Perú, en la peste del maniqueísmo (achorado)

Written By: Hugo Neira - Ago• 05•19

«Para que no se abuse del poder, es preciso que un poder detenga al otro poder.» —Montesquieu—

No me ocuparé de la mesa redonda sobre propuestas de adelanto de elecciones. Sin embargo, escuché las opiniones de Vitocho, Juan Sheput, Alejandra Aramayo, Javier Velásquez, Jorge Meléndez. No hubo consenso sino disenso, lo cual es saludable. Pero no para la inmensa tendencia de peruanos que quieren el fin del Congreso. No porque haya dominado el fujimorismo, sino porque no quieren la existencia de un Parlamento, fuera el que fuera. Idea de algunos políticos peruanos el no tener ni diputados ni senadores sino una entidad jurídica que examine los proyectos del Ejecutivo, o sea del Rey, sin chistar. Bueno, eso fue la Francia del siglo XVIII antes de la Revolución, y el Imperio de Carlos V con sus Concejos, entre ellos el de Indias. Y acaso cuando cada Inca consultaba a la parentela que lo apoyaba.

Sobre esos debates sobre elecciones el 2020 o 2021, no pienso intervenir, no soy jurista ni constitucionalista. Por lo demás, veo en esos trámites una selva de escamoteos, trucos y engaños. Uno de los cuales acaba de revelar el diario Expreso (1/8/19, p. 3). Un expresidente del Tribunal Constitucional —nada menos—, Carlos Mesía, advierte que no es necesario remover el artículo 111 que «establece que los presidentes y los vicepresidentes son elegidos con los mismos requisitos y por igual término». Entonces, ¿por qué el gesto de sacrificio del actual Presidente? Todo para que otro referéndum  repita «la furibunda campaña del 2018, el del SI-SI-SI-NO». Con lo cual se permitiría al actual mandatario presentarse. ¿Legalidad o prestidigitación?

Si bien es cierto que en la política en general hay reglas, también hay quienes abren zanjas o saltan las vallas. Nada de esto me sorprendería. Pero lo que asombra y preocupa es lo que podemos llamar el clima social y la mentalidad dominante. No las argucias sino el tono. Algo pasa en los niveles más altos de las cúpulas políticas —las actuales y las que vengan— y que contamina a la comunidad, a la sociedad. Y no es solo por el poder mediático de unos cuantos diarios y antenas de televisión. Soy sociólogo. Esta ciencia tuvo éxito cuando sus fundadores se ocuparon sobre el suicidio en Durkheim, con Weber y la ética protestante, y el Antiguo Régimen y la Revolución con Tocqueville. Y nuestro campo ha consistido en estar atento a «los movimientos sociales», a la crítica de la economía o la observación de la pugna por el poder. Pero hoy no es suficiente. La modalidad actual, masivamente, se halla en el campo de la cultura sea cual fuese el actor, dominado o dominador. Es costumbre la renuncia al pensamiento cognitivo y más bien el uso de la mayor intolerancia. Lo que cuenta no es la discusión del otro por sus ideas sino su negación. El otro —aprista, izquierdista, fujimorista, «caviar» o conservador— no debe existir¡! Se ha generado una subcultura política. Ese es nuestro problema mayor.

Desde mi retorno de Europa, hace ya 16 años, pude apreciar lo que se había modificado para bien en el Perú, pero a la vez, aquello en que se había hundido. ¿Fragmentado el Perú? No es ese el daño. Toda sociedad tiene clases, brechas sociales, colectividades políticas religiosas, históricas, ideológicas. Pero nada de eso lleva en otras sociedades a la imposibilidad de tener ciudadanía. En todas partes hay prácticas racistas claras o solapadas, y minorías étnicas y culturales, pero con todo, llegan a tener sociedad moderna con todas sus contradicciones. La nuestra no. Un orden social no se puede fundar en particularidades. Una de las cuales es «solo cuentan nosotros». Vanidades de aldea.

Me hacía estas preguntas mientras investigaba otros aspectos humanos, no siempre me ocupo del Perú. Y de pronto, entiendo que en la historia de los orígenes del cristianismo, hubo una doctrina religiosa llamada maniqueísmo, una secta considerada más tarde como una herejía. La Iglesia, por supuesto, los descalificó. Eso explica que el uso de maniqueo en tiempos actuales, y en ciencias políticas y sociales, el sinónimo viene a ser fanático, obcecado, recalcitrante. El maniqueísmo histórico fue muy distinto. Mani, un arameo nacido en Babilonia (se supone que en 216-274) intentaba una religión universal, que incluía a Zoroastro, Buda y Jesús. Tuvo discípulos y libros. Tenía una ética: su código moral que hasta ahora se estudia, era no violencia, castidad, pobreza. Fue tan fuerte que el propio San Agustín fue un buen rato, maniqueo.

Los antiguos maniqueístas partían del principio del dualismo. Me explico, había una Iglesia y la Santa Iglesia. La religión y una Santa Religión. La idea de dualidad los llevaba a pensar en lo admisible y su contrario. En el diario El Comercio de este domingo, un artículo de Vergara habla de «dualistas». Se refiere a PPK y a Keiko. Es metáfora, lo toma como un duelo. Y en esa misma edición, el editorial recuerda las elecciones del 2016, «cuando la ciudadanía, con su voto, decidió que el Ejecutivo y el Congreso quedaran repartidos entre fuerzas distintas». No señor. Eran muy similares. Digamos las cosas como son, ¡eran dos derechas! ¿Qué les pasó? Entre una serie de causas, intentaron ambos destruir al rival. Pero no son los únicos. El maniqueísmo criollo está por todas partes. Llega a la intimidad, a personas que ya no se frecuentan porque el otro piensa de modo diferente.

Con la peste del maniqueísmo político-cultural ha aparecido otro actor social. Se ha pasado del criollo al achorado. «El que fuerza las situaciones». Lo dice Danilo Martuccelli: «La habilidad del criollo era proverbial y marcada por la prudencia, el achorado es un atropellador imprudente» (Lima y sus arenas, 2015, p. 262) «Verdadera filosofía de vida, cada uno de ellos vive en la oportunidad» (Ibid.) ¡Cómo los de afuera nos entienden mejor que nosotros mismos! El achorado no discute, «aplasta».

Ahora bien, según André Comte Sponville, «política es la gestión no guerrera de los conflictos». ¿Cómo si esa actividad es inseparable de la conflictividad? Gran parte de la sociedad peruana no está preparada no solo para la democracia (sigue descendiendo después de 1995, Latinobarómetro) sino para cualquier tipo de gobierno. Las dictaduras nos duran poco. También las precarias democracias. Hoy, ¿aceptar la pluralidad, el juego entre mayorías y minorías, y una institución que ejecuta y otra que marca los límites? ¿Y una tercera que vigila a las otras dos? Demasiado. En los concilios de Lima en el XVI, los monjes que intentaban cristianizar a la población indígena se encontraban con un límite cognitivo. Se reconvertían aceptando un Padre eterno, al Hijo, pero ¿eso del Espíritu Santo? Era mucho. Y Roma les dijo que dejaran el tema. ¿Eso nos está pasando hoy día?

¿Nuestro futuro es tribal? A este ritmo, celebremos el Bicentenario porque me temo que no haya otro.

