En
España se preparan a decirle adiós al rey Juan Carlos I. No es que se encuentre
enfermo sino que va a dejar todo tipo de vida pública. Hace ya cinco años que ha
abdicado. Desde el 18 de junio de 2014, el rey se llama Felipe VI, su hijo. España no es la única
monarquía parlamentaria, en Europa lo es desde Suecia, Noruega, Holanda y el
Reino Unido, democráticas a carta cabal. En estos días, los mejores diarios de
España se preguntan cómo pasará Juan Carlos I a la historia. Muy buena
cuestión.
En
el inicio lo llamaron «Juan Carlos el Breve». La broma, era que no iba a durar.
Pero ocurrió lo contrario. Hoy hace bien un diario en recordar que «la izquierda
desconfiaba, y los falangistas también». Y no les faltaba razón, Franco lo había
prohijado, y entre otros actos, lo envió a las tres escuelas militares, la de
Tierra, de Aire y la Marina, para que fuera oficial. Sabía Franco el histórico desdén
de los militares ante la Corona española. De paso, como Príncipe, estudia
derecho. Pese a todos esos preparativos, pudo haber un golpe de Estado militar.
O la probabilidad de una república. Dividiendo de nuevo a los españoles.
¿Cómo
Juan Carlos I llega a ser el Rey de la España de elecciones e instituciones
democráticas? Creo que hay un acuerdo general que comienza a afianzar y
robustecer su rol de Rey cuando prescinde de Arias Navarro, un ministro
heredado del franquismo, y se atreve a llamar a Adolfo Suárez, secretario general
del único partido, la Falange, pero partidario de reformas. Se necesitaba un
gran coraje. Pero desde esa dupla, Juan Carlos I y el joven primer ministro (se
le llama presidente), todo cambia. Ambos corrieron riesgos al llamar a un referéndum,
en un país al que no se le había consultado jamás políticamente. Sin embargo,
ambos abren la posibilidad de una constituyente, la inscripción de partidos
entre ellos el comunista (el cuco, el gran temido, que resulta que solo obtuvo
un 9% de votos), el retorno de los grandes exiliados como Santiago Carrillo y
la Pasionaria. Y el fin de las llamadas Cortes, un parlamento de tipo corporativo.
De junio de 1977 a 1978, en diciembre, la Transición española entierra 40 años
de autoritarismo. Además, Juan Carlos I no cedió cuando el golpe del coronel
Tejero. Por lo demás, es la España del PSOE,
Felipe González y el ingreso a la Unión Europa y las autonomías.
La sorpresa de España. En esos días yo estaba en Madrid. Para completar mi tesis francesa necesitaba de archivos españoles y me nombraron miembro de la Casa Velázquez, institución que es una residencia para investigadores. Pero también fui parte de un diario opuesto al gobierno de Franco, el Madrid, cuya supervivencia fue un milagro. Cerca de los acontecimientos, me sorprendió el enorme error de la prensa europea. Recuerdo haber leído en un diario londinense las muy pesimistas predicciones del gran hispanista Raymond Carr y las no menos equivocadas de Guy Hermet, del Instituto de Estudios Políticos de París, por lo tanto, ambos, los mejores conocedores de la España de Francisco Franco. Quizá por eso erraron. No fue necesario ir «por montañas nevadas, con banderas al viento» —canción de los franquistas— para llegar a esa democracia de consenso, dejando a la España de la rabia y de la idea para otra ocasión. Más tarde, habría un rey que iría por América pero no por caminos imperiales, sino a explicar, en Buenos Aires o en Santiago, cómo se sale de regímenes de fuerza sin por ello volver a desenterrar «el hacha de la guerra». Nadie pensó que España sin Franco girara a un régimen a la vez monárquico y democrático.
No
solo la habilidad de los actores políticos —el Rey, los partidos políticos—
explican la Transición española. Cierto, así se llama hoy el periodo que España
dejó atrás, el régimen dictatorial del general Francisco Franco. Pero hay algo que la sostiene, y que no suele ser incorporado al
examinar ese pasaje tan sorprendente. Lo siguiente: la posición económica de
España en el mundo había cambiado. «Hasta 1950 se le consideraba como un país
subdesarrollado. Y en 1987 un nuevo país industrial». Hoy día, asumimos que
regímenes autoritarios pueden tener éxito, es el caso de China, Rusia. Pero se
calla que eso ocurre cuando Franco. Visto la ineficacia de su modelo autárquico
—copiado de la Alemania nazi de los años treinta, decide cambiar por completo
de modelo, y bajo la sugerencia de tecnócratas, abre el espacio geopolítico de
España a la inversión de empresas extranjeras. Fue un boom de crecimiento, con
tasas altísimas, compitiendo con las de China. Entonces, es la sociedad la que
cambia¡! Llega el consumo, la apertura al turismo, los progresos industriales,
y los resultados de esa política, positivos para los asalariados. Dejaron de
buscar empleo en Europa.
En otras palabras, precede a
la modernización política de los españoles dos decenios de modernización económica
y social. O sea, la democracia se asienta sobre una base sólida, una sociedad que
con Franco, acaba la revolución industrial que España no había logrado hasta
entonces. No niego el papel de sus políticos, pero conviene que pensemos por
qué nuestra propia Transición es tan lenta, o acaso imposible. Las líneas que siguen no son un pensar
improvisado. Tengo entre mis libros inacabados una historia de la Transición
española. Y de esa larga y difícil
transición democrática en el Perú, a la que le ha dedicado César Arias Quincot
un libro. No es el único que se ocupe de esa inestable transición peruana.
Nicolás Lynch, con La transición
conservadora, que es obra de 1992. Y hoy podemos decir que la transición
post Alberto Fujimori, es interminable. ¿Podemos, sobre un país todavía
subdesarrollado, montar instituciones que necesitan clases sociales ya
integradas a la modernidad?
Algo
más. La Transición española se produce porque hubo una conciencia colectiva de
no volver a repetir el pasado. Escuché a la gente decir, «todo menos la guerra
civil». Y decirse, a sí mismos, «somos los turcos de Europa». Lo peor. Y con
ello, sentimientos contradictorios. A Franco lo lloraron, pero no quisieron que
los franquistas gobernaran. Cierto,
hasta 1975, España fue un régimen autoritario y excluyente. Pero el régimen
constitucional establecía un intenso debate y la búsqueda de consensos. Seamos
claros. La Transición fue un pacto, con grandes silencios sobre el pasado
franquista. Ese era el precio del retorno a la libertad. Todo aquello que los
peruanos no pueden hoy día establecer. Por eso la envidia mía, ellos han salido
de sus autoritarismos. A nosotros, la bipolarización, esa guerra civil e hipócrita
sin balas, nos lleva a lo peor. El España,
aparta de mí ese caliz, es hoy, por lo menos para mí, «Perú, aparta de mí
ese caliz».
