Propongo una temática y una obra de dos
autores. Tengo otra, muy valiosa, de Javier Barreda, para la próxima. Pues se trata
de la «otra política». Lo escribe al iniciarse este siglo.
La que presento, me parece urgente. Se
trata de la obra de un par de investigadores que no habitan en nuestro país,
pero lo conocen a fondo. Han estudiado y expulgado a las élites económicas y la
manera cómo pueden influir sobre las decisiones del Estado, sin formar parte de
él. En castellano, expulgar no es solo librarse de pulgas sino «examinar una
cosa con detenimiento». Por cierto que ello puede hacerse por nuestros
paisanos, pero los autores del libro que recomiendo tienen una ventaja. John
Crabtree es investigador en el Centro de Estudios Latinoamericanos de Oxford, y
miembro del famoso St Antony’s College, escuela y residencia para
latinoamericanistas. (Tuve la suerte de pasar una temporada en ella.) Por otra
parte, Francisco Durand, peruano, máster en Sociología en Berkeley, profesor
ora en Texas, ora en la PUCP. Hablé de una ventaja. No es cognitiva,
es que no dependen ni de los diarios peruanos, ni de ciertas universidades
ortodoxas, ni tienen compromiso alguno con las izquierdas o las derechas, ni a
favor ni en contra. Rara avis, ambos
autoridades mundiales sobre lo que pasa en Perú en su economía y en su política.
Podría decir esto de otra manera: no son
opinólogos. Gracias al cielo. Tampoco quiere decir que tengan siempre la razón.
Quiere decir otra cosa. Dicen las cosas con claridad y sin tapujos. Por
ejemplo, la captura política. ¿Quién la usa y ejerce? Las élites del poder. No
dice que son de tal o cual clase social, sino del poder. Y no es elecciones,
plebiscitos, partidos políticos, o lo que fuese e incluyera legalidad y competencia.
No, lo que hay es «captura». Y ellos comienzan precisamente por ese vocablo, la
captura. Crabtree y Durand ya no pertenecen a los universitarios que después
del hundimiento de la URSS pensaron que podría venir una era de
sociedades y economías cuya democratización provocaría políticas más igualitarias.
Ese sueño habita una de las obras del gran Sartori, La democracia después del comunismo (1993). Pero muy pronto,
Sartori descubre los nuevos enemigos de la democracia, sucesivamente, el
nacionalismo, la sociedad teledirigida (el homo
videns, el retorno de la imagen y el retroceso de la reflexión), y el
comunitarismo. Tres rivales, hoy, las termites del Estado de Derecho. Pero eso
es Europa y sin duda la América de Trump, hombre de negocios pero también de la
televisión. Y eso son las redes y el uso de la posverdad.
La «captura» ha sido frecuente. Desde la
transición del comunismo soviético a otra cosa. El poder no vino ni de la
democracia ni del mercado. Vino desde «pequeños grupos corruptos dedicados a
fortalecer su propia posición económica mediante la influencia sobre gobiernos
o tomadores de decisiones oficiales». Se ha dado en Colombia y en México,
dicen. Y en el caso del Perú «sus raíces se remontan a los primeros días de la
República». Por mi parte, me alegra que digan lo que sigue: «En Perú, a
diferencia de otros países vecinos, ocurrió la supervivencia de una estructura
estatal oligárquica que no enfrentó hasta muy avanzado el siglo, desafío o
presión efectiva, desde abajo». En otras palabras, nunca hubo una revolución. «Como
en México, Bolivia, o Cuba». No estoy diciendo que hay correr con metralleta al
monte sino que ese es un hecho real. «Tampoco hubo, dicen los autores, algo populista
como Brasil y Argentina.» Objeción, sí la hubo, el aprismo. De 1931 a 1956.
En esta obra desfilan Ollanta (desde la
primera página, desde julio del 2011, cuando asume el cargo de Presidente), y luego,
Pedro Pablo Kuczynski, «financista internacional», pero también «Velasco y sus
élites, los años de García y los 12 apóstoles,
manejando la división política». Y la izquierda peruana al límite. Sin
olvidar el «decenio del fujimorismo». Quizá uno de los capítulos más trabajados
es el 4. El estado neoliberal. Arrancan narrando cómo «en el momento mismo que
asume su cargo el ingeniero Fujimori recibe una llamada por teléfono del
economista Hernando de Soto, quien, con un grupo de banqueros y economistas
peruanos, le organizan una gira internacional». La fuente de esa información es
Boloña, su libro de 1993. En todo caso, el fax que le llega a Michel Camdessus,
presidente del FMI, le resulta «música celestial». Pero si estas líneas le dan
un aire de reportaje y chisme, lo cierto es que lo ameno tiene su espacio, pero
corto, y luego describen la privatización, las 150 empresas estatales y su
valor, US$ 9,221 millones. Las parcelaciones de tierras por iniciativa privada.
La Sunat, el MEF, los Ministerios sociales.
Y luego, el poder de las nuevas élites.
Capítulo basado en las investigaciones de Durand. Y es entonces, mientras se transformaba
la élite económica, cuando se observa también el éxito de los descendientes de
migrantes asiáticos (Wong, chino. Ikeda, japonés). Y descendientes de
campesinos como Flores (de Huancavelica). O Acuña (de Cajamarca). Y los hermanos
Rodríguez (Arequipa, dueños de Gloria). Es decir, el «capitalismo cholo». No es
desdén, es lo que expresa: «provenían de sectores pobres y excluidos», por
primera vez en la historia peruana. En el 2000, el capital extranjero y el
nacional estaban parejos.
En realidad, hay un par de preguntas a
las que responden los autores. La gran cuestión planteada por Robert Dahl, Who Governs? ¿Quién gobierna? La
otra pregunta es que mientras hay tensiones y enfrentamientos entre las élites
del poder político (el clásico match
Ejecutivo versus Parlamento), las opciones democráticas del país son limitadas,
la política es cara por el precio de la propaganda, y sectores grandes de la
población no tienen presencia y expresión política. No hay base social ni para
unas y otras élites. Estas líneas últimas son una interpretación de mi parte. Acaso
el lector sacará otra idea-fuerza tras leer y reeler el texto de Perú, élites de poder. ¿Dónde se
encuentra ese libro? Pues en el Fondo Editorial de la PUCP, en el Instituto de
Estudios Peruanos, en la Universidad del Pacífico. Los tres auspiciadores y
editores. Y además, libro para la red de ciencias sociales en el Perú.
Y en fin, ¡en las mejores librerías del
ramo!
