Guerras de religión. Relectura con Weber en la mano

Written By: Hugo Neira - Sep• 30•24

Las llamadas guerras de religión es un episodio enorme de la historia del mundo, la genera la ruptura entre Roma y Lutero y sus seguidores. Es el cisma, lo que originará en Europa dos modalidades diferentes de vida. En una de ellas, en la zona ocupada por naciones protestantes, se da la sociedad industrial y el progreso material y científico. Es pues una guerra religiosa con consecuencias en la ética económica. El mapa del rigor protestante coincide con los orígenes del capitalismo (Cf. Max Weber, La ética protestante y los orígenes del capitalismo). Para bien o mal es así como ha ocurrido. Es tema decisivo, Carlos V y Felipe II combaten a los Príncipes alemanes protestantes. Cuando vivíamos en los siglos coloniales bajo la tutela de la España de la Contrarreforma. Nuestros textos de escuela (cuando los hay) por lo general evitan esa temática. Ese ahorro de la historia universal resulta costoso. No sabemos qué pasó y de dónde proviene el mundo moderno y contemporáneo. Si el tema de las guerras de religión fuera conocido, no sería necesaria la sumaria explicación que aquí, modestamente, emprendemos.

Los desacuerdos religiosos condujeron a tomar las armas. En Francia se enfrentaron católicos y calvinistas entre 1562 y 1598. Los Habsburgo desde España intentaron invadir Inglaterra, pero la Armada Invencible fracasa (1588). El mayor enfrentamiento fue en Alemania, una coalición de Príncipes resistieron con éxito las tropas imperiales del poderoso Carlos V. No fue un fenómeno aislado ni localizado. Las guerras de religión abrazan a los Países Bajos, llegan a Praga, a Dinamarca. No es una sino muchas y variadas, un solo episodio se le conoce como “la Guerra de los Treinta Años” (1618-1648). No solo hubo enfrentamientos armados en los campos de batalla sino actos de exterminio: la masacre de la San Bartolomé, es uno de ellos (unas 30 mil personas, por ser protestantes). Cuando cesan, ni los católicos han logrado exterminar a los protestantes ni éstos a los fieles a la doctrina romana. Pero el mapa del poder político se ha modificado para siempre.

Una de las consecuencias de las guerras de religión consiste en la emergencia de un poder arbitral que mediara entre las fuerzas antagónicas. Y esa entidad será el Estado moderno. Su primera encarnación es la Monarquía nacional. Es el caso muy marcado de Inglaterra como el de Francia. Las Coronas se robustecieron. Las guerras de religión tuvieron otras dos importantes consecuencias. La primera, por paradójico que sea, afecta a la propia Iglesia Católica que se renueva. Lutero fue condenado en 1520, con la bula Exsurge Domine. Ahora bien, tras la guerra civil religiosa, se reúne un Concilio en Trento, el más prolongado de la historia, 17 años (1545-1563). La respuesta católica fue emprender una profunda reforma en la formación de sacerdotes, y eso son los Seminarios. Y en la enseñanza religiosa, el Catecismo que, como se sabe, es una sencilla pedagogía. La Contrarreforma es un vasto tema, no hay que subestimarlo, aquí nos detenemos en solo algunos puntos de doctrina. El Concilio robusteció la autoridad del Papa, refutó a Lutero en que solo era necesaria la lectura de las Santas Escrituras para salvarse, era importante la tradición, insistieron en el papel sacrificial de Jesús y en consecuencia, en la eucaristía, en la santa misa. No salvaba solo la fe interior, la sola fides de Lutero sino las obras, la caridad. En materia institucional, la Iglesia Católica crea nuevas órdenes, los jesuitas. Da paso a nuevos movimientos espirituales, San Vicente de Paúl, San Francisco de Sales. En cuanto al lugar de culto propiamente dicho, la Contrarreforma insiste que la iglesia era la casa de Dios y del pueblo y en consecuencia, se merecía lo mejor. Su respuesta fueron hermosos cuadros, esculturas y bellas fachadas, o sea, el barroco. Los protestantes respondieron con la música. De Bach a Mozart, la gran música procede de pueblos y países protestantes. Una compensación espiritual a sus desnudos templos.