En estos días de julio, antes
de la feria del libro, la Universidad Ricardo Palma, presentará mi último
libro. Hace ya unos años que dejé, voluntariamente, un puesto muy honorable, el
de director de la Biblioteca Nacional del Perú. Desde entonces miro de lejos el
Estado, sin desear ningún puesto público. Acaso porque sostengo que en nuestro
país hay gobierno pero no hay Estado. Y dos siglos después de la
independencia, no hemos sido capaces de montar ese cuerpo político que desde
Hegel —sí, Hegel el prusiano, uno de los padres de la modernidad— se ocupa del
«bien común» y no de los intereses particulares. Para servir a ese ideal del «bien
común», me consagré a mis clases y a mis investigaciones, aunque algunas de
ellas me llevan lejos del Perú, puesto que no encuentro ni las corrientes de
ideas contemporáneas que nos ayudarían en nuestra extraña situación de país que
ya no es subdesarrollado pero tampoco es un país moderno. Y desde entonces,
además de mis clases y mis artículos, publico un par de libros de ciencias
sociales por año. Dos universidades me editan. La Ricardo Palma que ya
mencioné, y la Universidad San Martín de Porres. Esta última ha editado ¿Qué es Política en el siglo XXI? Un
esfuerzo de síntesis que no he hallado en castellano y acaso es el dominio de
la cultura anglosajona o de los europeos. Pero como hice estudios en dos
grandes escuelas de Francia, esas que tienen, más allá de sus universidades,
para aquellos que deciden consagrar su vida no al poder ni al dinero sino al
saber, puedo hacerlo a la par que mis colegas europeos.
¿Por qué? Porque soy uno de
los raros peruanos que tuvieron un puesto de profesor universitario de por vida
en Francia (no se usa el de catedrático) y por concurso público. Y claro está,
mis preocupaciones son peruanas y latinoamericanas, pero ni mis métodos ni mis
libros lo son. Gran parte de las ciencias sociales están bañadas de ideologías
y del pensamiento mágico que desdeña el saber racional. En consecuencia, construyo
libros que explican situaciones sociales apoyándome en una corriente especial,
la de la multidisciplinariedad. Y en repetidos casos, en el comparatismo. He
escrito así un grueso volumen que compara el mundo inca con el azteca, a partir
de los conceptos del quechua y el náhuatl. Desde su nivel de algo que podríamos
llamar filosofía por su universalidad. Porque terminada esa comparación de las
dos grandes civilizaciones precolombinas, me atreví a explorar el pensar de la
India Antigua y la China Antigua.
El libro que se presenta el 2
de julio es también comparatista. Ya hubo un primer tomo dedicado al México
clásico y al Perú antiguo. Dada la densidad de ambas civilizaciones, el rector
Iván Rodríguez me permitió detenerme en el momento de la independencia de ambas
culturas, y proseguí con un segundo tomo. Esta vez sobre lo mexicano y peruano
republicanos. Es decir, siglos XIX y XX. Fue una tarea titánica. Pero en el
libro que estará en manos de los lectores, desfila del lado mexicano, Miguel
Hidalgo, Iturbide, las guerras de Santa Anna, Benito Juárez, hasta el
Porfiriato, la revolución mexicana, el gobierno prolongado del PRI, y luego,
Lazaro Cárdenas. Un estudio no menos minucioso ha sido ocuparse de los
caudillos peruanos, Ramón Castilla, el periodo del guano, antes y después de la
Guerra del Pacífico, del Huáscar, y ocuparme de Piérola, el civilismo, el
militarismo, Leguía y el «feroz siglo XX». Así lo llamo. Pero no crea el lector
que es solo historia. Al finalizar el siglo XX
hay un capítulo sobre el fin de siglo y estos dos decenios. Creo y sostengo
que ha habido una revolución oculta. No política sino en los cimientos mismos
de la sociedad. La llamo las ‘placas tectónicas’. Migraciones internas, cambios
de costumbre y de mentalidad. Han ocurrido modificaciones enormes que la clase
política no logra digerir, hasta nuestros días. De ahí el abismo que se abre
entre el país real y el país político.
***
Las
placas téctonicas. O revoluciones ocultas del Perú contemporáneo
Cuestión
previa
En este capítulo, se intenta
imparcialmente abordar algunos hechos sociales contemporáneos que explican la
transformación de la sociedad peruana. Pero tenemos una dificultad. Hace diez
años Héctor Béjar dijo lo siguiente: «el silencio de hoy a los cuarenta años de
la Reforma Agraria es la mejor demostración de su importancia». Hoy se cumplen
cincuenta años y el silencio es más poderoso que nunca. En cambio, esa
revolución sin sangre es comentada en el extranjero con una mirada objetiva que
no se practica en Perú. Prisionero de lo que se llama un sistema de pensamiento
«cerrado». En consecuencia, hemos tomado la decisión de recurrir a fuentes y
enjuiciamientos no de peruanos sino del extranjero. Con una excepción. La
información que proviene del INEI (Instituto Nacional de Estadística). Dejemos,
pues, que hablen las cifras y los censos.
A los peruanos nos ha
obsesionado la revolución que no hicimos, para unos, por inevitable temor. Las
revoluciones no pueden impedirse ser sangrientas y suelen desembocar en nuevos
y elaborados despotismos. A otros, porque nos parecía inevitable. Hubo gente
que quería el poder total, pero hubo también gente generosa que estaba
dispuesta a dar su vida para que acabase la iniquidad de la vida peruana. Pero
la gran noche de la revolución, no ocurrió nunca. Hubo guerrillas, invasiones
de tierras, y Sendero Luminoso, pero eso no es ni 1789, ni 1917, ni 1910, ni la
entrada de Fidel Castro a La Habana. Y sin embargo, el país ha cambiado. Se
removieron las bases de la sociedad misma. Por eso preferimos utilizar una
metáfora de orden geológico y estructural: las placas tectónicas. Los geólogos
las estudian porque forman las dorsales oceánicas y las cadenas submarinas. Lo
que vamos a describir ocurre en el abajo de lo peruano.