Publicado en El Montonero, 5 de agosto de 2019

https://elmontonero.pe/columnas/peru-en-la-peste-del-maniqueismo-achorado

¿Y si la lejanía es lo que siempre nos ha traicionado?

Written By: Hugo Neira - Jul• 30•19

Me importa en demasía las ciencias sociales. Pero no siempre hay que que creer las afirmaciones de los colegas. En general, en ciencias, de la natura como del hombre, no se debe creer sino argumentar, dudar, reflexionar. La creencia no es el saber, es otra cosa: un acto de fe. Sin embargo, rebuscando papeles y trabajos anteriores, de los muchos que quedan de mis viajes, me tropiezo con uno en que se ponía una gran atención a una suerte de identidad colectiva, y la llamaron la multitud. Lo usé un tiempo. Pero la evolución planetaria de las sociedades hace aparecer un nuevo sujeto. El individuo. La mundialización ha hecho caer diversos paradigmas. Uno de ellos, la importancia de la conectividad.

¿Pero eso es cierto? La sociedad que más se aproxima a la situación de gran potencia, sobrepasando acaso a los Estados Unidos, es la China post Mao. (Véase, más adelante, el rol que le da George Friedman). Es cierto que se la puede visitar, pero no es precisamente un lugar de migraciones extranjeras. Y menos aún, el Internet que usamos. Y sin embargo, progresa.

En nuestro caso —y no me refiero al Perú a partir del siglo XV, sino al milenarismo de las primeras civilizaciones anteriores a Tiahuanaco y a los primeros Incas—, el rasgo dominante es que estuvimos aislados. Y es por el mar que llegan los conquistadores. Por algo los llamaron «virachocas», algo cercano no a un dios sino a la espuma del océano. No voy a discutir, obviamente, el accidente llamado la Conquista. Ni lo que voy a decir se inscribe en una línea de interpretación indigenista ni tampoco hispanista. Como lo ha dicho uno de los grandes pensadores de esta América Latina, «la polémica del Descubrimiento y la Conquista es vana y anacrónica». ¿Quién? Nada menos que Octavio Paz. Para bien o mal, «América comenzó en el siglo XVI».

Sin embargo, hay un pattern en nuestro itinerario. Y me refiero no solo a nuestra historia sino a la de todas las sociedades latinoamericanas. Las grandes sacudidas, los cataclismos vienen de afuera. No me refiero a las revoluciones, la de México en 1910 o la de Cuba en 1960, sino a eso que llamamos Conquista, Virreinato e Independencia. Esta última no hubiese ocurrido si España hubiese vencido a Bonaparte. No nos gusta reconocerlo pero la Independencia arranca —no para el Perú, que es más tardío— cuando queda acéfala la corona española. Pero la ocupación francesa en 1808, el levantamiento popular y la guerra misma destruyendo el Antiguo Régimen en la península misma, son parte de lo que ocurre entre 1810 y 1825. España deja de ser imperial. Es una potencia de segunda clase y en los territorios de América, con las juntas provinciales, se legitima otro tipo de poder. Se dice por el lado criollo que están contra Bonaparte y a favor de Fernando VII, el rey secuestrado por José Bonaparte, hermano de Napoleón. Una maniobra para iniciar algo mejor que una insurrección, autoconstituir asambleas, regencias, congresos de diputados, y entre ellas, las Cortes de Cádiz. En 1812. Es cuando se reconoce derechos a los americanos, tanto como a los peninsulares. Eso no ocurre en Lima pero sí en Buenos Aires. El punto de partida de la expedición de San Martín a Paracas, ocho años más tarde. Y siempre el mar. Es decir, algo que pasa en otros lugares del planeta, y llega tardíamente a playas peruanas.

¿Y quién dice que esto no pueda repetirse? ¿Estamos seguros, realmente, en qué sentido gira el mundo, en esta era del capitalismo de la mundialización, del poder ya no de las potencias imperiales sino de las grandes compañías, esas entidades llamadas por algunos ‘corporaciones’, por otros empresas ‘multinacionales’? En el año 2000, he leído que el diario mexicano La Jornada, confirmaba que de las 100 entidades económicas más grandes del mundo, por esa fecha, 51 eran corporaciones, y unas 41 eran naciones (Liliana Buschiazzo, «El Estado Precario»). Sí, claro, debemos intentar comprender y resolver nuestros problemas internos. Pero no podemos dejar de observar y reflexionar sobre la escena contemporánea. Los aztecas, que estaban en plena expansión en 1519, no podían imaginar que los conquistadores llegararían dos años después, el 13 de agosto de 1521, un día bajo el signo ritual Uno-Serpiente, día fatal por lo visto. Y que poco después moriría su último emperador, y desde el segundo mes del Xocolt Uetzi, no solo la capital se vuelve ruinas y muerte: plagas nuevas por todas partes, que acaso los vencían más que los caballos y las tizonas de los invasores.

Lo que pasa en otros lugares nos importa. Las líneas anteriores no son sino una introducción a un texto especial. Un ensayo de George Friedman. Fundador y director del centro de reflexión geopolítica Strategic Forecast (www.Stratfor.com). Es un gran observador de los riesgos y la seguridad mundial, las relaciones estratégicas entre los países y los factores de poder de las naciones. Está en estas páginas por la iniciativa que tomo. Quisiera compartir este texto, cuyo título ha sido «Una profecía geopolítica», publicada en el 2009. Su fuente es el The Next 100 Years. Lo digo porque así lo pide el Doubleday Publishing Group, una división de Random House, Inc. Hay una versión completa del libro, pero circula en México bajo el sello Océano en 2010.

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Una profecía geopolítica                                               Por: George Friedman

«Imaginemos que es el verano de 1900, que vivimos en Londres, entonces la capital del mundo. Europa rige Occidente. Apenas hay un lugar en la tierra que no esté bajo control, directo o indirecto, de alguna capital europea. Europa está en paz y goza de una prosperidad sin precedentes. Los vínculos europeos de inversión y comercio son tan amplios que hay quien sostiene que la guerra es imposible o que, de haberla, se resolvería en cuestión de semanas, ya que los mercados financieros no tolerarían esa tensión por mucho tiempo. El futuro parece nítido: una Europa próspera y pacífica gobernará el mundo.

Imaginemos ahora que es el verano de 1920. Europa ha sido desgarrada por una guerra brutal. El imperio austrohúngaro, al igual que el ruso, el alemán y el otomano, han dejado la escena y han muerto millones en una guerra que duró varios años. La guerra terminó con la intervención de un ejército estadunidense de un millón de hombres, que vino tan rápido como se fue. El comunismo domina Rusia pero su futuro no es claro. Países que se han mantenido en la periferia del poder europeo, como Estados Unidos y Japón, surgen como grandes potencias. Todos coinciden, sin embargo, en esto: el tratado de paz impuesto a Alemania garantiza que este país no se repondrá en mucho tiempo.

Imaginemos ahora el verano de 1940. Alemania no sólo se ha recuperado sino que ha conquistado Francia y domina Europa. El comunismo ha sobrevivido y la Unión Soviética es aliada ahora de la Alemania nazi. Sólo Gran Bretaña se opone a Alemania. Los observadores coinciden en que la guerra ha terminado. El destino de Europa parece decidido al menos para lo que resta del siglo: Alemania heredará el dominio sobre el mundo.

