Un par de películas, ambas extranjeras, nos cantan las cuarenta, como dicen en las Españas. (Hay vascos, catalanes, castellanos y gallegos.) Dos grandes películas, con un contenido moral, de alguna manera, un jalón de orejas que en otros tiempos hubiese sido sermoneo de curas en el púlpito. Hoy, de casualidad, es el cinema. Supongo que eso no nos pasa solamente a nosotros. Ese regaño amonesta a diversas sociedades con las mismas mañas nuestras que las películas revelan, Parásitos. Y la otra, todavía peor, Buscando justicia (Just Mercy).
Este último, sobre la justicia. En Alabama. No es solo el abuso con los afrodescendientes en los Estados Unidos, sino cómo la pena de muerte es la peor de la justicia. No porque algún criminal no lo merezca, sino por algo peor: ningún sistema judicial es perfecto. Y es conocido que en países que ejercieron esa pena, entre los más civilizados, no faltó de vez en cuando un error. Mientras se usaba la silla eléctrica, no faltaba un preso que reconocía un crimen suyo, tardíamente. O sea, las autoridades habían castigado a inocentes. (Bryan Stevenson salvó a más de 125 condenados del corredor de la muerte en USA). Ahora bien, si a una persona se le ha impuesto injustamente 30 años de cárcel o la perpetua, se le puede reconocer su inocencia, aun tardíamente. Ha ocurrido. Pero pese a los avances de la medicina, todavía no se resucita un muerto. Por eso en Europa entera, ya no hay pena de muerte. Sin embargo, en nuestro querido país, un posible candidato a la presidencia promete la silla eléctrica o la guillotina, y dice que comenzaría con su hermano. O sea, si eso le hago a mi hermano, ¡mira tú lo que te voy a hacer a ti! Qué horizonte político y ético tan espléndido. Ni en el Afganistán de los talibanes. Ni en el más retrógrado país de la pobre África. No lo entiendo, ciudadano Antauro. Está preso hoy, pero mañana será un ciudadano. ¿Y promete un futuro peor que el presente?
Así están las cosas. Por lo demás, propongo el cangrejo como símbolo nacional. Dejen eso de la cornucopia que despilfarra la riqueza. Esa ha sido nuestra maldición divina. La hacienda con indios serviles, el caudal facilón con cohechos, coimeos para terminar en «pindinga» como decía el maestro de la jerga, Julio Hevia. En cuanto a ese mito del Perú como país rico, me viene a la memoria lo de Raúl Porras Barrenechea, mi maestro en la casa Colina, y el que enseñó las artes del quehacer intelectual a Pablo Macera, Carlos Araníbar, a Mario Vargas Llosa antes que zarpara a Barcelona. Cuando escribe sobre esa ‘leyenda áurea’, dice lo siguiente: «un mito trágico y una leyenda de opulencia mecen el destino milenario del Perú». Lo dice en Oro y Leyenda del Perú, lo digo por si acaso alguien quiere leerlo. Aunque sabemos, en especial para los jóvenes, leer ya fue.
¿Eso es lo que que creen? Si es así, ¡qué lejos están del siglo XXI! Quizá no lo sepan. Nunca como en estos años se editan tantos libros e incluso cada vez más enormes. Los tengo ante los ojos. Por ejemplo Ideas. Historia intelectual de la humanidad, de Peter Watson, 1420 páginas. O Capital e ideología de Thomas Piketty, editado por Paidós, 1247 páginas. Watson es de Cambridge. Y Piketty, es profesor y director en París. Pero ambos libros están traducidos al castellano. De modo que las lenguas ajenas no son un obstáculo en la era de la globalización. Pero la lectura no es precisamente nuestro fuerte. Enseñarle uno de esos gigantescos libros de este siglo XXI a un peruano corriente, es como enseñarle al conde Drácula un crucifijo sagrado. Ah, oh, dirá, y saldrá corriendo.