El uso de esa metáfora nos
conviene. La revolución, como transformación política, en la definición
corriente (Enciclopedia Oxford de
Filosofía) hace pensar en cambios radicales de un Estado, de un régimen y
del orden social. Algo que fermenta mucho tiempo pero estalla en corto plazo, Diez días que estremecieron al mundo, de
John Reed. Lo que vamos a señalar es como las placas tectónicas, un tiempo
lento, hechos reales y decisivos, pero no significan en lo inmediato un cambio
trascendente en la sociedad. Es el caso del cambio producido en la demografía y
la organización social peruana. Estamos hablando de la gran migración del campo
a la ciudad. De los Andes a la costa. Un tiempo largo. En «una dinámica
demográfica de la población peruana en las últimas cinco décadas». De una
transformación que se ha realizado delante de nuestros ojos. Tan importante que
solo la comparan con el «descalabro demográfico de la sociedad prehispánica
como consecuencia de nuevas enfermedades y la desarticulación del Estado inca».
En cambio, «el siglo XX, está marcado por el signo opuesto: la explosión demográfica
y una rápida urbanización».
1.
Migración interna. De las ojotas rebeldes a la choledad empresarial
Nos atrevemos a usar el concepto de cholo, no como insulto, sino como
reconocimiento social. Las cifras nos permiten un punto de vista objetivo y racional.
En 1940 el 70% de la población del Perú era rural. Hoy es todo lo contrario. En
el 2017, la población urbana es mayoritaria en todos los departamentos del
Perú. No solo en la costa sino en sierra y selva. Hoy, el 76% de los peruanos
reside en localidades urbanas. La migración interna es un acontecimiento
inmenso. Por la sencilla razón que ocurre cuando la población total alcanzó su
mayor tasa de crecimiento. En cifras globales, en 1961 había 10’217’500. En el
2007, había aumentado a 28’220’700. Desde entonces, la tasa anual ha
disminuido. El Perú ha hecho su transición demográfica. Es por eso erróneo
creer que la migración del campo a la ciudad ha disminuido poblacion rural.
«Entre 1961 y 2007 la población rural aumentó en poco más de 1,4 millones de
personas.» ¿Qué significa esta migración
interna de los últimos cincuenta años? Lo que sigue se apoya en los censos de
población realizados en 1940, 1961, 1972, 1981, 2005, 2007 y 2017.
Una transformación sin
precedentes. Se urbaniza la sociedad. La capital, Lima, en 1940 —cuando se
inicia el exodo rural hacia la capital— contaba con 645’172 habitantes. En
1961, viente años más tarde, la población es de l’845’910. En 1993 llega a los
6 millones. Hoy, en el 2018, alberga 9 millones. Respecto al resto del país,
Lima metropolitana ha pasado de 9,4% en 1940 a 28,4%. Pero sería un error
pensar que despuebla la capital a las ciudades costeñas o serranas. La
distribución (voluntaria) de población del campo a la ciudad hace crecer
también a otras urbes. Y el INEI (Instituto Nacional de
Estadística e Información) señala que en los días que corren, las ciudades del
interior crecen a una tasa superior a la de Lima. Estamos hablando de un
proceso de modificaciones, tanto económico y social como cultural, en curso.
Además, hay que decir que lo urbano se acompaña de otro cambio significativo.
Los peruanos de hoy viven más bien en la costa que en la sierra o la selva. En
la costa, reside el 55%, en la sierra el 29,6%. La selva sigue siendo poco
poblada. Hay que decir que es la primera vez que en tres mil años, la sierra
deja de ser el centro nuclear del Perú histórico. Estas mutaciones no nos
impiden decir que todavía la peruana es una sociedad muy fragmentada. Por
ejemplo, la pobreza monetaria afecta a un 21,7% de la población. Sin embargo,
entre 2007 y 2017, cerca de 6 millones de personas dejaron de ser pobres.
Otro cambio gigantesco.
Analfalbetismo y alfabetismo. En 1940, un 57,6%. Que pasó en 1961 a 38,9 %, y
en 1981 se reduce a 18,1%. En el 2017, habría solo un 6%. Por lo general,
población de adultos mayores y que viven en lugares alejados. Hay debate sobre
lo actual: según diversos estudios, consideran que queda un 13% de analfabetos.
Departamentos como Huánuco, Ayacucho, Huancavelica, oscilan entre 14% a 11%. Y
siempre hay más mujeres analfabetas que varones. Pero se puede decir grosso modo que la población peruana es
ahora urbana, costeña y alfabeta. Es innecesario insistir en el impacto de esas
modificaciones que llamamos la dinámica de las capas tectónicas. Es decir, la
población misma.
Los peruanos conocen estos
cambios o creen conocerlos. Los han percibido como la aparición en la capital
de migrantes andinos o provincianos. Y con ellos, varios eventos inesperados,
toma de tierras eriazas, aparición de las barriadas (transformadas, con la
ayuda del tiempo, en distritos). Gente que construye sus propios hogares, al
inicio choza en los arenales costeños, luego casa propia. Matos Mar llamó la atención
de esa mutación. Y Hernando de Soto explicó, muy tempranamente, ese
comportamiento social de los recién llegados (El otro Sendero: la revolución informal, 1987). No por azar la
subtitula, «la revolución informal». Los «cholos» bajados de las alturas andinas ocupaban terrenos, organizaban sus calles y
plazas, se inventaban sus propios oficios. Nace con ellos el autoempleo, la
autoconstrucción y el autogobierno. Son a la vez el éxito, por ejemplo, Villa
el Salvador, y la informalidad, con todo lo de positivo y negativo que la
habita. De Soto encuentra en ellos el inicio de un capitalismo venido desde
abajo. Aníbal Quijano anuncia el nacimiento de una sociedad cholificada. En
efecto, Norma Adams y Jürgen Golten, en Los
caballos de Troya de los invasores, encuentran la clave de ese asombroso
éxito popular. Los excampesinos llegan a la gran ciudad con el «poder
simbólico» (Cf. Bourdieu). Es decir,
sus costumbres. Provienen de un patrón de comportamiento andino, cauto en los
gastos, prudente porque la tierra como las lluvias son precarias, y con una
moral del trabajo y la austeridad (que era milenaria). Al punto que la
antropóloga Adams les encuentra un parecido a los pioneros americanos, y lo
dice: «no saben que lo son, pero son protestantes». La migración confirma
una de las tesis de Max Weber. El capitalismo había aparecido con la Reforma y
desde abajo. Los calvinistas alemanes eran sobrios y ahorrativos. Los invasores
andinos también lo fueron, en las dos primeras generaciones. Lo suficiente para
prosperar por cuenta propia. Hoy sus nietos o tataranietos son parte del país
consumista que es el Perú actual. Su
cultura ha cambiado, es chicha, es achorada, es otra cosa. Y es otro tema. Aquí
explicamos el génesis y no el apocalipsis.
