Me
importa en demasía las ciencias sociales. Pero no siempre hay que que creer las
afirmaciones de los colegas. En general, en ciencias, de la natura como del hombre,
no se debe creer sino argumentar, dudar, reflexionar. La creencia no es el
saber, es otra cosa: un acto de fe. Sin embargo, rebuscando papeles y trabajos
anteriores, de los muchos que quedan de mis viajes, me tropiezo con uno en que
se ponía una gran atención a una suerte de identidad colectiva, y la llamaron
la multitud. Lo usé un tiempo. Pero
la evolución planetaria de las sociedades hace aparecer un nuevo sujeto. El individuo. La mundialización ha hecho
caer diversos paradigmas. Uno de ellos, la importancia de la conectividad.
¿Pero
eso es cierto? La sociedad que más se aproxima a la situación de gran potencia,
sobrepasando acaso a los Estados Unidos, es la China post Mao. (Véase, más adelante,
el rol que le da George Friedman). Es cierto que se la puede visitar, pero no
es precisamente un lugar de migraciones extranjeras. Y menos aún, el Internet
que usamos. Y sin embargo, progresa.
En
nuestro caso —y no me refiero al Perú a partir del siglo XV, sino al milenarismo
de las primeras civilizaciones anteriores a Tiahuanaco y a los primeros Incas—,
el rasgo dominante es que estuvimos aislados. Y es por el mar que llegan los
conquistadores. Por algo los llamaron «virachocas», algo cercano no a un dios
sino a la espuma del océano. No voy a discutir, obviamente, el accidente
llamado la Conquista. Ni lo que voy a decir se inscribe en una línea de
interpretación indigenista ni tampoco hispanista. Como lo ha dicho uno de los
grandes pensadores de esta América Latina, «la polémica del Descubrimiento y la
Conquista es vana y anacrónica». ¿Quién? Nada menos que Octavio Paz. Para bien
o mal, «América comenzó en el siglo XVI».
Sin
embargo, hay un pattern en nuestro
itinerario. Y me refiero no solo a nuestra historia sino a la de todas las
sociedades latinoamericanas. Las grandes sacudidas, los cataclismos vienen de
afuera. No me refiero a las revoluciones, la de México en 1910 o la de Cuba en
1960, sino a eso que llamamos Conquista, Virreinato e Independencia. Esta última
no hubiese ocurrido si España hubiese vencido a Bonaparte. No nos gusta
reconocerlo pero la Independencia arranca —no para el Perú, que es más tardío— cuando
queda acéfala la corona española. Pero la ocupación francesa en 1808, el
levantamiento popular y la guerra misma destruyendo el Antiguo Régimen en la
península misma, son parte de lo que ocurre entre 1810 y 1825. España deja de
ser imperial. Es una potencia de segunda clase y en los territorios de América,
con las juntas provinciales, se legitima otro tipo de poder. Se dice por el
lado criollo que están contra Bonaparte y a favor de Fernando VII, el rey
secuestrado por José Bonaparte, hermano de Napoleón. Una maniobra para iniciar
algo mejor que una insurrección, autoconstituir asambleas, regencias, congresos
de diputados, y entre ellas, las Cortes de Cádiz. En 1812. Es cuando se
reconoce derechos a los americanos, tanto como a los peninsulares. Eso no
ocurre en Lima pero sí en Buenos Aires. El punto de partida de la expedición de
San Martín a Paracas, ocho años más tarde. Y siempre el mar. Es decir, algo que
pasa en otros lugares del planeta, y llega tardíamente a playas peruanas.
