La crisis de identidad como el mal del siglo XX (I)

Written By: Hugo Neira - Mar• 31•25

Paréntesis epistemológico (escrito en 1979)

Se sabe que la antropología recoge por lo menos un centenar de definiciones de cultura. ¿Habrá tantas identidades colectivas como culturas? Y más aún, por la vía de las dobles, triples, lealtades. La dificultad de definición aludida viene directamente del hecho de que se señalan fenómenos que engloban un grupo (raza, lengua, comunidad), a civilizaciones (identidad musulmana, budista), a entidades políticas, Estados en formación o con aspiraciones a una formación histórica específica (vascos, celtas, portorriqueños) o en pérdida de legitimidad (Estado español, Estado francés).  

Por otra parte, las crisis de identidad se sitúan en diversas gradientes del mundo actual. En las sociedades en vías de desarrollo (identidad latinoamericana, egipcia, argelina) en los países industriales (en sus micronacionalidades, corsos, croatas). Y, con los movimientos de la contracultura, principalmente en los Estados Unidos, pero no sólo en ellos, ante un estilo de vida. Situados en la gradiente postindustrial. La noción proviene de las ciencias sociales. De un lado, de la psicología, como pasaje. Por lo general, de la adolescencia a la madurez. Del otro, de la antropología, en donde se la asume como exploración de la diferencia.

Alguien se define en relación a alguien. A un grupo o movimiento. La identidad es aspiración a coincidir con el propio ser. Alcanza a casi todos. Pues, no lo olvidemos — hemos dedicado al tema la primera parte de este trabajo— la homogeneidad es omnipresente. Por lo tanto, la reacción es la búsqueda, en sociedades tradicionales o industriales, de códigos de arraigo.

Admitamos la primera definición, psicológica, rito de pasaje. Y bien, existen, también,  malas identificaciones, cuando un sujeto no interioriza el aspecto de la otra persona —o de una civilización o Estado— al que debe imitar por simpatía y transformarse en él. Si el paradigma social dominante resulta que es el hombre occidental, el Estado centralizador, el adulto machista, se comprende que el refugio en la identidad africana, vasca o la cultura contracultural de los jóvenes respectivamente, sea una respuesta reaccional. «A-culturización», quiere decir pasaje a-otra-civilización. Pero ¿qué ocurre si no se quiere ser aquello que no despierta simpatía alguna? Las identidades colectivas de la crisis lo son por su negatividad. Como rechazo del «otro». Aquí pueden colocarse todos los pares esquizoides en los que se divide el mundo contemporáneo, unos frente a otros: occidentales / tercermundistas, burguesías dominantes / culturas dominadas, adulto / joven, hombre / mujer, normales / locos, cultivados /no cultivados, patrones / asalariados, urbanos / campesinos, integrados / marginales …

Estas dicotomías pueden llegar a ser interminables. La crisis de la identidad dice menos de los que en ella se revelan, pues según la escuela de Adorno éstos serían los sanos, los que han descubierto la Verdoppelung, la reproducción del esquema de producción en el trabajo igual al ocio, al punto que los momentos de descanso —ver televisión, hacer deportes, tomar vacaciones— son también, bajo una presión social enorme, trabajo. El lema adorniano insiste en la «sucesión automática de operaciones estandardizadas«. Los roles dominantes (por lo menos, hasta antes de la crisis «dentro» y «fuera» de Occidente) es decir, del sujeto adulto-padre de familia, marido-productor-heterosexual, el normal (no psicológicamente, sino desde un punto de vista social, de rendimiento) demandaría un esfuerzo de adaptación agotador puesto que ser un individuo admisible, implicaría «un esfuerzo dispensado al cumplimiento de su propia individualización«.  Parece que millones de personas se han fatigado del juego. La crisis de identidad, en las naciones industriales —pero no solo allí puesto que el modelo de la civilización capitalista tiene la tentación de la planetarización— resulta de la ruptura de cualquiera de alguno de estos actos en que los hombres se producen a sí mismos en relación con los otros, con gestos de imitación y repetición. Si se rompe por algún punto el continuo, aparecerá lo que se llama la crisis de valores, la misma crisis de identidad, pero en el lenguaje trascendente (y amenazante, policial) de la legitimidad dominante. Pero unos se han fatigado de ser padres, y entonces tenemos crisis de natalidad. Otros, de callar sus pulsaciones más genuinas, y he aquí la crisis de comportamientos: multiplicación de homosexuales, lesbianas, transexuales. Los de más allá, confiesan que vivar sin ocupación estable no les quita el sueño, y se instala la crisis de la «moral del esfuerzo», y así sucesivamente. (Moral con la que se construyó la actual civilización industrial).

¿Cómo podrían por otra parte, las minorías dominantes de las jóvenes naciones, lo que Samir Amin llamaría con placer, las burguesías de Estado (directorios revolucionarios sudamericanos, élites dirigentes africanas de formación anglófona y francófona), identificarse con las «imago paternales» de un Occidente en crisis? Fanon hablaba del Edipo colonial. La cuestión se complica si el «padre» al que hay que matar simbólicamente es débil. El retorno a la madre —la Madre África, la Mamapacha de los indigenistas peruanos y bolivianos — es la consecuencia funesta. No puede haber «duelo» porque el padre cultural no lo merece. No hay pasaje. Hay fijación. [Continúa la próxima quincena]

Viene del libro colectivo: Perú: Identidad nacional, EdicionesCEDEP, Lima 1979.