Con la migración interna, ha
ocurrido algo mayor que una revolución, que suelen ser políticas y en
consecuencia, visibles. Lo que hemos descrito, tomó tiempo, y para muchos,
tomaron como natural un hecho voluntarista, pero anónimo, discreto,
improvisada, y eficaz. De abajo vino el vendedor ambulante, luego los
mercaditos callejeros, luego la tienda propia, la empresa, los emprendedores
populares. Sin la emigración, nada de eso existiría. Si esto no es una
revolución social, que baje Pedro y lo vea.
2.
La segunda placa tectónica. La reforma del agro en 1969
La segunda placa téctonica
ocurre en 1969. Desaparece el gran latifundio y lo que los peruanos llamaron
desde los años veinte, el gamonalismo. Pero ese acontecimiento, la entrega de
tierras que les pertenecía a los campesinos, es un tema inabordable en el Perú
actual. Se sigue diciendo que la reforma agraria de Velasco fue un fracaso,
mientras los peruanos van a los supermercados a comprar camote, olluco, yuca,
habas verdes, cebada, choclo y carne de ave, de ovino, porcino, y leche fresca,
producción que ya no proviene de los latifundios. Muchos de los actuales
propietarios de tierras son hijos y nietos de los antiguos arrendires y peones.
Pero la ideología dominante niega esos cambios en el mundo rural que sin
embargo, los alimenta. Por eso —con la excepción de la estadística del INEI— hemos dicho que acudimos
únicamente a la información externa. Ingleses, franceses, americanos que
admiten esa reforma como un paso decisivo a la modernidad. Para otra ocasión,
la historia de la contrarreforma agraria.
¿Cuál es la situación actual?
Según el INEI, el número de unidades
agropecuarias es de 2’128’087, y con ello, ocupando una superficie de 7’125’008
hectáreas (2016). Tomando en cuenta el régimen actual de tenencia, hay
2’213’506 unidades agropecuarios.Que se descomponen en 1’516’888
propietaros, unos 256’387 comuneros, 94’244 arrendatarios. Y posesionarios
94’063. Un análisis más preciso, con propiedades de cien o más hectáreas, hay
18’813 propietarios, entre las cuales aparecen también 1’336 comuneros. ¿Qué es
lo que ha desaparecido en este censo de propiedades, que va desde pequeñas
empresas a grandes propiedades? Ha desaparecido lo que se llamaba el
latifundismo. Un sistema de propiedad precapitalista desaparece por obra de una
ley, la n°17716. Y desde un gobierno militar que llegó al poder mediante un
golpe de Estado. El lector puede comprender lo renuente que era la sociedad
peruana a romper el sistema de dominación de los hacendados precapitalista, que
tuvo que ser una dictadura (de militares de izquierda) que cambiara, de abajo
para arriba, el país sumiso y arcaico anterior a 1969.
Que fue una mutación decisiva
no se admite en Perú, todavía. En cambio, sí en la Encyclopædia
Universalis. Antes de la acción espectacular de la reforma, describe de
esta manera la vida rural: «En la sierra montañosa de los Andes, donde se
concentraba una gran parte de la población rural, reinaba hasta 1968, una
situación neofeudal; estaba la gran propiedad en manos de un 0,4% que
concentraba el 75,9 %. Todo el resto de propietarios —indios, mestizos,
blancos— se repartían el 5,5% de la tierra disponible, por lo general, terrenos
mediocres». «Los pagos no se hacían en dinero sino bajo la costumbre arcaica de
cambiar tierras de alquiler por mano de obra y días de trabajo del siervo
indio. Cuando la reforma agraria fue dada por terminada, en 1979, se
habían distribuido 7 millones de hectáreas». Con todo, en la ideología limeña,
la reforma agraria fue «un fracaso».
Sin embargo, las tierras recuperadas por los campesinos indios, los hacendados las habían pillado en el siglo XIX. El primer siglo republicano fue una catástrofe para los campesinos indígenas. Libres del control de la administración virreinal que protegía a los campesinos, los hacendados criollos tomaron tierras que no les pertenecía durante el primer siglo de vida republicana. Su independencia, fueron las invasiones de tierras de los años sesenta. Y su San Martín, los sindicatos campesinos que encabezaron líderes indígenas como Saturnino Huillca. Y unos pocos políticos, como Hugo Blanco. (Veáse mis libros Cuzco, tierra y muerte, premio nacional Fomento a la Cultura (1965), y Saturnino Huillca, habla un campesino peruano, premio Casa de las Américas (Cuba, 1975).
Ahora bien, los fundos rurales no fueron distribuidos de manera individual. El gobierno de Velasco estableció un sistema de cooperativas, como Sociedades Agrícolas de Interés Social (SAIS). Pero ni los campesinos comuneros (hay 6’000 comunidades) ni los expeones llamados colonos, es decir, los antiguos peones de la hacienda, la admitieron. Aspiraban a ser propietarios directos. Y eso es lo que ocurrió. En los años ochenta, una reforma a la reforma ocurre en el Cusco. Es una segunda ola de invasiones. Las cooperativas desaparecen en los años ochenta.
Hoy el agro guarda las
antiguas comunidades campesinas, pero los exindígenas son propietarios
directos. Tenían razón, es una tendencia planetaria en los agricultores, al
manejo directo de su propiedad. Explicar esa tendencia natural nos llevaría a
un paseo por la antropología y la psicología. Contémonos con insistir que ha
nacido una capa social nueva, rural y agropecuaria. Se aplaude esa mutación en
Lima, callando su origen.
Sigamos con la explicación que
proporcionan observadores no peruanos. Jacques Lambert —francés, americanista,
profesor de derecho en la universidad de Lyon—, en un libro célebre por su
objetividad, 1956. Es decir, antes de la Reforma. Cuando reinaba el latifundio serrano.
(En la costa peruana había gran propiedad, pero pagaban salarios.) Lambert
examina la situación rural antes que se mueva la placa tectónica de la reforma.
