Acotación sobre la sociedad hipercompleja (I)

Written By: Hugo Neira - Ago• 19•25

A Dana Cáceres y Pedro Cavassa

El concepto de Tercer Mundo ha quedado desprovisto de sentido. Es tierra baldía, apenas aplicable a unos cuantos países en barbecho, a las desgraciadas naciones africanas que algunos observadores, desde ahora, consideran “impensables para el capitalismo” (Guy Sorman, Le capital, suite et fin, 1994). Otras tierras, continentes enteros, se mueven hacia la prosperidad en el sudeste de Asia, en América Latina desde la década de los noventa, incluso entidades colosales como la India o China Popular entran de pleno pie en la lógica del nuevo reparto de poder, en el gran mercado planetario, en la aldea global. La cuestión es simple. No hay tercer mundo porque al desaparecer la Unión Soviética no hay segundo mundo. Pero eso no es todo. La metástasis del mercado reproduce lo que se entiende por primer mundo un poco por todas partes, aunque en dosis variadas. Y esto es lo que quisiera exponer a los amigos que editaron Hacia la tercera mitad con pocos operarios, en empresa eficaz y productiva. Y eso, como las clínicas limeñas, los bancos modernos y algunos laboratorios, también es primer mundo. No un lugar geográfico, bajo una bandera determinada. Sino una actitud, una cultura de la economía, un tipo de servicios.

No quiere esto decir que han desaparecido las diferencias entre naciones ricas y atrasadas. Las estadísticas financieras internacionales y sus tablas macroeconómicas siguen estableciendo el listado de naciones, clasificadas desde las más industriales y de bienestar a las de menos. La mundialización aproxima a lo que es intercambio de mercancías, capitales o información, pero separa en lo que son rendimientos. Y en este sentido, jamás las distancias se han hecho más grandes. En la era del “jet-capitalismo”, del totalitarismo del dinero, en la guerra devastadora de mercados, de la “desreglamentación” y deslocalización de industrias, ¿cómo saber cuáles son las nuevas naciones emergentes? En una época de gran desorden internacional y que algunos llaman del casino mundial, ¿cómo situarse? Contrariamente a lo que sustenta la teología liberal, ni los Estados ni las naciones han dejado de existir, aunque un empresarismo a escala planetaria merme el poder de los actuales gobernantes. Mermar es disminuir, no es desaparecer. La situación es paradójica y confusa. Los Estados hallan sus límites en el Mercado y el Mercado los suyos en los Estados. Los modus vivendi están a la orden del día.

Para situarse en la aldea global

Situarse fue uno de los conceptos míticos de Jean-Paul Sartre. Situarse, en efecto, tiene el mismo contenido en francés y en castellano. Es poner cosas o personas en su sitio. Es asignar un puesto o un emplazamiento a algo. Es “posicionarse”. No es casualidad que esta preocupación atraviese los estudios sobre América Latina, en particular los más recientes. Es cierto que ya no es posible seguir situándonos como países subdesarrollados. El modelo de industrialización por sustitución de importaciones que el continente adoptó después de la crisis de los años treinta, garantizó medio siglo de crecimiento y cambios internos considerables. Los años ochenta marcan el fin de ese modelo, al estallar la crisis de la deuda y con mercados protegidos, ese industrialismo se revela incapaz de proseguir ante la actual revolución de la tecnología. Pero cuarenta años de industrialización autocentrada habían transformado a las sociedades latinoamericanas. Alfabetización y urbanización masivas. Modernización. Como dice Touraine, América Latina cree en la escuela y en el libro, “como nosotros”, y piensa en la cultura europea nacida del optimismo de las Luces. Ese mundo latinoamericano de grandes urbes, nuevas élites, capas medias, demandas sociales de educación y salud, de explosión cultural y toma de conciencia, ya no es tercermundista. Pero no nos engañemos, ningún país entre el río Grande y Tierra del Fuego, al filo del nuevo milenio, puede ser considerado completamente industrial o desarrollado, lo impide la debilidad del sector financiero, el retardo tecnológico y científico, la inestabilidad política. Ninguna alberga una sociedad de bienestar y enteramente pacificada. Ni desarrollados ni subdesarrollados, ¿qué somos?

Cada época tiene sus representaciones. Cada sistema de clasificación revela a la vez un tipo de exigencia, un propósito. Hoy en las naciones-industria no cuenta solamente la producción industrial sino también la calidad de vida y el consumo masivo. La globalización y la nueva complejidad del mundo exigen una renovación de las categorías al uso para pensar la realidad. El mundo que nos rodea cambia rápidamente. Las innovaciones atraviesan las fronteras nacionales. Las formas más intensas de la migración no son solamente la gente que se desplaza de un país a otro, o salta continentes, son también las de lo que Jacques Attali ha llamado “objetos nómades”: el fax, el teléfono celular, los juegos de vídeo, los ordenadores portables, todo lo que va creando, por todos los rincones de la tierra, formas semejantes de distraerse, de educarse, de trabajar. Las sociedades se fragmentan en cuanto tienen acceso, o no, a los servicios de esa tecnología nueva y global. Esta nueva mutación de la modernidad es todavía más intensa, viaja más rápidamente que la que llegó con las manufacturas a fines del XIX, o con el automóvil, la radio y la televisión, los productos farmacéuticos y la energía del vapor, la electricidad o el petróleo. Las nuevas disparidades se establecen al interior de cada país. Unen y fragmentan el planeta en que vivimos.