H. Neira:»La guerra de las identidades. Reflexiones en torno a identidad nacional, utopía y proyectos de sociedad», pp. 469-511. Reeditado en Del pensar mestizo, Herética, Lima, 2006, pp. 361-366.

Publicado en El Montonero., 31 de marzo de 2025

https://www.elmontonero.pe/columnas/la-crisis-de-identidad-como-el-mal-del-siglo-xx-i

La Democracia y el movimiento de las ideas 

Written By: Hugo Neira - Mar• 18•25

El redescubrimiento de los grandes ancestros es un hecho —de los antiguos griegos a Hannah Arendt— pero requiere de alguna explicación. Se la sentía en el “aire del tiempo” desde los años ochenta, en librerías, conversaciones, debates, en el currículum de los cursos (de Ciencias Políticas a la Filosofía), por todas partes. Algo comienza a ocurrir hacia los años ochenta, desde el fin de siglo, en Europa occidental, cuando precisamente pensadores comunistas y socialistas, al corriente de lo que pasaba al otro lado del telón de hierro, comienzan a considerar, gravemente, que la Unión Soviética va hacia su propio desplome. La noticia es incontrolable, por esos años la llevan consigo no “enviados especiales” de los medios de prensa adversos a los soviéticos sino militantes comunistas del Oeste, los cuales visitaban la Rusia de esos años para ayudarla, prestando a veces su tiempo de trabajo en vacaciones sin retribución económica, por la buena causa. Pero, de retorno a sus hogares en el mundo occidental, a sus fábricas, a sus universidades y centros de trabajo, no podían ocultar su desánimo sobre lo que habían personalmente comprobado más allá del telón de hierro: un mundo del mercado negro, de la corrupción en la nomenklatura y de demandas de servicio bastante razonables pero que el poder centralizado no podía satisfacer. Así, un anuncio de fin de tiempo se va perfilando, al comienzo como un rumor, luego como un vaticinio. Y el fin de la URSS llegó.

Lo que se inicia en el campo de las ideas, dado el fin del paradigma socialista, es una suerte de retorno no tanto a las ciencias políticas mismas sino a lo que se llamó, siempre, la filosofía política. No es lo mismo. Tres fenómenos intelectuales preparan una nueva etapa en la historia del pensamiento que no ha concluido: el agotamiento del marxismo dogmático, la importancia que cobran en el mundo entero los derechos humanos y una crisis en el seno de las ciencias sociales, aunque esto último sea una causa menor, por académica. Pero, en efecto, desde los años setenta del siglo pasado se sabe que el Tercer Mundo no haría la gran revolución mundial. El fracaso de Mao (el Salto Adelante, las gigantescas comunas campesinas) y su reemplazo por una elite inteligente de sucesores en Pekín fue uno de los pasos hacia el tiempo presente, el nuestro, sin duda, incierto, pero distinto de lo que el fin del siglo XX —entre la ingenuidad y la utopía— auguraba. Por lo demás, no era el mundo capitalista del Oeste el que entraba en crisis sino el socialismo de Estado. Y luego todos, los más ricos y los más pobres, comenzamos a cambiar, para bien o para mal, acaso para ambas cosas, confusamente, en lo que desde entonces se admite como un mal necesario, la globalización. Comenzamos a tener, todos, desde Guinea a Nueva York, desde Estambul a Pekín, desde Londres a Quito, una misma historia. No es poco. Acaso por vez primera se puede hablar de una historia mundial, la World History, que es una corriente anglosajona, y que propone no solo salirse del marco nacional sino vincular la historia occidental a la de sociedades no occidentales. Una dinámica de civilizaciones (de Fernand Braudel a Serge Gruzinski y Jack Goody).

Entretanto, en Ciencias Políticas como en Filosofía política, e irradiando al conjunto de las ciencias del Hombre, de alguna manera volvieron los grandes ancestros, los antiguos, y a su vez, la rehabilitación de ciertos de nuestros contemporáneos. Es cierto, en primer lugar, que remiten algunos a los años treinta y cincuenta, y a los pensadores que se habían ocupado de la aparición del totalitarismo en los años treinta en la Alemania nazi (Hannah Arendt), los cuales van a gozar de nuevos estudios y reediciones. Y con razón. La descomposición de una sociedad puede llevar al nacional-socialismo, y sus múltiples variables contemporáneas. En segundo lugar, se redescubre no el neoliberalismo que no es otra cosa que un conservadurismo modernizante con otro nombre sino las virtudes de un liberalismo cauto (Raymond Aron), o la importancia de la justicia (Rawls). En tercer lugar, son de actualidad los temas de ética ligados a la política (Hans Jonas). En realidad, la ética como eje del pensamiento está en todas partes, desde la biología y su aplicación por medio de la genética a la vida humana, el asunto de los embriones humanos congelados, hasta la ecología, el ambientalismo, es decir, la gestión cuerda de la “patria tierra”, patria de todos los hombres (Edgar Morin).

