Chávez, los caudillos y la muerte

Escrito Por: Hugo Neira 3.190 veces - Mar• 06•13

 

 

Acabo de escuchar a José Antonio García Belaunde en la televisión. Comentando la muerte de Hugo Chávez. Un programa de Perú mágico (Canal N) que se logra ver desde el extranjero en donde por el momento, me encuentro. Tiene razón mi amigo, el inteligente y fino ex Canciller. Es la hora de la muerte, y del dolor de un pueblo. En ese mismo Canal, minutos antes, convocaron a varios comentaristas, entre ellos, Juan Sheput y un comentarista internacional, cuyo nombre se me escapa, lo digo con las disculpas del caso. Estuvieron también muy bien. En efecto, Sheput señaló que no se va a disipar por completo el tipo de sistema político que rige en Cuba, porque forma parte de una suerte de eje, con Irán, con Rusia de Putin. No es que particularmente me guste lo que dice, sino que  es la realidad. La Realpolitik. Una cosa sin embargo me pareció un tanto unilateral. Que el dolor que se mostraba en el rostro de la gente caraqueña por la desaparición de Chávez se debía al temor de ver desaparecer las ayudas estatales, el clientelismo. Quién duda que este exista. Pero en casos como los de Chávez y en otros casos de líderes de masas, las cosas no son tan simples.

En este tema hay dos aspectos, el chavismo y la muerte. Y uno tercero que se encarama a los otros. El dolor popular. Déjeme el lector contarle algo personal. En 1975, cuando Franco se puso enfermo, estuve en Madrid para cubrir —como se dice— la noticia. Se comprenderá que no era el único “enviado especial”, los hubo miles. Pero la agonía del caudillo fue larga, muy larga, y poco a poco, mermaba el número de periodistas. Un diario de Lima me publicaba mis notas de viajero, de observador, pero pasaban las semanas, la cuenta del hotel aumentaba y Franco no tenía cuándo decidirse a mejorar o a morir. El hombre luchaba. Cada mañana, cumplidamente, siete médicos distintos —uno para cada dolencia— daban un informe oral a los periodistas acreditados entre los cuales me contaba, y copias de los estados clínicos del mandatario. Como se comprenderá, reinaba en España, entretanto, un orden varsoviano. La verdad que me comenzaba a cansar, el gerente del diario de Lima me previno que tenía que volver y yo comenzaba a aburrirme. Ya había dicho todo lo que podía decir sobre los escenarios posibles, ora una dictadura militar (cosa en la que dudaba) o bien la república (lo cual era lo que suponían los periodistas de diarios democráticos y muy mal informados) o bien juramentaba el Príncipe de Asturias, o sea, el actual rey, Juan Carlos I. Pero claro, fuera de eso, ni yo ni nadie podía anticipar. Y Franco luchaba contra la muerte.

Una mañana, un domingo, lo recuerdo como si fuera ayer, decidí irme un rato de un Madrid de lo más silencioso, y tomé un tour. Uno breve, a Toledo, no sé si el lector conoce España, pues Toledo es una maravilla de ciudad antigua a unas horas de Madrid. Y por una excelente carretera de las que el franquismo en su estilo de desarrollo compulsivo y autoritario había cubierto el mapa ibérico, atrayendo millones de turistas, lo que se llamaba entonces, “la industria sin chimeneas”. Fui pues a Toledo, que me conocía de memoria, pero que igual me gustaba mucho. Esa tarde tuve una suerte de iluminación. Después de haber almorzado en una de esas ventas que parecían arrancadas de un libro antiguo, me puse a caminar por una de esas calles que culebrean entre grandes casonas, lejos de plazas y calles para autos, calles para recorrerlas en silencio y como hechas a la meditación, medio terrosas, adustas y herméticas como un misterio. Y en eso, veo venir una mujer, alta, vestida de negro, ni joven ni vieja, caminando, pasa a mi lado,  y sigue camino. Llevaba esa mujer una radio prendida a sus oídos. Ya existía ese invento, el transistor. La mujer escuchaba las noticias de la radio e iba llorando, bajo el sol, calma, ensimismada. Esa desconocida lloraba por la muerte de Franco. No era mujer rica, pero tampoco puedo decir que era una pobre,  una vecina. Una toledana, como tantas. La radio, la muerte y la mujer ya de luto me produjeron un efecto fulminante.

