Cuando asesinaron a Kennedy, me hallaba al borde del mar, cerca de Lima. Los noviembres de entonces eran más cálidos que los actuales, y con la que entonces era mi compañera, estábamos tendidos en una playa cercana a Lima tomando tranquilamente los primeros rayos de sol. Era un viernes y yo trabajaba por la tarde. Habíamos llevado una radio, un transistor de esa época, y para no molestar, lo teníamos encendido pero bajito. De pronto se interrumpió el programa musical. Una voz femenina daba una terrible noticia. «El presidente Kennedy acaba de ser víctima de un atentado.» Pegué un respingo. «Vámonos» le dije a mi compañera, mientras me vestía apresuradamente. Ya en el auto, de vuelta, rumbo hacia el diario, la radio volvió a hablar: «El presidente de los Estados Unidos acaba de morir. Repetimos, Kennedy ha muerto.» Llegué al diario, subí a grandes trancos al tercer piso, y redacté el presente artículo. Era editorialista, tenía 27 años. En un viaje a los Estados Unidos había conocido personalmente, no a John pero sí a Bob. Que luego, también asesinaron. Esta es mi crónica, en esa mañana limeña color de sangre.
Kennedy, o la buena voluntad
Expreso, Sábado, 23 de noviembre de 1963
Ha muerto el Presidente Kennedy y aún no sabemos si por la culpa de comprender que el porvenir de los Estados Unidos depende más de su política exterior que de cualquier otro factor o porque llegó valientemente a enjuiciar el más agudo problema de la civilización norteamericana: la diferencia entre blancos y negros. De uno u otro modo, el mundo occidental y el mundo socialista que no quieren la guerra, han perdido su más vigoroso aliado y amigo.
Son los hechos de la historia, en donde se diluyen los egoísmos del momento para alcanzar el tono y el dolor de la antigua tragedia griega. Una tragedia es siempre una caída, algo que queda inacabado. En Dallas un luchador se ha derrumbado, y ante sus despojos, los ocasionales adversarios tienden hoy las banderas de todas las razas y todos los credos. Solo el partido de la guerra y de la intolerancia, en donde lo hubiera, puede hoy estar satisfecho de la obra de destrucción del odio sobre la vida, de la muerte sobre la esperanza.
He aquí, pues, un crimen que nos recuerda el asesinato de Lincoln. Un crimen cuyas siniestras implicaciones, al ser examinadas una por una, nos llevarían tal vez a suponer el futuro endurecimiento de la coexistencia internacional, el aumento de la tensión en torno a Cuba, e incluso hasta quizás el regreso del climax bélico, de zozobra y peligro universal, como los instantes del conflicto por Berlín, superados y distanciados por medio de los acuerdos del desarme que perseguía la administración Kennedy en contacto cada vez más estrecho con la Unión Soviética. Es el suceso de Dallas, pues, un suceso de lamentable perspectiva mundial. No se ha atentado sólo contra el Presidente de los Estados Unidos, contra un mandatario elegido libremente por su pueblo, contra una personalidad ardiente y extraordinaria. Se ha atentado, esencialmente, contra el orden internacional, se ha puesto en peligro la paz, se ha disparado contra la humanidad.
¿Es el criminal un racista? Contra el sectarismo él invocaba la buena voluntad. Quizás haya pagado con la vida esas palabras, dirigidas a la nación sobre la cuestión racial: «estamos enfrentados primordialmente con un asunto de índole moral. Es un asunto tan antiguo como las Santas Escrituras y tan claro como la Constitución norteamericana. La médula del asunto radica en si los norteamericanos pueden disfrutar de derechos iguales y oportunidades iguales, si vamos a tratar a nuestros compatriotas como queremos que se nos trate a nosotros. Si un norteamericano, debido al color de su piel , no puede almorzar en un restaurante abierto al público, si no puede enviar a sus hijos a la mejor escuela pública disponible, si no puede votar a favor de los candidatos públicos que lo representan». Y agregaba, «cien años de retraso han transcurrido desde que el Presidente Lincoln liberó a los esclavos, con todo, sus herederos, sus nietos, no son completamente libres, aún no se han liberado de la injusticia, aún no se han liberado de la opresión social y económica, y esta nación con todas sus esperanzas y vanaglorias, no será completamente libre hasta que todos sus ciudadanos sean libres».