Y en el capítulo IV de un libro dedicado «a las estructuras sociales e
instituciones políticas de la América Latina», sostiene lo siguiente: «la
responsabilidad de los latifundios en el retardo de la evolución social». ¿Qué
quiere decir Lambert? Además de describir la ineficacia de ese sistema de
propiedad, de cómo la gran propiedad monopolizaba la tenencia de tierras,
observa algo mayor. «El latifundio no solo era cruel y opresivo sino que lo
detestaban» porque al indio colono —así se llamaba a los peones de la
hacienda— «lo ponían fuera de la vida
política y económica del país». Para Lambert, el indio dentro de la hacienda,
estaba encapsulado. La gran propiedad arcaica, el latifundio, no era sino un
sistema económico muy débil (los hacendados no eran empresarios sino
rentistas). «La gran propiedad arcaica, dice el profesor de Lyon, imponía la fidelidad personal del campesino
indio.» A ese tipo de poder se le llamó el gamonalismo. Desde los años veinte.
Desde Hildebrando Castro Pozo, José Carlos Mariátegui. Por eso, Lambert
considera el latifundio como una rémora enorme. ¿Cómo podía haber república
peruana si sobrevivían esos espacios feudales en todo el territorio?
El «indio», tradicionalmente,
obtenía alguna seguridad en su condición de siervo. «Se conformaba con su
miseria», dice Lambert. Pero en los sesenta, ocurre un cambio de conciencia en las
masas rurales. Descubren el camino a la libertad. Y la emprendieron por su
propia cuenta. Fue esa la razón, el gran fenómeno de las invasiones de tierras,
el mayor movimiento de rebeldía después de Túpac Amaru II, lo que provoca la
decisión de los militares de intervenir y liquidar los semifeudos andinos.
¿Qué paso en el sur, de 1961 a
1965? Llamaremos a un profesor inglés. El más célebre de sus historiadores.
Eric J. Hobsbawm publica, en 1959, Primitive
Rebels.Traducido en el 2001 como Rebeldes primitivos. Es un estudio sobre las formas arcaicas de los
movimientos sociales en el siglo XIX y XX. ¿Qué tipo de gente y de rebeldía lo ocupa? Los anarquistas
españoles, el bandolero social, la mafia siciliana, las sectas obreras. Y «un movimiento
campesino en el Perú». Sus fuentes son dos. Un informe sobre la tenencia de
tierra publicado en Washington, de 1966, y mi libro Cuzco, tierra y muerte, de 1964. Hobsbawm sitúa esa rebeldía de
campesinos peruanos como «gente prepolítica
con aspiraciones a la justicia social». Fue un acierto del profesor de
Oxford. Los líderes de ese enorme movimiento eran gentes como Sumire, Huillca.
Hablaban quechua y en esa lengua se dirigían a las masas. Pero también había
entre ellos los que habían hecho servicio militar y eran bilingües. La
estrategia atinada de las marchas campesinas viene de ahí, evitaban el
enfrentamiento con la policía o el ejército. No eran una guerrilla. Como me
encargué de decirlo, no hubo milicias campesinas. Yo escribí ese libro en el
lugar de los hechos. Con verdades de puño. «¿Por qué hay invasiones? Porque se
han cansado de esperar». Ahora bien, sin extenderme en refutar a Hobsbawm, lo
cierto es que los rebeldes no eran tan primitivos. Hubo unos cuantos
trotskistas: Hugo Blanco, Vladimiro Valer, Fausto Cornejo. Pero el trotskismo
no contaba en la vida política. Entonces, ¿qué fue aquello? Algo que vino de la
más extrema marginalidad. Uno de los titulares de mis crónicas habla «de
multitudes nuevas, sin partido». Y eso fue lo que ocurrió. Indigenistas, los
había habido desde los años veinte. Decenas de antropólogos y estudiosos. Pero
esta vez no eran indigenistas sino indios. No es lo mismo. Fue una inesperada
toma de conciencia de los explotados. Pero, por eso mismo, no se les pudo
entender ni aprobar.
Para concluir, una de las
razones por las que la reforma ha sido rechazada es que ocurre fuera del
sistema normal de partidos. Se entiende que para las derechas sea un tema
maldito. ¿Pero por qué para los partidos de izquierda? José Carlos Mariátegui, en 1928, acaba con el
mítico «problema del indio». No hay tal, la cuestión era «el problema de la
tierra». Eso concluye con los movimientos campesinos de los años sesenta, antes
del gobierno de Velasco. Pero la izquierda se ha sumado —con algunas
excepciones— al llanto de viudas por la desaparición de los hacendados
arcaicos. ¿Y por qué razón? Porque ese triunfo de lo popular no lo manejó
ningún partido de izquierda. Héctor Béjar, que fue guerrillero, hace su mea
culpa en 1965. El honesto y valiente
Béjar. Pero el resto de la intelligentsia
que se autocalifica de izquierda revela, en la incapacidad de entender ese
movimiento autónomo, popular y libre de fundamentalismos, lo lejos que está del
pueblo. Y de unas ciencias sociales objetivas y valiosas. La idea de que una
fracción del pueblo se rebele sin una vanguardia, o que una elite
revolucionaria aparezca desde abajo, es lo que más les molesta. Y entonces, lo
que saben hacer, el silencio.
Lo peor de todo es que el
latifundio peruano es la continuación de una institución virreinal llamada la
encomienda. Fue la recompensa de la Corona a los conquistadores para que
explotaran a los indios. Bernard Lavallé la define como la «transferencia a
particulares para que diesen protección e instrucción evangélica al encomendero».
Y a eso seguía el «repartimiento», es decir, aldeas enteras que tributaban con
trabajo de servidumbre. Esa figura jurídica evitaba dar títulos de nobleza a
los españoles en Indias. El encomendero lo que importaba era la mano de obra
indígena. Les hemos llamado equívocamente feudos. No es exacto, es lo que más
se les parece. Pero los señores feudales en la Europa medieval, eran jueces y a
ratos, la defensa militar de sus siervos, de ahí los castillos en España. En el
Perú los señores no tenían ninguna obligación con sus indios peones o colonos.
Entonces, quienes defienden todavía el latifundio no saben que están echando de
menos una monstruosa entidad que viene del fondo colonial. Las haciendas permitían la existencia de amos
y siervos, como las encomiendas. Y sin embargo, se sigue sin entender que eran
incompatibles con un Perú que aspira a ser republicano. (pp. 491-499)
***
Falta el tercer terremoto, el
libre mercado. Hasta la próxima.