¿Y
quién dice que esto no pueda repetirse? ¿Estamos seguros, realmente, en qué
sentido gira el mundo, en esta era del capitalismo de la mundialización, del poder
ya no de las potencias imperiales sino de las grandes compañías, esas entidades
llamadas por algunos ‘corporaciones’, por otros empresas ‘multinacionales’? En
el año 2000, he leído que el diario mexicano La Jornada, confirmaba que de las 100 entidades económicas más
grandes del mundo, por esa fecha, 51 eran corporaciones, y unas 41 eran
naciones (Liliana Buschiazzo, «El Estado Precario»). Sí, claro, debemos
intentar comprender y resolver nuestros problemas internos. Pero no podemos
dejar de observar y reflexionar sobre la escena contemporánea. Los aztecas, que
estaban en plena expansión en 1519, no podían imaginar que los conquistadores
llegararían dos años después, el 13 de agosto de 1521, un día bajo el signo
ritual Uno-Serpiente, día fatal por lo visto. Y que poco después moriría su último
emperador, y desde el segundo mes del Xocolt Uetzi, no solo la capital se
vuelve ruinas y muerte: plagas nuevas por todas partes, que acaso los vencían
más que los caballos y las tizonas de los invasores.
Lo
que pasa en otros lugares nos importa. Las líneas anteriores no son sino una
introducción a un texto especial. Un ensayo de George Friedman. Fundador y
director del centro de reflexión geopolítica Strategic Forecast (www.Stratfor.com). Es un gran observador de los riesgos y
la seguridad mundial, las relaciones estratégicas entre los países y los
factores de poder de las naciones. Está en estas páginas por la iniciativa que
tomo. Quisiera compartir este texto, cuyo título ha sido «Una profecía
geopolítica», publicada en el 2009. Su fuente es el The Next 100 Years. Lo digo porque así lo pide el Doubleday
Publishing Group, una división de Random House, Inc. Hay una versión completa
del libro, pero circula en México bajo el sello Océano en 2010.
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Una
profecía geopolítica Por: George Friedman
«Imaginemos que es el
verano de 1900, que vivimos en Londres, entonces la capital del mundo. Europa
rige Occidente. Apenas hay un lugar en la tierra que no esté bajo control,
directo o indirecto, de alguna capital europea. Europa está en paz y goza de
una prosperidad sin precedentes. Los vínculos europeos de inversión y comercio
son tan amplios que hay quien sostiene que la guerra es imposible o que, de
haberla, se resolvería en cuestión de semanas, ya que los mercados financieros
no tolerarían esa tensión por mucho tiempo. El futuro parece nítido: una Europa
próspera y pacífica gobernará el mundo.
Imaginemos ahora que es
el verano de 1920. Europa ha sido desgarrada por una guerra brutal. El imperio
austrohúngaro, al igual que el ruso, el alemán y el otomano, han dejado la
escena y han muerto millones en una guerra que duró varios años. La guerra
terminó con la intervención de un ejército estadunidense de un millón de
hombres, que vino tan rápido como se fue. El comunismo domina Rusia pero su
futuro no es claro. Países que se han mantenido en la periferia del poder
europeo, como Estados Unidos y Japón, surgen como grandes potencias. Todos
coinciden, sin embargo, en esto: el tratado de paz impuesto a Alemania
garantiza que este país no se repondrá en mucho tiempo.
Imaginemos ahora el
verano de 1940. Alemania no sólo se ha recuperado sino que ha conquistado
Francia y domina Europa. El comunismo ha sobrevivido y la Unión Soviética es
aliada ahora de la Alemania nazi. Sólo Gran Bretaña se opone a Alemania. Los
observadores coinciden en que la guerra ha terminado. El destino de Europa
parece decidido al menos para lo que resta del siglo: Alemania heredará el
dominio sobre el mundo.
Imaginemos ahora el
verano de 1960. Alemania ha sido destruida hace quince años en una guerra.
Europa ha sido ocupada, dividida en mitades por la Unión Soviética y Estados
Unidos. Los imperios europeos se colapsan, Estados Unidos y la Unión Soviética
compiten por el dominio del mundo. Estados Unidos tiene contra la pared a la
Unión Soviética y podría aniquilarla en cuestión de horas, dado su abrumador
arsenal de armas nucleares. Estados Unidos ha surgido como la superpotencia global.
Domina los océanos y con su poder nuclear puede imponer condiciones en todas
partes del mundo. Mantener las cosas en punto muerto es a lo más que pueden
aspirar los soviéticos, salvo que invadan Alemania y conquisten Europa. Esta es
la guerra que el mundo espera y para la que todos se preparan, con un nuevo
fantasma en el trasfondo: el peligro de la China maoísta.