Publicado el 18 de julio, blog del
Instituto de Gobierno y Gestión Pública:
Es difícil trazar los rasgos de un amigo que se ha ido. Como se nota nuestro temor al ángel de la guadaña, eludimos decir su muerte. ¿Cómo era Francisco Mujica Serelle? O François como lo llamábamos, por amistad. La madre, en efecto, era francesa. Y el padre, un personaje inmenso, aprista desde su adolescencia, un joven del Club Regatas, deportista, de una vieja y respetada familia republicana, por ambos lados notables, Mujica y los Álvarez Calderón. Conocí a ambos, al padre y al hijo. En cuanto al padre, nadie que lo conociera podía imaginar que ese gran señor amable era un empecinado militante del aprismo insurreccional de esos años. En cuanto a François, alto, rubio, serio y ajeno al cotorreo criollo, no había manera de ubicarlo en alguna de esas clasificaciones etnopolíticas que nos es corriente. Cuando lo veía, me parecía un joven sueco, acaso porque Haya había escrito Mensaje de la Europa nórdica, país en que veía que no era una utopía su promesa, una sociedad peruana a la vez democrática y con justicia social. El destino no lo quiso. Y los peruanos, que prefirieron votar por el que no tuviese tantos enemigos. Tengo la impresión, sin embargo, que culturalmente lo marcaba la madre, puesto que francesa, y como yo he vivido mucho tiempo en Francia, acaso los mejores años de mi vida, sé cómo son. El orden mental, la lógica y el culto a la razón en los franceses, no es un mito. Como muchas cosas en el comportamiento humano no es un asunto de genes sino de la semántica de la lengua con la que se vive. La lengua francesa es parca y directa, «lo que no es claro, no es francés». Y François lo era. Me llamaba la atención su llaneza, su franqueza. En algunos otros, muy pocos, volví a apreciar esa misma virtud: en Carlos Delgado, el hombre que nos reunió a Béjar, Francisco Guerra García, Carlos Franco, Julio Ortega, en los años en que estuvimos en el Estado de Velasco Alvarado. Hubo un tiempo en que la hipocresía no estaba tan instalada como en los días de hoy en la vida peruana. No faltaba entre nosotros disensiones, discordias, desavenencias, pero no tras la espalda del amigo o camarada.
¿Cómo
se pueden reunir diversas calidades en una misma persona? Es el caso de
François. Entre aristócrata y sincero partidario de la igualdad republicana.
Diáfano, cristalino, las trompetas de los ángeles lo recibirán como lo que era,
batallador y limpio como un arcángel. Así hubo gente en mi generación. No
pensábamos en la política para enriquecernos. Acaso como un deporte riesgoso.
Hubo sacrificios. Heraud y su muerte. De la Puente Uceda en Mesa Pelada. Béjar
y Hugo Blanco, encarcelados. Y de pronto se nos vino encima la mugre. La política
como cochinada. El Estado como coche en manos no de aurigas sino de cocheros
mañosos. Ya te contaré François, uno de estos días, en el otro mundo, cómo le
fue a nuestro país, qué coartada se estaba preparando para dejar en el espacio
de la opinión pública, solo la lisonja al poder. Y nada más.
Publicado
en Caretas digital, 14 de agosto de
2019
Un amigo de toda la vida, Fernando
Alayza, me hace saber que François Mujica se nos ha ido. Más conocido como
Francisco Mujica Serelle. La manera ingenua que solemos utilizar los seres
humanos cuando muere un amigo, un pariente, o alguien que apreciamos. Es el
caso. La verdad es que no sé sino decir que tuve siempre por él, la admiración
por sus virtudes que lo retratan en el mail que me envía Fernando. «Ha muerto
un hombre decente, libre, honesto y consecuente». De esos rasgos prefiero,
brevemente, decir algo. La consecuencia —virtud cada vez menos celebrada en
este Perú abismal de nuestros días— proviene de que François era el hijo de
Nicanor, uno de los apristas fundadores. Uno de esos, como Seoane, Heysen, Cox,
Sánchez, Orrego, aparecen en la escena pública al lado de Víctor Raúl Haya de
la Torre, en 1931. Y un joven, el padre era Nicanor Mujica Álvarez Calderón, es
decir, alguien de una vieja familia republicana, «cacerista el tatarabuelo», es
decir, siempre sí en política, con el coraje. Alayza me dice «una familia
aristocrática» y sin embargo, aprista. Diría yo, una suerte de nobleza.
Vivieron ambos, la gran clandestinidad, de 1932 a 1956, que los cobardes
historiadores no suelen tomar en cuenta. Ahora bien, la muerte de François me
hace pensar que se muere con él, también el padre. Lo digo por los esfuerzos
que hizo el hijo para que se conociera a fondo la calidad del padre. Y
entonces, para que se les conozca un poco más, acudo al prólogo que escribí en
el 2015, para la edición de su autobiografía. Que lleva un intitulado muy
sincero, «Memorias para un país desmemoriado». No es uno de esos libracos
desnutridos, sino 667 páginas de una vida de primaveras democráticas,
destierros, golpes y contragolpes, de quien fue exilado, empresario, político,
Ministro de la Presidencia, y Embajador extraordinario.
Ante tal vida, el prólogo fue extenso,
aquí solo publicamos algunos fragmentos. Es mi manera de poner unas flores en
la lápida de ambos. Revolucionarios y grandes señores, padre e hijo, de ahí la
pena inmensa. La pena que con ellos se va una época que no conocía los grandes
vicios que hoy nos promete, para el futuro, peores tiempos.
Prólogo* (extractos)
Había
una vez un niño limeño que viene al mundo a inicios del siglo XX, en 1913, en
una casa de la calle Belén, y retoño de un antiguo árbol familiar, pronto lo
llevan al mejor kindergarden de la
ciudad y luego al colegio de la Recoleta, de monjas y curas franceses que
le inculcan el gusto por la lectura que lo acompañará toda su vida. Por si no
fuese poco, además lo dotan de un francés impecable y de una sólida cultura
católica. Su infancia se mece en el traqueteo de los coches a caballo, los
rezos de la madre, la biblioteca del padre; vive bien esa familia, pero «sin el
culto desenfrenado al dinero». Lima se detenía en lo que hoy es el Parque de la
Exposición. Todo indica una vida plácida para ese niño, «la comodidad» dirá más
tarde en sus notas autobiográficas. Sin embargo, no será la suya una vida de
medianías, como lo era por lo general en la clase alta, la de los infantones que
caricaturiza Pardo y Aliaga en el niño Goyito. Llamados «niños» por las ayas,
madres y abuelas de la infancia a la vejez. Otro será su destino.
Uno
de esos días, acaso el azar quiso que a los 18 años y con un grupo de amigos,
asistiera a un mitin en una plaza de toros y escuchara a un asombroso
orador. Se trataba de un hombre político,
uno nuevo, de una treintena de años, que acababa de desembarcar de una Europa
en llamas, y esa tarde revela al público y al joven Nicanor un Perú muy diferente
de la tradición y del círculo social de
grandes familias limeñas de innumerables primos, en el cual hasta entonces ha
vivido. Y entonces todo cambia. Abraza una causa. Lo espera una existencia
singular. Varios exilios, varios retornos. A veces perseguido, otras veces
elegido parlamentario o embajador. Al lado de proletarios de su partido que se llama «del
pueblo», aquel hijo de buenas familias, Nicanor Mújica Álvarez-Calderón,
aprista hasta la muerte. Y por sus
escritos, vida e ideas, más allá del ángel de la guadaña. ¿El gozo de la
militancia, de la entrega, pero igual el dolor de las deportaciones, de la
lejanía? Y pese a todo, la fina observación de otros mundos, lo cual está en
las apretadas libretas que este libro recupera en parte.