Estuve
la semana pasada una noche y dos días en Cajamarca. ¿Por qué la prisa? Tenía
que volver a Lima para mis clases. No suelo dejar colgados a mis alumnos. Me
habían invitado a un congreso de economía. El evento se realizó en la
universidad nacional de Cajamarca y lo organizaron los propios estudiantes. En
particular, uno de ellos, Edinson Palacios, a quien agradezco y felicito por su
voluntarismo. No es fácil llevar gente a un congreso cuando no abunda el dinero
para invertirlo en ese tipo de actividad pese a que Cajamarca está a una hora
exacta de Lima por avión. Por otra parte, la mañana en que me tocó exponer, me precede
Carlos Parodi. Lo conocía por sus libros. Pero no lo había escuchado nunca como
expositor. Es economista y se explica con gran sencillez en temas complejos.
Fue muy estimulante escucharlo.
Me ocupé
de dos problemáticas. El estado actual del mundo. Y el lugar del Perú de nuestros
días. Aquí, abreviaré enormemente el primer punto.
A la
cuestión de quién gobierna el mundo, pienso en
Rusia y sus ejércitos, China, cuyo PBI está
por alcanzar a los Estados Unidos. Nuestro tiempo no es aquel del final de la
segunda guerra mundial. En ese entonces, USA era la
primera potencia. Y en temas de esta envergadura, me apoyo en los mejores
estudiosos. En Pierre Hassner, profesor que conocí cuando yo era investigador
en la escuela de Ciencias Políticas de París. ¿Qué dice hoy, Hassner? Dice
que no hay piloto en el timón del mundo. No manda nadie. Estamos en uno de esos
periodos de la historia en que ninguna potencia es del todo hegemónica. Hay varias
potencias. Pero un mundo al borde del caos.
Exploré también un tema
aledaño. La preocupación en sociedades democráticas, en particular Europa y los
Estados Unidos, «ante el inesperado éxito económico de los regímenes
autoritarios» (Sciences Humaines,
n°266). China, Rusia, los Emiratos, la Turquía de Erdogan. Mucho más que las
democracias liberales¡! Y mientras crecen con la apertura del mercado mundial
casi todas las economías, no deja de ser verdad que se abren brechas sociales
gigantescas. ¿Entiende entonces, el amable lector, la aparición de lo que
llaman ‘populismos’? Expresan la protesta de la sociedad civil ante la sociedad
política.
Ahora bien, para situar
el Perú de hoy en la caótica mundialización, pedí en Cajamarca que hiciéramos
un esfuerzo en situarnos en los años 50 del siglo XX. Fue entonces que Alfred Sauvy, gran demógrafo,
inventó un término o concepto, el «tercer mundo». De ese modo se designaba a
los países no alineados, tiempos de la Guerra Fría y la polarización entre la
Rusia soviética y la Europa y los Estados Unidos capitalistas. Pero el concepto
intentaba cubrir una diversidad de países, tales como el África o el Asia, y pronto
se establece la idea del subdesarrollo. F. Perroux bautiza esa situación con el
concepto de la ‘dependencia’. Un poco más tarde, se considera que hay un núcleo
de naciones avanzadas —Europa, los Estados Unidos e incluso la URSS— como un
centro de poder, vinculado a los países de la periferia. Y así, se establece de
modo dogmático, que la riqueza de los países avanzados se construía sobre la
pobreza de las naciones cuyas ganancias en importaciones, por lo general de
materias primas, nunca alcanzarían para adquirir las producciones hipertécnicas
de los Estados centrales y desarrollados. La salida de esa situación, se pensó,
era la autosuficiencia. Y el rol de los Estados crece en esos años. En esa
teoría estuvo la CEPAL, y eso influye tanto en gobiernos autocentrados como Cuba, el Chile
de Allende y el Perú de Velasco.
Pero por los 80, se desmorona esa teoría. Aparecen países que se industrializan en el Asia del sureste, como Corea del Sur, Taiwán, Singapur. Este último, con 5,7 millones de habitantes y un PBI (2014) de US$ 307,8 mil millones, superior al nuestro (entonces de 202,6). Menos PEA. Los llamados «tigres asiáticos». Y el caso de Corea del Sur, en 1950 era más pobre que el Perú. Pero a diferencia nuestra, se especializaron en producciones de alimentos y fabricación de productos de la tercera ola industrial. En conclusión, se hunde la teoría de la dependencia. Hoy, mal que bien, liberales e incluso socialistas, entran al mercado mundial. Lo que los separa es la distribución de riqueza.
En fin, para calificar de
‘subdesarrollado’ un país, hubo tres indicios. Primero, país en mayoría
analfabeta. Segundo, país de grandes hambrunas. Tercero, país con mayoría de
población rural, es decir, de poca productividad y sin las ventajas de la vida
en ciudades. El Perú fue eso en los años 60 y 70.
¡Pero hoy ya no hay analfabetos!
Sin embargo, la población que sabe leer, no lo hace. Ni libros ni diarios.
Tenemos iletrados. Y como ese hecho no nos parece grave, me atreví a leer al
auditorio, lo que sigue: «Los datos revelan que el graduado (peruano) promedio
que sale de la escuela pública secundaria carece de la capacidad en pensamiento
crítico y de aprendizaje, y en consecuencia es inempleable». ¿Quién lo dice?
Nada menos que el Banco Mundial. Se refiere a 7,6 millones de jóvenes.
¿Y la hambruna? Hay
pobres, niños mal nutridos, pero la gastronomía es nuestro éxito. Aunque con
efectos perversos, nos hemos vuelto una país de gorditos. La enfermedad más
frecuente es la diabetes. Además, segun el INEI, somos un país urbano. ¿Pero
qué somos? Ni subdesarrollados ni potencia regional con una economía
modernizada, una sociedad con salud y educación al alcance de todos, que es lo
que ocurre en las sociedades avanzadas.
¿Qué ha fallado?,
pregunté. No la política. Mal que bien, llevamos veinte años de elecciones.
Tampoco la economía. Lo he
dicho anteriormente en esta misma columna. «El per cápita en los años
70 del siglo pasado era de US$ 557, luego en 1976 pasa a US$ 943, en el
2000 a US$ 2,023, y en
el 2017 a US$ 6,571. No
solo ha crecido, sino que han surgido nuevas clases medias.» Pero el malestar ha
crecido del 2001 a nuestros días. Es decir,
¿cuánto más se crece, el pueblo se aparta de la democracia?