Retorno de los grandes temas que en realidad no se habían olvidado pero sí preterido, pospuesto, arrinconado, pero volvieron. ¿Qué es democracia? ¿Qué es justicia? ¿Qué es libertad? No se vaya a pensar que estas cuestiones surgen del capricho académico de unos cuantos. La razón de que ocupen el panorama intelectual de los inicios del siglo XXI es sencillo: el estudio concreto de cómo eran los regímenes que aparecieron en mitad del siglo XX, en particular el sistema de ideología del terror fundador del acatamiento masivo al totalitarismo, para ser explicado, comprendido, obligó y obliga a una revisión del andamiaje genérico de la tradición conservadora, la autoridad infalible y la cultura antimoderna que los hace posible. Cuando la sociedad no dispone de los conceptos fundamentales para enfrentar su propia evolución sin poner en riesgo su vida colectiva, entonces, si el momento es de suma precariedad, también abre una oportunidad excepcional. Para el bien social, y también para el mal.

El movimiento de ideas, entonces, es doble. (De ideas, de eso hablamos, no de ideologías, que son formas cristalizadas del acierto como del error). Las ideas contemporáneas, en efecto, se hacen preguntas sobre el Príncipe (en el sentido de Maquiavelo, pero no para conducir pequeñas ciudades italianas del siglo XVI sino los vastos enjambres humanos del siglo XXI). Y sobre el Poder, el Estado, la Sociedad Civil, y el ciudadano mismo. La mirada se torna, entonces, a la praxis (la de los regímenes existentes), y necesariamente, a los fundamentos político-éticos de las naciones actuales, y tanto al presente como a los padres fundadores, de los griegos a Hobbes, Locke, Rousseau, Constant, Tocqueville, Weber. El mismo Marx es leído de otra manera que aquellos llamados marxistas. De Nietzsche a Freud, nadie escapa a esta pregunta: ¿qué es política? En cuanto a Arendt, decía con ironía, ella que había conocido el exilio, que había que agradecer la suerte de poder hacer política …

Sin duda, hay una cierta unanimidad. Es raro el que se declare antidemócrata, al menos en palabra. Los hechos, como siempre, son otra cosa. Al punto que en la América del Sur han prosperado regímenes híbridos, que usan los mecanismos institucionales de la democracia —las urnas, las elecciones, los referendos— para traicionarla. Por ejemplo, prolongarse, como si uno de los requisitos del sistema de democracia representativa no fuese la alternancia en el poder, tanto como la libertad de expresión o la pluralidad de partidos políticos.

En el retorno a los antiguos, Michel Nancy se preguntaba qué modelos, qué política, ¿la de los griegos? No obstante, sería ridículo tomar a Atenas como modelo, una ciudad de 140 mil habitantes, de los cuales solo los adultos, varones y atenienses reconocidos ciudadanos por nacimiento, identificados por conocidos en cada tribu y linaje, podían ser ciudadanos. No es con estos principios como se pueda administrar Nueva York ni la vasta India, la primera democracia de nuestro mundo, al menos por el número de votantes en cualquiera de sus múltiples consultas populares, unos 400 millones. No, lo que interesa de la democracia griega y que no ha perdido vigencia, es el esfuerzo mental, agudo, crítico, que desarrollaron los hombres de ese tiempo, para responderle al bando antidemocrático —que siempre lo tuvieron—, entre los cuales se contó el mismo Platón (a raíz de la condena por la ciudad de Sócrates, “el más justo de los hombres”). En otras palabras, desde esos griegos proviene el partido de la democracia y también su contrario. Lo que interesa de los griegos no son sus defectos, que ellos mismos conocían, sino cómo reflexionaron y, sin complacencia alguna, abordaron sus propias limitaciones. Lo que interesa es que intentaron hacer política y a la vez razonar. Cuenta, como virtud, que para los atenienses filósofo y político venía a ser lo mismo. Que la buena política no podía ser sino la buena educación. Y que eso era necesario para el gobernante y para el gobernado. Cuenta la idea del ciudadano y cuenta la idea de la República. Y el tipo de sus magistraturas, temporales. Cuenta su santo horror a que el poder permaneciera en las mismas manos y por algo más que un año, a lo sumo un par de años, para algunos (“polemarcas” distinguidos). Acaso el mando militar, glorioso pero provisorio, apenas un poco más extenso que otras responsabilidades, aparece como la excepción a la regla, a la rotación de cargos, porque Atenas, por el tiempo en que fue democrática, estuvo casi siempre en estado de guerra.

Ese es otro enigma griego: no hubo clero, ni una fuerza armada ni una clase política en el sentido que lo entendemos. Pero desde entonces, acaso nadie pueda decir lo que afirma Pericles, cuyo discurso nos proviene de la obra de Tucídides, “la ciudad toda era escuela de Grecia”. Ninguna ciudad de nuestro mundo y de nuestro tiempo puede decir honestamente eso que, sobre sí, decía un ateniense.