Pero me he salido del carril. Sí, pues, la prosa escrita tiene sus reglas. Las explico a mis alumnos pero a veces, me desparramo. Retornemos, pues, al primer párrafo. A la película dramática, Parásitos. Es cine pero también un sermón y una reprobación. El amable lector acaso ya sabe que es un film de Corea del Sur, y los especialistas dicen «de género negro», pero desde que se estrenó en mayo del 2019, en el Festival de Cannes, no ha dejado de tener éxito por todas partes. Cuatro premios Oscar, y algo inusitado en Hollywood. Una película que no está en inglés y procede del Asia Oriental. A primera vista, es una historia de Gi Taek y su familia, que viven en el sótano de una casa y con su hijo mayor, Gi Woo, pobre como el padre, y su hermana, deciden embaucar a una familia de ricos haciéndose pasar por docentes, cocineros, lo que sea, al punto que los jóvenes y los parientes obtienen trabajo en esa gran mansión, en la que viven gracias a sus oficios falsos. Bueno, ¿dónde está la gracia? Es obvia la trampa. Lo dice Alonso Cueto, en un artículo en El Comercio: «La película no alienta una dicotomía moral; los pobres no son los buenos, ni los ricos los malos, ambos se parasitan unos a otros». «Todos somos parásitos», concluye Alonso Cueto. (Como puede ver el amable lector, yo leo a los que escriben, no como otros que se hacen los que todo les sale directamente de la calabaza.)
Insisto, ¿en qué está la gracia? Pues en el público, me refiero al que he visto en un cine de Lima. Ese drama coreano se parece enormemente a la vida urbana del Perú actual. En primer lugar, las enormes desigualdades. Con lo poco que tiene, la familia coreana de los Taek sufre la ruptura de una cañería, en plan Villa El Salvador, La Victoria o San Juan de Lurigancho, y el agua negra —o sea de aguas usadas, o para ser sincero, agua con mierda— invade el cuchitril en donde duermen. En segundo lugar, no hay salida para esa pobreza sino el engaño, la estafa, el fraude, fingir oficios que no tienen, etc. Cuando voy al cine, a veces, me sale a flote el sociólogo. Y miro y escucho qué dice el populorum. Pues bien, estaban contentos. Se reían y aplaudían. ¿Qué estaba pasando? La victoria de los pobres, y nada menos que el triunfo de la pendejada. Que no se asuste el lector. Para que sepan, el universitario que soy (no digo académico, Ricardo Palma decía que académico es el mico de aca) les dice que ha habido una tesis en San Marcos, y desde el capítulo I, «La cultura de la criollada y la pendejada». Autor, Humberto Porras Vásquez. Tesis de 2010. Esa tesis se extiende a otros dominios bien peruleros, «el arribismo, el achoramiento, las conductas transgresoras, la omnipotencia del desorden». En suma, la película nos revela algo enorme. No tenemos el monopolio de la pendejada. Otros pobres, en otras naciones, también usan esos recursos para deshacerse de la miseria.
Pero en el cinema en que vi esa pendejada coreana, todos estaban contentos y de pronto hubo un enorme silencio. En la pantalla, los Kim que se habían apoderada de la mansión al partir los dueños de vacaciones, se les acaba la suerte. Descubren un sótano en donde vive gente malvada, y en una fiesta que la muy tonta señora Park —demasiado confiada y burguesa— organiza, todo termina en un desastre. Salen del sótano a apuñalar a la hija, Jessica, y Gi Taek, su padre, apuñala al dueño de casa, y tiene que vivir escondido en el sótano de la mansión. De por vida. En la sala del cine, la gente sale en silencio. Vaya película, ya no son arzobispos los que nos dan ideas justas, medidas del bien y del mal. Igual, qué sorpresa, muchos van al cine para distraerse y lo que encuentran es la admonición. Corea del Sur tiene sus pendejos. Es la astucia de los de abajo para con los de arriba. Pero igual, no es el camino. En esos casos, no hay ganador. Todos pierden.
Publicado en El Montonero., 2 de marzo de 2020
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