Viaje en torno a Felipe Cossío del Pomar  (2/2) *

Escrito Por: Hugo Neira 141 veces - Jun• 26•23

Cossío del Pomar era alto, un poco más alto que Víctor Raúl, y un poco su mayor, por seis años. Ambos norteños, Felipe piurano y Víctor Raúl trujillano y, dirá algún guasón, ambos apristas. Pues mire usted, no es tan evidente porque el aprismo no existía hasta que no saliera de los entresijos de esa misma generación, por lo que tuvo mucho de red de amigos, club de estudiantes levantiscos, de orden misional por las persecuciones y exilios, y finalmente de hermandad. Lo de la diferencia de edad cuenta. Porque don Felipe era ya un personaje que cabalgaba por el ancho mundo cuando los jóvenes de la Reforma se reúnen para oponerse a Leguía y luego, para fundar el aprismo. Cossío del Pomar —me cuenta, en Gandía— participa en la I Guerra Mundial. – ¿De qué lado estuvo? pregunté. – De los franceses, me responde. Y añade: – Pero no maté a nadie.

Había participado de voluntario, y entra al frente de guerra cuando los alemanes están a punto de tomar París, conduciendo una ambulancia de la Cruz Roja. En 1922 ya era doctor por la Universidad del Cusco y a la vez un conocido pintor y estudioso de temas artísticos. Es pues un hombre hecho y derecho el que se suma a una generación de muchachos un poco menores en edad. Se puede abordar ese vínculo de otra manera y estimar la capacidad de convocatoria de Haya de la Torre sobre gente cuajada y mayor como Cossío, o como Antenor Orrego (y como Vallejo antes de irse a Europa), se sumaron a ese aprismo matinal y a su joven líder. Esto para una historia sentimental del aprismo, que la explicaría mucho más que otras aproximaciones. Cossío y Haya se parecían, finalmente, por el vigor del cuerpo y del alma. Pero había diferencias. Acaso las estrategias de vida. Cossío del Pomar fue siempre un cosmopolita, un andariego, ya lo dije. Haya lo fue a ratos. Cuando estudiante, peregrino, por Buenos Aires. Luego Oxford, Berlín, Moscú. Por exiliado. Casi por fatalidad. Cossío no, viajes y estancias prolongadas eran su opción personal, y en la diversidad del mundo perseguía el mismo anhelo. ¿Cuál era? Nunca dejó de preocuparse por la vida peruana, el aprismo, la política para decirlo rápidamente. Pero su existencia era la de un creador en un dominio personal que conviene señalar.

Cossío se levantaba muy temprano y se ponía a pintar. Por la tarde, después que pasaba el agobio de las horas cálidas puesto que Gandía tiene buen tiempo todo el año, se ponía a escribir. Y por si fuera poco, tenía, por la tarde ya tarde, clases, observaciones a sus alumnos y alumnas de arte, o como lo pude comprobar personalmente, tiempo para la charla con vecinos o visitantes. Bebía casi nada, un poco de vino, moderado en el comer, y siempre alegre y activo. Ese ideal de vida, creativo y generoso con la vida y con los demás, entre los pinceles y la escritura, me admiraba. Y un día muy tranquilamente, sin ostentación personal alguna, me explica que eso era lo que hacía el Tiziano. Cualquier biografía de ese grande del Renacimiento nos dirá «que tuvo una larga y dilatada carrera». Nadie sabe la fecha de su nacimiento, se vacila entre 1475 según unas fuentes y 1488 en otras, pero como se muriera en 1576, lo menos que se puede decir es que se fue entre los 88 y 101 años. Lo cual, en cualquier época, sigue siendo una existencia particularmente longeva.

Cossío se dio tiempo para trabajar y publicar una quincena de libros, algunos de los mejores sobre la pintura colonial cusqueña, además de la estupenda bibliografía de Haya de la Torre, con información de primera mano sobre los pasos del joven Haya y al lado del ministro de Cultura del gobierno mexicano revolucionario de entonces, José Vasconcelos. Y de llevar adelante un tipo de pintura de caballete que hoy se puede visitar en Piura, según tengo entendido. Además de la correspondencia que se publica y comenta en este mismo volumen.