¿Qué
ocurrió? Se diría que sobre la dorada cuna las hadas se habían asomado para dispensarle
el buen hogar, pero otra hada, más bien temeraria, le habría hecho un extraño
don. El de la generosidad. ¿Y qué es esa virtud? No solo es moral sino cívica, social.
Acudamos a la filosofía. «Generosidad: cuando alguien, conducido por la razón,
desea que los otros posean aquello que él mismo ya posee» (Comte-Sponville). ¿Es
eso lo que quiso Nicanor? Su familia no era adinerada pero sí bien tradicional,
y un vislumbre de lo que será su vida se asoma en las lecciones de la muy
cristiana madre que no cesa de indicarles, a ese niño y hermanas, los «asuntos
sociales». ¿Intuición materna o destino? ¿Cómo pudo ocurrir esa
transferencia de valores y esa suerte de exigencia que sobrepasa los límites de
la familia misma y la parentela, a amigos y primos, para pensar en ese otro, el peruano
pobre, tan lejano? ¿Sobre todo en la Lima pequeña de los años 30, poco
republicana y poco inclinada en sus capas acomodadas a percibir el dolor de las
clases subordinadas? ¿Qué ocurrió con el joven Nicanor de varios apellidos
resonantes, para optar por ese deporte tan riesgoso que es hacer política en el
Perú? ¿Y en particular, política social?
¿Y sobre todo, por esos años peruanos, política aprista? ¿Y el joven Nicanor,
educado en el gusto por la razón y la lógica aprendida en las aulas de curas
franceses, en esa hoguera de la vida peruana de los años 30? Los más feroces de
la vida republicana.
No
vamos a buscar una o varias causas a su voluntarismo. Acaso las desechamos al
mencionar la rara virtud de la generosidad. Sin embargo conviene recordar, paso
a paso, cómo se construye, en su caso, el perfil de un rebelde. Quizá haya que
mencionar el propio punto de partida, el estatus de sus padres. La familia de
Nicanor Mujica era políticamente civilista, pero no por ella exceptuada de
agravios. Su primera juventud coincide
con los años del usurpador Leguía, y este deportaba a sus rivales, en particular
a los civilistas, «como quien cambia de camisa». (Las víctimas, V.A. Belaunde,
Barreda Laos.) O los ponía en aprietos económicos. El caso es que en 1931, los
Mujica Álvarez-Calderón se ven obligados a dejar la casona limeña, se mudan a
Chorillos, donde el adolescente del que hablamos conoce nuevos amigos y
frecuenta los deportes marítimos propios al club Regatas. Pero, como decíamos, Haya
de la Torre ya había desembarcado de Europa, después de conocer México
insurgente, el Oxford de profesores inconformes y la Rusia bolchevique de Lenin.
Era, pues, un líder magnético, se le acercaba la gente, entre ella gente joven,
incluyendo muchachos de la juventud dorada limeña. Se explica, pues, que los
padres de Nicanor, temiendo que se contagie de las ideas subversivas
entonces en curso, y dado el hecho de que matriculado en San Marcos no podía
seguir estudios porque el dictador Sánchez Cerro había suspendido los cursos,
lo envían a Chile.
Ahí
estudia filosofía del Derecho, economía política y otras materias. Escribe una
sonada carta a los prisioneros políticos. Es solidario de los apristas en
prisión. Y regresa al Perú. En 1934 va a comenzar la Gran Clandestinidad. Tiene
21 años. Deja estudios y abolengos a sus espaldas. Al volver a Lima será el
«enlace secreto» preferido de Víctor Raúl Haya de la Torre quien vive a salto
de mata, como la elite de su partido, perseguido por la policía del general
Benavides. Se entrega a la acción.
En
el destierro, conocerá Francia vencida y la Alemania nazi, se casa con
francesa, tiene un hijo (coautor de este libro) retorna por mar desde Cádiz a
la patria en 1942, dejando atrás una Europa en llamas y hallando un Perú sin
libertades. El país es así, alterna
despotismos transitorios y procesos interminables de retorno a la
legalidad. A veces hay elecciones, a veces no. Cuando vuelven las urnas y los
votos, será elegido tres sendas veces representante. En 1945, 1963, y en 1980,
senador. Y entre una y otra, una segunda deportación. En 1950. Hacia Guatemala.
Cosas del Perú, alejar por la fuerza a los que discrepan. Con sus progenitores
—en especial con la madre— no ha dejado de tener correspondencia (y este libro
la rescata en parte, véase Cap. III. Iniciación y compromiso). No le piden,
padre y madre, que abjure de sus creencias partidarias pero sí que no deje de
ser honrado. Y el hijo de esas viejas familias dadas al cuidado del honor
familiar, se las arregla en el exilio para hallar formas decentes de sobrevivir.
«Tengo honradez —responde a la madre— para conmigo mismo, para con mi país y mi
generación». He tenido honradez para con ustedes, añade. O sea sinceridad: «en
los salones aristocráticos nunca me he negado políticamente». {…} «Por eso
milito, en las fuerzas de renovación, de esperanza, de juventud, en las fuerzas
de izquierda». Para los historiadores de las ideas en el Perú les señalo lo siguiente: para Nicanor
en esos años, aprismo e izquierda era lo mismo (p. 150).
[…]
Mucho
de estos hechos son conocidos. Han sido tratados por historiadores. Pero si
para describir la realidad social nos debemos a la empiria histórica de los
hechos, eso mismo tiene un límite. Estamos aquí para plantear una problemática.
Una vez por todas preguntémonos por lo originalidad radical de la generación de
Nicanor Mujica Álvarez-Calderón. La cuestión que se plantea ha hecho necesaria
las páginas anteriores. Nos hemos ocupado de presentar, a grandes rasgos, el
contexto social de esa generación. Sus orígenes, pero sin reduccionismo alguno,
no todos fueron de clase media y con hogares muy pegados a una vida con valores
éticos y religiosos. Hemos establecido el perfil de los más notables, sus
parecidos no son naturales sino culturales. Y de alguna manera, la identidad de
cada uno, y la identidad grupal. Se semejan: la pasión por el poder, la
cultura, y algo más. Sobre esos dos campos, poder y cultura, los positivistas
les preceden. En un discurso, uno raro en su caso, referido a su propia
persona, Raúl Porras —hombre de la misma generación pero que no militó en el
aprismo, aunque lo acompañase varias veces—, dijo lo siguiente: «la generación
anterior había marcado una tónica de optimismo idealista y su nota espiritual
distintiva fue la tolerancia. La nuestra arribó con un criterio más realista,
más apegado a los hechos». Y esta idea sencilla y enorme, la nuestra «derivaba
del sindicato».