(HN, La Democracia. Entre el logos y el fuego, Capítulo VII “¿Por qué este manual se cierra con los griegos, los clásicos y con Savater?”, Fondo Editorial USMP, Lima, 2011, pp. pp. 210-213)

Publicado en El Montonero., 17 de marzo de 2025

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Sociedad civil y América Latina

Written By: Hugo Neira - Mar• 03•25

Hay que saber, pues, que el concepto de “sociedad civil” puesto a rodar en esos días* es uno de los más ejercitados universalmente hablando, uno de los más complejos, tanto o más que el de Estado, y que contiene, en la historia del pensar político, significados extremadamente diversos. Su uso es tan antiguo como la misma reflexión sobre la vida de la polis. Para hacerme entender, expongo a continuación algunos (solo unos cuantos) de sus muchos contenidos. Los siguientes:

– En Aristóteles, la sociedad civil es una forma de la comunidad. Distinta a la familia, enfrentada al “ethos”, al pueblo, y en consecuencia, una forma inferior practicada por los bárbaros y ciertos griegos incapaces de alcanzar la forma superior del zoon politikon, es decir, el animal político.

–  En San Agustín es la sociedad terrestre opuesta a la ciudad de Dios. No todas las sociedades políticas tienen el mismo valor, sino aquellas que permiten controlar la voluntad de poder, la libido dominandi. La forma superior es la república, pero la Iglesia, me temo hasta nuestros días, nunca renunció a que la ciudad terrestre se subordine a la ciudad de Dios. No proponérselo sería contradecir su postulado esencial, la Iglesia guía a la sociedad civil hasta el fin escatalógico de los tiempos.

– En Hobbes, la sociedad civil se enfrenta al estado natural, es decir, la guerra de todos contra todos, anterior al reino del Leviatán. Al transferir al Gigante una parcela de la propia libertad, en particular el uso de las armas, pierden todos algo y ganan todos mucho y la paz social es posible. El inicio del orden es una cierta y voluntaria alienación. Nunca la burguesía tuvo más lúcido teórico que Hobbes.

– En Hegel, el Estado es distinto de la sociedad civil. Pero no solo eso, el Estado hace posible la sociedad civil. Esta queda limitada a la esfera de las necesidades elementales, al trabajo, a la vida policial, es decir, reglada por normas, de lo contrario la sociedad se degrada y cae en la guerra de todos contra todos, es decir, el desorden. Más claramente, el Estado es la condición de la sociedad civil. Y no cualquier tipo de Estado. El Estado de Derecho. Solo los que no han leído nunca a Hegel pueden considerarlo padre de los totalitarismos modernos. Al contrario, fue un liberal. El Estado, concebido como el orden de leyes, es la forma suprema del espíritu.

– Marx, como se sabe, es quien revierte el sistema de Hegel. Es la sociedad civil, y su esencia fundamental, la economía política, la prioritaria. La diferenciación entre ambas instancias, el Estado y la sociedad civil, es la contradicción principal, de donde se deduce que la clase proletaria al emanciparse nos libera del Estado. Marx fue un antijurídico, no vio en el Estado otra cosa que el comité de las clases explotadoras. Interpretadas las sociedades capitalistas de esa manera, el comunismo fue la Gran Ilusión. Cierto, un sistema de consejos de obreros, campesinos y soldados arranca en 1917. Pero este orden, casi ácrata, duró poquísimo. Los discípulos rusos de Marx no obrarán para desaparecer el Estado, como postulaba el fundador, al contrario, el marxismo será la justificación ideológica del más potente sistema de control burocrático de todos los tiempos, el Estado soviético. Una estado-idolatría.

Como es visible, todas estas definiciones operan sobre pares opuestos. Pero no siempre lo que se opone es lo mismo. Con los griegos era a la familia, luego la ciudad de Dios, después, con Hobbes (y Spinoza, Locke, Rousseau) al estado de natura, y desde el XIX, ante el Estado. El concepto es venerable y poco claro, su definición contradictoria y variada a lo largo de la historia de la filosofía política. ¿Por qué se pone de moda entre nosotros? Puede que haya eco de las ideas de Gramsci en el medio universitario y de izquierda por los años ochenta. Y el teórico italiano de la sociedad civil añadió otro significado: medios, Iglesia, sindicatos, la importancia de quien los controla, el poder intelectual. Sea como fuere, hay que ir diciendo tres cosas. La sociedad civil tiene una historia tan remota como la de aquellos poderes ante los cuales se define y enfrenta, eclesiástico y político. Tampoco es algo distinto de las llamadas “fuerzas políticas”, puede integrarlas, puede ignorarlas. La tercera observación acaso nos conduzca a una reflexión más compleja pero necesaria. La sociedad civil no puede pensarse sin su par complementario y antagónico. Vale decir, el Estado. Y no cualquiera, el Estado de Derecho. El concepto de la sociedad civil como diferenciado del Estado es moderno, proviene de Hegel y de Marx. Su auge en el discurso contemporáneo, donde los representantes de la sociedad civil lo son en tanto que se distinguen de los profesionales de la política, no es extraño a los acontecimientos del fin de siglo. Por un lado, el hundimiento de los regímenes del Este. Y por el otro, al auge del liberalismo. Se conoce poco, pero fue una crítica de izquierda al sistema totalitario en el Este lo que aceleró el fin del sistema soviético. Cuando algunos intelectuales, que Occidente se esfuerza en esconder, aplicaron una lectura crítica y marxista al sistema de clases de esas sociedades y a la confiscación del poder por los burócratas.