Imaginemos ahora el
verano de 1980. Los Estados Unidos han sido derrotados en una guerra de siete
años no por la Unión Soviética, sino por Vietnam del Norte. La gran potencia es
vista y se ve a sí misma en retirada. Expulsada de Vietnam, es expulsada
también de Irán, cuyos campos petroleros parecen a punto de caer en manos
soviéticas. Para contener a la Unión Soviética, Estados Unidos ha hecho una
alianza con la China maoísta, luego de una amigable reunión de sus presidentes
en Pekín. Esta alianza es vista como la única posibilidad de contener a la
poderosa Unión Soviética, que parece la potencia emergente.
Imaginemos ahora el
verano del año 2000. La Unión Soviética se ha colapsado. China es todavía
comunista en el nombre pero capitalista en los hechos. La OTAN se ha extendido
a Europa Oriental e incluso hasta la misma Unión Soviética. El mundo es
próspero y pacífico. Las consideraciones geopolíticas son menos importantes que
las económicas, y los únicos retos para la estabilidad son focos regionales de
tensión como Haití o Kosovo.
Llega entonces el 11 de
septiembre de 2001, y el mundo se pone de cabeza nuevamente. Alcanzado este
punto podemos saber que lo único seguro sobre el futuro es que el sentido común
se equivoca siempre al imaginarlo. No hay ciclos mágicos de veinte años; no hay
fuerzas simples que definen el camino. Lo que en algún momento de la historia
parece sólido, dominante y duradero, cambia con sorprendente rapidez. Las
épocas van y vienen. La mirada internacional de hoy es muy distinta de la que
habrá dentro de veinte años o de la que había veinte años antes, cuando era
difícil imaginar la caída de la Unión Soviética. El análisis político
convencional padece una aguda falta de imaginación. Ve como permanentes las
nubes pasajeras, y es ciego a los cambios a largo plazo que tienen lugar, sin
embargo, ante los ojos del mundo.
En los inicios del siglo
XX era imposible prever acontecimientos como los que he mencionado. Pero hay
ciertas tendencias que hubieran podido anticiparse y que de hecho se previeron.
Era claro, por ejemplo, que Alemania, unificada en 1871, era una gran potencia
atrapada en una posición insegura (entre Francia y Rusia) y necesitaba
redefinir su situación europea y, por tanto, global. La mayoría de los
conflictos de la primera mitad del siglo XX giraron en torno al lugar que
Alemania intentaba ocupar en Europa. Aunque el momento preciso de las guerras
no podía preverse, la probabilidad de la guerra era previsible; de hecho,
muchos observadores la pronosticaron.
Lo difícil de anticipar
era que las guerras del siglo XX serían tan devastadoras como fueron y que,
después de ellas, Europa perdería su dominio sobre el mundo. Pero hubo quienes
predijeron, en particular después de la invención de la dinamita, que a partir
de entonces las guerras serían catastróficas. Si la anticipación tecnológica se
hubiera combinado con la anticipación geopolítica, habría podido adivinarse la
estremecedora sacudida de Europa. Por lo que hace al surgimiento de Estados
Unidos y Rusia como nuevas potencias, desde luego se habían anticipado en el
siglo XIX. Tanto Alexis de Tocqueville como Friedrich Nietzsche presintieron el
ascenso de estos países. De modo que, con rigor y buena suerte, en los primeros
años del siglo XX habrían podido imaginarse sus hechos centrales.
En los primeros años del
siglo XXI podemos reconocer el rasgo fundamental de la época que se inicia, el
equivalente de lo que fue la unificación alemana para el siglo XX. Hechos a un
lado los imperios europeos, y lo que queda del antiguo imperio soviético, sólo
resta en el escenario una superpotencia con poder abrumador: Estados Unidos.
Estados Unidos parece enredar las cosas y cosechar reveses en distintas partes
del mundo. Pero no hay que confundir el caos momentáneo con la tendencia de
fondo. Económica, militar y políticamente, Estados Unidos es el país más
poderoso de la tierra y no hay quien pueda desafiar ese poder. Como la guerra
de Estados Unidos con España hace cien años, dentro de cien años la actual
guerra entre Estados Unidos y el Islam radical será poco recordada, pese a la
conmoción que provoca en nuestros días.