¿En
ello cabe toda la problemática? Prolonguemos lo que no alcanzó a decir el
maestro Porras. Su generación fue una sorpresa nada grata para las clases
dominantes. Una de rebeldes en las que había no solo apristas sino
indigenistas, liberales como Porras, socialistas como Mariátegui. Y ese
advenimiento no es cualquier cosa. Un sociólogo francés de nuestros días,
Jean-Claude Passeron, habla de «la peur
de l’impensable».El temor a lo impensable, y eso es lo que sobrevino ante
el elenco directivo del aprismo. No solo como se ha dicho el temor a las masas
sino otro menos visible y acaso más poderoso. Las elites —mucho más que los
grandes propietarios de latifundios— sintieron la amenaza de otra elite rival
capaz de dos cosas a las que en el prolongado siglo XIX e inicios del XX, no habían llegado jamás. Venían
conociendo el territorio social de las clases emergentes en la urbe y en el
campo. Y de paso, los trastornos en el mundo europeo y en la escena mundial. La
gente como Nicanor conoce a los pobres y a los que protestan, incorporan a los
artesanos y obreros anarco-sindicalistas, y además, no solo conocen el mundo
europeo y el extranjero sino que prosperan en los exilios, pese a sus apuros y
estrecheces, y regresan cargados de un poder simbólico que las viejas elites,
pegadas a sus haciendas, a sus diminutos bancos, ni conocen ni disfrutan.
¿Una élite por un
lado nacionalista y enraizada en lo popular y por el otro lado cosmopolita? Sin
duda, pero no es el cosmopolitismo de las viejas familias que iban a la Provence
en los años de la Belle Époque con una parentela enorme y numerosa servidumbre,
nada de eso estaba en el itinerario de Haya por la Europa de la entreguerras.
Detestaba la Rivière, sus casinos, salas de juego, y hasta el tango. Nicanor,
por su lado, gozaba de aprender en la gran escuela de la vida europea y guatemalteca
que le brindaban la feliz desgracia de ser un exiliado casi bíblico. En hebreo,
el nombre de Abraham quiere decir el que pasó al otro lado. El que sabe porque
aprende y vuelve.
[…]
¿Para Nicanor Mujica Álvarez-Calderón, era
realmente un desclasamiento su militancia aprista? Desde el punto de vista
crematístico, empleos, situaciones, sin duda alguna. Pero en el primer
destierro visita a sus familiares, que le reciben con los brazos abiertos.
Acude a reuniones sociales, de sus visitas a París, Burdeos y Biarritz, llena 8
cuadernos como carnet de viaje (François Mujica). Exilado y todo, sigue siendo
un hombre de mundo. «Ayer almorcé en el Ritz, me invitó Alfredo González Prada».
Se fija mucho como se viste la gente. Fulano de tal, «con un traje plomo». Tal
señora, en París, con «un gran traje morado». Y añade, irónico, «parece un
obispo». No ha perdido ni el humor ni la alegría de vivir. Pero tiene sus ratos
de melancolía. Se despide de un amigo, de un desterrado aprista, Bernardo
García Oquendo, «sabe dios cuándo nos reunirá la rueda de la revolución o la
vida». Va a ver una ejecución en territorio francés y la describe
admirablemente. ¡Qué gran cronista internacional se perdieron los provincianos
diarios limeños de esos años! La que será la esposa (la madre de François)
aparece discretamente en la página 304. Bérengère Marguerite Serelle. Se han casado.
La situación sin embargo es precaria. Muere el padre, don Elias. Nicanor se
hunde de dolor. Luego, se fuga de una Francia ocupada tras un recorrido
funambulesco, pasando por Pau, rumbo a Marsella, luego a Cádiz y al navío que
lo lleva a la libertad.
En
la zona alemana había dejado su vieja máquina de escribir y dos cajones de
libros. Al volver a Chile, se encuentra con Juan Seoane, recientemente salido
de prisión. Y anota en su cuaderno: «Diez años de odio no pesaron sobre él». Y
es lo mismo que por Nicanor se puede decir. Nicanor, el gentleman aprista. Pero cuando retorna al Perú, y desde la página 186,
emerge una figura política, ambigua, desconcertante, peligrosa. La figura de José
Luis Bustamente y Rivero. La primavera democrática se anuncia breve. En 1948,
es Odría el guardián del desorden peruano. Un gran constructor de anomia,
aunque de buenos colegios para niños pobres. Paradójicamente, en esos colegios,
porque había buenos docentes y había cursos de historia, algo comencé a entender
del aprismo y del antiaprismo, de nuestras pasiones y divisiones. Acaso para
evitar la molestia de pensar, en años posteriores, desaparecieron.
[…]
Pero
no solo están los textos del padre, sino los que conciernen al aprismo. Un
ejemplo en «El Apra: La Gran Transformación» (Cap. III), las citas corresponden
a diversos historiadores e investigadores que han tratado el tema del aprismo y
que François ha considerado pertinente incluir, Jorge Basadre, Carlos
Contreras, Pablo Macera, Julio Cotler, Hugo Neira, Alberto Vergara. Esta obra
no es, pues, la simple recuperación epistolar del padre y de sus estupendos
ensayos de viajes o sus reflexiones sino algo más.
Voy
a arriesgar una opinión personal. Francisco o François Mujica me ha confiado
este prólogo con confianza y total libertad. En ningún momento ha dado señales
de querer orientar mi personal lectura en uno y otro sentido. Somos amigos, pero
por muy paradójico que esto resulte, no hemos conversado. Precisamente para que
estas líneas sean limpias. Y por mi parte, he leído cada una de estas páginas,
lápiz en mano, minuciosamente. Y confieso que mi intención es entender su
sentido profundo, y las razones de su arquitectura.
Mi
asombro y placer ante la lectura de textos de Nicanor Mujica Álvarez-Calderón
ya lo he expresado en las páginas anteriores. Sobre la organización de estas páginas,
sobre su orden interno, tengo una hipótesis. Creo que François ha considerado insuficiente
publicar las páginas de su padre en tanto memorias o un cuerpo antológico. Por
si solas acaso no habrían sido entendidas. Los abismos entre generaciones, la
mala fe, lo mucho y contradictorio que se ha dicho del aprismo, no prepara para
nada a una lectura sobria y sin a priori. En el caso de Nicanor Mujica
Álvarez-Calderón no estamos ante un aprista más, sino ante uno de los
fundadores. Seamos francos, no han llegado para el Perú los tiempos calmos y
ecuánimes que permitan una lectura directa y sin mayores explicaciones. El
autor sabe que la imparcialidad no existe en nuestro país en materia de textos
ideológicos y políticos. Menos con el aprismo de los años 30. Sabe, además, que
varias promociones de escolares no conocen la historia del Perú, no digo la
historia política, ni conocen la elemental sucesión de presidentes en el siglo XX, privados de cursos de historia desde
los años 80. Entonces, no hay más remedio que librar los textos originales,
pero acompañados de un cuidadoso y extenso contexto.