Aparte del Barroco, nada de eso vimos ni sentimos. Ocurrió entre 1562 y fines del siglo XVIII, y en Europa. Sin embargo, el Imperio de los Austria españoles sí estuvo involucrado, y por lo tanto, sus dominios coloniales en el Nuevo Mundo, y sus poblaciones españolas, indias o mestizas. Carlos V asume el papel del brazo armado del Papado en esa guerra que se extendió a toda Europa, cuando Lutero se niega a retractarse. El monje alemán acude a la cita de la ciudad de Worms, 1521, pero no se arrepiente, luego se refugia en Alemania, y cuando lo van a buscar las tropas imperiales, quince príncipes alemanes y catorce ciudades se niegan a entregarlo. Eso es lo que origina el epíteto de protestantes. Pero la Contrarreforma cerró los ojos y los oídos de la elite colonial en una Hispanoamérica al abrigo de esas polémicas. No estuvimos en ellas, ni tampoco en los inicios del capitalismo (salvo el aporte de las minas de Potosí y Huancavelica, hasta que se agotaron, a mitad del XVII). No estuvimos en la aparición de un pensamiento libre de dogmatismo y con espíritu crítico.

Volvamos a lo esencial. ¿Por qué deben interesarnos esas guerras intraeuropeas? Por la sencilla razón de que a raíz de ellas se genera algo que ahora llamamos la modernidad, los tiempos actuales. Pero no fue un hecho deliberado. La Reforma, donde se estableció, trajo consecuencias inesperadas. Para decirlo en pocas palabras, sus creencias religiosas estructuraron una vida económica diferente. Cuando Max Weber se pregunta de dónde provenía el capitalismo — y en una Alemania próspera, industrial, capitalista, burguesa de fines del siglo XIX—, procede como sociólogo y acude a unas estadísticas. Y estas mostraban la correlación entre las zonas geográficas de una vieja implantación calvinista con las zonas de industrialización y modernidad. Una profundización de la pesquisa de orden esta vez histórico, le revela algo sorprendente. Las aldeas y gremios que habían abrazado el calvinismo, adoptaron una forma de vida que valoraba el trabajo, limitaba deliberadamente el consumo y se abstenía de lujos. Las comunidades calvinistas habían racionalizado vida y economía. Weber señala que eso era el resultado de una creencia, el Beruf, vale decir, la vida como devoción. La plegaria a Dios era, para los herederos de Calvino, el trabajo cotidiano. ¿Una ética religiosa producía una economía? Weber no busca una causa única en la formación del capitalismo, pero es importante que una de las razones por las que aparece en el modesto norte de Europa sin grandes riquezas y sin colonias, es que se da la coincidencia del trabajo como una actividad libre y un ethos que racionaliza la vida. Que fuera religioso, o calvinista, no es lo decisivo. Sino que el proceso de racionalización occidental se da en una zona donde la virtud del ahorro y del libre trabajo se vincula a una religión.

Sobre Weber hay un malentendido. No toma la postura de un teólogo (ni el autor de estas líneas que lo glosa) ni discute el budismo asiático o las creencias hindúes en sí mismos. No califica ni descalifica. El profesor Weber practica uno de los métodos de higiene mental que propone, el de la distancia entre los hechos y las propias convicciones. Después de todo, la modernidad la concibe desde lo que él llama “el politeísmo de los valores”. Así, lo que a Weber le importa, y a nosotros en estos días, es responder a la pregunta siguiente: ¿cuál es el sistema de racionalidad que una u otra creencia genera en las costumbres y comportamientos corrientes? ¿Qué ética comanda la rutina cotidiana? La sorpresa cuando se conoce enteramente a Weber, es que “la racionalidad”, niña de los ojos de Occidente, también existe en sociedades extraeuropeas. Puede que en la China actual sea confucionista. En consecuencia, para el estudio comparado de las sociedades, es preciso otra lectura de la evolución del mundo moderno y contemporáneo. Una World History, como practican ya algunos historiadores, en particular los ingleses. Nada se explica, ni nación ni civilización alguna, enteramente por separado.

(Texto del 2012, viene de mi libro ¿Qué es República?, USMP, Lima, pp. 92-93.)

Publicado en El Montonero., 30 de septiembre de 2024

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Arbitristas (II)