Esa noche, volviendo a Madrid, tomando en cuenta la diferencia horaria, seis horas por delante del Perú, pude usar uno de los télex que las autoridades habían asignado a los periodistas visitantes y enviar una crónica a mi diario en Lima. No, estábamos equivocados. Franco iba a morir pero ese sentimiento que el tirano, pese a todo, había despertado a lo largo de cuatro décadas, no se iría con el fallecido a la tumba. No de inmediato. Por mi parte, había desarrollado desde mis crónicas juveniles en Expreso sobre los campesinos cusqueños en los años de las tomas de tierras de hacienda, una capacidad intuitiva para entender sus razones, eso mismo me llevaba a entender cuál era el punto de arranque de ese amor popular que muchos encontrarían paradójico. Equivocados o no, los españoles, en 1975, no tomaban los años del franquismo como una privación de la libertad sino como los años de la paz que trajo consigo el fin de la guerra civil, los años de penuria que pronto se volvieron de prosperidad, y la sensación, sin duda exagerada pero real, de haber contando con una suerte de padre protector que los alejaba de los demonios de la desunión entre españoles mismos. Y entonces, me atreví a decir hay una masa política del franquismo que buscará cómo acomodarse a la exigencia de Europa, cuyas condiciones para recibir a España en su seno eran un sistema pluralista de partidos e instituciones democráticas. Querrán el cambio pero guardando las conquistas sociales del periodo franquista, entre ellas, la seguridad y la tranquilidad pública. Esa fue mi traducción de las lágrimas de esa desconocida. No vendría a España ni la revolución ni la continuidad del caudillo. Vendría otra cosa. Aunque no sabía entonces lo que podía ser.

Y fue así. Se le llama la Transición. Asume Juan Carlos I, gobierna con franquistas un año. En 1976 llama a un referéndum. Y los dos bandos políticos de la guerra civil son desmentidos por el voto popular. Ni quieren otro Franco (sus partidarios obtuvieron el 2%) ni el retorno a la vida republicana. Prefirieron una solución moderada, un régimen de Monarquía Constitucional. Y en las primeras elecciones en 40 años, no ganó  ni la derecha ni la izquierda extrema, sino el partido centrista de Adolfo Suárez, es decir, un exfranquista reciclado a la democracia y que gobernó con mucho sentido común y respeto por sus principales oponentes, los socialistas de Felipe González que tuvieron que esperar otros comicios para llegar legítimamente al poder.

¿Por qué me acuerdo de todo eso, hoy, cuando Chávez ha muerto? Porque los pueblos no olvidan a quienes los han ayudado.  No, que no se equivoque el amigo lector, nunca me gustó Franco, es más, no tiene por qué saberse pero viví en Madrid, cuando su dictadura, y escribía en diarios de oposición al régimen, uno de ellos, el diario Madrid, es hasta ahora célebre, y en él encontré algunos de mis mejores amigos de toda la vida. Lo dejé cuando en 1969 arranca con Velasco Alvarado la reforma agraria, y decidí regresar. Algo importante, por lo cual antes había luchado, estaba pasando. Antonio Fontán, entonces director del diario Madrid, me dijo: “siento perderlo como periodista, pero hace bien de volver al Perú. Pero, si las cosas no son como parecen ser, si esos militares no están haciendo esas reformas profundas, si se trata de otro cuento más, aquí tiene usted su casa y su trabajo”. Fue muy conmovedor, me pagaron el viaje de regreso. Me debía detener en varios puntos de la América del Sur, y uno de ellos fue Caracas. Mis crónicas de viaje las guarda el archivo virtual del diario Madrid y se pueden consultar por Internet.

Venezuela, ni esto ni aquello

Volví varias veces después a Caracas. De Lima, con misiones del gobierno de Velasco. Y desde Europa, cuando me incorporé por completo a la docencia francesa. Y es uno de los países que mejor conozco, tanto como México. Y lo que vi, nunca me gustó. La extrema descomposición social de uno de los países no solo entre los más ricos del continente sino con una renta petrolera envidiable. Vi la degradación de la vida venezolana en medio del esplendor de sus clases medias, ciegas a la pobreza de los cerritos y al desamparo de los pobres en medio de ricos que no merecían sus fortunas. Hasta que pasó lo que pasó. Llegó Chávez.  “Llegó el llanero, no tan solitario, y se va a quedar un buen rato, tiene apenas 50 años, y va a revertir los dividendos petroleros hacia abajo. El método puede no convencernos, pero es lo que ocurre en países rentistas, Venezuela hoy y Argentina ayer, cuando el egoísmo social deja crecer una masa enorme de excluidos. Otro corresponsal cuenta cómo en el aeropuerto se cruza con un señor de clase media que atropella la cola: «Me voy a Miami porque en Venezuela el whisky es carísimo».” Esto es lo que escribo en Lima, en el diario La República, sabatina del 21 de agosto del 2004. (*)

No me gustó Chávez pero tampoco la Venezuela anterior a Chávez. Así de sencillo. Lo he dicho en otra sabatina, y lo repito ahora: “A Chávez lo auparon para otra cosa, para que corrigiera una democracia corrupta, pero se ha inventado esa «democracia directa», cuando toda la que se vuelva directa deja de serlo. No le gusta la palabra compromiso ni mediación, es decir, no sólo lo que a Venezuela le falta sino la esencia de toda política. Chávez es un político de la antipolítica, como lo fuera Fujimori. Lo llamaron para curar la peste y aportó el cólera. Pero, aun así, nadie lleva por completo razón, ni la oposición ni las bases chavistas, cada una con su ulcerada y parcial verdad venezolana. Esta  “sabatina» no es sino el preámbulo de otras. (Ni esto ni aquello, 1° de febrero del 2003) (*)

