Para Café Viena y los amigos lectores

Escrito Por: Hugo Neira 670 veces - Jul• 16•19

Hoy día domingo 14 de Julio, me he quedado en casa. Por varias razones. Estoy cargado de trabajo puesto que llego al fin de ciclo universitario, y esta vez he estado si no agobiado, sí muy ocupado con mis clases. Ya era mucho tres, suelo no hacer demasiada pedagogía para dejar algo de mi tiempo para escribir. Pero en este ciclo han sido cuatro. En sus últimos días, Alan García se estuvo despidiendo. Entre otros adioses, le dijo al rector de la Universidad San Martín de Porres, a Antonio Chang, que «si algo le ocurría» (en condicional), su curso y sus alumnos podían seguir si yo tomaba su cátedra. Y eso es lo que ocurrió. De pronto tuve unos 40 alumnos más de los que ya tenía a cargo. Hice lo posible. No siempre hay una persona como era Alan — no solo sus estudios en Francia, el largo periodo de exilio—, sino ¡dos veces presidente! Hice lo que pude. No soy político, apenas un profesor que a ratos también escribe para el ciudadano, y no solo para los colegas.

La segunda razón es que quería presenciar la fiesta francesa por el día 14 de julio, el equivalente del día de la Independencia en los Estados Unidos o nuestro 28 de julio. Ocurre que esta vez, además de los rituales y desfiles del caso, se iba a mostrar públicamente, un nuevo invento. Un aparato que permite al hombre volar por los aires. Un hombre de pie, y en los pies, una suerte de máquina redonda. Eso es todo, ¡y vuela!  Y de hecho eso es lo que hemos visto. Como se comprenderá, eso significa muchas aplicaciones. De entrada es un arma de guerra, podemos deducir que los cielos se pueden cubrir de ejércitos aéreos. Pero claro está, como ha ocurrido en el pasado, objetos nacidos para la guerra fueron los primeros aviones en el curso de la primera guerra mundial. Pero desde los años treinta, se convierten en aviones comerciales. Acaso este invento modifique la vida y el desplazamiento de la humanidad. Porque los cambios climáticos no son broma.

Este ha sido un domingo de sorpresas. Resulta que en el diario Trome, en la edición de este domingo 14 de Julio, en la columna tan conocida como El Búho, su autor se entera que acabo de sacar un nuevo libro. En efecto, el segundo tomo de mis trabajos de comparaciones entre México y Perú, después del primer tomo dedicado a la comparacion de Mesoamérica y el mundo andino (o sea, la comparación entre la civilización azteca y los incas) y luego de sendos procesos históricos virreinales, llegué hasta las independencias de ambas sociedades. El texto era ya extenso. Gracias a la buena voluntad del rector de la Universidad Ricardo Palma, Iván Rodríguez, se me permitió un segundo tomo. Le doy las gracias.  Por cierto fue trabajoso pero necesario. La Independencia de México y Perú, el siglo XIX de ambos, el siglo XX con los grandes temas de cada sociedad, y por último, el ingreso al siglo XXI.