Written By: Hugo Neira - Sep• 16•24

En el periodo colonial peruano los hubo. Un caso eminente es Bravo de Lagunas (1704-1765). Su texto es un clásico, El voto consultivo. Bravo de Lagunas propone cosas sensatas, y otras que no lo son tanto, en sendos discursos que van juntos. Una observación de los hechos comerciales, y a la vez, una teoría jurídico-política que sostiene que, si la ley no conviene, si es dañina, según el fuero interno de cada quien, bueno es dejarla. Pedro José Bravo de Lagunas y Castilla, nacido en Lima en 1704, fue Fiscal Protector de Indios, luego Asesor General del virreinato, con el virrey Armendáriz, y fue nombrado por el Rey de España, Felipe II, Oidor en la Audiencia, Juez eclesiástico de testamentos, legajos y obras pías. Estos cargos indican que ni era un improvisado y menos el charlatán del que hacen mofa Quevedo como Cervantes. Este hombre renuncia luego a todos sus cargos, se retira a un monasterio, el San Felipe de Neri, y fallece en fecha sobre la que hay discusión. Pero lo que deja, entre varios papeles y trabajos, es un misil que apunta a una política económica distinta a la practicada en su tiempo. Por la audacia de su propuesta y la importancia de su rango, Bravo de Lagunas merece en nuestros días el encarnizado estudio que sobre su obra anda a términos. ¿Qué dice de tan sorprendente en El voto consultivo? En apariencia el asunto arranca en torno al comercio de trigo con Chile y el uso de las tierras agrícolas. Pero de ese asunto concreto va a pasar a mayores en su argumentación. Un terremoto, en efecto, de 1687 hizo que las tierras agrícolas en torno a la capital, a Lima, se volvieran estériles. Para remedio de la demanda de trigos, el gobierno virreinal había decidido abastecerse de Chile, lo cual parece a simple vista una medida realista. Pero, como la tierra tardaba en recuperarse, la emergencia pasó a ser costumbre, y los agricultores demandaron que se prefiriera la cosecha local a la foránea. Lograron por lo visto precios iguales, pero como el de los chilenos era más bajo, no podían hacerles competencia. Hubo una serie de motines, el virrey intervino, y ahí aparece “el aviso”, de Bravo Lagunas. Lo que propone, monda y lironda, es que se diera preferencia al trigo nacional. Es decir, propone un mercado interno protegido por el Estado. Lo cual envuelve, casi diríamos sin tirar demasiado de la cuerda, algo así como una teoría del autodesarrollo. Y esto, en el corazón del Antiguo Régimen colonial. Un precursor del brasileño Dos Santos y de la CEPAL de los años setenta cuando la gente virreinal llevaba calzas y mantas.

Pero no es esa la única razón por la que llama al interés de diversos investigadores sino su oscura anticipación. Es en la séptima parte de su alegado —¿en nombre de una clase, un estamento, un prepatriotismo?— que propone un tipo de autoridad capaz de preferir el bien común a la ley española. “Se pueden hacer esos estatutos en nombre del Rey, quitar los antiguos, o dispensarlos”. En otras palabras, en nombre del justo arbitrio, el representante del Rey, en nombre de la recta prudencia, “puede convenir en admitir o en repeler que se extraigan los caudales, y los ciudadanos no empobrezcan”. Bravo de Lagunas, el probabilista, es una suerte de esquinado subversivo. Doctrina moral y jurídica que defiende que se haga lo más probable y no las Leyes de Indias. El criterio no radica en cumplir o no con la norma, sino en interpretarla, y si no resulta conveniente, como dice, “dispensarla”. La postura de Bravo de Lagunas significa un par de cosas, altisonantes en extremo. Por una parte, con los tonos mesurados al uso de un funcionario colonial, igual se alza contra la universalidad de la ley. Por otra parte, establece un principio, buscar la relación entre la ley y las circunstancias, el medio, sus limitaciones. Esto abría a su vez dos puertas accesorias. La de explicar e interpretar la ley antes de aplicarla, no pudo menos que ser bien recibido en un medio colonial donde los abogados y los litigios hacían vivir buen número de hogares criollos. La otra puerta era que, tras la disputa, se asomaban fuerzas sociales, los intereses locales, perfectamente opuestos en varios puntos a las disposiciones tomadas por aquello que se dictase desde el Consejo de Indias o por un transitorio funcionario llamado Virrey. Por lo demás, el arbitrista Bravo de Lagunas no inventaba una doctrina. Desde el Renacimiento había probabilistas. Los teólogos preocupados por la aplicación de una moral cristiana a un mundo real fueron numerosos: Domingo de Soto, Melchor Cano, dominicos todos. Y, por cierto, el jesuita Francisco Suárez, y casi todos los teólogos de la Compañía. Los enemigos del probabilismo lo encontraban laxo, demasiado amplio. Bravo de Lagunas había estudiado en el colegio de los jesuitas. Nadie se impuso en ese debate salvo que, con el tiempo, los Austria no lograron imponer ningún rigorismo y lo del posibilismo —la ley no se aplica pero se estudia, y es lícita la prudencia— se extendió naturalmente a las repúblicas plenas de abogados de las repúblicas sudamericanas. Hasta nuestros días. Abran los diarios, los probabilistas contemporáneos abundan.