La cuestión que directamente nos concierne es: ¿hay o no hay, en sociedades como la nuestra, una sociedad civil? Los pareceres no solo son opuestos sino enfrentados. Para algunos, entre ellos el profesor Alain Touraine, no la hay. Si algo caracteriza a las sociedades de la América Latina, precisamente, es la debilidad o inexistencia de la sociedad civil. “En América Latina actores sociales, fuerzas políticas y Estado son constantemente confundidos”(A. Touraine, La parole et le sang, 1988). Los actores sociales no tienen esferas de autonomía, ni los empresarios, ni los obreros, ni los jueces. El poder o los combate, o los devora, o los fagocita. No por azar, Touraine cita a R. Mayorga, boliviano, y su interpretación de nuestras sociedades como “cesareanas en potencia”, vale decir, “fragmentadas en una pluralidad de centros de poder, sin posibilidades de articulación democrática, una sociedad dominada por un sistema político pobre e incapaz de establecer las mediaciones institucionales entre las demandas sociales y un Estado que gobierna en un vacío donde asienta su propia hegemonía” (p. 450). La descripción está inspirada en ese orden del desorden que es Bolivia, pero puede perfectamente acomodarse al sistema de redes que montó el poder con Fujimori. Pero hay quienes sostienen exactamente lo contrario.

Existe un enfoque que insistiendo en la cultura y la simbología llega a la conclusión opuesta: el sistema peruano goza de una sólida sociedad civil, compleja y extensa, de la cual podrían emerger otras formas de legitimidad. Se invoca, en este caso, las redes sociales que, en Norma Adams, entre otros muchos estudiosos, explican la ética de los migrantes, la formación de empresas y su éxito urbano; también las asociaciones de vecinos, los centenares de clubes provincianos, la autorganización en la precariedad para luchar contra ella, clubes de madres. Son esas “nuevas formas de hacer política” de las que habla Cecilia Blondet. No hay que descartar el tejido de las ONG. Paradójicamente, la globalización podría estar fortaleciendo esa sociedad civil cambiante, dando lugar a formas de conciencia cívica y de acción. Se observará que, en la primera tesis, la debilidad o inexistencia de la sociedad civil es la consecuencia de la dependencia. Esta trae consigo no solo el subdesarrollo económico sino político. La aparición del populismo, por ejemplo, es una alternativa de movilización y, a la vez, una trampa. Un círculo vicioso del cual no se sale.

Ambas tesis pueden ser consideradas parcialmente ciertas. Pero las habita una imprecisión importante, la cuestión del Estado. No se puede pensar la sociedad civil, sea fuerte o blanda, sin su par contrario. Solemos hablar con frecuencia del Estado cuando lo que estamos nombrando es el gobierno. Son cosas distintas. Pero como ironiza Touraine, esta es una distinción casi ininteligible para el común de sudamericanos. Dejemos de hablar, pues, de lo que casi no tenemos, del Estado cochambroso e inacabado. Lo que sí tenemos son gobiernos, por lo general desmedidos, lo cual va de la mano de su correlato, la debilidad de la sociedad. Los gobiernos intervienen, como sabemos, en exceso, hasta en aspectos nimios. Un ejemplo. Ya en las postrimerías de su gobierno, el presidente Fujimori, ante la gran desilusión frente al seleccionado nacional de fútbol, anuncia con gran pompa que se ocupará personalmente del asunto. A todos les pareció perfectamente normal, e incluso de la activa oposición no se levantó una voz de protesta. El exceso de intervención del gobernante funda la arbitrariedad. El exceso del gobernante lleva a la norma del capricho. Algunos hablan del Estado patrimonial, lo cual es un oxímoron. Si es patrimonial, ya no es Estado. Es un bien principesco. Ahora bien, una situación en la que el presidencialismo es invasivo lleva la sociedad política a vivir a la defensiva. Esto se traduce en la politización extrema de nuestras sociedades. A algunos les parece que esto es un síntoma de salud. Puede que sea lo contrario, cuando nos duele un órgano, el hígado por ejemplo, no es buen síntoma. Las sociedades contemporáneas y con índices de bienestar elevados son, en cierta manera, indiferentes a la vida política. ¿Para qué ocuparse? Las instituciones funcionan. Hay que considerar que la politización extrema de nuestras sociedades es compatible con la extrema pobreza. (HN, El mal peruano 1990-2001, SIDEA, Lima, 2001, pp.194-201)

* Escrito en el 2001

Publicado en El Montonero., 3 de marzo de 2025

https://www.elmontonero.pe/columnas/sociedad-civil-y-america-latina

Sociedad civil: ¿solución o aporía?           