Situarse es preguntarse por el lugar que ocupa la nación en la que vivimos, y en relación a quién se avanza o se retrocede. Esta pregunta atañe a todos. A los países del bienestar, porque pueden perder su supremacía. A las naciones emergentes, que pueden adquirirla. Ahora bien, un nuevo intento de clasificación tiene que dar cuenta, entre otras, de la siguiente paradoja. La coexistencia de un mercado mundializado con un archipiélago de naciones, culturas y civilizaciones enteras con velocidades distintas de integración, incluso, con resistencias. El integrismo musulmán es uno de esos casos de anticapitalismo identitario, aparecen sin duda otros. Es una comprobación elemental pero necesaria: los nuevos territorios sin límites del poder económico, del ciberespacio y la geofinanza, no han desalojado a las naciones, al contrario. La indigencia del discurso político ante una realidad que ha llegado a ser internacional sin dejar de ser nacional, la rompen algunas exploraciones. Daré cuenta de unas pocas.

Cuando el sistema capitalista y el socialista dejaron de oponerse, el mundo se volvió a dividir en cuatro mundos, dice Guy Sorman. Llama hoy primer mundo a aquel que agrupa las sociedades del capitalismo democrático, Este y Oeste confundidos, puesto que el Asia no produce una variedad original de capitalismo, lo acepta y asume. Un segundo mundo engloba las sociedades que intentan unirse al capitalismo democrático y que lo conseguirán como Europa central, Turquía y el cono sur sudamericano. Un tercer mundo reúne a las sociedades que intentan acceder al capitalismo democrático, ora porque sus élites temían perder su poder, ora porque el capitalismo es radicalmente incompatible con su cultura. Ahí puede surgir una economía de la fragilidad, que apunte más a eliminar la pobreza que a crear más riqueza. India, parte de América Latina, el fundamentalismo musulmán. La utopía de hoy a veces es —afirma— la utopía de mañana.

Si se cree que la necesidad de situarse es sólo un problema para la “intelligentsia” de los mundos en transición (hacia la modernidad o hacia nuevas formas de identidad sustitutiva) estaríamos en un error. Paul Kennedy ha pasado revista a diversas culturas y naciones, preguntándose cuáles serán los ganadores y perdedores en el siglo XXI, y en su pesquisa, examina las posibilidades de Europa, la ex URSS, el “plan” japonés y el propio Estados Unidos, cuyo porvenir no sale bien librado (Preparing for the XXIst Century, 1993). Por lo demás, en Norteamérica, la proximidad del milenio y los nuevos desafíos de la demografía, el contorno natural que se degrada, la biotecnología, la robótica y las tecnologías de la información, han desencadenado una ola de “The End”, el fin del Estado, de la escuela, el trabajo, la familia….

¿Cuál sería el sitial de Europa en el mundo de mañana?, se pregunta Jacques Attali. Su destino dependerá del sesgo que tome la conformación de la Comunidad Europea, que le parece múltiple. Hay varias Europas posibles. ¿Una Unión Federal Europea? Es la escena que más le atrae, que pasa por la moneda única y la evolución a la larga hacia el federalismo, pero prevé que los Estados Unidos y Rusia se opondrán. Queda otra posibilidad, una Europa II, un espacio europeo confederado, un gran mercado abierto hacia la candidatura de los países bálticos y los ex satélites soviéticos, un mundo de 500 millones de consumidores y una alianza floja de unas veintitantas naciones bajo la hegemonía alemana. La Europa III sería una unión euroatlántica, un camino a la integración progresiva con América del Norte. Este atlantismo no sería sino una máscara para la dominación americana. Como es notorio, Attali no puede pensar en Francia, su país, sino en relación a una de estas tres formaciones europeas mayores. La complejidad mayor de los conjuntos continentales domina la complejidad menor de las naciones. Sostenerlo, en el seno de una de las naciones más apegadas a la idea de patria y nacionalidad (de alguna manera, Francia inventa el modelo de Estado-nación en 1789), no deja de ser un audaz desafío intelectual.    [continúa]

Extraído de Cartas abiertas desde el siglo XXI, SIDEA, Lima, 1997, pp. 77-82. Escrita 15/12/1996.