Viene de: Neira, H., Las Independencias, Fondo Editorial IGDLV, Lima 2010, pp. 160-162.

Publicado en El Montonero., 16 de septiembre de 2024

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Arbitristas (I) 

Written By: Hugo Neira - Sep• 03•24

Pensadores siempre tuvimos. Antes de la Independencia. Pero hay que situarlos, recordar cómo y de qué manera la conciencia americana se abrió camino entre místicos, retóricos y dialécticos latinistas formados en Alcalá y en Salamanca, algunos que podían disertar sobre lo terrestre y lo divino, o preparar con la misma facilidad un auto sacramental, un comentario cardenalicio sobre un pasaje de Santo Tomás, y hasta manuales para sacramentos que entendieran los indígenas. Todo salvo cuestionar al que gobernaba el mundo hispano desde una Silla. Ni a los Austria españoles. (…)

Visto desde nuestro punto de vista pragmático (por desgracia), el barroco —ese esplendor de la expresión de un mundo— no era sino una manera de involucrarse sin que se notara demasiado, aunque el maestro de esas artes del disimulo, Baltasar Gracián, pensaba que siempre era bueno tener «buenos repentes». Los que sí tenían buenos «repentes» eran los arbitristas. Llámase así en el tenebroso mundo cortesano de los Habsburgo, a los que remitían arbitrios al rey o a sus consejeros «y hallar soluciones a corto, medio o largo plazo para acabar con dificultades hacendísticas o económicas y sus implicaciones políticas y sociales». Es la definición es de la profesora Anne Dubet (L’arbitrisme: un concept d’historien?, 2000). Los arbitristas españoles le han interesado al profesor Pierre Vilar, hispanista francés, que estudió magistralmente los discursos mismos. Señaló, por los años 70, la estructura binaria de ese razonamiento, los «daños» y los posibles «remedios», y también, en el mejor de los casos, una estructura ternaria, a saber, daños, falsos remedios de los demás, y los verdaderos, obviamente, los que proponía el arbitrista. La solución es por lo general, recurrente, dice Vilar, a saber, «aumento de los gastos fiscales, uso de rentas reales enajenadas (juros perpetuos) o empeñadas (juros al quitar), evitar las sacas de oro y plata (sangría de dinero)». Abundaban las recetas para luchar contra la despoblación y contrarrestar la inflación del vellón. Ante los arbitristas ha predominado una visión más bien despectiva. No es el caso de Pierre Vilar, pero sí de muchos historiadores españoles y franceses. Se les involucra en la tradición satírica, se les toma por locos o extravagantes. Gente que con sus propuestas ponían al poder ante una situación sin salida, enriquecer al rey a la vez disminuyendo las cargas fiscales, etc. Pero luego vino la edad de la rehabilitación (Manuel La Fuente Veras, 2005). A mitad del siglo XX. Es decir, el citado Vilar, luego Earl J. Hamilton, John H. Elliott, José Luis Abellán. Como se sabrá, últimamente se les reedita. Interesan porque, para decirlo escuetamente, tanteaban una nueva concepción de la sociedad, buscando lo novedoso, y aparecen entonces como una suerte de preteóricos de los negocios, como preeconomistas.

En fin, lo que ha llevado a los historiadores tanto de la cultura como de las ideas económicas a una suerte de rehabilitación de los arbitristas, a la que se suma este ensayo, son dos aspectos que nos permiten relacionarlos con sus sucesores, gente de la intelligentsia descontenta y con intelectuales de nuestro tiempo. Ellas son las que a continuación se expresan.

En primer lugar, molestaban al orden administrativo. Los arbitristas acudían a los avisos ante esa casa de enredos que era la administración de los Austria, y para decir las cosas sencillamente, con ideas, con iniciativas particulares. La segunda razón es que fue un movimiento de larga duración, y de diversas interpretaciones. En los arbitrios se puede leer el anuncio de un pensar económico, no muy lejos del actual, y desde ese ángulo su aporte es valioso. No entendieron, claro está, la raíz del problema (el problema nada menos que de la decadencia española) porque reflexionaron, escribieron y sintieron un siglo antes que Las causas de la riqueza de las naciones, 1776, Adam Smith. En consecuencia, careciendo de la episteme adecuada, carecieron del sistema de salvataje apropiado. Pero la tercera razón es que errados o ciegos ante una realidad antes de la invención de la economía moderna, sí fueron actores. Y en ese punto, precursores o desatinados, no se les puede separar de una historia de las ideas que conduce por extraviados caminos, hacia la intelligentsia del siglo XIX y del XX y a los intelectuales de hoy. No son todavía los intelectuales, pero sí son una suerte de intromisión de la sociedad civil en los asuntos del reino. Era mucho.