Imaginemos ahora el verano de 1960. Alemania ha sido destruida hace quince años en una guerra. Europa ha sido ocupada, dividida en mitades por la Unión Soviética y Estados Unidos. Los imperios europeos se colapsan, Estados Unidos y la Unión Soviética compiten por el dominio del mundo. Estados Unidos tiene contra la pared a la Unión Soviética y podría aniquilarla en cuestión de horas, dado su abrumador arsenal de armas nucleares. Estados Unidos ha surgido como la superpotencia global. Domina los océanos y con su poder nuclear puede imponer condiciones en todas partes del mundo. Mantener las cosas en punto muerto es a lo más que pueden aspirar los soviéticos, salvo que invadan Alemania y conquisten Europa. Esta es la guerra que el mundo espera y para la que todos se preparan, con un nuevo fantasma en el trasfondo: el peligro de la China maoísta.

Imaginemos ahora el verano de 1980. Los Estados Unidos han sido derrotados en una guerra de siete años no por la Unión Soviética, sino por Vietnam del Norte. La gran potencia es vista y se ve a sí misma en retirada. Expulsada de Vietnam, es expulsada también de Irán, cuyos campos petroleros parecen a punto de caer en manos soviéticas. Para contener a la Unión Soviética, Estados Unidos ha hecho una alianza con la China maoísta, luego de una amigable reunión de sus presidentes en Pekín. Esta alianza es vista como la única posibilidad de contener a la poderosa Unión Soviética, que parece la potencia emergente.

Imaginemos ahora el verano del año 2000. La Unión Soviética se ha colapsado. China es todavía comunista en el nombre pero capitalista en los hechos. La OTAN se ha extendido a Europa Oriental e incluso hasta la misma Unión Soviética. El mundo es próspero y pacífico. Las consideraciones geopolíticas son menos importantes que las económicas, y los únicos retos para la estabilidad son focos regionales de tensión como Haití o Kosovo.

Llega entonces el 11 de septiembre de 2001, y el mundo se pone de cabeza nuevamente. Alcanzado este punto podemos saber que lo único seguro sobre el futuro es que el sentido común se equivoca siempre al imaginarlo. No hay ciclos mágicos de veinte años; no hay fuerzas simples que definen el camino. Lo que en algún momento de la historia parece sólido, dominante y duradero, cambia con sorprendente rapidez. Las épocas van y vienen. La mirada internacional de hoy es muy distinta de la que habrá dentro de veinte años o de la que había veinte años antes, cuando era difícil imaginar la caída de la Unión Soviética. El análisis político convencional padece una aguda falta de imaginación. Ve como permanentes las nubes pasajeras, y es ciego a los cambios a largo plazo que tienen lugar, sin embargo, ante los ojos del mundo.

En los inicios del siglo XX era imposible prever acontecimientos como los que he mencionado. Pero hay ciertas tendencias que hubieran podido anticiparse y que de hecho se previeron. Era claro, por ejemplo, que Alemania, unificada en 1871, era una gran potencia atrapada en una posición insegura (entre Francia y Rusia) y necesitaba redefinir su situación europea y, por tanto, global. La mayoría de los conflictos de la primera mitad del siglo XX giraron en torno al lugar que Alemania intentaba ocupar en Europa. Aunque el momento preciso de las guerras no podía preverse, la probabilidad de la guerra era previsible; de hecho, muchos observadores la pronosticaron.

Lo difícil de anticipar era que las guerras del siglo XX serían tan devastadoras como fueron y que, después de ellas, Europa perdería su dominio sobre el mundo. Pero hubo quienes predijeron, en particular después de la invención de la dinamita, que a partir de entonces las guerras serían catastróficas. Si la anticipación tecnológica se hubiera combinado con la anticipación geopolítica, habría podido adivinarse la estremecedora sacudida de Europa. Por lo que hace al surgimiento de Estados Unidos y Rusia como nuevas potencias, desde luego se habían anticipado en el siglo XIX. Tanto Alexis de Tocqueville como Friedrich Nietzsche presintieron el ascenso de estos países. De modo que, con rigor y buena suerte, en los primeros años del siglo XX habrían podido imaginarse sus hechos centrales.

En los primeros años del siglo XXI podemos reconocer el rasgo fundamental de la época que se inicia, el equivalente de lo que fue la unificación alemana para el siglo XX. Hechos a un lado los imperios europeos, y lo que queda del antiguo imperio soviético, sólo resta en el escenario una superpotencia con poder abrumador: Estados Unidos. Estados Unidos parece enredar las cosas y cosechar reveses en distintas partes del mundo. Pero no hay que confundir el caos momentáneo con la tendencia de fondo. Económica, militar y políticamente, Estados Unidos es el país más poderoso de la tierra y no hay quien pueda desafiar ese poder. Como la guerra de Estados Unidos con España hace cien años, dentro de cien años la actual guerra entre Estados Unidos y el Islam radical será poco recordada, pese a la conmoción que provoca en nuestros días.

Desde la guerra civil de 1862, Estados Unidos ha tenido un extraordinario crecimiento económico. Pasó de ser una nación marginal a ser una economía más grande que los cuatro países ricos que le siguen. Desde el punto de vista militar, pasó de ser una fuerza insignificante a dominar el globo. Desde el punto de vista político, Estados Unidos toca prácticamente todo, a veces con la intención de hacerlo, otras por efecto de su simple presencia internacional. Estas palabras parecen escritas por un fanático proestadunidense, pero lo único que quiero decir en realidad es que el mundo gira de una manera u otra en torno a Estados Unidos.

Esto no se debe sólo al poder de Estados Unidos. También a un cambio fundamental sobre la forma en que funciona el mundo. Durante los últimos quinientos años Europa fue el centro del sistema internacional, y sus imperios crearon, por primera vez en la historia, un sistema global. La ruta fundamental era el Atlántico Norte. Quien controlara el Atlántico Norte controlaba el acceso a Europa, y el acceso de Europa al mundo. La geografía básica de la política global estaba encerrada en un espacio.

Entonces, a principios de los ochenta del siglo pasado, sucedió algo notable. Por primera vez en la historia el comercio de la cuenca del Pacífico igualó al comercio trasatlántico. Con Europa reducida a una colección de potencias secundarias después de la Segunda Guerra Mundial, y el cambio en los patrones de comercio, el Atlántico Norte dejó de ser la llave de entrada única a todas partes. Ahora el país que controlara el Atlántico Norte y el Pacífico podría controlar, si quería, el sistema de comercio mundial y, por tanto, la economía global. En el siglo XXI todas las naciones con costa en ambos océanos tienen una gran ventaja geopolítica sobre las otras. Dado el costo de construir un poder naval y el enorme costo de desplegarlo en el mundo, la potencia capaz de habitar los dos océanos se vuelve el actor dominante del sistema internacional por la misma razón que Inglaterra dominó el siglo XIX: vivía en el mar y lo controlaba. En este sentido, Norteamérica ha reemplazado a Europa como centro de gravedad en el mundo y quien domina Norteamérica tiene prácticamente asegurada la posición de potencia global dominante. Al menos por el siglo XXI ese país será Estados Unidos.

El poder acumulado de Estados Unidos y su posición geográfica lo convierten en el actor central del siglo XXI. Eso no lo hace un país querido. Por el contrario, su poder lo hace temible. La historia del siglo XXI, por lo tanto, en particular su primera mitad, girará en torno a dos enfrentamientos de signo contrario. Uno, el de las potencias secundarias formando coaliciones para tratar de contener y controlar a Estados Unidos. Segundo, el de Estados Unidos buscando impedir que tales coaliciones se formen.