En
pocas palabras, Mujica hijo, es el Virgilio de la Divina Comedia que acompaña
al lector —en particular si es un joven— en esta visita dantesca a los infiernos
y purgatorios peruanos que la ñoñez reinante quiere olvidar y ocultar. Si esa
ha sido la intención, no hay duda que ha tenido razón. Nicanor Mújica
Álvarez-Calderón es presentado y explicado paso por paso. Es un torrente de
información lo que nos ha dejado el Embajador y senador Mujica, pero es
necesario la contextualización que ha elaborado su hijo. Lo que los hace doblemente
inteligibles a esos textos. Por momentos cartas, por momentos ensayos breves y
fulminantes. Pesan los contenidos, pesan las circunstancias. No están
deshistorizados.
En
suma, la arquitectura del libro mismo es la obra del padre y su vida, y también
una historia general de la vida política peruana. Acudo a una metáfora para
mejor explicarme. La de Asclepio, dios de la medicina en los griegos. Su ícono
un caminante en el cual el báculo se enreda una serpiente. Una otra idea, de
una doble hélice, viene de nuestros días. El ADN,
me refiero a la estructura en doble hélice. Es Nicanor Mujica Álvarez-Calderón
y el Perú político y es el Perú político y Nicanor Mujica Álvarez-Calderón. De
un lado, girando sobre el aprismo, sobre Nicanor el padre, la vida del exilado
como los muchos congresos del partido aprista en esos años. Y del otro, el
encadenamiento de hechos y situaciones, incluyendo Belaunde, Sendero, Fujimori;
ya no el aprismo y sus fundadores, sino volens
nolens, una historia del Perú del siglo XX.
Se quiera o no se quiera.
[…]
Hace bien François Mujica al rescatar un aspecto bastante descuidado en las biografías de Haya. La austeridad de su vida, tanto en los años de persecución como después, en tiempos menos agitados, en Villa Mercedes. De lo primero se ocupa el autor en el Cap. VI, dedicado «a las tribulaciones de Víctor Raúl». No solo el cerco policial, la posibilidad de caer de nuevo en prisión, sino los pocos o inexistentes recursos para vivir. Hay toda una bibliografía sobre préstamos de cinco soles, de envío de dinero por los compañeros, o del propio Haya a los fajistas para una de sus reuniones, unos 70 soles, que si no los usan, pide se los devuelvan. Por momentos la máquina de escribir, que tanto necesita el compañero Jefe para escribir, porque es silenciosa, y escribir de noche, una Noiseless, parte a la casa de empeños, probablemente por unos días para poder comer. Haya, entre tanto, en las casas misteriosas donde se cobija, se viste humildemente, alpargatas de soga, overol caqui de una sola pieza, y en una familia que lo esconde, pasa por ser el tío Eduardo; y dos niñas, que lo saben todo, se callan.
Es
bueno que se sepa todo eso. Para los candidatos por centenares que se presentan
a los comicios presidenciales estos años. A los que van a escuelas para
aprender ingenuamente a ser líderes. ¿No saben que no se estudia ni para líder
ni para guía? Esa asignatura es una patraña. El liderato es un rol, una función
externa a quien la recibe, un papel que
los demás te dan, o no te dan. No dependen de una profesión o actividad. Sino
del carisma, el concepto más misterioso y más evidente de la vida política en
todos los tiempos. A veces nace el líder carismático porque alguien lo
persigue, casi en las condiciones como las que se crearon en torno a Haya de la
Torre. Por mi parte siempre he sostenido que al jefe aprista, protegido hasta
el sacrificio por sus compañeros, y ese culto al Jefe, es la consecuencia de la
primitividad de sus rivales. El partido se cerró como un fortín para defender
la vida de su fundador. Y este, les devolvió esa confianza con una vida
franciscana. A la cabeza de un partido del pueblo, no podía ni debía llevar una
vida de burgués. No se puede andar comprando cosas caras cuando se conduce un «partido
del pueblo». Por lo demás, Haya personalmente no era un consumista. Tuvo
siempre la simplicidad de un monje. Y como ellos —los que he visto en tantos lugares
del mundo— la alegría y la cordialidad de los que por dentro tienen el alma en
paz.
*Mujica Serelle, François,
Nicanor Mujica Álvarez-Calderón. Autobiografía. Memorias para un país
desmemoriado, Lima, 2015, 672 p.
El contenido de una
crónica es ocuparse de la actualidad —esa es la definición del periodismo, sea
quien sea el que la practica— y me atengo a algo que proviene de una
información que llega del extranjero. Pero también pasan cosas penosas. Ruego
se vea la nota final.
Entre tanto, debo decir
también al amable lector, que estoy suscrito a revistas y diarios del exterior.
Es un hábito, nada del otro jueves. Me interesa tanto como el Perú el rumbo
actual de otras sociedades, el pensamiento científico y filosófico y últimamente,
las ciencias naturales. En una de esas revistas, que por cierto no se editan en
castellano, hay un artículo sobre las usinas que extraen la sal de las aguas
del mar y las vuelven agua potable.
Sí,
pues, hay usinas que eliminan la sal de las aguas de los océanos, en los
Estados Unidos, Sudáfrica, China e India, por todas partes. «En lugares donde
el agua dulce escasea y no se cuenta con grandes ríos ni capas subterráneas con
hídricos». Por mi parte, no lo sabía. Hay 20 mil lugares donde se transforma el
agua salada en agua dulce. Hay que decirlo en voz alta. «Hay 300 millones de
personas en este planeta, que utilizan el agua que surge de las usinas de
desalización» (Yale Environment 360, New
Haven).
Lo
de Tía María con agua potable de una usina no es, pues, una mentira. Como
vivimos en una era de incredulidad ante los medios, políticos, y expresidentes,
señalo de inmediato algunos casos. Entre Los Ángeles y San Diego, en territorio
americano, se encuentra una usina de desalinización, bautizada Claude ‘Bud’
Lewis. «Es la más grande central sobre el continente norteamericano. Funciona
desde el 2015, y provee agua a 3,1 millones de habitantes de la región». «La
sequía era el gran problema de California», dice Jeremy Crutchfield, responsable
de los recursos hídricos. Ahora bien, en Huntington Beach, al sur de Los
Ángeles, se está construyendo una usina desalinazadora del agua de mar, que
«producirá 190’000 metros cúbicos por día». ¿Sabe el amable lector cuántas
usinas de este tipo hay en California? Hay 11 y preparan otras 10. Vale la pena
ir y verlas.
No
solo
el gigante americano lucha contra la sequedad. Ocurre en Israel, Australia y Arabia
Saudita. Esta última, mundialmente, la primera en agua dulce. En Israel se
cuenta con cinco grandes usinas y se prevee otras cuatro más. En Australia, con
una sequía de tipo milenaria, de 1990 a 2009, las reservas de agua se agotaron.