El arbitrista fue sujeto a parodia. «Yo señores soy arbitrista, y he dado a Su Majestad en diferentes tiempos muchos y diferentes arbitrios, todos en provecho suyo y sin daño del reino; y ahora tengo hecho un memorial donde la súplica me señale persona con quien comunique un nuevo arbitrio que tengo, tal que ha de ser la total restauración de sus empeños (…) Has de pedir a las cortes que todos los vasallos de Su Majestad, desde edad de catorce hasta sesenta años, sean obligados a ayunar una vez en el mes a pan yagua, y eso ha de ser el día que se escogiera y señalare, y todo el gasto que en otros condominios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbres que han de gastar aquel día se reduzca a dinero, y se dé a Su Majestad, sin defraudarle un ardite so cargo de juramento… Y esto antes será provecho que daño a los ayunantes, porque con el ayuno agradarían al cielo y servirían a su rey… Este es el arbitrio limpio de polvo y paja, y podríase coger por parroquias, sin costa de comisarios, que destruyen la república.» Nada menos que Miguel de Cervantes en su Coloquio de los perros. A los arbitristas no los querían. Fernández de Navarrete habla de las «perjudiciales quimeras de los arbitristas». Otros difamaron de la «sofistería de los arbitristas». Quevedo les cambia de nombre, «barbitristas», y escribe que «el Anticristo ha de ser arbitrista». Cervantes, en El Quijote, se burla, los ridiculiza. Cuando el cura y el barbero deciden examinar la salud de Alonso Quijano le informan del peligro que corre la cristiandad ante el ataque turco. A lo que Don Quijote responde con un arbitrio dirigido al rey. Con lo cual concluyen que sigue el hidalgo tan loco como antes. ¿Por qué se les ha rehabilitado? No era que brillara la sensatez entre los Austria, y mientras «el propio Rey Felipe IV se rodeaba de astrólogos y profetas y acababa entregado al consejo de una monja de Agreda», hubo escritores que se enfrentaron decididamente con el problema de España. Además, llevaban muchas veces la razón. Quienes hoy los levantan del sarcasmo y del olvido son los que hallan, en sus escritos, críticas fundadas al mercantilismo. [Continúa la próxima quincena]

Viene de: Neira, H., Las Independencias, Fondo Editorial de la Universidad IGDLV, Lima 2010, pp. 155-160.

Publicado en El Montonero., 2 de septiembre de 2024

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Huachafería (II)

Written By: Hugo Neira - Ago• 19•24

Si la problemática de la huachafería ha permanecido hasta nuestros días para gran parte de la “intelligentsia” como algo secundario, es en gran medida debido a una interpretación excesivamente clasista del conflicto social (y por la dificultad de verse a sí misma como una élite). Se olvidó, en materia de metodología, que la historia la tejen no sólo ciegas fuerzas estructurales, invariables, sino el actor, los hombres, sus gustos, las modas. Se olvidó, también, en plena marxología, la otra lección, la de Weber: la lógica de los conflictos puede ser la de las situaciones de clases, en torno al dinero y al sistema de producción como también la ligada a la posición y el prestigio social, y éste es el caso. La huachafería es uno de esos conflictos que limita su dominio a obtener ventajas marginales. Acaso por eso se le ha desdeñado. Pero potencial en el pasado, hoy el conflicto es abierto, y se entiende el porqué. La escasez, y ya se ha visto eso en otros escenarios dramáticos, acrecienta los niveles de angustia, cuando pesa no sólo la propia desdicha sino el bien ajeno. ¿No era el filósofo Ganivet quien decía que una de las características del hombre español era la envidia? Diría, más anchamente, una característica de las sociedades precapitalistas y agrarias, donde el éxito o el ascenso social difícilmente se aceptan. Pueblo chico, infierno grande.