Volviendo a la nota periodística del Búho, debo decir que me llama «Maestro Neira». Y la verdad, que me ha conmovido. No conozco al autor, que por cierto es periodista muy seguido. Ahora bien, dice que algunos de mis trabajos como periodista le han servido personalmente en su proceso personal de ser el periodista que hoy es. Y luego se ocupa de uno de mis primeros libros, acaso el más conocido: Cuzco: tierra y muerte. Lo entiendo, ese libro le permite relatar mi vida, la suerte de que la eminencia que era Raúl Porras me llamara a su equipo, en donde estaba Mario Vargas Llosa, Pablo Macera, Carlos Araníbar y esta modesta persona, entonces, «un jovencito erudito». La nota es la historia de cómo llegué al Cusco, enviado por el Expreso de  Manuel Mujica y de su director, José Antonio Encinas. Un diplomático peruano que había obtenido no uno sino dos doctorados en Harvard, economía y filosofía, modestamente. Encinas reúne entonces un equipo de juniors, que pasamos por un concurso para ser los editorialistas, Luis Loaiza, Abelardo Oquendo, Raúl Vargas y el que escribe. Ahora bien, cuando apareció «un fenómeno nuevo en la sociedad peruana» —tomo las palabras del Búho— y «miles de campesinos en Cusco estaban ‘invadiendo’ las gigantescas haciendas de propiedad de las familias más importantes de la región», en Lima no se entendía qué era lo que estaba pasando. No era una guerilla (eso fue Béjar) pero esa toma pacífica en la que no había ni incendios ni agresiones a los hacendados, ¿qué era? Encinas decide entonces enviarme a mí al Cusco, por el tiempo que esa fuerza emergente y sin nombre actuara. Me lo impuso: «Usted ha sido alumno de Arguedas y de Matos Mar». Y era cierto. Lo que hice fue muy sencillo, guardé en el bolsillo mis ideas y a prioris. Entreviste a los campesinos y en especial sus líderes. Los artículos salieron publicados en Lima, y en Cusco, leídos por los dirigentes de esa gigantesca marcha de campesinos hacia sus «recuperaciones de tierras». Visto que les daba la palabra en mis crónicas, me nombraron «periodista compañero cuna». Y los seguí semana tras semana. No hice sino decir lo real. Esas invasiones no eran violentas. Había aparecido una élite campesina, gente que tenía una estrategia para no enfrentar la violencia policial. Mi libro los hace entrar en lo que algún día será la historia del pueblo peruano, a saber, Sumire, Urbano López, Vladimiro Valer, y por cierto, Saturnino Huillca, el dirigente quechua que no le daba la gana de hablar en castellano, uno de los seres humanos más completo. Mucho años después lo entrevisté y escribí un libro sobre su vida (Huillca, habla un campesino peruano). Gané (ganamos) el premio Casa de las Américas, 1974. Viajamos juntos a La Habana. Los 3 mil dólares del premio, se los di a Saturnino. Después de todo era su vida y sus ideas.

Ese libro lo tradujeron a 7 lenguas. Y Cuzco: tierra y muerte me dio dos premios. Uno, el Congreso de Lima, porque había despejado los criterios imprecisos de esos días. Y otra cosa, un profesor francés, de paso por Lima, François Chevalier, se interesó por mi libro. No lo sabía, era lo que se llama un mandarin, es decir, el catedrático de la Sorbona prácticamente dueño de un área del conocimiento. Era un enorme americanista. Me propuso ir a París y trabajar como investigador. Me darían un contrato que me permitiría seguir estudios en cualquier grande école de París. Fue un giro decisivo en mi vida. Todo por decir las cosas sencillamente. Raúl Vargas me entendió. «Neira se ha vuelto un cronista de indios». Sí, pues, del rigor de Porras al hecho de saber admirar algo que era emergente y poderoso: lo que sucedía en el sur del Perú cambió mi manera de ver la historia y la sociedad. Sin ese país campesino que recuperara tierras, no hubiesen dado el paso que dieron las Fuerzas Armadas en 1969. La reforma del mundo rural se inicia en esos meses. De Quillabamba a la nación ya no de servidumbres indígenas.

El nuevo libro.

El águila y el cóndor. México/Perú. Tiempo moderno y contemporáneo, editorial Ricardo Palma, 2019.

En efecto, como dice El Búho, otro libro más sobre el Perú, pero desde una perspectiva comparativa. En realidad, hace un buen rato que practico esa modalidad. Vivimos cada vez más, en un mundo de naciones y culturas. Y a ese texto le preceden otros, de tipo comparativo. He publicado Civilizaciones comparadas (2015), que incluye a los incas y los aztecas. Y luego de compararlos, a partir de sus conceptos de orden que podríamos llamar filosófico, siendo conceptual —analizando algunos vocablos del quechua y del náhuatl— tuve el atrevimiento de continuar. Y comparamos las dos únicas y grandes civilizaciones de la América anterior a la Conquista, con la China Antigua y la India. El comparatismo también lo he usado para mi libro ¿Qué es Nación? (2013). En ese caso estudié y explico tres construcciones nacionales, Francia, Gran Bretaña y Alemania. Pero como la nación no es un fenómeno solo occidental, me ocupé de tres construcciones extraoccidentales, el Japón de los Meiji, la India de Gandhi y el México de la revolución. En ese libro, explico los procedimientos necesarios para abarcar entidades históricas como las indicadas. Y para decirlo todo en una sola frase, en esos casos, soy un trabajador intelectual que reúne varias disciplinas, y asumo una mirada holística. Es decir, global. Los maestros en que me inspiro, vale la pena decirlo, son Louis Dumont para la India, Gellner para las naciones industrializadas y Eric Hobsbawm, a quien conocí en Oxford, y que acaso es el historiador más completo ante la historia global. Esos trabajos anteceden al último libro mío.