Si pensamos en los principios del siglo XXI como el amanecer de la Era Americana (sucesora de la Era Europea), podemos decir que ha empezado con una corriente de grupos y países musulmanes tratando de recrear el Califato, el gran imperio islámico que se extendió alguna vez del Atlántico al Pacífico. Este actor inesperado atacó Estados Unidos en un intento de llevar a la primera potencia del mundo a la guerra para demostrar su debilidad y detonar un levantamiento islámico. Estados Unidos respondió invadiendo el mundo islámico, pero su objetivo no fue la victoria. No es claro siquiera qué significa la palabra victoria en tales circunstancias. El objetivo fue simplemente dislocar el mundo islámico y voltearlo contra sí mismo, de modo que no pudiera surgir una coalición de mayor envergadura.

Estados Unidos no necesita ganar guerras. Sólo necesita impedir que sus adversarios adquieran fuerza suficiente para desafiarlo. El siglo XXI podría ver distintas confrontaciones de potencias menores tratando de contrarrestar la acción estadunidense, y a Estados Unidos contrarrestándolas. Podría haber incluso más guerras que en el siglo XX, pero serán guerras menos catastróficas debido a los cambios tecnológicos y a la naturaleza del cambio geopolítico.

La guerra entre Estados Unidos y el Islam está terminando y ya se anuncia un nuevo conflicto. Rusia recrea su antigua esfera de influencia, que inevitablemente será un desafío para Estados Unidos. Los rusos se moverán hacia el oeste sobre la gran planicie norte de Europa. En la reconstrucción de su poder, Rusia se topará con la OTAN, que domina Estados Unidos, en los tres países bálticos —Estonia, Letonia y Lituania—, lo mismo que en Polonia. Habrá otros puntos de fricción, pero lo más probable es que esta nueva guerra fría acapare las miradas cuando se diluya la guerra de Estados Unidos con el Islam.

Parece inevitable que los rusos traten de reconstruir su poder y que Estados Unido trate de evitarlo. Pero al final Rusia no puede ganar. Sus profundos problemas internos, el declive de su población y su pobre infraestructura hacen que sus posibilidades a largo plazo sean sombrías. Enfrentarse a Estados Unidos en una segunda guerra fría no puede terminar sino en un nuevo colapso de Rusia.

Muchos observadores creen que China, no Rusia, es el rival a vencer de Estados Unidos, su principal desafío. Difiero de esa opinión por tres razones. Primero, si se mira con cuidado un mapa de China, se advertirá que en realidad es un país físicamente aislado. Con Siberia al norte, los Himalaya y grandes selvas al sur, y la mayor parte de la población china en la región oriental del país, los chinos no podrán expandirse con facilidad. En segundo lugar, China no ha sido una potencia naval en muchos siglos, y construir una armada requiere mucho tiempo no sólo para hacer barcos sino para crear los marineros expertos y bien entrenados que se necesitan. Y hay una tercera razón, más profunda: China es estructuralmente inestable. En cuanto abre sus fronteras al mundo exterior, las regiones costeras se vuelven prósperas, pero la inmensa mayoría de los chinos del interior del país siguen siendo pobres. Esto crea tensión, conflicto e inestabilidad. Conduce a decisiones económicas tomadas por razones políticas, de lo que se deriva ineficiencia y corrupción. No es la primera vez que China se abre al comercio exterior, y no será la última que esa apertura traiga como resultado más inestabilidad. Podría no ser tampoco la última vez que surja una figura como Mao Tse Tung para cerrar el país al mundo, igualar la riqueza —o la pobreza— y empezar un nuevo ciclo. Hay quienes creen que las tendencias de los últimos treinta años de China durarán indefinidamente. Creo que el ciclo chino se moverá hacia su siguiente fase inevitable en la siguiente década. Lejos de ser un rival, China es un país al que Estados Unidos tratará de sostener y mantener unido como contrapeso a los rusos. El actual dinamismo económico de China no se traducirá, necesariamente, en un éxito de largo plazo.

En el curso del nuevo siglo surgirán otros jugadores de peso mundial, países en los que no se piensa como grandes potencias hoy, pero que en mi opinión se harán más poderosos y sólidos en las siguientes décadas. El primero es Japón. Es la segunda economía del mundo y la más vulnerable por su dependencia de la importación de materias primas, ya que carece de casi todas ellas. Dada su historia de militarismo, puede anticiparse que Japón no permanecerá siendo la potencia pacifista marginal que hemos visto después de la Segunda Guerra Mundial. Sus profundos problemas demográficos y su horror a la inmigración en gran escala lo obligarán a buscar trabajadores en otros países. Las vulnerabilidades de Japón se han manejado hasta ahora mejor de lo previsto, pero lo obligarán con el tiempo a un cambio político sustantivo en su orientación global.

Luego está Turquía, hoy la economía diecisiete del mundo. La historia nos enseña que todas las potencias islámicas que han surgido han sido dominadas. El imperio otomano se derrumbó al final de la Primera Guerra Mundial, dejando a la moderna Turquía en su estela. Turquía es una plataforma estable en medio del caos. Los Balcanes, el Cáucaso y el mundo árabe son inestables. Conforme crezca el poder de Turquía —su economía y su ejército son ya los más fuertes de la región— crecerá la influencia turca.

Por último está Polonia, que no ha sido potencia mundial desde el siglo XVI. Pero lo fue alguna vez y creo que lo será de nuevo. Dos factores pueden concurrir a este efecto. Primero, el declive alemán, cuya economía es grande y sigue creciendo, pero ha perdido el dinamismo que tuvo en los últimos dos siglos. Además, su población caerá dramáticamente en los siguientes cincuenta años, minando todavía más su poder económico. Si en su intento de reconstruirse los rusos presionan a Polonia desde el este, los alemanes no tendrán ganas de una tercera guerra con Rusia. Y este es el segundo factor: en ausencia del factor alemán, Estados Unidos apoyará a Polonia con un amplio respaldo tecnológico y económico. Puedo imaginar a Polonia emergiendo como potencia líder de una coalición de Estados enfrentados a Rusia.

Japón, Turquía y Polonia tendrán que vérselas con unos Estados Unidos más fuertes y confiados aun de lo que estaban después de la caída de la Unión Soviética, lo cual podría crear una situación explosiva. La relación entre esos cuatro países impactará decisivamente el comportamiento del siglo XXI, al punto de que podrían conducir a una nueva guerra global. Sería una guerra distinta a todas las que se hayan librado hasta entonces, con armas que pertenecen hoy al reino de la ciencia ficción.

Pero el hecho fundamental del siglo XXI que puede anticiparse es el fin de la explosión demográfica. Para 2050 los países desarrollados estarán perdiendo población a ritmos acelerados. Para el 2100 incluso las naciones menos desarrolladas tendrán tasas de natalidad bajas y una población estable. Desde 1750 el sistema global ha sido construido sobre la premisa de una población en crecimiento: más trabajadores, más consumidores, más soldados. En el siglo XXI la premisa del crecimiento demográfico llegará a su fin y la lógica del desarrollo mundial cambiará radicalmente. El cambio demográfico obligará al mundo a depender más de la tecnología, en particular de robots que sustituyan el trabajo humano, y se intensificará la investigación genética no tanto con el fin de extender la vida, sino para volver más productiva a la gente —y durante más tiempo.