Entonces ¿qué somos? Les
dejé la respuesta. Todo lo que quise era que despertaran. No todo es economía y
política. Dinero y poder. Falta el saber.
Se han olvidado de la ciencia y el conocimiento. Ha fallado la sociedad misma.
En las pruebas PISA estamos detrás de Indonesia y Bolivia. Y sin
embargo, según el Banco Mundial, «el 80% de padres de familia están satisfechos
con la educación que reciben sus hijos». En cuanto a los comportamientos, hemos
retrocedido. Casi no hay sindicatos. Y es corriente lo ilícito desde el
contrabando pasando por la coima como algo normal, a la sorprendente cantidad
de choferes que manejan borrachos. Está claro que no se necesita solo economía para
salir de nuestra extraña situación. Se necesita instituciones y Estado. Y otro
esquema de crecimiento. Que vincule el crecimiento global con el bolsillo de
los ciudadanos. El mercado y la inversión social en salud, ciencia y
democracia, no es un imposible. Pero para eso se necesita estadistas, no gente
improvisada. Sino el capitalismo achorado de estos años y las masas iletradas
hundirán la poca democracia que tenemos.
Acaba de dejarnos el filósofo
Miró Quesada. Aun habiendo llegado a vivir un siglo, siempre pesa una pérdida
de alguien como él. Estas breves líneas, obviamente se suman al sentimiento de
duelo de su familia, de hijos y parientes y amigos. Pero quisiéramos en esta
ocasión, observar cómo lo consideraban sus colegas en el exterior. Al escribir
esta nota, tenemos en la mesa de trabajo una de las publicaciones sobre los filósofos
modernos y contemporáneos que es de lo más seria y profesional. Es decir, la Enciclopedia Oxford de Filosofía. Editor
Ted Honderich.
Nuestra fuente es un volumen de
1251 páginas, en la que abundan explicaciones sobre conceptos y corrientes de pensamiento
diversos, por ejemplo, la escuela de Harvard (p. 511). O la filosofía
francesa, a partir de Descartes. O la británica, esa filosofía analítica que la
hizo famosa (p. 434). Pero sobre todo, con nombre propio, personas. Filósofos.
Hegel en la página 516. Al lado de un desarrollo sobre qué viene a ser el
hedonismo. En ese océano del saber filosófico, hay muy pocos latinoamericanos.
Y aún menos peruanos. Pero los hay, y son tres. Augusto Salazar Bondy (p.
1020). Francisco Miró Quesada. Y está Mariátegui, José Carlos. En este caso,
podemos admirar el espíritu de esa célebre enciclopedia. Incluye no solo a
filósofos sino a pensadores, tal es el caso de Michel Foucault: señalan su
lección inaugural en el Collège de France, sobre «el discurso». De Mariátegui
no dudan en apreciarlo porque no teniendo estudios secundarios y superiores,
como autodidacta, elabora los temas de los Siete Ensayos. Mariátegui está,
alfabéticamente, a un paso de Maritain y de Marcuse.
El filósofo Francisco Miró
Quesada que ya no es de este valle de lágrimas, aparece en la enciclopedia
Oxford, en vida. Así, la reseña que mencionamos la colocamos aquí, sin
modificación o alteración alguna. Estamos diciendo cómo era respetado, conocido
y apreciado. En el campo de la filosofía no hay un Nobel de premio. Ni lo hay
tampoco para los que destaquen en antropología, historia, sociología o
psicología. Nobel, el fundador de ese reconocimiento, no pensó en estas
disciplinas. Pero la presencia de un pensador peruano en esa fuente universal
del saber filosófico que citamos, no es cosa de todos los días. Por eso, por lo
excepcional del caso, lo publicamos en esta hora lugubre y a la vez, de gloria.
«Miró-Quesada,
Francisco (1918 – ). Filósofo
peruano nacido en Lima y miembro de una familia de prestigiosos intelectuales.
Su padre, Óscar Miró-Quesada de la Guerra, fue en su época un conocido
intelectual y divulgador de las teorías más recientes en las ciencias
naturales. Francisco Miró-Quesada estudió derecho en la Pontificia Universidad
Católica del Perú y filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
En esta última universidad ejerció la docencia desde 1940. Sus temas de
investigación son lógica, filosofía de las matemáticas, epistemología,
filosofía de la ciencia y filosofía del derecho. Sus influencias principales fueron la fenomenología de
Husserl, en los inicios de su formación, y posteriormente, el positivismo
lógico y Bertrand Russell. El proyecto filosófico central que atraviesa su obra
es la búsqueda de una nueva teoría de la racionalidad. Él entiende la
racionalidad como un conjunto de principios
universales, permanentes y necesarios, de naturaleza formal, que
subyacen a la diversidad cultural, lingüística y moral. Así, en sus diversos
libros sobre lógica, y especialmente en su Lógica
I. Filosofía de las matemáticas (Lima,
1980) se propuso encontrar principios comunes a la diversidad de sistemas
lógicos. De igual manera, en el terreno ético, sostiene como principios
universales el humanismo (el tomar al ser humano como fin y no como medio) y la
simetría.» (p. 804)
Y luego de la reseña, la bibliografía.
Sentido del movimiento fenomenológico (Lima, 1940); Apuntes para una teoría de larazón (Lima, 1963); Ensayos
de la filosofía del derecho (Lima, 1986).
Muchos temas trotan en mi visión
del mundo actual, por ejemplo los resultados de las elecciones para el
Parlamento Europeo, tanto o más que los populismos, los votos ‘verdes’ o ecológicos.
¿Saben lo que eso significa? Un cambio de vida, de civilización. También podría
reflexionar sobre un tema actual y peruano. La confianza en el Ejecutivo desde
el Congreso. Pero prefiero esperar lo que sigue, luego del 15 de este mes. Sin
embargo, dejo esos temas por otro. Estamos en junio. Y en junio de 1969,
termina el feudalismo y el trabajo sin salario de millones de indígenas. No era
solo una reforma de la propiedad de la tierra. Se acababa la colonia. No más
indios siervos y mandones gamonales.
Las líneas que siguen son
aquellas que escribo el 31 de agosto de 1975, cuando Velasco deja el poder y lo
reemplaza Morales Bermúdez. Era yo el director del diario Correo, y sabía lo que me iba a costar ese gesto. El texto que
sigue no tiene ninguna modificación al original. Pero no es todo el texto. Un
fragmento.