Publicado en El Montonero., 18 de agosto de 2025

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El carácter de Hipólito Unanue  

Written By: Hugo Neira - Ago• 04•25

Unanue (1755-1833) había modelado su personalidad en el paternalismo vigilante del Despotismo Ilustrado. Al amparo de la tutoría virreinal impulsó la Sociedad de Amantes del País, el «Mercurio Peruano«, el Anfiteatro Anatómico. Había aconsejado mejoras en la economía y la salud de la sociedad en la que vivía y a la que servía dentro de las posibilidades de su tiempo. Había ceñido su actividad a la obra de la cultura y de la ciencia en un inicial patriotismo del conocimiento, con el que la Ilustración Peruana precedió al patriotismo de la pasión y de los años de la guerra civil con España. Su obra se yergue, cuando llega Abascal, brotando de una decisión de comprender y ser útil. Se yergue por su voluntad, en el marasmo colonial, como su gloria, que es «esencialmente científica, intelectual, orgullo de academias ilustradas y de investigaciones vernáculas» (Porras). Se yergue porque estaba fijada en las tareas del conocimiento del Perú. Y en las posibilidades de comunicar su sabiduría que nacía de la comunión y el religamiento con la naciente patria, con el territorio y con su nombre; y en la necesidad de transferir tal certidumbre a la sociedad en la que vivía. En sembrar el verbo en el silencio de los hombres. En implantar su vigilado y atento fervor por el Perú. Para ello había utilizado el periodismo, la cátedra, el cenáculo mismo. ¿Se lo podemos reprochar? ¿Podemos acusarlo de frigidez política comparándolo con otros temperamentos? ¿El de José de la Riva-Agüero, por ejemplo, fácil a la pasión sectaria? Su manera, la modalidad de Unanue, era una forma de la autenticidad. Era su modo de «ser» en el mundo, de «estar» entre los peruanos.

Para amar y conocer el país había sido historiador, economista, geógrafo, antropólogo, observador del clima y de las castas peruanas, literato por el modo de narrar y científico. Y en grado sobresaliente, médico, a quien, por las confidencias que públicamente hacía condoliéndose de la despoblación del Perú, de la situación del indio, podríamos llamar, ahora, hombre de probada emoción social. Unanue no sólo se complacía en un dudoso preciosismo de inteligencia sin compromiso alguno. Había estado dominado por el demonio de la comunicación, de la palabra fijada en los textos y por ese camino logró influir en la conciencia de sus contemporáneos. La imprenta había sido su arma predilecta. Y su influencia personal. Había llegado a la amistad de los Virreyes, para rozar a su vez al país mismo. Ya que como criollo el ascenso social lo limitaba con los umbrales del mando, había ejercido el poder del modo indirecto con que lo ejercían los consejeros y los favoritos. Porque el amor por el Perú lo impulsó a los usos palaciegos, está libre de culpa. […]

Las virtudes morales que Unanue, intuitivamente, había otorgado al hombre peruano sirven para definirlo. La urbanidad, el dulce trato, serán sus prendas íntimas. Del poder no obtuvo dinero ni la complacencia en satisfacer apetitos bastardos, que no tenía. Tan sólo el reconocimiento y la confianza que inspiraban su recto trato con los hombres, su fe inconmovible en los destinos de la especie, en su perfectibilidad creciente, en la felicidad como meta del porvenir humano, a través del uso de la razón y la inteligencia, en el ejercicio de la virtud cristiana. Era un típico peruano ilustrado de aquellos días, afable, de sosegado mundo interior, y que rechazaba la violencia. Y en su espíritu brillaban las prendas casi permanentes del estado del alma peruana presentes desde que Garcilaso trazó nuestro destino espiritual: cortesía, soterrada congoja por la patria, limpieza de ánimo, humildad y, sobre todo, rechazo de las soluciones por medio de la fuerza y la del fanatismo. Oposición humanista a que el caos subconsciente y sus egoísmos determine la conducta social. Un impulso que parecía venir por no sé qué extraña correspondencia entre este criollo y las viejas culturas peruanas, patente en su deseo por lograr siempre la paz entre los hombres, por su creencia de que la obra de la civilización se realizaba por el entendimiento y el uso del diálogo. Su vida, el sentido de su obra, están regidos por este sino de equilibrio, por su tendencia a la conciliación y la mesura. Sentido ético que es lujo civilizado en nuestro legado histórico, que se observa como un ejercicio moral colectivo, desde la conquista persuasiva y civilizadora de los incas; que brota de nuestra tradición y nuestro protector aunque incumplido Derecho Colonial. Una vocación colectiva que prefiere las fórmulas equilibradas y serenas.

Quien escribe estas páginas cree hallar en Unanue ese destino casi carismático de la inteligencia peruana sobre un pueblo cuyos hábitos de serena varonía y mansedumbre han sido confundidos (y explotados) con el servilismo y la obediencia zoológica. Y si esa correspondencia entre élites y pueblo se ha desarticulado luego del mensaje de Unanue, es porque no hemos captado su lección, que es la del arraigo en un pueblo de desarraigados. No hemos tenido gran literatura que soporte al tiempo, ni novela ni teatro, porque no tenemos, sencillamente, amor al país y sus gentes.

Unanue es peruano por sus dotes de hombre de paz y de cultura. Por eso, dentro de la agitada pasión contemporánea que vivirá, ostentará en sus actos el legado de esta tierra de «conciliación y de síntesis» como lo ha dicho Raúl Porras. Tierra que ha hermanado en la historia y en la geografía todos los ánimos, los climas y las razas.