El hecho es que ya en la primera mitad del siglo XXI la quiebra demográfica creará una gigantesca escasez de mano de obra en los países avanzados, cuya preocupación actual es cómo contener a los inmigrantes. En el curso de la primera mitad del siglo XXI, el problema de los países ricos será convencer a los migrantes de que vengan, al punto incluso de pagar por ello. En la competencia por los migrantes escasos, Estados Unidos intentará por todos los medios lo que hoy rechaza: inducir la migración de los mexicanos a su territorio, un cambio irónico pero inevitable.

Esta transición demográfica podría desatar la crisis final del siglo XXI. México es hoy la economía número quince del mundo. Mientras los europeos se diluyen, los mexicanos, como los turcos, crecerán hasta volverse, para fines del siglo XXI, una de las grandes potencias económicas del mundo. Durante la gran migración al norte alentada por Estados Unidos, el equilibrio de la población en los antiguos territorios mexicanos (los tomados en la guerra del siglo XIX) cambiará radicalmente hasta volver muchas de esas regiones predominantemente mexicanas.

La idea de que el siglo XXI podría culminar en una confrontación entre México y Estados Unidos es difícil de imaginar en el año 2009, al igual que una Turquía o una Polonia poderosas. Pero recordemos, con el principio de este artículo, cómo se veía el mundo en distintos momentos del siglo XX, y admitamos que el sentido común no es el mejor consejero para predecir los cambios del mundo.»  (Friedman, 2009)

Publicado en Café Viena, 30 de julio de 2019

https://www.cafeviena.pe/index.php/2019/07/30/y-si-la-lejania-es-lo-que-siempre-nos-ha-traicionado/

Lo indefinido, lo fortuito, lo nebuloso

Written By: Hugo Neira - Jul• 29•19

Lo que ocurra en el 28 de julio, me ha llevado a una suerte de propensión a dudar del curso de la historia. Basadre recomendaba que el azar y el voluntarismo juegan un rol decisivo. Así, he vivido tres momentos. La semana que ha corrido. Luego un recojo de conjeturas, suposiciones, hipótesis, sospechas y barruntos. Y en fin, los anuncios del presidente Vizcarra ante el Congreso, los medios de comunicación y el país entero.

La situación era grave por donde se mirara. O bien el presidente aceptaba las reformas a la reforma propuesta por el Ejecutivo. O bien, pateaba el tablero. Entre tanto, el partido político más numeroso en el país actual es el de la desilusión, el fastidio, tanto por el enfrentamiento de los poderes del Estado, como por la corrupción. Coimas y cohechos por arriba y por abajo. La cólera en unos casos, y otros que buscan su Batman.

La pregunta clave era si el Presidente aceptaría las 6 leyes que alcanzaron a aprobar en el Parlamento, a duras penas, justo en el último día. Los más optimistas estaban por la idea de que el presidente iba a aceptar las modificaciones. Esto me dijeron personas de buen talante, amigos que piensan en términos de racionalidad. El Congreso habría cumplido con su deber. Aquel que todo Parlamento tiene como función en todas las sociedades democráticas del planeta. Por mi parte, yo no veía cómo podían funcionar los partidos con esas «primarias» obligatorias. No lo veía claro. Según Duverger, un partido lo forma un núcleo de dirigentes —los fundadores tanto en la izquierda como en la derecha— que luego se ensancha a lo que se llama los militantes. Y luego, algo más amplio, los simpatizantes. Los partidos son inevitablemente jerárquicos. Como un ejército, una iglesia, una empresa. Pero el invento de Tuesta y la Comisión de Alto nivel, pensaban en otra cosa.

A falta de estadísticas, escuché a muchos. Pocos me dieron una hipótesis decisiva. Escuché a aquellos con juicios racionales y jurídicos. Pero no soy ni jurista ni constitucionalista. En cambio, he estudiado en Francia ciencias políticas. Y si claro está, existe las reglas de juego, también es cierto que la política es una lucha. Un agon, como decían los antiguos griegos. Y que toda política tiene un rasgo de irracionalidad. Escuché en la pantalla de la televisión a Lourdes Flores. Dijo cosas sensatas, quizá demasiado sensatas. Lo decía con un tono especial, sonreía, jugaba, se ponía en las mejoras salidas. Estaba en el lado de los que toman los grandes dilemas desde el jardín de quienes viven en el mejor de los mundos. Otros, en cambio, consideraban que el desenlace era evidente.

Había una tercera variable. ¡No iba a pasar gran cosa! En ese sentido, me  sorprendió entonces, un artículo de Carlos Basombrío titulado «El circo de tres pistas» (El Comercio, 25 de julio). El tema era el probable mensaje presidencial. El tono era irónico, aunque admitía «que el resultado final era incierto». Por mi parte, por un momento pensé que en efecto, que este 28 de julio «el presidente Martín Vizcarra acudirá al Congreso no para disolverlo». Lo que haría es «decir que ha conseguido cinco o seis de sus objetivos, agradecerá al Congreso por el esfuerzo y les pedirá perseverar en la reforma». Pero comencé a pensar que los augurios de Basombrío no caminaban. Daniel Salaverry no ganó las elecciones sino Pedro Olaechea.

Y como puede imaginar el lector, fui con toda mi carga de conjeturas a escuchar por completo el discurso presidencial de este 28 de julio. Es sencillo. Unas tres cuartas partes más que un discurso, fue un informe minucioso. Se nota que su autor ha pasado buen tiempo visitando el país. Con detalle pasaba de un tema como la agricultura o el turismo, a tres tipos de datos, cuánto invierte en cada caso el Estado, los hospitales, escuelas o el gasto en institutos técnicos, y a cuántas familias o peruanos, se benefician. Todo en números precisos. Datos como el que «hay  millones de peruanos sin acceso a la salud». O los datos sobre posibles carreteras, «1200 km con 12 obras en marcha», y así por el estilo. Me parecía más que interesante. Un tratado, un prontuario, un vademécum sobre lo que nos falta en servicios públicos e infraestructura, y cuando comenzaba a bostezar, llegó la bomba.  «Todos nos vamos». «Incluye el recorte del mandato presidencial».

Con todo, qué lección. La esencia de este discurso es que nos ha dicho como conoce el Perú y las cosas que se pueden hacer. Y luego de decirnos que él puede —la prueba son los Juegos Panamericanos— nos dice, hoy, me voy, para volver. No se cierra el Congreso de inmediato. Reforma constitucional para irse el próximo 28 de julio del 2020.

En política, el actor juega un rol decisivo. Veremos qué responde el Parlamento.

Hacía tiempo, desde los días de Alan García, que no había un político en Palacio. No lo fue Ollanta Humala ni la señora Heredia, menos PPK. Es evidente que Martín Vizcarra es un político.

Sin embargo, todo se vuelve súbitamente nublado. ¿Desaparecerán los partidos llamados tradicionales? ¿Cuántas fuerzas sociales que no tienen sitio en la escena contemporánea van a aparecer de aquí al 2021? ¿No habrá sentido Vizcarra en sus viajes y encuentros, que emergen otras gentes, otras maneras de hacer política? ¿No estará pasando que la nueva sociedad peruana, tras 20 años de crecimiento económico, quiere otras caras, otros representantes, otras izquierdas y derechas? No lo sé. Nadie lo sabe. Pero se muere una época.