Acaso hizo algo que, hasta donde alcanza mi conocimiento, no hizo su vigoroso maestro, Tiziano. Montar esos talleres escuelas en donde se hacía algo más que aprender a mezclar colores, prepararlos, trazar un esbozo, y coger los pinceles. Entre el Renacimiento y nosotros, han ocurrido algunas grandes aventuras intelectuales y artísticas. En el XVIII, la Ilustración, la idea de la invención del progreso, de la posibilidad de perfectibilidad del género humano mediante la libertad del arte, la cultura. Y el placer del saber y la creación personal. Eran esos tiempos de Gandía, para mí, como de espera, y leía intensamente los clásicos. En las tardes de Gandía, hablando con don Felipe, sentía que no estaba lejos Diderot, por la voluntad de abarcar los conocimientos y de un Kant, el de la historia desde un punto de vista cosmopolita.

Cossío era extraordinario, en el diverso orden de las cosas. Si se publica la foto que le he enviado a Rafael Tapia, se verá que nos acompaña una mujer. Es una auténtica indígena mexicana con la que don Felipe se había casado, o en todo caso, su hijo, que no era el hijo de su carne. Lo había nombrado hijo y heredero. Era un hermoso muchacho indígena y es el que nos hace la foto. La vida de Cossío se descomponía entre una errancia interminable, pero a la vez fundadora, San Miguel de Allende, luego Gandía. En cada caso, casa escuela. A diferencia de otros grandes viajeros, los de Felipe Cossío del Pomar conducían de un extremo a otro del mundo, al mismo sitio: al tesoro de un bodegón o de un retrato. En el fondo no había ni migración ni destierro. La extravasación de todo lo vivido emanaba de nuevo en cuadros y papeles. Acaso en sus cartas, que no comentaré, es que no se percibe solamente al creador sino al ser humano.

De esa liturgia tranquila del pintar, escribir y conversar, don Felipe a veces se salía. Tengo que contarlo porque para eso me han invitado. Un día me buscan con desasosiego amigos y familiares. Don Felipe se había perdido en la mar. Con la complicidad de su hijo adoptivo, se había comprado, y en el mayor de los secretos, un velero.  Y como dos colegiales traviesos, se habían embarcado a su cuenta y riesgo. Naturalmente, el mar del grao de Gandía es bastante tranquilo, pero no su alta mar, y claro está, se perdieron. Ocurre que existe un punto en el mar muy conocido por los lugareños llamado el desguace. Es donde van a parar los restos de las naves de madera que se rompen o pierden, una suerte de cementerio natural de naves. Ahí fueron a meterse don Felipe, con el flamante velero, sus fogosos 90 años, y el hijo adoptivo. Los sacaron, por cierto, con la ayuda de la Marina Nacional. Una grúa levantó en peso al velero y a sus temerarios navegantes. Esa noche ya bien entrada llegaron los expedicionarios, el pobre velero izado como un muerto y ellos indemnes. Apenas puso pie en el muelle, don Felipe vino directamente hacia mí y, tomándome de los hombros y mirándome fijo a los ojos, me suelta a boca de jarro: – Hugo, yo siempre he soñado en ser Ulises. La verdad, he visto muchas cosas y conocido gente con coraje y admirable, pero esa lección de elegante sinrazón, de maravillosa y sana chifladura, no es posible olvidarla. No, no estaba loco, locos estamos los que no sabemos vivir con ese ardor y consumir nuestros días desde nuestras propias pasiones mientras tengamos aliento. Era un hombre fuera de serie. Pintor enorme, escritor, aprista de toda la vida, nómade y rebelde, maestro entusiasta, bondadoso. Regresa al Perú en 1981 para morir. Que lo sepan en Piura, donde lleva una galería de arte, y en San Isidro, cuya municipalidad lo recuerda. Se había ido a Nueva York porque quería volver a iniciar lo que hizo en San Miguel. Debe seguir viajando por algún punto de la Vía Láctea.

* Segunda parte del prólogo mío, entre otros, al libro «El aprismo es un acierto y una profecía». Cartas de VR Haya de la Torre a Felipe Cossío del Pomar (1948-1975), editado por del Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2009.

Publicado en El Montonero., 26 de junio de 2023

https://www.elmontonero.pe/columnas/viaje-en-torno-a-felipe-cossio-del-pomar-22

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