Unanue es, también, ya el humanista que maneja el escepticismo frente al demonismo sectario de algunos de sus contemporáneos. Su perfil espiritual es el del sabio racionalista y cristiano, alejado de las exigencias de unilateralidad y odio que requieren las sectas para llevar a cabo lo que Roger Caillois ha calificado como «la guerra declarada de hecho al universo». Unanue había sido educado en los juegos dialécticos del escolasticismo y la preposición y negación de tesis y antítesis. Desvinculado de este sistema lógico, no olvidó del todo sus técnicas. Había incorporado la duda metódica de Descartes. Así, la sal de su ironía de criollo, que sirvió para disolver en «ácido crítico» las exageraciones teóricas del Enciclopedismo y la Ilustración Europea, habría de ejercer idéntico estado de alerta, sucesivamente, ante la derecha del despotismo regalicio o la izquierda vehemente de los conspiradores criollos. Y en la República, su vocación por el equilibrio lo torna desconfiado frente a la extrema utopía liberal. Las logias le proponían el fuego de un mito, pero también la imposición del catecismo social de la Enciclopedia. No se adherirá a la idea de emancipación mientras ésta sufra su fase de incubación sectaria. Unanue, que como Goethe parece preferir la injusticia al desorden, tiene motivos profundos para huir de la vinculación real con una secta. Y este será uno de los perfiles más aguzados de su carácter. La secta utiliza mecanismos psicológicos y sociales para conseguir sus fines que están en abierta oposición al modo como Unanue encarnaba los problemas de su circunstancia. Las logias o sectas practicaban el secreto.

Usaban las armas de la violencia y la intriga. Unanue será un pacifista. Para admitir la disciplina de la secta es preciso la anulación del yo personal y la pérdida de la voluntad crítica. Unanue es un racionalista, educado en la fe, en la inteligencia. La secta nace de una servidumbre y de la impotencia de alterar la sociedad por otros medios que los clandestinos. Pertenecer a ella significa haber perdido la esperanza de toda otra forma pacífica de cambio. Unanue había estado vinculado al poder y su influencia se había dejado sentir en el cumplimiento de sus proyectos. Se resistió a creer que la insurrección era el único camino. La secta posee una moral inferior a la privada. Y sirve para organizar los temperamentos inferiores para hacer más útil su virulencia. Se constituye sobre el odio y está destinada a destruir. Unanue era antes que nada un perpetuo constructor, su mayor virtud residía en amar. Su profesión era devolver la vida. Por muchos motivos podía considerarse un hombre superior. Sus vínculos, por último, con el ideal revolucionario, cuando los establece, son racionales y no afectivos. Unanue, a quienes lo han juzgado, aparece por su falta de relación con los conspiradores, antes de 1806, como hombre del «Ancien Régime» (Pacheco Vélez) o responde a «un estado de alma anterior a la revolución» (Raúl Porras).

Cabe proponer una variante en la perspectiva de ese tiempo de Unanue y un nuevo juicio sobre su conducta. (…) Cuando el sosegado y prudente Unanue ha de abrazar la revolución es porque todas las posibilidades históricas de mantener algún tipo de vínculo con España se han agotado. Su itinerario ideológico hubo de ser el de un partido y una clase: el partido moderado y la burguesía vinculada a España. Prosaicamente: los criollos con empleo en la Administración Colonial. El itinerario mental de este partido de centro tiene varias fases. De 1791 a Abascal: la ubicación de la idea de patria; el hallazgo con el país y la circunstancia; los reclamos en lo político por un mejor trato a los criollos. De 1806 a 1814: deseo de participar en el gobierno de las provincias por medio de las Cortes; Basadre observa que en este período «se pudo observar con más claridad los intereses separatistas de aislados grupos comerciales librecambistas en lugares como Buenos Aires.» En el Perú la actitud es fidelista. Un reformismo moderado es el humor de los tiempos. El Perú es Unanue y Baquíjano y Larriva. No Riva-Agüero, que actuaba fuera del país. De 1815 a 1820, es el momento del apartamiento del partido reformista por el regreso de la Corona al Despotismo, o debido al desengaño de los criollos que, habiendo viajado a España para asistir a las Cortes, observaron en la metrópoli misma los vicios y relajamientos de la vida social española. La incapacidad de mando de la Aristocracia peninsular, vista por Unanue, y tal vez la sensación de que allá y aquí se sufría de una enfermedad común: de una misma crisis general en todo el organismo hispano.

Extraído de mi libro, Hipólito Unanue y el nacimiento de la patria, escrito y premiado en 1961, publicado en 1967 por la Agencia Comercial Unanue SA, pp. 102-107.

Publicado en El Montonero., 4 de agosto de 2025

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La primera juventud de Hipólito Unanue      

Written By: Hugo Neira - Jul• 21•25

Alrededor de 1755, el universo colonial en donde se habría de realizar la mayor parte del derrotero vital de Hipólito Unanue (1755-1833) era afectado por cambios importantes cuyo foco de alteración era entonces la metrópoli española. Cambios que correspondían a su vez a mutaciones en la historia del mundo occidental. Dentro del estilo de su tiempo, se diría que la conjunción de astros, a su nacimiento, no era favorable aún a la libertad, pero sí a la cultura. A la intensa actividad cultural dirigida que fue norma del Despotismo Ilustrado. También las conjunciones celestes le eran favorables a los nuevos hábitos mentales de experimentación y curiosidad por la naturaleza. Es decir, el signo del tiempo era propicio para el surgimiento de la ciencia del siglo XVIII en este lado del mundo.