Pero en ciudades como Perth y Melbourne se han construido numerosas usinas de
desalinización. La de Melbourne produce agua dulce desde el 2017. Las usinas
han costado 3,5 mil millones de dólares. Hoy un tercio de su población consume
agua sin esperar las lluvias.
Volvamos
a tierra. Al Perú. Entiendo la actitud de la población de Islay. Tienen toda la razón del mundo en el valle de Tambo
de sospechar ante los recursos científicos e hidráulicos que les propone la
Southern Perú. Pero lo que es sorprendente es que nadie ha reparado que ese
procedimiento exista, y entonces, es tomada como una fantasía arrancada de una
película de ciencia ficción. Pero es real. Sin embargo, ni un solo congresista,
ministro, ni político ni comunicador alguno ha dicho lo que aparece en esta crónica¡!
No obstante, existen entidades que podían ponernos al día. Por ejemplo, el
Pacific Institute, la sociedad de las empresas que desalinizan las aguas del
mar.
Hay
una modalidad para entenderse. En vez de querer convencer a los dirigentes
locales, lo mejor era dirigirse al pueblo mismo. A gente que vive en la cercanía
de las mineras y al lado del mar, se le puede invitar a un tour científico, pagando la empresa —obviamente— los gastos. Me
encuentro pues, en esa situación que me recuerda a Mario Moreno Cantinflas. «Si
yo fuera diputado». Si lo fuera, llenaría 3 o 4 aviones y llevaría a los de Tía
María, de visita político-turística a nada menos que Texas, donde hay 49 usinas
de desalinización. Es preciso que eso lo toquen, lo vean, nuestros paisanos.
Como Santo Tomás, «ver para creer».
Uno
de esos tours, lo hizo el presidente
ecuatoriano Correa. Había un problema de desconfianza en un sector rural ante
una planta de petróleo en el lado amazónico de ese país. Correa llenó un avión
y los llevó a Chile, donde había una industria que se parecía a la que se iba a
montar en Ecuador. Los hechos los convencieron, no las palabras. Un tour así es
costoso. Como lo es reconvertir el agua de mar en agua potable. Pero peor es
cerrar las minas y que los campesinos y la nación sigan pobres. La ciencia
existe, señores. Pero la vanidad de muchos evita informarse cómo marcha el
mundo. Y Arizona y Texas no están tan lejos. Pero el Perú vive y razona
desconectado del planeta. Lo de los Panamericanos deportivos estuvo bien. ¿Para
cuándo un Mundial de tecnología y ciencias para el progreso, ya en curso? Sería
bueno porque muchos peruanos todavía van a ver a curanderos y no a médicos.
El
papel de un estadista no es darle la razón de inmediato a la presión de un
grupo popular. Una vez, tuve el honor de conocer personalmente al padre Gutiérrez,
en una cena con colegas, es decir, profesores universitarios. Y alguien, en la
conversación, dijo algo como «la voz del pueblo es la voz de Dios». El padre
Gutiérrez lo corrigió. «Ni la voz del pueblo es la voz de Dios». El pueblo, ¿infalible?
¿Y quién votó en Alemania de los años treinta por Hitler si no es los alemanes
mismos? ¿Y quién por Chávez? Los
venezolanos mismos. Hay sociedades que se suicidan. No lo digo
yo, sino José Antonio Marina, filósofo español, en un libro que todos deberíamos
conocer, Las culturas fracasadas.El talento y la estupidez de las sociedades.
Se le encuentra sin gran esfuerzo en las librerías limeñas.
Hay
crisis porque las élites se han hecho escasas. Los estadistas, los verdaderos,
no solo escuchaban a los pueblos. Los instruían. Eso en el pasado, Haya de la
Torre. Y por un buen rato, la izquierda cuando tenía líderes como Alfonso
Barrantes o Ricardo Letts. Hoy se sigue a los que no saben. Ahora bien, los
pueblos pueden ser inteligentes, reflexivos —categorías kantianas— si se les
ilustra. El peor experimento social de toda nuestra historia ha sido salirse de
la educación estándar que teníamos. Con maestros, libros y lectura. Lo que se
ha hecho en aulas es inculturizar. Los efectos perversos de la peor educación
del planeta nos hará llorar de pena y de vergüenza en las urnas. Poco importa
si el 2020 o 2021. Se ha conseguido tener un lumpen que no cree ni lee, pero
manda.
Nota.
Se nos ha ido François Mujica. Decente, libre, honesto, consecuente...,
me dice un amigo por mail. Es cierto. El hijo de Nicanor Mujica y el padre,
venían de una familia aristocrática y no vacilaron en ser apristas. Los de los
años treinta. François tenía la moral de un arcángel. Combativo y limpio hasta
la muerte.
En estos días, ¿qué
nos preocupa? Por cierto la economía, que ya no crece como seis años atrás,
estos años en que no gobernaron quienes habían iniciado ese rumbo hacia la
economía abierta y mundial desde el modesto proceso de desarrollo de nuestro
país. Pero además, el problema de la corrupción. Los daños son inmensos, tanto
en lo crematístico como en lo moral. Se ha producido dos actitudes, ambas muy
riesgosas para nuestro inmediato porvenir. Por un lado, la distancia entre los
ciudadanos y la clase política. El país real y el país del poder legal, nunca
han estado más separados. Un segundo fenómeno nos inquieta, el establecimiento
de un modo de pensar que llamo maniqueo. El desarrollo de esa idea se halla en El Montonero de este lunes 5 de agosto.
El intitulado es «Perú, la peste del maniqueísmo». Esa tendencia fue una
religión en los inicios del cristianismo. Pretendía reunir tres religiones, a
Zoroastro, Buda y a Jesús. Fue una corriente potente, que competía con la
Iglesia Católica. Su creador fue Mani, un arameo nacido en Babilonia en el
216-274. Tuvo libros, seguidores, entre ellos, en su juventud, nada menos que a
San Agustín. Era una corriente abierta a tres espiritualidades. Sin embargo, es
probable que fueran apasionados, acaso recalcitrantes. Y la Iglesia los
desacredita, los observa como una secta más, puesta en la lista larguísima de
herejías. En los tiempos modernos y contemporáneos el maniqueo viene a ser el
pensador o el político que no solo es ardiente doctrinario sino que desprecia y
aborrece al rival. Algo peor, espera que desaparezca o hace lo imposible para
que se extinga.
¿A qué viene
todo eso? Viene a que la impresión que me da la vida peruana en lo que concierne
no solo a la pugna política sino a la manera como la intelligentsia y los medios se han acostumbrado a pensar. Mejor
dicho, no se piensa, se abalanzan en diarios, antenas de televisión y en las
redes sociales, sobre la yugular del que no piensa como ellos consideran como
correcto. No se discute, se desprecia. La enfermedad de la insolente pereza de
los maniqueos invade no solo el mundo de la cultura y de la democracia, sino la
vida cotidiana. Divide a los peruanos, como nunca.