Desde la guerra civil de
1862, Estados Unidos ha tenido un extraordinario crecimiento económico. Pasó de
ser una nación marginal a ser una economía más grande que los cuatro países
ricos que le siguen. Desde el punto de vista militar, pasó de ser una fuerza
insignificante a dominar el globo. Desde el punto de vista político, Estados
Unidos toca prácticamente todo, a veces con la intención de hacerlo, otras por
efecto de su simple presencia internacional. Estas palabras parecen escritas
por un fanático proestadunidense, pero lo único que quiero decir en realidad es
que el mundo gira de una manera u otra en torno a Estados Unidos.
Esto no se debe sólo al
poder de Estados Unidos. También a un cambio fundamental sobre la forma en que
funciona el mundo. Durante los últimos quinientos años Europa fue el centro del
sistema internacional, y sus imperios crearon, por primera vez en la historia,
un sistema global. La ruta fundamental era el Atlántico Norte. Quien controlara
el Atlántico Norte controlaba el acceso a Europa, y el acceso de Europa al
mundo. La geografía básica de la política global estaba encerrada en un
espacio.
Entonces, a principios
de los ochenta del siglo pasado, sucedió algo notable. Por primera vez en la
historia el comercio de la cuenca del Pacífico igualó al comercio
trasatlántico. Con Europa reducida a una colección de potencias secundarias
después de la Segunda Guerra Mundial, y el cambio en los patrones de comercio,
el Atlántico Norte dejó de ser la llave de entrada única a todas partes. Ahora
el país que controlara el Atlántico Norte y el Pacífico podría controlar, si
quería, el sistema de comercio mundial y, por tanto, la economía global. En el
siglo XXI todas las naciones con costa en ambos océanos tienen una gran ventaja
geopolítica sobre las otras. Dado el costo de construir un poder naval y el
enorme costo de desplegarlo en el mundo, la potencia capaz de habitar los dos
océanos se vuelve el actor dominante del sistema internacional por la misma
razón que Inglaterra dominó el siglo XIX: vivía en el mar y lo controlaba. En
este sentido, Norteamérica ha reemplazado a Europa como centro de gravedad en
el mundo y quien domina Norteamérica tiene prácticamente asegurada la posición
de potencia global dominante. Al menos por el siglo XXI ese país será Estados
Unidos.
El poder acumulado de
Estados Unidos y su posición geográfica lo convierten en el actor central del
siglo XXI. Eso no lo hace un país querido. Por el contrario, su poder lo hace
temible. La historia del siglo XXI, por lo tanto, en particular su primera
mitad, girará en torno a dos enfrentamientos de signo contrario. Uno, el de las
potencias secundarias formando coaliciones para tratar de contener y controlar
a Estados Unidos. Segundo, el de Estados Unidos buscando impedir que tales
coaliciones se formen.
Si pensamos en los
principios del siglo XXI como el amanecer de la Era Americana (sucesora de la
Era Europea), podemos decir que ha empezado con una corriente de grupos y
países musulmanes tratando de recrear el Califato, el gran imperio islámico que
se extendió alguna vez del Atlántico al Pacífico. Este actor inesperado atacó
Estados Unidos en un intento de llevar a la primera potencia del mundo a la
guerra para demostrar su debilidad y detonar un levantamiento islámico. Estados
Unidos respondió invadiendo el mundo islámico, pero su objetivo no fue la
victoria. No es claro siquiera qué significa la palabra victoria en tales
circunstancias. El objetivo fue simplemente dislocar el mundo islámico y
voltearlo contra sí mismo, de modo que no pudiera surgir una coalición de mayor
envergadura.
Estados Unidos no
necesita ganar guerras. Sólo necesita impedir que sus adversarios adquieran
fuerza suficiente para desafiarlo. El siglo XXI podría ver distintas
confrontaciones de potencias menores tratando de contrarrestar la acción
estadunidense, y a Estados Unidos contrarrestándolas. Podría haber incluso más
guerras que en el siglo XX, pero serán guerras menos catastróficas debido a los
cambios tecnológicos y a la naturaleza del cambio geopolítico.