«Velasco, el fundador
Tuvo que venir
de la humilde provincia esta fuerza de renovación que transforma el Perú, Juan
Velasco, nacido en Castilla, distrito de Piura (1910). Tierras norteñas,
tierras de dolor y éxodo. Gentes de abajo para las cuales la historia siempre
fue una mala pasada. El adolescente Velasco se embarca. De polizón viene de
Paita al Callao. Toca las puertas de la Escuela Militar de Chorrillos, todavía
bajo influencia francesa. Para ingresar sienta plaza de soldado (1929). El
resto, lo conoce la historia reciente. Las mudanzas geográficas y burocráticas
de una carrera militar. Hasta la madrugada del 3 de octubre.
Quizá de esas
tierras de Castilla la piurana trajo consigo su amor al terruño, al río y a la
montaña agreste, como los de Chaclacayo, ahora, su retiro. Quizás trajo,
también, esa efusividad de hombre de campo que no le gastaron nunca las aristas
lujosas de Palacio. Y la voluntad de partir el pan con el hermano, la búsqueda
de una comunidad de riquezas y bienestar, hijo pródigo él mismo, de un trabajo
honesto. Y porque venía del norte costeño, el alma de la jarana y la zumba
costeña airearon siempre su palabra, porque las traía educadas por el habla
popular, ojos y oídos donde se reconocía el pueblo. Y un cierto candor, como el
de las almas campesinas. Y de toda la secreta región de la infancia, la derecha
intuición y la conciencia del destino de los otros, de millones, que a despecho
de su caso no llegaban a generales.
A este soldado
se le ocurre pues, en 1968, la gran herejía de la vida peruana. La herejía de la
felicidad para los pobres. Solo siete años: y del pueblo dulce y sumiso, de una
de las más explotadas patrias de la América indígena, se alza otra nación, otro
orden, otro Estado. Nada más fantástico que esta realidad. Nada más
desbordante, aún que la imaginación, que el proceso revolucionario de estos
años. El nombre de Velasco queda ligado para siempre a la recuperación de los
recursos naturales del dominio extranjero, a la nacionalización del comercio
exterior y la banca, a la liquidación del latifundio, a la naciente
siderúrgica, petroquímica y pesca, a la propiedad social y el oleoducto que
atravesará los Andes, como al nacimiento de miles de instituciones de base. A
una política internacional tercermundista, a la reforma de la prensa, y a tantas
otras cosas que no tienen por qué estar en una nota de comprobaciones melancólicas.
Este soldado
marcó una hora. Desde entonces sabemos mejor quiénes somos y adónde vamos. Su
nombre estalló como una granada entre nosotros: Velasco. Se rompieron las
dentadas ruedas de la tradición. Se hizo trizas el país oligárquico y altanero.
Reforma agraria o comunidades laborales: la virtud de Velasco fue el desquite
de los oscuros. Y durante siete años para todos, revolucionarios o no, la zozobra
y el asombro de vivir un tiempo de intermedios, sus decisiones mantuvieron en
vilo la nación, pro o contra. Jamás indiferente ante sus gestos. Y cada medida
iba añadiendo en el reino indeterminado y siempre inconcluso de lo político,
otro ordenamiento socioeconómico, coherente, que le sobrevive. Cierto, la política
revolucionaria peruana no comienza en 1968. Fue el pedido de varias
generaciones sacrificadas en mazmorras y en exilios. Cierto, la «intelligentzia» reclama su lugar en este
resumen, desde Mariátegui a Arguedas. Pero sin esa gran osadía, sin Velasco
¿qué hubiera sido la política sino una forma más de la incoherencia criolla?
¿Qué, la literatura, sino otra manera del desencanto? Cuando volteamos hacia
atrás, Luis Cardoza y Aragón, por otra patria americana que se nos parece, «algo
de lo mejor nuestro es memoria de pesadilla». Y bien, pregunto: ¿es esta
nuestra memoria de los siete años transcurridos? ¿Es la descripción del
presente, la descripción de la noche? Ciertamente no. Tiempos difíciles, sí.
Puesto que tiempos de rupturas. Tiempo para hombres enteros.» […]
Correo, domingo 31 de agosto de 1975, p. 12
Nota actual
Una semana más tarde, el gobierno
militar que me había llamado a ser Director —no fue un cargo que yo había
pedido—, con la misma potestad que me había nombrado, me quitó el cargo. Lo
encontré normal. Hasta ese momento, ese diario encarnaba una de las varias
corrientes políticas que habitaban lo que se llamaba el velasquismo. Hubo
tendencia procubana (en Expreso) de
corte democratacristiano, de voluntad más bien autoritaria. Y nosotros, en Correo, una corriente que aprobaba la
«propiedad social», es decir, la autogestión. Acaso era una quimera, pero eso
era lo que nos reunía, Jaime Llosa, Carlos Delgado, Carlos Franco.
Ahora bien, acaso la insolencia
de ese adiós a Velasco me valió la persecución bajo el gobierno de Morales
Bermúdez; se declaró contra mi persona. Once meses estuve haciendo una
vida clandestina. Me hacían auditorías, pero primero querían meterme preso. Y
no lo lograron. El esposo de una tía mía, hermana de mi madre, José Hermoza, a quien
la reforma agraria le había intervenido mas le habían dejado tierras, —lo
suficiente para seguir como agricultor (era muy moderno, se había formado en
los Estados Unidos)—, llamaba a mi madre y le dice que venga a su granja.
Cuando me recibe me dice: «nadie te va a buscar, Hugo, en la hacienda de una de
tus víctimas».
Y así fue. Un año más tarde,
aparecieron tres coroneles, que eran velasquistas, y le dijeron a mi madre: «No
sabemos dónde está su hijo, pero dígale que se vaya. Le hemos abierto la
puerta. Pero por un corto tiempo. Que pase por Torre Tagle donde le espera su
pasaporte». Y así fue. En Francia me esperaron con los brazos abiertos. Volví a
los estudios. Historia, Ciencias Políticas, y añadí Ciencias Sociales. No volví
nunca a la política peruana. Seguí estudiando y cuando llegue el ángel de la
guadaña, aquel que visita a todo mortal, me encontrará escribiendo un texto o
leyendo un libro. Perdón por estas líneas finales, pero hay cosas que a veces
hay que contarlas. Nadie tiene comprada la vida.