Pero no sólo se huachafea por impulso de censura o por envidia. Tesis positiva sería afirmarla como una tendencia hacia la exigencia, digamos que es como un control de calidad ejercido por todos. Es verdad que en una sociedad como la peruana de los años ochenta, empobrecida brutalmente, la preocupación esencial resulta ser la de la simple supervivencia. Ante el flagelo de la vida cara, la violencia, la desagregación social, en muy poco cuenta “el qué dirán”. Con todo, la censura social sigue activísima, como chisme, como bola e infundio público, acicateada por la interminable crisis. Y como sangrienta burla a todo aquel que intente, en la generalizada bancarrota, escapar al destino de pobreza colectiva mediante mecanismos ostentatorios o fraudulentos. Presumir de fortuna o de finuras en el Perú pobretón, no sólo resulta un acto fuera de lugar sino suicida. Hay un país trabajado por fuerzas terribles, contradictorias. Hay fuerzas que como jamás tienden hacia la igualitarización. Máquinas gigantescas de nivelación están en marcha. Lo cual no quiere decir que no existan los mecanismos que continúan estableciendo, aun en la peor de las crisis, la distancia social, a través del ascenso de los más hábiles y más inescrupulosos, en un clima de delicuescencia que produce escalofríos. Crisis o no, hubo quienes en medio del caos prosperaron. Abelardo Sánchez León, ante el Perú de los días que corren, señala que ya no son las clásicas profesiones liberales, médico, abogado e ingeniero, las que abren la ruta a la fortuna, sino la universidad de la calle, de la violencia y el vicio, o de ambas, y la nueva trinidad de triunfadores es la de narcotraficantes, secuestradores y senderistas (“Los tres caminos de la bacanería de los 80 en el país”. En: Quehacer, 1989).

Otros signos, en la lengua cotidiana, entre los jóvenes, vienen a decirnos que no se ha perdido la capacidad para producir la distancia social, y menos, el placer de denostar: moscos, mensos, indefensos, pavos, mongos. En suma, los tontos, los dominados, los otros, “los babosos” (Julio Hevia Garrido-Lecca, El limeño como estereotipo, Lima, 1988). Resulta significativo en esa Lima próxima al milenio y promesa de todos los apocalipsis sociales, que nuevos vocablos metaforizan acaso con un vigor que se ignoró en otras edades del Perú tradicional, y con una crítica social que apunta de preferencia a los vencedores. ¿Simple recurso de la envidia? Todo éxito, sexual u otro, resulta sospechoso. Pendejo, chucha, chamullador, fanfa, toquero. Huachafo no es el único adjetivo que excluye. En la guerra de todos contra todos (¿no es eso el mercado?), el subconsciente social aguza nuevas flechas.

¿Persistirá la expresión? Acabo de señalar que han aparecido otras: “achorado” por ejemplo (el concepto esta vez, indica un vencedor, aunque  inescrupuloso). Es difícil vaticinar, y en especial ante el esquivo Perú del fin de siglo, y más en el tema de las relaciones entre lenguaje, sociedad y representación social. Pero si el país sobrevive a sus plagas que no son pocas, quizá perviva uno de sus primitivos sentidos, como sanción ante la vulgaridad que se vuelve desfachatada ambición. Y contra la impostura. Alguien siempre puede asumir un rol que no es el suyo. Entonces, la voz guardará su sentido corrosivo. ¡Ay de los falsos profetas, los sobrevaluados, los pomposos! Lima sigue siendo corte. Huachafería, censura de la inautenticidad, disputa de vecindario que algo guarda de palaciega, inquisición al alcance de ciudadanos sin otro título que el sentido común. Y asomará en cuanto se levante un mamarracho de edificio o se exhiba un cuadro pretencioso y, en consecuencia, alguien se ría.

Guerrilla sin balas del humor público. Como a toda comunidad humana, nos habita la idea de que algo pueda hacerse bien, o de lo contrario, de manera estrambótica, porque a todos nos habita el convencimiento de que los limos de lo peruano pueden combinarse de manera excelsa, pero también con pésimos resultados. Y si el error es, además, arrogancia, la voz no habrá muerto. Salvo que del Perú oligárquico a nuestros días, como que se ha adelgazado. Arma de la ironía que antaño utilizó una acorralada élite y ahora una sociedad entera acaso porque revela secretas reservas de cordura, lo huachafo permanecerá entonces como la alegoría de los engendros y monstruosidades que la búsqueda de identidad forzosamente trae consigo, desde la adaptación ingenua de lo norteamericano a la resurrección voluntarista del Tahuantinsuyo. Es nuestra conciencia de los límites, es la zumba. Nuestra forma festiva de la lucidez.

Texto que proviene del capítulo “La Esquinada herencia” de mi libro de 1996, Hacia la tercera mitad. Perú XVI-XXI, en su 5a edición, pp. 449-450.