La guerra entre Estados
Unidos y el Islam está terminando y ya se anuncia un nuevo conflicto. Rusia
recrea su antigua esfera de influencia, que inevitablemente será un desafío
para Estados Unidos. Los rusos se moverán hacia el oeste sobre la gran planicie
norte de Europa. En la reconstrucción de su poder, Rusia se topará con la OTAN,
que domina Estados Unidos, en los tres países bálticos —Estonia, Letonia y
Lituania—, lo mismo que en Polonia. Habrá otros puntos de fricción, pero lo más
probable es que esta nueva guerra fría acapare las miradas cuando se diluya la
guerra de Estados Unidos con el Islam.
Parece inevitable que
los rusos traten de reconstruir su poder y que Estados Unido trate de evitarlo.
Pero al final Rusia no puede ganar. Sus profundos problemas internos, el
declive de su población y su pobre infraestructura hacen que sus posibilidades
a largo plazo sean sombrías. Enfrentarse a Estados Unidos en una segunda guerra
fría no puede terminar sino en un nuevo colapso de Rusia.
Muchos observadores
creen que China, no Rusia, es el rival a vencer de Estados Unidos, su principal
desafío. Difiero de esa opinión por tres razones. Primero, si se mira con
cuidado un mapa de China, se advertirá que en realidad es un país físicamente
aislado. Con Siberia al norte, los Himalaya y grandes selvas al sur, y la mayor
parte de la población china en la región oriental del país, los chinos no
podrán expandirse con facilidad. En segundo lugar, China no ha sido una
potencia naval en muchos siglos, y construir una armada requiere mucho tiempo
no sólo para hacer barcos sino para crear los marineros expertos y bien
entrenados que se necesitan. Y hay una tercera razón, más profunda: China es
estructuralmente inestable. En cuanto abre sus fronteras al mundo exterior, las
regiones costeras se vuelven prósperas, pero la inmensa mayoría de los chinos
del interior del país siguen siendo pobres. Esto crea tensión, conflicto e
inestabilidad. Conduce a decisiones económicas tomadas por razones políticas,
de lo que se deriva ineficiencia y corrupción. No es la primera vez que China
se abre al comercio exterior, y no será la última que esa apertura traiga como
resultado más inestabilidad. Podría no ser tampoco la última vez que surja una
figura como Mao Tse Tung para cerrar el país al mundo, igualar la riqueza —o la
pobreza— y empezar un nuevo ciclo. Hay quienes creen que las tendencias de los
últimos treinta años de China durarán indefinidamente. Creo que el ciclo chino
se moverá hacia su siguiente fase inevitable en la siguiente década. Lejos de
ser un rival, China es un país al que Estados Unidos tratará de sostener y
mantener unido como contrapeso a los rusos. El actual dinamismo económico de
China no se traducirá, necesariamente, en un éxito de largo plazo.
En el curso del nuevo
siglo surgirán otros jugadores de peso mundial, países en los que no se piensa
como grandes potencias hoy, pero que en mi opinión se harán más poderosos y
sólidos en las siguientes décadas. El primero es Japón. Es la segunda economía
del mundo y la más vulnerable por su dependencia de la importación de materias
primas, ya que carece de casi todas ellas. Dada su historia de militarismo,
puede anticiparse que Japón no permanecerá siendo la potencia pacifista
marginal que hemos visto después de la Segunda Guerra Mundial. Sus profundos
problemas demográficos y su horror a la inmigración en gran escala lo obligarán
a buscar trabajadores en otros países. Las vulnerabilidades de Japón se han
manejado hasta ahora mejor de lo previsto, pero lo obligarán con el tiempo a un
cambio político sustantivo en su orientación global.
Luego está Turquía, hoy
la economía diecisiete del mundo. La historia nos enseña que todas las
potencias islámicas que han surgido han sido dominadas. El imperio otomano se
derrumbó al final de la Primera Guerra Mundial, dejando a la moderna Turquía en
su estela. Turquía es una plataforma estable en medio del caos. Los Balcanes,
el Cáucaso y el mundo árabe son inestables. Conforme crezca el poder de Turquía
—su economía y su ejército son ya los más fuertes de la región— crecerá la
influencia turca.