En rápida síntesis, se podría decir que la situación de España era la siguiente: al morir Fernando VI sin descendencia, el trono era ocupado por Carlos III. Este asumirá el poder en 1759, siendo recibido con entusiasmo por las variadas castas y clases españolas, por el mismo pueblo al que Goya, en esos años, dará perfiles permanentes. Muchas de las determinaciones del nuevo soberano español habrán de influir en la vida política del criollo Unanue. Carlos III llamará a Cortes. Como su primer Ministro, nombrará a un italiano, Esquilache, hiriendo con este acto la susceptibilidad española. Aliará a España y Francia por medio de pactos de familia y provocará guerras continuas con Inglaterra hasta 1783. Estos vínculos y enemistades políticas destinados a forzar sobre el ordenado tablero de ajedrez de reyes y dinastías europeas la lucha contra la hegemonía de Inglaterra, determinarán a su vez, en las lejanas colonias de Ultramar, conductas particulares que definen los rasgos de este final del siglo XVIII en América.

Cuando Unanue nació, el país acababa de ser visitado por los marinos D. Jorge Juan y Antonio de Ulloa. La relación histórica a la América Meridional que escribieron a su regreso, en 1748, como en las famosas Noticias Secretas, editadas en Londres en 1826, certifican la disolución administrativa y moral del Imperio Español en las Indias. Para poder elevar su informe privado a la corona recorrieron íntegro Quito, la costa del Perú y la de Chile. El idioma que usaron fue claro, rotundo, pues no estaba el informe destinado a ser conocido públicamente. En él se detalla el estado lamentable de la población indígena: exponen detenidamente los abusos de los corregidores, los excesos para con los indios en mitas y obrajes; el despojo de sus tierras; la liviandad de los curas doctrineros. «Los indios están, —dice—, en una situación más cruel que los esclavos». La administración colonial admitía graves defectos y la depravación de las costumbres estaba extendida en el clero. En 1750, se sublevaban los indios cerca de Lima.

Hay malestar en la sociedad colonial. Los Jesuitas han sido expulsados del país. Las minas no se trabajan con asiduidad debido a la carencia de brazos. Y, pese a que el mar había sido amenazado por una escuadra inglesa de cuatro navíos, la paz de Aquisgrán de 1748, pacificó las playas. Inglaterra logró su empeñoso afán por tomar posesión de alguna región de América, y las islas Malvinas fueron ocupadas. Sin embargo, en el Mar del Sur se trabajaba en paz. De Panamá al Callao, y de éste al Cabo de Hornos, al abrigo del Poder Virreinal, muchas caletas y puertos menores llevaban a cabo una vida recoleta y vivaz. Entre ellos, el Puerto de Arica. Arica era, a mediados del siglo XVIII, un activo núcleo urbano cuya vida dependía del comercio y del cabotaje.

En aquella ciudad marítima, pobre y laboriosa, nació el 13 de agosto de 1755, Hipólito Unanue. Su padre, Miguel Antonio de Unanue y Montalivet, vizcaíno, y la madre, doña Manuela Pavón, ariqueña, de aristocrático linaje. El padre, según Carlos Larrabure y Correa, eranatural de Motrico de Guipúzcoa. Antes de venir al Perú había comerciado en Cartagena y Panamá, donde parece haberse casado con la panameña Josefa Bernal. Al llegar a Arica era viudo y se casó, por segunda vez, en 1754, con la Pavón. De este matrimonio solo hubo dos hijos, Hipólito y Josefa. Parece haber tenido ancestro de hijosdalgo. El nombre de Hipólito quiere decir «destruido por caballos.» Y se podría hallar una secreta correspondencia a los futuros caballos de la independencia que alterarían el espíritu erasmista de aquel niño. Cuando nace Unanue su familia solo poseía, como medio único de vida, un buque de cabotaje que se incendió coincidiendo con su nacimiento.  Este buque, según Luis Alayza, hacía frecuentes viajes a las costas del Pacífico partiendo de Cádiz, por la vía de Cabo de Hornos hasta El Callao. Así, los primeros años de Unanue transcurren en Arica bajo la influencia del medio marino, las sugerencias de la vida activa y pintoresca de los muelles, y la severa lección familiar.

En la familia Pavón, un tío materno habría de decidir su destino futuro: Pedro Pavón, sacerdote entonces en Lima quien, desde el doce de noviembre de 1765, comenzó a regentar la Cátedra de Anatomía. O sea, cuando Unanue tenía 10 años de edad. En esos años recibía lecciones de primeras letras del clérigo Osorio, tacneño y pariente suyo. La ciudad sería sin embargo la primera lección para Unanue, como para todo niño. El ambiente de la villa era de trabajo. Había una intensa «dedicación de todos los individuos a todos sus destinos y profesiones».  No se conocía la vagancia. «Vivían todos ocupados, trabajando los jóvenes con la esperanza, los viejos con el premio», dice un testigo de la época.