Publicado en El Montonero., 19 de agosto de 2024

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Huachafería (I)

Written By: Hugo Neira - Ago• 05•24

La palabra “huachafería” tiene un curso propio, con raíces filológicas, históricas y simbólicas singularísimas. Su raíz es de claro sentido despectivo y discriminador (Martha Hildebrandt). Las primeras indagaciones que han sido lingüísticas, reparando en la evolución de sus contenidos socioeconómicos, advierten de los cambios de significado. Por ello, resulta significativa su difusión en la década de los treinta, cuando Lima se echa a crecer. Y una cierta ramificación de su taxonomía: huachafa, huachafita, huachafosa (Angela Ramos). Por último, la recuperación del concepto desde la banda de izquierda de la “inteligentsia” es posterior, de los años sesenta, y arranca con Sebastián Salazar Bondy, en su Lima, la horrible, obra que comprueba la complicidad de la lengua corriente con la mentalidad oligárquica, porque el vocablo contribuía a censurar a los casos individuales que aspiraban a ascender, o simplemente, imitar a los de arriba, “… en pos de la categoría superior o que se presume superior aunque de hecho no lo sea”. Se cree que la primera vez que se la usa es alrededor de 1903, en la revista Actualidades dirigida por Castillo, y su creador habría sido Jorge Miota, un literato misterioso, que nace en Apurímac y muere en la Argentina, aquejado de locura extrema. La idea que comparten Martha Hildebrandt y Estuardo Núñez, indagando por los orígenes de este peruanismo, es la de una adaptación de la huachafita colombiana que es el nombre de la jarana en ese país.

Habría habido, a principios de siglo, en Lima, una familia colombiana exiliada, con hijas bonitas pero en mala situación económica, que hacían unas fiestecitas, un tanto dudosas, un poco ramplonas, “pretendiendo ser más de lo que eran”. A esas fiestecitas, el rumor comienza a llamarlas “huachafitas”, porque en Venezuela, insiste Hildebrandt, hasta el día de hoy, “… una huachafita es un alboroto”. Primero, pues, la palabra se aplicó a unas fiestecitas, y luego, a las dichas hermanitas. Ahora bien, con arreglo a esta explicación, se habría producido una permutación lingüística. La palabra huachafita pareciendo ser un diminutivo (no lo es, es una palabra primitiva) da la impresión de poseer un sufijo, y en consecuencia, provoca una derivación: huachafoso, huachafiento, etc. El sufijo huachafo se implantó con posterioridad. En definitiva, un origen anónimo, creado por el rumor, apuntando a la descalificación, ensañándose en un determinado tipo de mujeres. Y no precisamente en las más poderosas o elegantes.

Casi todos los autores coinciden en este punto. La huachafería inicial, el adjetivo y el comportamiento, fue percibido como un fenómeno femenino y de clase media baja. Como dice Angela Ramos, la huachafita era generalmente bonita, dulce, el concepto sirvió para designar a muchachas que vivían una vida llena de estrecheces, “que pasaban hambre por comprarse una blonda”, y para las cuales la única solución vital era el matrimonio, “el pescar un buen partido para salir de la miseria” (Ramos, Ibídem). El tópico se encarna con perversa predilección en las más fragiles, venidas de esa clase intermediaria entre la aristocracia y la plebe, jovencitas que aspiran a más pero no tienen cómo. En los años treinta, el concepto se extiende, esta vez debido a la magia de la radio.

Parece jugar aquí un papel decisivo el periodista Fausto Castañeta, el autor de una serie, “Doña Caro y sus hijas”, y las inolvidables Zoraida y Etelvina. Es significativo que el ambiente se sitúe en los Barrios Altos, que el niño Goyo gorree el tranvía, que haya un perro, llamado “Trole”, y que pese a viajar a la Argentina, Castañeta siguiera enviando sus crónicas en las que satirizaba una Lima que comenzaba a crecer: ruptura del viejo casco urbano colonial, prolongaciones urbanas hacia el mar y los balnearios, nuevos distritos repletos de casitas buques y otras huachaferías. Con el urbanismo de los chalets suburbanos y sus nuevos inquilinos, crece la ocasión de huachafear y Angela Ramos da la partida de nacimiento a una ampliación cuando describe, al lado de la clásica huachafa, la existencia de la huachafita y la huachafosa. Y aunque nuestro peruanismo de marras todavía se mueve en mundo de mujeres, el camino había quedado abierto a una generalización de la idea.