Written By: Hugo Neira - Feb• 17•25

Como concepto, la sociedad civil es una herencia del siglo XVIII, y permite pensar, desde una óptica filosófica, lo que privilegia de preferencia los derechos fundamentales de la persona humana. Toma en cuenta a los individuos mismos, de alguna manera los sobrepasa y envuelve. Pero, por otra parte, la idea de la sociedad civil conduce, socialmente, a enfrentarse al Estado. En la definición de la sociedad civil preferiremos el punto de vista del sociólogo D. Colas, de Gautier y Guy Hermet. Hay que partir, pues, de un sistema de antinomias: la totalidad (el Estado) en oposición a las partes que lo componen (clases sociales, categorías profesionales o demográficas); y de una segunda oposición: de las finalidades económicas y sociales en oposición a los fines políticos. Además, y en varios discursos contemporáneos, la sociedad civil tendría unos representantes que se diferencian de los profesionales de la política. Incluso entrarían en competencia con aquellos.

Al parecer, el concepto no presenta mayor dificultad para entender qué señala y abarca. Por un lado, está el Estado. Por el otro, la sociedad civil, es decir, todo aquello que no es el Estado: clases sociales, categorías profesionales, como lo establece la definición resumida líneas arriba. Esa dicotomía, bajo la cual el concepto de sociedad civil figura en la mayoría de diccionarios de ciencias políticas, está diciendo dos cosas. Por una parte, los representantes de la sociedad civil no son la clase política, compuesta por el mandatario de la nación, sus ministros, la administración pública, las fuerzas armadas y el cuerpo diplomático. Por la otra, el interés general, desde Hegel, queda asignado al Estado. Y la sociedad civil resulta entonces la encarnación de los intereses particulares, cuyo número es por cierto indeterminado. Ahora bien, no siempre, y cada vez menos, la sociedad civil aparece como un complemento del Estado. En muchos casos, tiende a discutir el Estado, a modificarlo o a eliminarlo, como en el caso de las revoluciones y de las transiciones democráticas, tan frecuentes en el siglo XX y XXI. Esas transiciones, el fin de la Unión Soviética como de la España de Francisco Franco, de los países del Este comunista, de las dictaduras de la América Latina, el África, y en nuestros días en varias sociedades del mundo árabe, pueden perfectamente ser pensadas desde el concepto de una sociedad civil insumisa, en particular, a las formas despóticas del Estado, con las variaciones que los autoritarismos y totalitarismos asumieron en cada área geográfica y nación. Pero si fuese solamente eso la sociedad civil, la protesta y rebelión ante el exceso de poder, limitaría su existencia a un fenómeno de correcciones, de resistencia saludable al peso de las burocracias. Pero como sabemos no es solo eso. Aparece cada vez más como otra lógica que se enfrenta al Estado, entendido como «la suma de los intereses particulares encarnada en el bien general» (Hegel). Y dos lógicas operando al mismo tiempo en el seno de las sociedades contemporáneas, significa, en el mejor de los casos, una gobernabilidad difícil, y en el peor, la disgregación de la voluntad política, el caos interno, la parálisis y la anomia. Y en la suma desgracia, el retorno de despotismos y formas reencarnadas del fascismo del siglo XX.

Estamos ante uno de los grandes problemas que la democracia liberal no ha logrado resolver desde la fundación de los Estados Unidos y los Estados republicanos europeos hace un par de siglos. En efecto, asistiríamos a una situación paradójica. La democracia liberal extiende el principio de la igualdad y su dinámica, a «todas las relaciones sociales», como lo señala Philippe Reynaud (Diccionario Akal de Filosofía Política), pero entonces, ¿esa misma dinámica de libertades en las sociedades contemporáneas sobrepasa el propio discurso, triunfante, del liberalismo? En todo caso, su praxis cotidiana. Los rebeldes, los insumisos o los olvidados y atropellados por políticas de Estado, acuden cada vez menos a partidos políticos, y buscan la protección, y el dinamismo, de las ONG. Eso puede apreciarse como positivo. Pero, ¿qué hacer cuando eso mismo significa un doble sistema político, uno fundado en la legitimidad republicana y el otro, en la opacidad del mismo? Sin duda heredado del siglo XVIII, el concepto de sociedad civil está concebido para proteger los derechos fundamentales de la persona humana, y al individuo, de todo tipo de despotismo. El problema aparece de modo creciente en el siglo XX y en estos inicios del siglo XXI. Si el inmenso campo que se le asigna a la sociedad civil es prácticamente toda la sociedad con la excepción del Estado, entonces, ¿qué expresa su legitimidad? La del poder político radica claramente en la soberanía del pueblo que se expresa, según la formulación convenida desde hace dos siglos, tras votos, urnas, elecciones y procedimientos que varían por país y en cada constitución, pero que existen con claridad, en el derecho positivo y en las viejas democracias, donde hoy son herencia costumbre y tradición. ¿Qué legitimidad puede invocarse para los representantes de la sociedad civil? Al margen de las causas que los anima, que pueden ser muy justas. El interés de los grupos, ¿mediante qué mecanismos se encarna en ese tipo de acción? Por lo demás, ¿lo particular puede expresar lo general de otros particularismos? La opacidad, en tal cuestión, conduce a un abuso del término y de su representación.