Por el puerto veía cruzar el variado bazar indiano venido de lejanos y desconocidos valles y cordilleras de Chile, Guayaquil, Panamá, Oruro, Charcas y Potosí. Era fama por esos años que las tercianas que azotaban a la población tenían como origen a los sargazos del mar o el guano de las islas. Este sería, acaso, su primer contacto con el dolor humano, o, probablemente, la cercanía al Hospital San Juan de Dios de Arica, donde sólo se atendían indios.  Pero su familia se proponía dedicarlo a la vida religiosa. De ella, sólo podemos discernir vagamente el plan general de una familia de clase media, de reducidos recursos, y con un claro pasado de linaje tras de sí. Niño despierto y ávido, habría de llamar pronto la atención. Así, en la visita diocesana practicada por el obispo de Arequipa «prendado éste de su tierno ingenio y de la belleza infantil de su figura, resolvió llevarlo consigo y educarlo a su lado en el Seminario de San Jerónimo de Arequipa». 

Habría influido en la elección no sólo las dotes naturales del niño sino también el prestigio del sólido hogar del padre vizcaíno y la madre criolla y aristócrata. Don Jacinto Chacón y Aguado, que es como se llama este protector del pequeño Hipólito, lo lleva pues a Arequipa. Desconocemos la fecha. Por curiosa coincidencia, este obispo vino de Cartagena a servir en Arequipa en 1755, el mismo año en que nacía Unanue. Cuando Hipólito solo cuenta un año, se realiza la quema de Panamá. En 1759, a los tres años, se observa en este hemisferio el paso del cometa Newton. Un símbolo de los tiempos que le tocaría en suerte vivir. Ese año, en agosto, moría Fernando VI. Pasan los años. En 1768, se separa Arica de Tarapacá. En Lima se estrena la plaza firme de toros, con dinero de quien con el correr del tiempo llegaría a ser otro protector suyo, Don Hipólito Landaburu. En 1770, se erigirá el Convictorio de San Carlos, donde estudiarán sus futuros amigos y compañeros de generación.

En Arequipa, según Vicuña Mackenna y Mariano Felipe Paz Soldán, se hospeda en el Seminario Conciliar de San Jerónimo. Unanue cursa en esos años Gramática Latina, Filosofía y Artes. Una nota cronológica sobre Unanue en 1830, exhumada por J. B. Lastres, afirma que había estudiado en el Cuzco, Humanidades y Principios de Jurisprudencia, lo que no es exacto con respecto al viaje al Cuzco. En cambio, sí, a la orientación de los cursos, pues con ellos podía Unanue optar por cualquiera de los derechos de la época, el civil o el canónigo. Tuvo como maestros entre otros a Diego Salguero Cabrera y Manuel Abad Yllana. La educación de esos años le brinda el acceso al latín. El dominio de esta lengua, le permitiría, ya en Lima, formar e incrementar su esmerada cultura clásica. Más o menos en 1777, decide viajar a la capital, tal vez con la firme intención de abrazar la carrera eclesiástica. En los Reyes habrá de conocer a su tío Don Pedro Pavón, quien decidirá, mediante su influencia personal, la vocación del joven Unanue. A los 22 años, en 1777, abandona Arequipa para viajar a Lima.

Texto extraído de mi libro, Hipólito Unanue y el nacimiento de la patria, escrito y premiado en 1961, publicado en 1967 por la Agencia Comercial Unanue SA, pp. 15-24.

Publicado en El Montonero., 21 de julio de 2025

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Retrato de Bolognesi por Sáenz Peña  

Written By: Hugo Neira - Jul• 07•25

Fue Sáenz Peña un egregio argentino que combatiera por libre y generosa elección al lado del invadido Perú, testimoniando así la repulsa y el asombro de la opinión ilustrada de América ante el crimen fratricida y la monstruosidad jurídica que significaba la guerra delguano y del salitre, cuando aún no se había apagado el rumor de los bombardeos de Valparaíso y El Callao por una flota española, y el espíritu de unidad continental —sin el cual no habría sido posible la Independencia— no estaba del todo muerto. En la hora de los nacionalismos estrechos y estériles, hombres como Sarmiento o Roque Sáenz Peña encarnaron el ideal de unidad de nuestros pueblos, para horror y menoscabo de los apetitos financieros que habían calculado un rápido desarrollo a costa de la riqueza natural ajena.

¿Cómo vio Sáenz Peña a Bolognesi? Le conoció en Tarapacá, pero más íntimamente, en la vida común que la zozobra de Arica les obligó a compartir. Este Bolognesi que nos delinea Sáenz Peña, es ya el definitivo. Estos son, pues, los días y las horas del sitio de Arica. “Era hombre de pequeña estatura”, dice Roque Sáenz Peña por Bolognesi. “Había lentitud y dureza en sus movimientos como los había en su fisonomía; la voz era clara y entera; los años y los pesares habían plateado los cabellos, y la barba redonda y abundante destacaba sobre la tez bronceada de su rostro enérgico y viril”. A Sáenz Peña también debemos juicios certeros sobre el espartano carácter del comandante del Morro: “sus vistas no eran vastas” —admite— “su inteligencia, inculta; carencia de preparación”, y agrega “pero tenía la percepción clara de las cosas y de los sucesos, la experiencia de los años y la malicia que desarrolla en la vida inquieta de los campamentos, había dado a su espíritu cierta agilidad de percepción”. Más adelante, destacando el imperioso orden que Bolognesi imprimía a sus acciones, lo ve como un ordenancista implacable, “capaz de desdeñar la victoria si no era conquistada por los preceptos de la ley militar, prefería la derrota en la estrategia y la ordenanza, al triunfo en la inspiración o el acaso”. En vista de que esta severa sumisión a las reglas era justamente lo que escaseaba en nuestro ejército y en el hábito de nuestra gente, la semblanza de Sáenz Peña deviene en elogio.