Hubo un primer tomo de esa comparación México/Perú. El mundo mesoamericano de los aztecas y el andino de los incas. Hoy agradezco al rector Iván Rodríguez de la Ricardo Palma, puesto que resultaba enorme el comparatismo mexicano-peruano desde sus civilizaciones y el periodo virreinal. El primer tomo se detiene antes del proceso independentista. Y me permitió continuar con el siglo XIX, el XX y el ingreso a este. Quiere decir que en el II tomo me ocupo de nuestro siglo republicano, el XIX. Y continúo, tanto para México como para el Perú, hasta nuestro tiempo contemporáneo.

Para el Perú, el libro se cierra con la actualidad. He escrito capítulos que revisan lo que llamo, «el feroz siglo XX». Desde nuestro Novecientos y la aparición de la intelligentsia, a Haya de la Torre, y el ahora, los últimos años, los outsiders, el enigma peruano de crecimiento económico y desafecto político. Del riesgo de una sociedad de masas sin nación concluida. Hay un capítulo final. Sostengo que ha ocurrido una serie de «revoluciones» ocultas en el Perú, la migración, los efectos de la reforma agraria de 1969 y el ingreso a la economía de mercado, esto último, con ventajas pero con enormes brechas. ¿Crecimiento sin desarrollo? ¿Democracia y corrupción? Por mi parte, más que fijarme en lo que ocurre en la clase política, suelo mirar lo que llamo las «placas tectónicas». Lo de abajo, su cultura, las sorpresas que pueden venir de la sociedad misma…

Lo que sigue en esta nota, son fragmentos de «un epílogo para peruanos». No aspiran a razonar desde alguna de las ideologías dominantes. El sociólogo es todo lo contrario del ideólogo. Lo que sí tiene, es sinceridad. Nuestro futuro inmediato es imprevisible. Adelante pues, y buena lectura.

            Epílogo (sincero) para peruanos

           Nuestro siglo XIX fue caótico. El siglo XX, feroz. Temo lo que nos ocurra en el  presente inmediato. Nuestro proceso industrial es incompleto, no hemos estado ni en la primera revolución industrial, ni en la segunda o tercera. Seguimos siendo un país de exportaciones mineras y agrícolas. La burguesía peruana no lo  es del todo. Y lo peor, la actual educación primaria y secundaria —con muy pocas excepciones— va a la cola del planeta en las pruebas Pisa. Los últimos de la clase (Nicolás Lynch). Y el resultado es una caterva de parados sin oficio, de descontentos ilustrados, de graduados sin destino. Tampoco de esa catástrofe cultural se escapa la educación superior. Transición y desubicada intelligentsia    parecen que van de la par. Hace más de diez años que el Banco Mundial nos ha dicho que no tenemos recursos humanos. Y en esas condiciones, cualquier tipo   de modelo de desarrollo corre al fracaso. 

           En consecuencia, la calidad de la vida política, en vez de mejorar, se ha empobrecido. Hay, sin embargo, unos pocos propietarios de la palabra y el saber   simbólico. En una alianza perversa con los medios, manipulan a las multitudes con posverdades. El verdadero poder sigue siendo las empresas. Pero no es novedad. Lo que es nuevo, y francamente perverso, es el ser riesgosamente un país de peligrosísimos psicosociales a través de diarios y medios. El resultado es  que la gente deja de creer que los periódicos le digan algo verdadero. Otro asunto. Se está olvidando nuestra compleja identidad. Se la quiere única, contrariando nuestras mezclas que somos, un país trabajado por legados hispanos, indios y africanos. «El país de todas las sangres». Desde esa óptica, quizá un país más adelantado que muchos otros, puesto que nuestro mestizaje nos ha formado en medio de culturas distintas, lo cual no es un defecto sino virtud.