No es sorpresa para nadie que, en muchos casos, los representantes de la sociedad civil (¿quién los elige?), se enfrentan a los políticos, es decir, a los profesionales de la representación. Este es un asunto de estos días, no hacemos sino señalarlo. Si esto es así, entonces el uso del concepto, y su praxis, ha dejado los tranquilos predios de la democracia tradicional. La sociedad civil no es solamente el complemento del Estado, en muchos casos, es su rival. Un antagonista oportuno, sin duda, para salir de situaciones de pérdida de legitimidad del Estado dado el abuso del poder, pero un acompañante difícil para establecer formas estables y sobrias de gobernabilidad. Obviamente, el sentido común se inclinará por fórmulas de coordinación entre Estado y, supuestos o legítimos, representantes de la sociedad civil. El mismo sentido común debe ser invocado para admitir que no siempre la coordinación y el consenso son posibles. Una sociedad con únicamente el poder formal del Estado no parece posible puesto que individuos y sociedad aspiran a vivir fuera del orden de lo político, la libertad negativa que era la esencia de los modernos, desde Benjamín Constant. Pero tampoco podemos concebir un orden social disgregado en diversas y contradictorias representaciones de la sociedad civil, eso sería el fin de la política, el fin de todo voluntarismo soberanista que impusiera, por el diálogo o por la coerción, el «interés general» (Hegel) a la suma de intereses particulares en pugna entre ellos mismos. Entre el Estado y la tribu, las sociedades contemporáneas asisten al antiguo conflicto entre feudales y monárquicos que precedió el nacimiento del Estado moderno.

Desde los griegos y el orden especulativo y lógico, se llama aporía a una paradoja irresoluble. La sociedad civil, ¿es solución o aporía?

(HN, La Democracia. Entre el logos y el fuego, Fondo Editorial USMP, Lima, 2011, pp. 119-121).

Publicado en El Montonero., 17 de febrero de 2025

https://www.elmontonero.pe/columnas/sociedad-civil-solucion-o-aporia

Democracia, certezas y perplejidades

Written By: Hugo Neira - Feb• 03•25

Con la democracia nos ocurre lo que al gran padre San Agustín con la idea del tiempo. “Si nadie me pregunta qué es (el tiempo) sé que es. Pero si me lo preguntan, ya no lo sé”.

Si el lector tiene prisa, le podemos sugerir una definición escueta de democracia. Se trata de un tipo de gobierno en que se es gobernado o se gobierna, à tour de rôle. Es decir, cada quien en un momento preciso. La democracia supone la ley de la mayoría, pero con una condición, que los mismos individuos no gobiernen toda la vida. Un jefe de Estado demócrata y a perpetuidad no es sino una contradicción indefendible. Pero apenas enunciada esta idea, se establece algo que es su fuerza y a la vez su debilidad: no debe conservar a los mismos. ¿Pero qué pasa cuando mudar gobernantes que lo están haciendo bien resulta un tanto ineficaz? Esa tentación la tuvieron los antiguos griegos. Sin duda, cuesta deshacerse de un gran hombre, fue el caso de Churchill, vencedor de la Alemania nazi en la II Guerra Mundial, los ingleses en la posguerra, en la primera ocasión lo reenviaron a su casa. Rumor o dato histórico, dicen que Churchill dijo: “es propio de los pueblos fuertes ser ingratos”.

Hechas las sumas y las restas de los cambios o continuidad de los dirigentes políticos, los partidos, las tendencias, la democracia se revela, desde la primera aproximación, como un sistema de gobierno extremamente aleatorio e imprevisible, pero lo que es sensato, no es precisamente la continuidad del mismo tipo de representantes. ¿Cuán sensato resulta que unos se vayan y otros los sucedan? Caso por caso, elección por elección, la respuesta es tan variada como situaciones, pero todas dependerán finalmente del voto del ciudadano, y esto pone en el tapete la cuestión esencial del sistema democrático: el ciudadano responsable, capaz de determinar en cada caso lo que es conveniente, en quien reposa la arquitectura misma del sistema de democracia, que es siempre directo, representativo o híbrido de ambas, y que solicita la opinión de los ciudadanos que la forman. Las modalidades y límites que los gobiernos democráticos se ponen a sí mismos, para permitir o no la reelección presidencial o congresal, son tan grandes como aplicaciones o variables institucionales reales. No entramos en los detalles y modalidades. Cualquier manual de instituciones democráticas comparadas nos proveerá de ejemplos diversos. Pero lo que debe quedar claro es que nace en oposición. ¿A qué? A la idea de monarquía absoluta. Y a la idea de tiranía personal.

Nace como un régimen de ciudadanos. El ejercicio de presentarla en su historia, por mínimo que sea el esfuerzo, no puede dejar de aludir a los orígenes en Grecia. A la idea de la polis, a Atenas del siglo IV a.C., al concepto del hombre como zoon politikon, de Aristóteles. Los Antiguos, en efecto, no separaban gobernantes y gobernados. La rotación de los cargos en una ciudad como Atenas lo permitía, tarde o temprano un ateniense llegaba a ser, por designio en una asamblea o por obra del voto por azar, polemarca, vale decir, general, o magistrado, o sea juez en los 6000 juzgados, equivalentes a los de paz de nuestros días, que una sociedad agraria y mercantil como aquella, en perpetuos litigios por bienes y derechos, requería. Pero la evocación del origen griego —la invención de la política como actividad deliberada de un conjunto de ciudadanos destinados a dar una ley con la cual autogobernarse— es de rigor, y ello nos lleva a otra característica.