Publicado en El Montonero., 29 de julio de 2019

https://elmontonero.pe/columnas/lo-indefinido-lo-fortuito-lo-nebuloso

¿Una enciclopedia arequipeña? Sí, pues, los 14 tomos de TEXAO

Written By: Hugo Neira - Jul• 24•19

Estuve en la FIL pero no para presentar un libro mío, aunque había varios en los puestos de venta, sino para cumplir una tarea que me pidieron en la Universidad Católica de Santa María. Nada menos que el rol de lector de una obra inmensa. El adjetivo es justo, tanto por su extensión como por su contenido. Esa obra se llama Texao. Arequipa y Mostajo. Se trata de doce tomos de 400 a 500 páginas. A los que se suman dos más, llamados «esenciales». Por otra parte, a primera vista, parecería una vasta obra de investigación sobre Arequipa —lo es—, pero rebasa el límite regional.

En la FIL, ante un público que no era numeroso pero el suficiente para transmitir esa impresión de algo formidable. Al lado esperaban los que venían para escuchar a Mario Vargas Llosa. En el público que ingresó al auditorio donde se exponían los tomos de Texao, hubo gente muy distinguida. Vi al antropólogo Ossio, a personas que conozco y son diplomáticos. Y acaso buena parte de arequipeños. Lo que dije fue simplemente transmitirles mi sorpresa y admiración. En efecto, yo no conocí en vida suya, a Juan Guillermo Carpio Muñoz. Solo que me he leído las 7000 páginas de esos volúmenes. Que son algo más que una serie de tomos.

En Arequipa, traté de situar esa obra colosal en lo que era la historiografía que reclamaba Raúl Porras Barrenechea en Fuentes históricas peruanas (1954). Es un clásico, ciertamente, sus 601 páginas han sido varias veces reeditadas. Útil para todo aquel que se consagre a la historia del Perú, lo espera los datos sobre las fuentes, desde los primeros quechuistas a la arquelogía, los mitos y épica incaica, los cronistas, las fuentes de la historia colonial, la emancipación, hasta la historia republicana, amén de la cartografía y la historia misma de los historiadores. Conviene que diga que algunos tuvimos la suerte de trabajar directamente con Porras en su casa de Colina, transformada en taller de trabajo, haciendo fichas y lecturas para el maestro Porras y rentados por el editor de historiadores, José Mejía Baca. Un pequeño número de asistentes, a saber, Pablo Macera, Carlos Araníbar, Mario Vargas Llosa antes de partir a Europa. Y entre ellos, quien escribe esta nota. Pero ¿a qué viene esa rememoración?

Por una sencilla razón. En el capítulo XIV, insiste en la importancia de la bibliografía regional (pp. 535-563). Y en cuanto a Arequipa aparece Víctor Andrés Belaunde con un estudio sobre el movimiento intelectual, y Felipe Santiago Bustamante sobre la Compañía  de Jesús en esa ciudad, de Juan José Reinoso sobre Mollendo, y Francisco Mostajo, sobre la fundación española de Arequipa. Sin embargo, no vimos en los decenios siguientes un entusiasmo por los estudios de la historia de otros  departamentos y ciudades peruanas.

Ahora bien, eso no lo vio Porras, pero como uno de sus discípulos, puedo decir, sin duda alguna, que habría aplaudido el esfuerzo y la obra de Carpio Muñoz que comentamos.

Con una variante decisiva. Desde el inicio de su lectura se entiende que Texao es mucho más que una historia regional. Su monumentalidad la produce el hecho que capítulo tras capítulo, la historia de Arequipa va de la mano con los acontecimientos de la historia del Perú. Es, pues, una narrativa de Arequipa y a la vez de la nación. Para ser más claro, diré que se ocupa, por ejemplo, no solo de lo que el autor llama los «aristócratas arequipeños» (tomo III, p. 123) sino de personajes nacionales tales como Grau, Piérola, y en el siglo XX, Leguía, Odría y otros. Las biografías, que son abundantes, son de arequipeños pero no faltan los que no nacieron al pie del Misti. No es, pues, una versión aislada de la historia arequipeña sino una metodología que vincula unos y otros episodios trascendentes, acasos distantes por la geografía, y unidos por el destino. Si así lo vemos y apreciamos, entonces el trabajo intelectual que ha costado esta obra viene a ser una doble lectura. Historia de Arequipa e Historia del Perú. Tal vez (es de desear) inspire a algún otro investigador —o acaso un equipo de investigadores— movidos por el ejemplo de esta obra. Estudio regional y a la vez, nacional.

Pero si fuera solo esto, ¿solo es historia? Depende de lo que entendamos por ello. Ahora bien, es cierto que soy sociólogo, graduado en Francia y profesor por largos años, pero he estudiado historia en San Marcos y por lo general, en mis obras, acudo a una y otra disciplina. Ahora bien, el concepto de historia ha evolucionado en el tiempo que nos separa del final de la segunda guerra mundial. Un poco antes que ese acontecimiento, la historia se había ocupado de los hechos políticos, la diplomacia y las guerras. Pero en el siglo XX emergen los aspectos sociales y económicos, y la historia y los historiadores van a ocuparse no solo de lo que van a llamar la historia-batalla sino de las modificaciones en la estructura de las naciones, cambios demográficos, de comportamientos y mentalidades. Y ya no solo de hechos visibles sino subterráneos. Para lo cual aparece el concepto de longue durée, con la Escuela de los Annales dirigida por por Fernand Braudel (1902-1985). La larga duración, el tiempo largo, es el criterio de Lucien Febvre. Y de Marc Bloch. ¿Qué importancia tienen esas modificaciones para nuestros historiadores peruanos? Los más importantes, como Jorge Basadre, Pablo Macera, incorporaron esas nuevas medidas de la historia en sus trabajos. Ese corte en la aproximación de los hechos significa no solo el estudio de las clases dominantes o de los caudillos, tanto militares como civiles, sino el estudio del pueblo. Y de la cultura popular.

Dicho esto, y de retorno a lo que es Texao, ¿acaso el autor, Carpio Muñoz, solo se ocupa de los hechos políticos? ¿No es verdad que a cada capítulo le dedica espacios muy nutridos sobre cómo es la cultura popular de los arequipeños, desde sus expresiones populares, las peleas de toros, la música popular y a la comida tradicional? Con gran entusiasmo dice el rector Manuel Alberto Briceño Ortega en la Presentación de Texao. ¿Qué no está, de la vida arequipeña, tanto en política como en costumbres, en esos volúmenes? Está la rebelión popular de 1867, no por azar, el inicio de esos estudios. Pero también los terremotos, lo que fue Arequipa en el momento de la Guerra del Pacífico, los valses y marineras, la reconstrucción de la Catedral, la historia de la fotografía o el arte arequipeño. O cómo surgen el Club de Arequipa, el Internacional, el primer Colegio de Abogados. Entonces, no hay solo una forma de historia, sino historias.