Por último está Polonia,
que no ha sido potencia mundial desde el siglo XVI. Pero lo fue alguna vez y
creo que lo será de nuevo. Dos factores pueden concurrir a este efecto.
Primero, el declive alemán, cuya economía es grande y sigue creciendo, pero ha
perdido el dinamismo que tuvo en los últimos dos siglos. Además, su población
caerá dramáticamente en los siguientes cincuenta años, minando todavía más su
poder económico. Si en su intento de reconstruirse los rusos presionan a
Polonia desde el este, los alemanes no tendrán ganas de una tercera guerra con
Rusia. Y este es el segundo factor: en ausencia del factor alemán, Estados
Unidos apoyará a Polonia con un amplio respaldo tecnológico y económico. Puedo
imaginar a Polonia emergiendo como potencia líder de una coalición de Estados
enfrentados a Rusia.
Japón, Turquía y Polonia
tendrán que vérselas con unos Estados Unidos más fuertes y confiados aun de lo
que estaban después de la caída de la Unión Soviética, lo cual podría crear una
situación explosiva. La relación entre esos cuatro países impactará
decisivamente el comportamiento del siglo XXI, al punto de que podrían conducir
a una nueva guerra global. Sería una guerra distinta a todas las que se hayan
librado hasta entonces, con armas que pertenecen hoy al reino de la ciencia
ficción.
Pero el hecho
fundamental del siglo XXI que puede anticiparse es el fin de la explosión
demográfica. Para 2050 los países desarrollados estarán perdiendo población a
ritmos acelerados. Para el 2100 incluso las naciones menos desarrolladas
tendrán tasas de natalidad bajas y una población estable. Desde 1750 el sistema
global ha sido construido sobre la premisa de una población en crecimiento: más
trabajadores, más consumidores, más soldados. En el siglo XXI la premisa del
crecimiento demográfico llegará a su fin y la lógica del desarrollo mundial
cambiará radicalmente. El cambio demográfico obligará al mundo a depender más
de la tecnología, en particular de robots que sustituyan el trabajo humano, y
se intensificará la investigación genética no tanto con el fin de extender la
vida, sino para volver más productiva a la gente —y durante más tiempo.
El hecho es que ya en la
primera mitad del siglo XXI la quiebra demográfica creará una gigantesca
escasez de mano de obra en los países avanzados, cuya preocupación actual es
cómo contener a los inmigrantes. En el curso de la primera mitad del siglo XXI,
el problema de los países ricos será convencer a los migrantes de que vengan,
al punto incluso de pagar por ello. En la competencia por los migrantes
escasos, Estados Unidos intentará por todos los medios lo que hoy rechaza:
inducir la migración de los mexicanos a su territorio, un cambio irónico pero
inevitable.
Esta transición
demográfica podría desatar la crisis final del siglo XXI. México es hoy la
economía número quince del mundo. Mientras los europeos se diluyen, los
mexicanos, como los turcos, crecerán hasta volverse, para fines del siglo XXI,
una de las grandes potencias económicas del mundo. Durante la gran migración al
norte alentada por Estados Unidos, el equilibrio de la población en los
antiguos territorios mexicanos (los tomados en la guerra del siglo XIX)
cambiará radicalmente hasta volver muchas de esas regiones predominantemente
mexicanas.
La idea de que el siglo
XXI podría culminar en una confrontación entre México y Estados Unidos es
difícil de imaginar en el año 2009, al igual que una Turquía o una Polonia
poderosas. Pero recordemos, con el principio de este artículo, cómo se veía el
mundo en distintos momentos del siglo XX, y admitamos que el sentido común no
es el mejor consejero para predecir los cambios del mundo.» (Friedman, 2009)
Publicado en Café Viena, 30 de julio de 2019
https://www.cafeviena.pe/index.php/2019/07/30/y-si-la-lejania-es-lo-que-siempre-nos-ha-traicionado/