Nace la democracia como una ruptura. En los griegos, contra sus basileus o reyes, y luego, contra sus tiranos. Nace en Atenas, los basileos fueron sus reyes antiguos, a quienes dejaron de lado. El concepto de tirano es más complejo, llamaban así a aquellos que encarnaban un poder arbitrario, personal. El rasgo del Tirano es que fueron frecuentes, y al parecer, después de un proceso secular, largo, tortuoso, la aristocracia después de Pisístrato —tirano querido por el pueblo, recuerda Heródoto— se decide a admitir una politeia o gobierno abierto al “demos”, como el mal menor. Son las reformas de Clístenes, un aristócrata inteligente y reformador. Sí, también los griegos dudaron en establecer eso que llamaron “democracia”. El tirano tuvo un carácter antiaristocrático, acaso como los jefes populistas de nuestro tiempo. Pero comparar el proceso histórico de los griegos hasta llegar a la democracia ateniense y luego pensar las modernas y contemporáneas, es un abuso comparativo que no emprenderemos.

Contentémonos con insistir que la democracia nace en Atenas como un régimen de ciudadanos. El presente ejercicio se contenta con insistir que esos inicios son una referencia obligatoria. Hay que tener claro dos cosas. Ninguna civilización produjo un fenómeno tan singular: unas comunidades (Atenas no fue sola la única ciudad que se maneja con leyes o Constituciones), cuyo poder no proviene de los dioses sino de las leyes que los hombres mismos se otorgan. Ni China antigua, ni Egipto de los faraones ni asirios ni babilonios produjeron algo parecido. Y sin duda, tampoco Persia, gran rival de los griegos insumisos. Así, la idea de la polis, en la Atenas del siglo IV a.C. al concepto del hombre como zoon politikon de Aristóteles, tiene orígenes muy precisos como la idea y la praxis de un sistema de autogobierno que no separará gobernantes de gobernados. No resulta, pues, un abuso de sentido afirmar, como lo hace Massé, que los griegos inventaron la política. Como actividad deliberada de un conjunto de ciudadanos destinados a darse la ley con la cual autogobernarse, sin necesidad de los dioses, signa una diferencia capital con todas las otras formas de organización humana. No hay inspiración extrahumana, ningún Moisés helénico desciende de ningún monte Sinaí, no hay tablas de una ley “extradeterminada”, para utilizar el concepto de Cornelius Castoriadis. Los griegos tenían oráculos y templos, ritos, mitos, supersticiones, pero su clase política, para decirlo con un término impropio, acudía al debate, a la razón, la astucia, no a un saber extrahumano. Sus dioses estaban ocupados en otras cosas que darle leyes y reglas a esa especie que llamaban los “autóctonos”. No hay en los designios divinos la intención de crear una raza especial, el hombre no es el designio del universo entre los griegos. El paganismo fue menos egocéntrico que el cristianismo. El hombre podía ser la “medida de todas las cosas”, pero no era la finalidad última del universo. Porque para los griegos ese universo era tal y cual es, y lo de la finalidad lo va a introducir el pensamiento judío, que es por esencia profético, y acaso, por eso mismo, un anti-humanismo.

Siendo cambiante en materia precisa, la de quien ejerce en cada época y sistema el poder, también hay que reconocerle que es como una variante inmóvil en la historia de la especie humana. Los textos de Aristóteles nos remiten a 2400 años, y sin embargo, algunas de sus cuestiones, como la del punto Uno del libro séptimo de La Política, siguen en pie. ¿Cómo podemos determinar cuál es el régimen mejor? ¿En el entendido que el más deseable es aquel donde los hombres puedan ser felices? Para Aristóteles eso no es posible si los hombres no viven libres, en un régimen de prudencia, donde se pueda trabajar y vivir prósperamente, y para lo cual la comunidad tiene que ser autárquica, es decir, autónoma. Pero el filósofo confiesa que si todos los hombres aspiran a esos bienes que son los del cuerpo y los del alma, “difieren en el cómo y en la superioridad de cada quien”.

Acaso la democracia, en ciudades que nos parecen pequeñas como las griegas, y hoy en democracias de masas como las de la actual India, no sea sino el régimen político que permite discutir, debatir y hasta corregir el mismo régimen político. La definición resulta un tanto tautológica: la democracia es eso que permite discutir a la democracia. Pero estamos introduciendo un par de conceptos que la explican. Debate y libertad, que vienen a ser lo mismo. Bueno es decirlo, en días confusos como los presentes.

(HN, La Democracia. Entre el logos y el fuego, Fondo Editorial USMP, Lima, 2011, pp. 11-14.)

Publicado en El montonero., 3 de febrero de 2025

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