No era Bolognesi hombre afecto a las vanidades teorizantes ni a los sueños de utopía social en el que se agotó el peruano del siglo XIX, persiguiendo vanas panaceas en el federalismo, el liberalismo, el doctrinarismo, etc. “En la política interna se había limitado a resistir las hostilidades que el partido carlista llevaba al campo del ejército”, dice Sáenz Peña. “Nacido bajo un gobierno centralista, no conocía otro régimen que el unitario y escuchaba con desdén profundo los problemas que se planteaba Buendía en sus largas discusiones sobre el Gobierno Federal”. Fue el suyo un “patriotismo prudente” basado en el “culto de los hechos”, tal y como lo habría de solicitar en 1907 Francisco García Calderón en Le Pérou Contemporain.

Alguna vez pudo apreciar Sáenz Peña cuán lejos iba Bolognesi en su laconismo y su respeto por los demás. Se comentaba una batalla y se proponían una y otra táctica que hubiese podido enderezar la acción. Inquirido Bolognesi, contestó: “nunca opino sobre batallas”. Como insistieran y dado que el tema giraba sobre si debía o no tomar una posición en donde había agua para abastecer a la tropa, contestó entonces: “no pude pensar eso porque entonces no tenía sed”. Esta reserva y circunspección le valieron la confianza total de sus lugartenientes, sabiendo que se hallaban frente a un hombre de una sola pieza. “En la hora doliente del sacrificio, era Bolognesi como un alma suspendida sobre el alma de su ejército”, ha escrito Sáenz Peña. Bolognesi concentra, pues, una energía y un carácter que parecen por momentos ausentes en la idiosincracia nacional. Nada más alucinante que comparar estas sobrias y equilibradas con las fórmulas con las que García Calderón definió el carácter peruano, en ese libro admirable al cual me referí líneas arriba y que aún no se conoce bien en nuestras universidades y colegios.

“El culto a la apariencia y la debilidad de los caracteres”. Señalaba G. Calderón. “La imaginación ligera y brillante, la asimilación rápida y fácil”. Indicaba, además, “el divorcio entre la voluntad débil y el pensamiento brillante, entre lo que se desea y lo que se hace, entre el ideal y la vida”. “Un idealismo generoso, superficial, verbal” incapaz de sujetar la realidad con obras es otro de los rasgos saltantes de nuestro temperamento colectivo. “De todo esto —decía Francisco García Calderón en fórmulas definitivas cuyo vigor continúa fresco— se deriva algo de ilógico y de imprevisto en la vida nacional, es a la vez una improvisación audaz, un impulso temerario, un desorden real bajo un orden aparente; una marcha sin meta consciente; sin propósito definido, sin plan de futuro, un poco al azar, como si la nacionalidad debiese aparecer dentro de un siglo”.

Comparada con esta síntesis deprimente de nuestro carácter, el temple de Bolognesi se agiganta porque además de retar a la muerte y vencerla por su sacrificio pleno de sentido, tuvo el coraje de ser distinto.

Fragmento del ensayo “Francisco Bolognesi”, por Hugo Neira Samanez, publicado en Lima en 1987, y reeditado en Biblioteca Hombres del Perú, colección dirigida por Hernán Alva Orlandini, Fondo Editorial PCUP & Editorial Universitaria, Lima, 2003, pp. 569-571.

Publicado en El Montonero., 7 de julio de 2025

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El carácter de Bolognesi

Written By: Hugo Neira - Jun• 23•25

Existe cierta lógica en el recuerdo colectivo. No recordamos, por ejemplo, a Bolognesi sino anciano. La imagen que nos es querida, hasta el punto de acongojarnos, es la del coronel de sienes plateadas caído en tierra, a punto de ser derribado por un culatazo, disparando un revólver con el brazo extendido, rodeado de uniformes de cazadores chilenos, tal y como Lepiani lo concibió en un cuadro célebre con el cual la historia del Perú nos dio las primeras lecciones de amargo rubor en los bancos de la escuela. Es este combatiente —agonista del Perú sorprendido y doliente del 80—, el que se impone sobre nuestra retina y sentimiento. Los otros, el artillero, el comerciante, el amigo de Castilla, o el hombre de confianza de Pezet, no ocupan la misma dimensión que el protagonista de los sucesos, cargados de sentido histórico, de Arica. Y es como si el carácter de Bolognesi, incluido dentro de esa familia de temperamentos que no admiten sino la vida de los extremos límites, precisaba de una posibilidad desesperada y tensa, en donde los demás hubieran zozobrado o desertado, para dejarse ver por entero.