Kennedy no aduló a su pueblo. Le impuso tareas, le hizo sentir al americano medio, la responsabilidad de los tiempos. Creó, para encender la fe de su pueblo, la noción de la nueva frontera. Los rasgos de humanitarismo y espontaneidad del pueblo de los Estados Unidos sirvieron a Kennedy para obtener de la opinión pública el aval moral suficiente para arrancar al Senado nuevas y mayores financiaciones de la ayuda exterior. Sabemos que la Alianza para el Progreso es una faena de solidaridad que lleva su impronta. Mal o bien, con ella se ha alterado radicalmente la actitud de los Estados Unidos para con la América Latina. La ayuda económica se ha cuadruplicado. Quizás no es suficiente aún. O quizás los países latinoamericanos deben cumplir sus compromisos: reforma agraria, reforma fiscal, etc. De todos modos, la idea de la «nueva frontera» nos ha sido beneficiosa.
Dentro de los Estados Unidos encarnó Kennedy la autoridad de la élite intelectual que no había participado, sino tímidamente, en la vida del país. Casi un aristócrata, educado con diligencia y para mandar, no es el típico «self made man», el hombre de la clase media angostado en los provincianismos geográficos y partidarios. De ahí el vuelo de sus concepciones: ayuda externa, derechos civiles para los negros, reforma tributaria, la nueva frontera. Vivió, políticamente, la lucha entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo, y la época de los pequeños grandes conflictos: Cuba, Berlín, Laos, Angola, para la cual pidió libertad a Portugal. En cambio, en el exterior, encarnó al arquetipo del hombre yanqui. Su gesto, lleno de sencillez y energía, cautivó a las multitudes. Parecía recoger las esencias telúricas de su país, el afán por la aventura y el riesgo, la enorme vitalidad que brota de los espacios abiertos de Norteamérica.
Por su mentalidad, carácter y simpatía personal recordaba a Roosevelt. Por su calor hacia el dolor humano y por su deseo de hallar una solución al problema racial, a Lincoln. Sin embargo, ni aun Wilson pudo ver tan claramente como Kennedy cuál era la obligación moral de los Estados Unidos, país de la abundancia, en un mundo poblado por el hambre. De ahí que su interés por el subdesarrollado y el retraso social se manifestara desde sus primeros discursos electorales y en uno, memorable: al asumir el mando presidencial.
Como uno de los héroes de Walt Whitman, Kennedy puede atribuirse estas virtudes: «Porque yo soy el que ayuda al enfermo que gime desplomado en su lecho, y el que a los hombres fuertes y sanos les trae más fuerza y salud».
Publicado de inmediato el sábado 23 de noviembre de 1963, en Expreso, página 10
Nota varios decenios después
Fue escrito velozmente, las referencias literarias e históricas, de memoria, así éramos. El autor, parte de una generación que leía apasionadamente, conversaba hasta el agotamiento y se frecuentaba, cara a cara, en la amistad y el debate. Antes del Twitter y cuando pensábamos que el mundo podía mejorarse si se hacía política. O en todo caso, para que no empeorara. Algo de eso ha ocurrido. No hubo tercera guerra mundial. Pero claro, no vivimos en el mejor de los mundos. Vale decirlo ahora a los que llegan a estos menesteres. Los libros, y la libertad de cada uno, y la necesidad de un estilo, y el coraje intelectual de decir las cosas, son grandes aliados para los que opinan, y para que la Bestia no retorne. ¿Quién es la Bestia? Es el nombre que le daba Albert Camus. Ayer, hoy y siempre: las muchas formas de totalitarismo. Una patología que bien puede venir tanto de la izquierda como de la derecha. Pero explicarlo es otra historia. Por ahora, en este aniversario, recordemos. No fue inútil. Es impensable el Presidente Obama sin el sacrificio de Kennedy, de Martin Luther King. Y del ejemplo de lúcido perdón de Mandela (hn).