Entonces, ¿será Henrique Capriles, como esos demócratas españoles que entendieron que el franquismo sociológico —como dice mi amigo el sociólogo Amando de Miguel—, tiene que ser escuchado y atendido —no se asusten— por ese lado de la clase política que hereda no una sino dos herencias? La primera, la del uso personal y autoritario del poder de parte de los chavistas. La segunda, de una serie de servicios sociales que el Estado  chavista ha dado a los más humildes. Por el amor de dios, ¡centenares de miles de muchachos que pueden ir a estudiar a una universidad!  Cosa que ni soñamos por aquí. No, las cosas no son sencillas. Ni todo es clientelismo, como dicen. Que ha habido un interés político en regímenes autoritario-paternalistas, sin duda alguna. Pero no les vengan con el juego del libre mercado a los millones de españoles que llegaron a tener una vivienda subvencionada en las ciudades llamadas satélites en torno a Madrid, lugares que conozco bien, del tipo Residencial San Felipe pero menos costosas, más vastas como departamentos, y numerosas, barrios enteros. No me digan que los que han seguido estudios superiores en Venezuela con becas y subsidios no son una masa crítica de lealtad al chavismo. Y me pregunto si Henrique Capriles tendrá el tino de lograr un periodo de transición entre uno y otro sistema o, una vez más, se dejará de lado las necesidades populares. Sí pues, una combinación sabia de populismo y sociedad abierta será necesario. Y como me decía un amigo limeño, muy inteligente, que prefiero no citar, si Finlandia fuese petrolera, y un Chávez nórdico hiciera esas transferencias de rentas a los sectores populares, todo el mundo diría “muy bien, el modelo nórdico”. Mi objeción es que falta ver cuánto de corrupción también ha habido con Chávez, cuánto de abuso, y cuánto de ganas de hacerlo sin respetar, a la cubana, la libertad de expresión y la existencia de un pluralismo inevitable, porque el unanimismo en una sociedad no es de este mundo. Una sociedad tiene clases, intereses distintos, personas iguales y diferentes a la vez. La democracia es un sistema lleno de errores, pero todos los otros son peores. Apuesto, pues, que el tema venezolano se juega en cómo se sigue repartiendo internamente la renta petrolera y, a la vez, alcanza niveles de acuerdos y desacuerdos (eso es la libertad) evitando que se vuelva al pasado anterior a Chávez.  “Más allá de su truculencia, el personaje expresa algo que lo sobrepasa. Con el psicodrama de su presencia, Venezuela nos está dando una señal, la de la decepción democrática. Para las masas, y para sus electores, es el campeón de la lucha contra la corrupción y contra la «democracia pactada» cuando adecos y socialdemócratas se repartían la torta del poder. Así, ese Estado no se libró de la sanción de las urnas pese al maná de sus petrodólares, que nosotros no tenemos. La Venezuela de Chávez encarna la crisis de gobernabilidad. Una crisis que se produce no porque los partidos venezolanos no se entendieran sino, al revés, porque se entendieron demasiado. Chávez es el fracaso estruendoso de la clase política. El tipo que no bailó el ritmo lento y pegado donde se dicen cosas íntimas. Que la nuestra, ahora que iniciamos otra etapa, sepa no juntarse demasiado, tampoco querellarse en exceso. Cordiales distancias. El pueblo observa. Un outsider, un improvisado vengador, como en 1990, se fabrica, electoralmente, de la noche a la mañana” (Sabatina, 14 de julio del 2001).

(*) Artículos anteriores:

02.06.2009. Caracas. La cosa es grave

http://www.bloghugoneira.com/que-soy/periodista/diario-la-republica/trienio-11-10-09/internacional#VenezuelaCaracas

21.08.2004. Hugo Chávez y Venezuela saudita

http://www.bloghugoneira.com/que-soy/periodista/diario-la-republica/trienio-05-04-03/internacional#HugoChavez

06.02.2003. Comprensión de Venezuela

http://www.bloghugoneira.com/que-soy/periodista/diario-la-republica/trienio-05-04-03/internacional-parte-ii#Comprension

01.02.2003. Venezuela : ni esto ni aquello

http://www.bloghugoneira.com/que-soy/periodista/diario-la-republica/trienio-05-04-03/internacional-parte-ii#Venezuela

14.07.2001. Meditación caraqueña

http://www.bloghugoneira.com/que-soy/periodista/diario-la-republica/trienio-02-01-00/internacional#Meditacion

 

 

 

 

 

 

 

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