Nada tengo en
contra del debate. Es más, si nos inspiramos en los orígenes mismos de la
primera democracia, es decir los antiguos griegos; si pensamos en Atenas, madre
del mundo occidental, y por lo tanto, tendencia dominante en diversos lugares
del planeta, ella consistía no solo en elegir sus dirigentes —que no gobernaban
sino en un corto plazo— sino en la costumbre del encuentro con el otro, en los
debates públicos. Conscientes de que la verdad nunca está del todo del lado de un
bando, una corriente, y menos, de una sola persona. El secreto de la libertad y
alcanzar el saber para los atenienses, no era el producto de un dogma.
Felizmente tuvieron una religión de dioses y rituales pero en la que nunca hubo
un profeta que les decía qué era el bien y el mal, sino filósofos, pensadores
libres, y por lo tanto, sensatos.
Atenas existía
porque había controversia, discusión, polémica. Era en la vida pública, en la
ciudad llamada polis, donde se
realiza esta manera de razonar, discutiendo con el otro. ¿Cómo nace esa civilización?
Con Platón y Sócrates y los diálogos. Por eso, los helenistas de nuestros días llaman
a esa Grecia antigua, la civilización de la palabra. No necesito explicar cómo
esa libertad y ejercicio mental y moral, lo repite y amplía hacia la ciencia
moderna, lo que se llama la Ilustración. Montesquieu, la primera Enciclopedia, Rousseau. Nosotros, en el
Perú, tuvimos nuestra ilustración antes de las guerras de la emancipación:
Hipólito Unanue, El Mercurio Peruano,
San Carlos en el XVIII. Y en los Estados Unidos no se puede evitar mencionar a
los Federalistas. Hasta el día de hoy, es un mundo de eternos debates y la
aceptación de la pluralidad de pensamiento social y político.
¿Para qué decir
que la Europa de hoy vive y enfrenta sus problemas y defiende sus éxitos, entre
ellos el Estado moderno (que no logramos tener) a partir de este axioma moral?
No hay absolutos cuando se piensa en la democracia y el uso del poder. La
democracia no es solo las urnas, sino dos cosas: una forma de convivencia, y
una manera de pensar, abierta y en constante modificación. Pero eso no es la
situación cultural y política de la Lima de estos años. Se era menos
intolerante en decenios pasados. Hoy, la exclusión del otro es el trabajo de
los medios de prensa y las redes. No hemos avanzado sino retrocedido en cuanto
a los comportamientos. Hemos vuelto a la Inquisición.
En este periodo
oscuro de la vida peruana, traeré a esta columna, algunos textos que pueden dar
una idea a los lectores de cómo, en otros países y latitudes, se asume la
complejidad de la vida política y de las sociedades contemporáneas. Quizá
entonces nos daremos cuenta de que el retardo no es ni económico ni político,
es cognitivo. Es comportamental. Es más fácil ser dogmático que pensar el mundo
peruano en su variabilidad y potencia. Hay en todo esto, un vicio viejo en
nuestro país, la flojera mental. Más fácil es descartar al otro —sea
conservador o reformador, de izquierda o de derecha— que tomarse el trabajo de
intentar leerlo o escucharlo, con el fin de aprobarlo o rechazarlo. O entender
que se puede coincidir con algunos, pero acaso no del todo.
Una última
observación antes de dejar al lector ante los documentos que obsequio. Me
sorprende en lo que leo, la ausencia en la prosa de lo que semánticamente se
llama «los conectivos». Es decir, el uso de ‘sin embargo’, ‘por una parte’,
‘por otra parte’, y la expresión de ‘si bien es cierto que’, que por lo general
le sigue, ‘no deja de ser verdad que’. ¿Qué es todo eso, en la lengua
castellana? ¿Que por generaciones ya no se enseña en las aulas? Nada menos que
la posibilidad del matiz. O sea, nada es por completo verdadero o falso. Pero
el maniqueísmo expone su punto de vista. Y nada más. El otro, no existe. Y no puede
haber democracia en un país como el actual Perú, en el que la “contenta
barbarie” predomina. Qué tiempos
aquellos cuando Víctor Andrés Belaunde escribía un libro para refutar a Mariátegui.
O este refutaba a Haya de la Torre. Claro está, los años veinte. Y en los
setenta, el debate entre Iván Degregori y Flores Galindo, ambos de izquierda.
Nada de ese espíritu corre en los medios y se ignora en gran parte enlas
universidades actuales. Cada cual en una esfera. Bienvenidos a la nueva edad
media.
El
TEXTO DE ESTA SEMANA.
UN
PROFESOR MEXICANO Y LA IMPORTANCIA DEL ESTADO
Presentaré al
autor, Arturo González Cosío. Hizo estudios de Derecho en la UNAM de
México. Y el doctorado en la Universidad de Colonia, Alemania Federal. Profesor
del famoso Colegio de México, en la UNAM, y una extensa
vida académica, varias veces premiado en su país y en el extranjero. En lo que
me concierne, confieso que me pareció siempre muy libre de las tentaciones
ideológicas de nuestro tiempo. Y acaso por su formación en Alemania, capaz de
una mirada global sobre el peso que tuvo en el desarrollo de la Europa moderna
del siglo XIX
al XX,
el «requisito del Estado para dar poder a Europa». Y de paso, a los Estados
Unidos. Hay otra razón en el profesor González para encontrar razonable la
necesidad del Estado. Es mexicano. Y no se puede explicar el progreso mexicano
sin tomar en cuenta la construcción de un Estado moderno después de la
revolución mexicana. Terminada esta, México tuvo una conducción permanente con
el PRI,
que no tuvo ningún país de la América Latina. El México que he conocido, hacia
el 2010, es el país que no solo tiene gas natural, plata, petróleo, sino
produce acero, automóviles, y exporta productos de alta tecnología. Es hoy una
potencia, tanto como Brasil. Y por otra parte, un país con Estado e identidad
cultural. Creció antes de la mundialización. Algo que no nos ha ocurrido, acaso
porque tuvimos siempre gobiernos pero no lo que se llama Estado. Lectura
necesaria para los idolatras del todo mercado.
¿Qué es el
Estado? ¿Por qué lo necesitamos? Lo que sigue.
___
Notas para un debate sobre el
Estado
Por: Arturo González Cosío
«Más allá de lo que algunos denominan el fracaso de las
grandes teorías, en plena quiebra de mitos y modelos, en el auge de la incomunicación
y de la ambigüedad, tenemos que reconocer lo que significó el Estado para la
sociedad europea en el largo camino de su existencia, desde el Renacimiento, en
las ciudades italianas del siglo XV, la unidad colectiva abstracta de Prusia de
los Hohensollern de 1640 a 1786, y en el breve aliento del Estado total en los
años que van de 1920 a 1945 —Schmitt—.