A saber, la historia política sin duda, pero también la historia cultural, dada la importancia que se da a literatos, juristas, artistas y pensadores. Historia recuperada del periodismo local, la recuperación de lo que en su momento dijeron los testigos de vista de los acontecimientos, es decir, el diario La Bolsa, El Deber, El Pueblo. Historia de las mentalidades. Cada capítulo tiene algo que ver con las costumbres y tradiciones. Carpio Muñoz desempolva los deseos, los dolores y los placeres de un fondo tanto masculino como femenino, de una historia íntima de las sensibilidades populares. Se juntan, pues, en la misma edición, por lo general en páginas cercanas, la cultura popular y la cultura elitaria. Hay como un proyecto de síntesis. Arequipa, tierra de chacareros. Ciudad de juristas y de profesionales del Derecho (Mostajo). Esta es otra manera de la memoria. No solo hay disponibles, en esos 14 volúmenes, datos para entender la vida cívica arequipeña, sino una fuente para antropólogos y sociólogos y lingüístas. Esto último, dado el estudio y el uso a cada ratos —deliberadamente— de palabras que solo se usaron en las faldas del Misti: «Carosa, helay quitáte si no me lo entendí» (Tomo II, p. 344).

Es hora, entonces, de abordar la estructura interna de cada capítulo que Juan Guillermo Carpio Muñoz publica, y luego de algunos años, reúne en Texao. Arequipa y Mostajo. Esa armazón y soporte interno no es difícil de hallar. Está en cada edición de sus investigaciones que él mismo edita, y que luego recopila, para la obra que comentamos. Consiste en lo siguiente: en primer lugar, un título que se repite en cada edición, a saber, la historia de un pueblo y de un hombre. Luego, un episodio histórico, por ejemplo, la «rebelión de 1867. Viva la religión». Luego siguen las microbiografías, la cronología, las anécdotas históricas y las páginas memorables. Esta organización, por cierto, ha llamado siempre la atención, y Jorge Cornejo Polar, reconocido profesor y ensayista, decano y rector de la San Agustín, en octubre de 1980, reconoce la novedad del ensayo histórico de Texao: «Es una suerte de ataque plurilineal, simultáneo desde varios frentes. El ensayo en sí, el núcleo en sí, está rodeado del documento, de la anécdota, de la fotografía que ilustran, que le dan amenidad didáctica al motivo central que es Arequipa so pretexto de Mostajo» (Texao, tomo I, p. 59)

Tres años después, en 1980, a la segunda edición de cuatro tomos de Texao —publicados en Lima— añade esta interpretación de la obra de Carpio Muñoz: «Debe reconocerse que no hay una sola historia del Perú, sino más bien una multiplicidad de procesos históricos, un conjunto de desarrollos paralelos aunque desiguales que deben ser estudiados en su peculiaridad». Quizá conviene detenerse un instante en esta peculiaridad. Porque define la naturaleza de esta obra.

En primer lugar, el mismo Cornejo Polar había observado en la edición de 1980 la posibilidad de que «habiendo anécdotas y fotografías, esa historia podía llegar al gran público y a los niños». En segundo lugar, la «plurifocalidad» de los textos, desde estudios de biografías y «minuciosa cronología», podía «sorprender al lector y luego interesarlo y cautivarlo». Atinadas y certeras afirmaciones del gran Cornejo Polar. Sin embargo, visto desde la perspectiva del siglo XXI, hay una tercera razón, que me permito añadir.

Vivimos en una era marcada no solo por la mundialización sino la importancia de la imagen. No solo cine, televisión, internet sino celulares. A eso se agrega que en las Ciencias Sociales cada vez más se establece la necesidad de la multidisciplinariedad. No es del todo correcto ponerse como un autor de esa corriente por aquel que esto escribe, pero no tengo más remedio que decir que,  por mi parte, mis obras se tiñen de historia y a la vez de Ciencias Políticas y Ciencias Sociales, disciplinas las dos últimas, en las que me formé en Francia. País en el que hice casi el total de mi vida universitaria. Con colegas europeos que practican esa interacción de saberes, a diferencia de la metodología anglosajona que prefiere la máxima especialización. Ahora bien, si Juan Carpio se propuso como meta teórica la historia de Arequipa en el tránsito del siglo XIX al XX, observando no solo los hechos históricos y culturales, sino «la entronización del capitalismo en la ciudad y en la región», entonces caben diversas narrativas. La historicidad de Arequipa, los acontecimientos —Vivanco en el XIX, Belaunde en el XX— pero también la sustancia de lo vivo, los sentidos, los sabores, en suma, desde la guerra de caudillos y las pasiones políticas a los arequipeñismos. Lo que dice el intelectual y el jurista, pero a la vez, las picanteras tanto como las rebeliones. Las misas como los desfiles.

No una simbiosis sino un vasto abanico que va del characato al notable, y viceversa. Académicamente, unos espacios de historia política, social, cultural, donde cabe la vecindad y paralelismo de la historia, el costumbrismo, la lingüística y la antropología. Más que la amenidad, la pluralidad. Desde los hechos que parecen banales a las grandes transformaciones. De la historia de la gente a la gente sin historia. Y acaso la historia de lo que cambia a la vez, en la longue durée, la ciencia de lo que no cambia, o difícilmente.

Algo decisivo para concluir. Texao. Arequipa y Mostajo, rompe todos los modelos de edición de estudios e investigaciones. Es una pesquisa académica sin duda alguna. Pero con un esquema brillante y extenso. No es una acumulación de documentos ni una colección de textos. Es historia nacional e internacional. Podríamos también llamarlo  ‘diccionario biográfico-histórico-cultural’, pero ese intitulado es demasiado largo. Me permito decir lo que pienso. Cuando un saber se expresa en varios tomos, con un aporte universal y objetivo y variado, a eso se le llama ‘enciclopedia’. Idea y obra que como es sabido, inventan los pensadores de la Ilustración francesa en 1751, Jean le Rond d’Alembert y Denis Diderot, con el nombre célebre por siglos, de L’Encyclopédie. Hoy existen diversas enciclopedias, incluyendo las digitales como Wikipedia. Para eso, sin embargo, debido a las diversas temáticas que se hallan en los diccionarios, la originalidad de cada artículo depende en gran parte, de un índice adecuado. De lo contrario, la búsqueda de un personaje o de  una entidad —los clubs, las empresas arequipeñas— sería extremadamente difícil. La extensión, variedad y contenido lo reclama. En fin, me parece que su definición en el pasaje de los fascículos iniciales a los 14 tomos, puede llamarse, ‘Enciclopedia arequipeña’. Y es eso lo que es. No un libro corriente. Una suma de saberes. Que puede extenderse a ciencias geológicas, ecológicas, de la natura o de la sociedad humana. Sin límite alguno. ¿Qué novedades nos espera en este siglo? ¿Cómo afectarán a Arequipa y al Perú? Texao es un producto mistiano, y por eso, inacabable. No faltarán los herederos intelectuales de Juan Guillermo Carpio Muñoz.

En la FIL, stand n°188, a 365 soles la colección completa.

Publicado en Café Viena, 23 de julio de 2019

Entre Escila y Caribdis, ¡otra vez!

Written By: Hugo Neira - Jul• 22•19

Intitular, gramaticalmente, quiere decir que se titula algo con alguna significación. En este caso, Escila y Caribdis, fue un mito griego, dos monstruos marinos muy cercanos el uno del otro, al punto que los marineros, al evitar uno de ellos, caía en las fauces del otro. En nuestro tiempo, se usa para decir que se está entre dos peligros, algo como «entre la espada y la pared». Ese tema lo aborda una de las cabezas más despejadas y honestas que he conocido, Augusto Salazar Bondy, mi profesor de filosofía en el San Marcos de fines del cincuenta. En su momento —a los seres humanos siempre los rodea la circunstancia— la suya era el subdesarrollo o una revolución. No era su meta, pero sí el contexto. ¿Cómo evitar, pues, la dominación sin caer en alguna forma nueva de alienación? Él añade el concepto de humanismo. Que ha desaparecido en los colegios.