Es hombre de una sola sentenciosa respuesta al destino, de un solo gesto con el que bocetea para siempre su figura. No persigue la gloria, deja que ella venga. No es, pues, un político, como Piérola, obstinado conspirador o como Castilla, merodeador incansable del poder. Simétrico, arrogante, en su huella vital no hay grandes cisuras ni elevaciones. No se parece, pues, a Grau, salvo en la grandeza de alma y en la reposada calma con que esperó lo inevitable. Es inseparable de su fibra, en cambio, la impavidez frente a los hechos y la capacidad para, previendo incluso el desenlace, continuar con acucia animando y mandando, hasta el perecimiento. Descuella, por eso, por virtudes muy poco peruanas, entre las que se distinguen el amor por el orden, el acatamiento a la jerarquía y sus designios, la equidad en el mando, la disciplina emprendedora y el arte para guiar, regir, conducir con eficacia y tesón. Cierta simetría moral, que lo caracteriza, armoniza la innata cortesía del soldado que trató con todo respeto al parlamentario enemigo y el gesto magnánimo del jefe que sabe consultar a sus subalternos antes de atribuirse y por completo el destino final de estos hombres y de la plaza.

Son sus rasgos relevantes los que hoy tocan el corazón de los peruanos: la sosegada grandeza de su sacrificio, la entereza moral de persistir, la enhiesta voluntad dispuesta a realizar y porfiar, la ausencia de temor, desasosiego o traición, la capacidad de encarar los hechos como una fibra capaz de los mayores esfuerzos y los peores desenlaces. Inherente a Bolognesi es ese valor obstinado, eficaz e indesmayable que nos asombra porque era como una energía a la que los años no habían vuelto decrépita. Acostumbrados a la apoteosis de héroe juvenil, el espacioso y probado valor de este anciano nos enseña que son las coyunturas históricas y los temperamentos con un vigor sin sobresaltos los que crean héroes, y no los años. Su humor, tan distinto al de otros personajes de nuestra Historia se avalora más si se juzga que es disidente en este gesto, en medio de la turbación y apatía de sus contemporáneos. Hecho para gestionar, establecer, crear, emprender, supo morir como un reto al desperdigado esfuerzo bélico peruano del que fue testigo y víctima. Pues fueron nuestros errores y discordias, más que la carga de la infantería chilena, los que ajusticiaron, esa mañana del 7 de junio, a Bolognesi en un Morro batido por el viento y las olas impasibles.

De nuevo a las armas y Tarapacá

¿Cuál era la situación de Francisco Bolognesi cuando la declaratoria de guerra de Chile al Perú y el llamado a las armas? No era cómoda su posición pues se le consideraba retirado. Ha de reclamar. Y en nombre de sus servicios y la ausencia de militares con experiencia Bolognesi, pese a su edad, es admitido y nombrado ayudante de la Tercera División que al mando del Coronel Ríos se hallaba en el alto del Molle. Se embarca en el Callao y le acompañan hasta el muelle, su hermano, don Mariano, su hijo Federico y el teniente Coronel, Pedro Gastelú. El país acude, pues, a sus reservas de energía y coraje, y para el voluntario hay un lugar en el esfuerzo desesperado por detener una invasión planeada cuidadosamente por una de las oligarquías (la chilena) más lúcidas y ambiciosas del continente.

Pero no podía pasar Bolognesi desapercibido y pronto Buendía le entrega la Tercera División, formadas por los batallones 2 de Ayacucho y Guardias de Arequipa. Con ellos parte a Tarapacá. Víctima de una fiebre, resiste a pesar de su menguada salud, nueve horas de duro combate y los oficiales, entre ellos Roque Sáenz Peña —que ahí comienza a conocer el temple del que va a ser pronto su jefe— le ven escalar el Cerro de Dolores, embriagado por la promesa del triunfo para las armas peruanas. Luego, el propio General Montero, le entrega la plaza de Arica a la cual llega a la cabeza de su regimiento, de 1600 hombres. “El viejo luchador” dice Sáenz Peña, “actúa siempre dentro de los preceptos establecidos” y en la nueva plaza comienza una titánica labor para dotarla de una defensa y un ataque que satisfaga las urgencias de la guerra.

Tarapacá es, pues, el último acto de Bolognesi antes de encerrarse en la tumba que es Arica. De aquí en adelante sólo lo veremos jaqueado por la adversidad, cada vez más solo, a medida que el desastre de las operaciones del ejército aliado (Bolivia y Perú) llegue a la culminación catastrófica del Alto de la Alianza que sella el destino de Arica como plaza aislada, sitiada, sin esperanza para los hombres que defendieron el pabellón y los derechos territoriales del Perú. Esa ciudad abierta a un mar en el que se dejaba sentir ya la ausencia de Grau y del Huáscar. Cuando Bolognesi va a Arica, prácticamente no tenemos marina y ha comenzado, por lo tanto, la ofensiva chilena, que no se detendrá sino hasta la captura de Lima y la capitulación del Perú.

Extraído del ensayo “Francisco Bolognesi”, por Hugo Neira Samanez,  publicado en Lima en 1987, y reeditado en Biblioteca Hombres del Perú, colección dirigida por Hernán Alva Orlandini, Fondo Editorial PCUP & Editorial Universitaria, pp. 559-594, Lima, 2003.

Publicado en El Montonero., 23 de junio de 2025

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