Transcurre el concepto de
Estado a partir de la «tecnicidad» de Maquiavelo, pasa por el Estado de derecho
de Bodino, lo recoge Rousseau en función de la voluntad general y la ley, lo fundamenta
Kant en la posibilidad de un marco ético individual, con rango universal, y
Hegel lo propone como «realidad de la libertad concreta» y «plenitud de la idea
moral».
El Estado es la institución que propicia el desarrollo y
la integración de las naciones en Europa durante el siglo XIX. Se conforman
bajo sus banderas los imperios coloniales de Inglaterra, Francia, Bélgica,
Holanda y Alemania, con un formidable marco conceptual. Desemboca en las dos
guerras —llamadas mundiales— que propician, segun Nolte, la sangrienta guerra
civil europea entre el nazismo y el bolcheviquismo.
Mientras que en Norteamérica, paralelamente, se edifica
un Estado distinto, pluriétnico y, ya desde entonces, instancia de dominación
que alienta los conflictos ajenos y deja en manos de los países pequeños el
manejo de los asuntos menores, expropiándoles las determinaciones estrategicas.
Este nuevo tipo de dominación recoge la experiencia del imperio inglés para
llevarla a una inteligente y más completa aplicación que auncia su presencia
también en el tercer milenio. Es en síntesis una mezcla del puritanismo y
espíritu de corsario.
Las naciones que se
independizaron a principios del siglo XIX, al igual que las que
accedieron a este afán de libertad e identidad después de la segunda Guerra
Mundial sin una sociedad que los auspiciara, han buscado en el estado nacional
la vía que los condujera a su desarrollo. Se le consideró así paradigma y
arquetipo que podrían romper las viejas cadenas de la dependencia colonial;
pero ninguno de estos países pudo realmente lograrlo. Se han denominado al paso
de los años como repúblicas representativas, democráticas y soberanas, sin jamás serlo, con humor negro o cinismo.
Otras alternativas que parecen tener hoy los países
subdesarrollados en su anhelo de independencia son la industrialización y la
modernización que los orienta hacia las estrategias globalizadoras del mercado
mundial. Tampoco estos reformismos significaron una solución, pues solo fueron
pretexto para el enriquecimiento de las elites locales. Predominaron el
despotismo, la corrupción y un intento inútil de proseguir, casi mecánicamente,
con los gestos de imitación extralógica que quieren convertir de pronto a
pequeños países en «potencias medianas». Se destruyeron las estructuras propias
que les habían permitido sobrevivir, sumiéndolos en mayores miserias, pues les
alteraron el modesto camino que llevaban para ahogarlos en «un agobiante
círculo cerrado» de problemas más agudos.
Ni el socialismo, ni el
fascismo, ni el capitalismo resultaron recetas aplicables a los países que
querían construir, a través de movimientos revolucionarios, un nuevo y propio
aparato de dominación que guiara al pueblo a la solidaridad y al desarrollo.
El hombre del mundo griego
encontró en la polis su identidad
fructifera —Finley—, el ciudadano romano se sentía obligado por la virtud a participar en la res publica —Kahler—; el hombre del
medioevo fluía existencialmente en la gran pirámide escolástica —Santo Tomás—.
Hoy el hombre, con las teorías desvencijadas y el pragmatismo desnudo, tiene
que asumir un capitalismo desvinculado de cualquier ilusión de unidad,
dependiente y frágil, a expensas de una globalidad no por tácita menos
implacable.
Vivimos en el «Estado de
excepción» cotidiano. Somos gobernados por decretos distintos cada día
desechables, dictados más por un tirano que por un comisario, a quien nadie le
ha encargado alguna tarea concreta de dominación. Obedecemos leyes aprobadas
sin consulta y de antemano, que se cambian sin dificultad, segun la coyuntura
externa lo requiera.
Formamos una sociedad
disgregada en la que esporádicamente nos ponemos de acuerdo sobre realidades
inaccesibles. Somos ciudadanos diluidos y asumimos compromisos que da igual si
se cumplen o no, en tanto se mantengan vigentes los intereses de las esferas
internacionales de poder.
Ante la imposibilidad de la
utopía de un cauce moral que involucre a todos se requiere, nuevamente, otra
«tecnicidad» al estilo de Maquiavelo, pues se han convertido los poderes Legislativos,
antes fuente de la ley, en meros órganos mecánicos de legitimación que actúan
por necesidades materiales del momento, sin una racionalización que los
comprometa a dignificar la vida del hombre.
Somos un mundo que se
organiza desde los puntos «circulares» de dominación que establecen las
trasnacionales, de contenidos intercambiables y valorizaciones ad hoc. Llamamos hoy «sociedad civil» a
un «foquismo político» pulverizado que es el resultado del triunfo del capitalismo.
Paraíso del individuo en el que sin embargo este ya no funciona, porque su voluntad
es contradictoria, su naturaleza mutable y en una contínua disposición interna
para aceptar la inercia, la satisfacción precaria de lo inmediato; sujeto a un
mando que utiliza y regula, incluso la rebeldía.
Ante la angustia de los
pueblos empobrecidos y desesperados, proponemos caminos que parecen sencillos y
accesibles, siempre y cuando se tuvieran por lo menos «tiempo» y «recursos», y
es precisamente de lo que carecen la inmensa mayoría de los países en la
actualidad. Por ejemplo, sería inutil para México —como para tantos otros
países— tratar de reconstruir al Estado nacional en su contexto exterior que se
lo impide y con un tejido social que no lo sustenta, solo por un empeño
nominalista.
La globalización viene a ser
simultáneamente marco de referencia y presea de los triunfadores. Para los
países desarrollados es un esquema práctico-teórico que justifica la
dependencia de los demás y para la inmensa
mayoría es, meramente, una vinculación novedosa que no alivia las
penurias ni garantiza las perspectivas de un futuro.
Siguen los pueblos anhelando al Estado, aunque sea ya
solo una posibilidad anacrónica de articularse, una manera de proseguir la búsqueda
de una sociedad abierta en la que el hombre se rija por valores propios, en la
que, quizá, algún milagro maravilloso logre, siguiendo la terminología de
Rousseau, que todas las «voluntades particulares» adquieren el mismo signo de
la «voluntad general». Queda también la opción de la tribu, el regreso a la
comunidad inicial, a las luchas étnicas —Maffesoli—.
Cada vez está más lejos el
hombre de ser aquel individuo que aceptaba la disciplina moral de pertenecer a
una cultura y por lo tanto a una sociedad. Agota su teleología en la visión que
le otorga la mutiplicidad de medios disponibles, tan variados y omnipotentes
que no requieren dirigirse a objetivo alguno.
¿Estaremos ante un nuevo
sistema de poder impersonal y no territorial ejercido por unos cuantos dueños
de toda la información que confunden la realidad «real» con la virtual?
¿Este círculo invisible y prepotente da a la dominación y
a sus atributos solo una dimensión estética como lo vislumbra Nietzsche, sin
importarle si los que obedecen entienden o identifican siquiera las finalidades
del proceso?» (Arturo Gónzalez Cosío)