Me respondió entonces, sin una sombra de reproche, pero sincero como un filósofo antiguo, «por las envidias». Cossío fue acogido por el México revolucionario de los años 20 al 40, pero cuando surgieron instituciones y cúpulas, tan singular institución —entre abadía artística y cartuja laica donde había locutorio y parlatorio, porque don Felipe daba lecciones de pintura y conversaba—, no fue entendida debidamente. México se aburguesaba. Y la quitaron la licencia.  Duró dos años lo de San Miguel. Todavía lo recuerdan.

El experimento mexicano de Cossío, a mí personalmente siempre me fascinó. Me hizo pensar en la Escuela de Palo Alto, cuyo origen en una pequeña ciudad al sur de San Francisco se debe a un psiquiatra, D. Jackson, quien funda un instituto para estudiar la mente humana, al que luego se sumaron una serie de sabios: Paul Watzlawick en 1962, y por los 70, Bateson, Erving Goffman. Claro, fue en Norteamérica. Pero siempre me intrigará por qué los anglosajones tienen tolerancia para las iniciativas en materia de invención de instituciones (Silicon Valley) y los hispanos no tanto. En Palo Alto no se discutía solamente la interacción, sino que se la vivía. Cossío monta unos talleres que solamente se entenderán al correr de este siglo XXI. Es el precio por la anticipación.

Esta nota no es pues una semblanza de Cossío del Pomar sino de un episodio, sin duda significativo, de sus años de pintor y escritor en Gandía. A estas alturas, debo decir cómo llegué a conocerlo, y pido disculpas de antemano si para ello no pueda evitar referencias a mi propio itinerario. El encuentro con don Felipe, en efecto, está ligado a un fragmento de mi vida que no tengo más remedio que evocar. He tenido por dos veces episodios españoles, el primero cuando era miembro de la Casa Velázquez de Madrid, residencia de investigadores y artistas becados por Francia en España. Pero me tentó de nuevo el periodismo político y formé entonces parte de un diario de oposición a Franco, en vida del caudillo, llamado el Madrid. Eso duró dos años con sus riesgos y vaivenes hasta que en 1969 vuelvo al Perú. El episodio me dejó amigos españoles, una camaradería del combate de enfrentar, con la palabra, una dictadura de ese calibre, y claro, todo eso de alguna manera me permitió, siete años después, volver a España, cuando arrancaba el proceso conocido como la Transición. Así a fines de los años 70, vivía en Madrid, trabajaba en una importante revista, y como todo el mundo, a la hora de veranear, cuando llegaban los grandes calores, había optado por un lugar de preferencia, y ese era el Mediterráneo, y en sus costas, no la extravertida Cataluña sino las calas hermosas y provincianas de Valencia. Precisamente, un amigo valenciano, Alberto Moncada, que conocía muy bien el Perú, con casa y propiedades en Gandía, me pregunta un día si conocía a Cossío y si quería personalmente verlo. Como le dije claro está, que sí, hizo desde la playa la consulta del caso y de este modo, en un día de verano, en la casa de los Moncada, se reunió un grupo de personas, y Cossío y yo nos dimos la mano.

Nuestros anfitriones esperaban una disputa entre el velasquista de nuevo en el exilio y el exiliado de toda una vida, don Felipe. No hubo nada de eso. Intercambiamos amabilidades. Hartos de nuestra esquividad, los españoles más dados a la dura franqueza se fueron a tomar el aire en la terraza, no sin regañarnos, «estos peruanos, cazurros, no se pelean en público». Cuando todos se habían ido, don Felipe jala una silla, se sienta más cerca, y me suelta la siguiente pregunta: –¿Y qué pasó? O sea ¿por qué la revolución de Velasco, o ese gobierno militar, en fin, se había acabado? Me estremecí, era lo mismo que me había preguntado antes de dejar Lima otro gran hombre del Perú, en la puerta de su casa en la avenida Orrantia, don Jorge Basadre. Y casi con las mismas palabras, «yo no le tuve simpatía a ese régimen, pero esperaba al menos que su autoritarismo cambiara a fondo el país«. Lo que dije a uno y otro no es cosa de esta crónica. A lo que voy, así fue cómo conocí personalmente a Felipe Cossío del Pomar. Esa misma tarde, al borde del Mediterráneo, comenzó una larga, muy larga conversación. Volví muchas veces a Gandía. Y a casa ora de Alberto, ora de Cossío. A veces solo, a veces acompañado. Corrían ya vientos libertarios en las formas de vida española y yo me encontraba en lo que llaman los franceses, la force de l’âge. Por lo demás, don Felipe me daba más que trato de amigo, había mucho de paternal, y por mi parte le acompañaba mientras trabajaba en su taller de pintura. – «No me molesta conversar mientras pinto«. Miraba cómo mezclaba sus materias, los diversos y meticulosos pasos de su arte, el cambio de pinceles o de espátula. Era realmente fascinante. La fragua de Vulcano. (Sigue la parte final la semana próxima)

* Prólogo mío, entre otros, al libro «El aprismo es un acierto y una profecía». Cartas de VR Haya de la Torre a Felipe Cossío del Pomar (1948-1975), editado por del Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2009

Publicado en El Montonero., 19 de junio de 2023

https://elmontonero.pe/columnas/viaje-en-torno-a-felipe-cossio-del-pomar-12

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