El título lo inspira una obra de esos escritores de periódicos en España, Javier Marías. Alguien que nada a contracorriente. Y por eso lo habita la soledad. Es un riesgo, y hace rato que he ido contra esa corriente de opinión de mis paisanos, ese optimismo, que nunca ven hasta que el toro de la desgracia los atropella.
Lo que ocurre, no me sorprende. Lo vi venir y de eso son testigos mis artículos. No se trata de magia o predicciones, sino de sentido común. En marzo del 2018, en televisión, en ATV, con Beto Ortiz: «si lo vacan (a PPK) pues para eso están los vicepresidentes». Y sobre Vizcarra, «es provinciano y no tiene empresas» (19.03.2018, EM). Pero como continuaba lo que llamé la «guerra civil sin balas», dije entonces, «se está fabricando un magnopresidencialismo». Y «la ausencia de reflexión marca este tramo oscuro de la patria» (19.11.2018, EM).
Para esta crónica, leo y releo a algunos. Por ejemplo a Fernando Vivas que hace la crónica minuciosa donde se juntaron lo fáctico, lo emotivo, lo jurídico, y cuando una fuente palaciega le dice aue el decreto de disolución ya estaba hecho, y «las crisis nos enseñan que los actores tienen planes y metas que han calculado y barajado los escenarios». Siempre lo hacen, Fernando, desde Roma, «si era o no legal que César hubiese pasado el Rubicón».
Podemos leer a Jaime de Althaus: «Es asombroso constatar cómo las convicciones democráticas y constitucionales se adecúan a las conveniencias políticas del momento. Políticos, periodistas y hasta constitucionalistas que creíamos firmes defensores del orden constitucional, de pronto encuentran toda clase de razones para justificar o constitucionalizar una medida dictatorial, cuando ella favorece a sus posiciones, intereses o en algunos casos, fobias políticas». Y menciona a Eduardo Dargent por su concepto de «demócratas precarios». (El Comercio, 4.10.2019)
En fin, Martín Tanaka hace un recuento de lo que pudo hacer el Legislativo, desde sus inicios, «una amplia coalición conservadora». Pero la crisis se agudiza, y entonces, Tanaka se pregunta: ¿Y ahora? Bueno, por mi parte, entiendo la libido dominandi de los políticos. Pero, en efecto, ¿para qué? ¿O para quiénes? Algún día sabremos quiénes fueron los del gabinete en la sombra para esas decisiones audaces. Puede que el propio presidente. Ya se sabrá.
La crisis actual es algo que viene de más lejos. «El neopresidencialismo en el Perú» (1997), es un texto de Agustín Haya de la Torre. «Se había cambiado la constitución para afianzar las posiciones autoritarias». Agustín se tomó el trabajo de decirnos que la modernidad política que se manifiesta por los partidos de masas, con base doctrinal, «no encuentra terreno apropiado para desarrollarse». El desdén ante el parlamento no solo es de nuestros días, «siempre fue visto como engorroso y molesto» (Ensayos de sociología política, 2005, p. 38). Y menciona de paso el discurso totalitario de Sendero Luminoso, que muchos olvidan. Agustín se ocupa del sistema de partidos, de la difícil construcción de la comunidad política, y si lo entiendo bien, estaría por una «democracia parlamentaria de participación plena».
Vamos amable lector, escuchemos a César Arias Quincot, en su excelente libro La difícil transición democrática (2005). Ve avances, limitaciones y conflictos. Y como Arias Quincot es un pensador libre, se atreve a decir que «está la percepción en las grandes mayorías de que, cuando vivimos en democracia y el poder tiene limitaciones, es posible generar agitación, desorden y violar la ley bloqueando carreteras, tomando locales o propiciando demostraciones violentas, sin temor a sufrir las consecuencias» (p. 71). Arias Quincot es una persona serena, pero la sociedad peruana no lo es. Y por eso ve «una mentalidad autoritaria que predomina en el Perú». «La gran mayoría carece de sentido de respeto por la legalidad y, por lo tanto, acepta someterse a un poder personal fuerte y arbitrario, a la par que desprecia a quienes respetan el Estado de derecho» (Ibid.) Y añade: «Fujimori captó muy bien esa actitud cultural, y la explotó al máximo» (p.72). La cosa estaba cantada desde hace años pero los políticos democráticos, si es que los hay, no leen. Ni escuchan ni a los de magia blanca o magia negra. Ya sabemos, nadie es profeta en su tierra.
Una tragedia sin héroes, la derrota de los partidos… Perú 1980-1992, libro de Nicolás Lynch. Editado por San Marcos, en 1999. Está todo, la ilusión electoral, los outsiders, la democracia conservadora, el populismo sin partido, la agudización de la desigualdad social, las coaliciones imposibles, «el joven que sabía más que su partido» (Alan) y «cuando los vaivenes matan», o «yo mismo soy», y «el viraje hacia el abismo». Que hay en común, en los presidentes, el personalismo. Lynch como Arias Quincot, no tienen empacho alguno en decir que puede abreviar el lapso democrático de este inicio de siglo. Lynch es de izquierda, pero no esconde «el problema de la ambigüedad ideológica». Se refería a la Izquierda Unida de esos días, y en algún momento, Carlos Tapia y Santiago Pedraglio la observan en la poco clara actitud de las izquierdas ante Sendero Luminoso. Su libro recorre todos los vericuetos de esos años, y especialmente, cómo anduvo Alberto Fujimori quien tampoco estuvo «contento con las mayorías parlamentarias», y además, «manifiesta repetidamente en público su aversión a la negociación con los diferentes grupos políticos», y eso de negociar con grupos políticos, lo tomaba «como un impedimento al normal desenvolvimiento de la labor de gobierno» (p. 246). En «Anatomía de una derrota» Alberto Vergara (El Comercio, 6.10.19): «Con todo lo que hemos visto en estos años, yo ya no confío en nadie». De acuerdo Alberto, ¿pero hubo políticos en estos últimos años? Lo que son en esencia estadistas, en el posfujimorismo, no los hubo a excepción de Paniagua y Alan segundo gobierno. Políticos improvisados sí los hubo: Toledo, Ollanta y su «presidencia conyugal», PPK y Keiko. La crisis no es de hoy. Es crónica.
En fin, en un coloquio sobre «la estupidez en la escena política contemporánea», organizado por la Sociedad Peruana de Psicoanálisis el viernes pasado, escuché a uno de los invitados una barbaridad sin límites. «La voz del pueblo es la voz de Dios». Cuando me tocó hablar, conté que hace años, en una cena con profesores de una universidad y el padre Gutiérrez, alguien dijo lo mismo. Y el pensador de la Teología de la liberación corrige: «ni la voz del pueblo es la voz de Dios». Un sacerdote católico, que por lo general conoce el mundo y la historia, no puede dejar de saber que Hitler fue elegido por los alemanes. ¿Y no tuvo apoyo popular Franco en España? ¿Y en Chile, simpatizantes de Pinochet? A veces, el autoritarismo habita en las sociedades compuestas de excluidos y se vuelven tiránicas. ¿Ese es nuestro inmediato destino?
Publicado en El Montonero., 7 de octubre de 2019
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