Ahora bien, uno de los capítulos de su libro se titula «Regresión y progreso en política». Fina definición, entiende el filósofo que se puede avanzar y al mismo tiempo, mientras hay retroceso. Ambas cosas pueden ser simultáneas. Es el caso, el Perú de hoy con más ingresos y menos cultura que nunca. Claro está, eso no pueden pensarlo los opinólogos. De los años sesenta, en materia de entender este país, hemos retrocedido. No nos hemos vuelto ciegos pero sí tuertos. Solo un ojo, como Polisemo, cíclope, descomunal pero bastante tonto. Por eso lo vence el humano Ulises. Y a mí no me entienden. Porque yo veo la realidad presente por un lado, y por el otro, no soy correcto, y como diría Alfredo Bryce, «el Perú es así, y también es asá». En fin, ¿cuál de los dos bandos va a dominar en los venideros años veinte, el apático o el destructor? Eso no lo saben ni los brujos de Cachiche.

Por el momento, Lima dual. Lo mejor y lo peor. El desparpajo de ciertos personajes, y el lugar de la cultura, la FIL, la feria internacional del libro, que ha girado en torno a Mario Vargas LLosa, y a la vez los quioskos de diarios. La modernidad que viene de la lectura y la barbarie colgada en las feroces portadas, para que el populorum que no compra ni diarios de 50 centavos, al menos los miren. Correo: «Elmer Cáceres ‘dispara’ contra Tía María y dice que ‘no va’». «Gobernador de Arequipa sostiene que si el Ejecutivo no anula la licencia de construcción, no habrá diálogo.» «Llama ‘traidor’ a Vizcarra y señala que si insiste en el proyecto, se atendrá a las consecuencias». De la arrogancia del gobernador de Arequipa, me ocuparé en la próxima semana. Quiero ver qué responde el poco gobierno que nos queda.

Hay otras opiniones que corren en la mugre de estos días, no menos cavernícolas. Cuando se le ha preguntado a Vladimir Cerrón Rojas algo sobre el régimen de Maduro. No se trata de cualquier hijo de vecino: Gobernador Regional de Junín, y quiere establecer una alianza con Verónika Mendoza y Gregorio Santos, con «miras al 2021» (El Comercio, 12/07/19, p. 8). ¿Qué cosa atinada ha dicho para merecer estar en esta página? Para Vladimir Cerrón la «Venezuela de Maduro es una democracia». ¡¿Qué les parece?! «El régimen de Maduro, viene de un voto popular». Lo cual, es cierto. Nuestro lúcido gobernante regional insiste que sobre «25 procesos electorales, han podido ganar en 24». Genial, ¿no? ¡Viva Maduro! Solo una duda me queda, lo que dicen sobre la democracia O’Donnell, Whitehead, Dieter Nohlen desde Alemania, Robert Dahl desde Yale, Gabriel Almond desde Stanford, y Alain Touraine desde la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. En pocas palabras, no basta ganar unas elecciones. Es un sistema de instituciones y pueblo. Implica no solo partidos sino movimientos sociales muy diversos, rivalidades y enfrentamientos. Y el juego político, puesto que los intereses son diversos y la sociedad civil es heterogénea. Para Cerrón solo le basta el voto. Y luego, en el sillón, ¿eso que Basadre llamó el sultanismo? ¿Otra vez Andrés?

Estamos entre Escila y Caribdis, entre el caos actual y una democratura, para llamarla de alguna manera. Pero este es el siglo de los disímulos. Hay lo que se llama los regímenes híbridos. Ni por completo tiránicos, ni tampoco del todo democráticos. Eso fue Chávez.

En una de las salidas de la Feria, un grupo abuchea a Mario Vargas Llosa. Le gritan, «garante, garante, ¿en qué líos nos has metido? ¿Qué pasó con los presidentes que nos recomendaste?». La cosa es un tanto injusta porque he escuchado a un MVLl distante de los noventa. Y en algún momento dijo que se habían equivocado. No me parece poco. ¿Conoce usted lector, algún personaje peruano que diga alguna vez que se ha equivocado? Eso sería un milagro. 

Pasando a temas que lucieron en la feria, uno de ellos, la literatura que se ocupó de las dictaduras, de caudillos, tiranos, de lo que hoy se llama la novela de los dictadores, «un subgénero narrativo de la América Latina», dice Wikipedia. El boom literario, todos lo sabemos, pero por si acaso, un recuento: Yo el Supremo, 1974, de Augusto Roa Bastos. La Fiesta del Chivo, en el 2001 si no me equivoco, de Mario Vargas Llosa. Me estoy olvidando, El recurso del método, de Alejo Carpentier, 1974. Y en fin, El otoño del patriarca, Gabriel García Marquez, en 1975. Ahora bien, el ocuparse de un relato de dictadores puede ser una lista más extensa, si recordamos al gran Faustino Sarmiento, escritor y presidente, que escribe Facundo, a quien combatió y admiraba.

Con Vargas Llosa en la FIL, vino el tema de la novela de los dictadores. Le escuché en la televisión la conversación con dos acompañantes muy competentes. Y dijo un par de cosas que no quiero dejar de comentar. Admitió que esos personajes, eran una suerte de monstros con algo excepcional, autocráticos, absolutistas, despóticos, y acaso por eso mismo, atractivos. Desde el personaje que era el doctor Francia en Paraguay, a Somoza de Nicaragua y se me ocurre, la seducción del mal que luce el demonio cuando es Satanás, Luzbel, Mefistófiles, el astuto, el sagaz, el hábil y mañoso (lo dicen los teólogos). Pero Mario dice que eso ya fue, y ante los actuales, se nota que la América Latina ha retrocedido en calidad de la maldad tiránica. El nivel de los tiranos se ha venido abajo. Incultos, vulgares, dan cólera. Maduro, por ejemplo.

Pero dijo también que «la novela no es la historia. La novela no es la sociología. El testimonio novelesco de la realidad … es un testimonio infiel de la realidad». ¿Está claro? Por mi parte, nunca pensé que la comprensión de la América Latina podía caber solo en la literatura. Siempre pensé que a Octavio Paz no le dieron el Nobel por ser poeta. No era novelista. Escribía ensayos. No narraba, pensaba. El boom fue magnífico, pero no alcanza a explicarnos a nosotros mismos. Necesitamos la conciencia de lo real. Eso que evitamos con mitos, con la búsqueda de un inca y otros laberintos. El secreto de lo mejor está en los ensayos. Casi nuestra filosofía. ¿La fantasía? Ya es bastante la que nos rodea. Además, nos hemos olvidamos de lo que quería Salazar Bondy: «En el Perú falta una tradición académica firmemente establecida. Una cultura espiritual vigorosa, y una valoración social del intelectual.» En eso, le cobro una deuda a Mario. Sus intervenciones en la vida política no solo han degradado la confianza que se le podía tener sino al resto de lo que todavía se reconocen como intelectuales. Quedan pocos. Y no somos precisamente seguidos. Los errores de los noventa necesitarán decenios para ser pasado perfecto.

Publicado en El Montonero., 22 de julio de 2019

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