Teoría de la percepción del otro como “kitsch”

Si tiñe el lenguaje, los gustos literarios y musicales, la huachafería mana generosamente en los edificios privados y públicos, se ensaña en nuestra arquitectura. ¿Lima, fea u horrible? En todo caso, caótica. La urbe, en lo poco que posee de construcción noble y moderna, se descuajeringa en mil estilos. Es la avenida Arequipa, luciendo un chalet suizo al lado de un caserón que imita a la Casa Blanca de Washington, un edificio estilo buque años cuarenta quitándole luz a un templo griego haciendo esquina con una residencia inglesa. Si el plano de cualquier ciudad, si la traza urbana es el lugar privilegiado en donde se ejerce el poder, se nota que aquí no mandó nunca nadie, que esa cristalización del caos indica la sempiterna debilidad entre nosotros de lo público ante lo privado. Pero si al menos los particulares hubieran tenido más tino, no fue así. Y Lima acumula en las fincas residenciales como en los edificios públicos, el ejemplo de la ostentación fallida, la originalidad que salió mal, la dudosa gloria de lo inadecuado. Y si por mi parte tuviera que elegir un monumento público a la huachafería entre los ya existentes, dudaría entre Palacio de Gobierno, con su pomposo estilo copiado a algún palacete centroeuropeo de olvidado croquis, la Casa de la Tradición de Figueredo, innoble reducción de la Plaza de Armas a proporciones de película de Blanca Nieves y los siete enanos, y acaso el más eminente de todos, el Castillo Rospigliosi, excelsa obra de quincha y cemento situada en el populoso barrio de Lince, con muros por donde puede saltar un gato, sin elevación alguna, prueba de que ni el propietario ni el arquitecto que lo concibieron tenían la menor idea de qué es un castillo medioeval, ni falta que hace en un Perú en donde no llegaron nunca, construidos cuando se construían, sobre elevaciones de terrenos y lejos de villas y villanos. Dios, los atentados y los alcaldes lo conserven, para solaz de generaciones, chiste de vecinas y chacota de entendidos.

Pero la tesis que sostiene que incurre en huachafería únicamente quien aspira a ser lo que no es y, en consecuencia, hace el ridículo, ha perdido gran parte de su crédito. Pudo ser eso cierto cuando se criticaba a las jovencitas de extracción popular, la dependiente mal vestida en la versión Salazar Bondy de la Lima de la primera mitad de siglo. La letra de la canción criolla es rica en la descripción de esas pobres muchachas tan mal trajeadas: “Con zapatitos de bebe y las medias caladas / sortija de mujer y marimoñas rosadas / la blusa color café y la falda colorada /dígame usted por favor, si no ha de ser galanteada”. La primera protohuachafa parece una heroína del inconformismo y no lo es, sólo aspira a llamar la atención, a que se ocupen de ella, que la miren, que la galanteen. Dicho sea de paso, hay ternura en muchas letras de vals para “la muchachita ingenua, de los ojos negros”, muñeca rota, de falsos crespos y de perendengues, ángeles caídos en esa despiadada guerra de sexos y de clases que no supo darse ese nombre. Importa señalar el personal coraje que tuvo la primera mujer que se echó a trabajar, y el poder subversivo ante el orden limeño que poseía una blusa café sobre el fondo de una falda colorada, y el sombrerito mal puesto, los guantes inexistentes, la falta de adecuación entre ropa y accesorios, ora porque la dependienta no sabía cómo combinar su vestimenta, ora por no alcanzar a completarla. Para la gran dama, aquélla no era sino una arribista, pero para los vecinos de barrio que la veían partir cada mañana a un trabajo terciario, era una heroína social. El tema guarda su entera duplicidad. Interesa el dardo, pero también quien lo lanza.

La aparición y persistencia del concepto en el curso del siglo XX, a la par que las luchas sociales y los fenómenos de movilidad vertical y horizontal me parece un hito revelador. La huachafería, o mejor, las ganas de huachafear, es como una obsesión bien peruana y moderna, de Leguía para aquí, para todo lo que se mueva y cambie, arriba, abajo y al costado de la escala social. Un peruanismo que expresa no sólo la conciencia del cambio sino su mala conciencia. Así, de la esquizofrenia social que incita a mejorar pero aborrece a quien lo intenta, nace el extremado concepto de huachafo, prueba de la movilidad de clases y, a la vez, cepo de ingenuos, marca de hierro en la piel del advenedizo, muro invisible para el ambicioso. Tras su intenso uso hay que sospechar soterradas estructuras psicosociales de cuya existencia la expresión o vocablo de la huachafería en tanto que calificativo denigrante es sólo manifestación y lujoso síntoma. […]

Texto de 1996 que proviene de mi libro Hacia la tercera mitad. Perú XVI-XXI, cap. “La esquinada herencia”, pp. 436-439 de la 5a edición.

Publicado en El Montonero., 5 de agosto de 2024

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