           Pero también, hay que decirlo, cabalga un sustrato redencionista y fatalista de la historia en el alma de mucha gente. De ahí provienen esa suerte de santones laicos, jefes de partidos que giran pronto a la secta, profesores del Ciclo Básico que organizan exterminios tártaros, líderes supremos e iluminados de toda laya. Seguimos siendo un curioso país donde la diferencia entre manifestación y procesión no es muy clara, ni entre misa y masa, y entre devoción y convicción. 

           Dos siglos de vida republicana. Y seguimos sin entender que el quehacer intelectual y el político son actividades nobles, pero amalgamadas pueden producir monstruosidades. Con mayor razón en una sociedad que no ha   entendido que una república, para serlo, debe ser laica. Lo cual no significa abjurar de la fe católica o de otras religiones. Lo que nos pervierte, no es que la Iglesia se inmiscuya en la vida pública sino que la política y el debate republicano se pervierten porque derechas o izquierdas, son fundamentalistas. En materia de creencias políticas, hemos trasladado el vicio de la intolerancia inquisitorial al debate nacional. Nos pervierte una cultura política de fondo judeocatólico en la que el héroe tiene que ser siempre un mártir. Se admira a Mariátegui, y callamos que estaba a punto de emigrar a Buenos Aires cuando le llega la muerte. A Haya de la Torre se le toma como un gran maestro, que lo era, pero cuando ya no está. Además de esos comportamientos intolerantes que proceden de la vertiente criolla-occidental, se suma, en el siglo XX, una serie de interminables desdichas políticas tras el culto apocalíptico de los mitos del ciclo andino. Inkarri, el Taqui Ongoy.

           Hay una corriente en la antropología peruana que no estudia los antiguos rituales. Los resucita. El uso de la herencia cuerda de los incas se transforma, en el Perú actual, en un pretexto para querer gobernar totalitariamente. Puede que la Teología de la liberación tenga algo que decir. Pero más ganaríamos con la liberación de todas las Teologías. En las que incluyo las ideologías. En cuanto a  la vida política, no hay partidos. En realidad, se comportan como religiones. Lo digo porque ante nuestros problemas, no tienen como respuesta sino algún tipo de mesianismo. El pueblo, en cambio, tiene el buen sentido de todo pueblo. Y entonces se da el caso asombroso que las masas resultan ser a ratos lúcidas, mientras las élites deliran. Mientras esto dure, el Perú no entrará del todo a la modernidad. La gran ruptura sería volvernos un país de científicos. Pero la utopía andina que reina adora el pasado y desdeña el porvenir.

           El debate por el pensamiento libre es, pues, decisivo. Tenemos todo, minería, posibilidades inmensas debido a la variedad de climas y escalones bioclimáticos. Pero nos falta la pasión por el conocimiento y en general la cultura y las artes. El cultivo de eso que se llama la cultura, desde la literatura hasta las ciencias naturales, nos llevará a playas más lúcidas y humanas que las actuales. Estoy convencido de que la especialización del saber y el poder en esferas independientes no puede echar, a la larga, sino frutos saludables. Una sociedad comienza a respirar mejor cuando sus políticos, por muy cultos o iluminados que parezcan, no aspiran al monopolio imposible de las certezas. Cuando lo privado y lo social se separan de lo gubernamental por la magia del conocimiento. Y cuando en el fondo de las aulas, los más listos y los más talentosos se destinan a diversos oficios y saberes. Y no forzosamente a ser pastores del extraviado rebaño de sus contemporáneos. Mucho tardará, sin embargo, para que el Señor nos llame por senderos tan civilizados. (HN, pp. 502-504)

                                                                              Santiago de Surco, junio de 2018

Publicado en Café Viena, 16 de julio de 2019

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