Huachafería (II)

Written By: Hugo Neira - Ago• 19•24

Si la problemática de la huachafería ha permanecido hasta nuestros días para gran parte de la “intelligentsia” como algo secundario, es en gran medida debido a una interpretación excesivamente clasista del conflicto social (y por la dificultad de verse a sí misma como una élite). Se olvidó, en materia de metodología, que la historia la tejen no sólo ciegas fuerzas estructurales, invariables, sino el actor, los hombres, sus gustos, las modas. Se olvidó, también, en plena marxología, la otra lección, la de Weber: la lógica de los conflictos puede ser la de las situaciones de clases, en torno al dinero y al sistema de producción como también la ligada a la posición y el prestigio social, y éste es el caso. La huachafería es uno de esos conflictos que limita su dominio a obtener ventajas marginales. Acaso por eso se le ha desdeñado. Pero potencial en el pasado, hoy el conflicto es abierto, y se entiende el porqué. La escasez, y ya se ha visto eso en otros escenarios dramáticos, acrecienta los niveles de angustia, cuando pesa no sólo la propia desdicha sino el bien ajeno. ¿No era el filósofo Ganivet quien decía que una de las características del hombre español era la envidia? Diría, más anchamente, una característica de las sociedades precapitalistas y agrarias, donde el éxito o el ascenso social difícilmente se aceptan. Pueblo chico, infierno grande.

Pero no sólo se huachafea por impulso de censura o por envidia. Tesis positiva sería afirmarla como una tendencia hacia la exigencia, digamos que es como un control de calidad ejercido por todos. Es verdad que en una sociedad como la peruana de los años ochenta, empobrecida brutalmente, la preocupación esencial resulta ser la de la simple supervivencia. Ante el flagelo de la vida cara, la violencia, la desagregación social, en muy poco cuenta “el qué dirán”. Con todo, la censura social sigue activísima, como chisme, como bola e infundio público, acicateada por la interminable crisis. Y como sangrienta burla a todo aquel que intente, en la generalizada bancarrota, escapar al destino de pobreza colectiva mediante mecanismos ostentatorios o fraudulentos. Presumir de fortuna o de finuras en el Perú pobretón, no sólo resulta un acto fuera de lugar sino suicida. Hay un país trabajado por fuerzas terribles, contradictorias. Hay fuerzas que como jamás tienden hacia la igualitarización. Máquinas gigantescas de nivelación están en marcha. Lo cual no quiere decir que no existan los mecanismos que continúan estableciendo, aun en la peor de las crisis, la distancia social, a través del ascenso de los más hábiles y más inescrupulosos, en un clima de delicuescencia que produce escalofríos. Crisis o no, hubo quienes en medio del caos prosperaron. Abelardo Sánchez León, ante el Perú de los días que corren, señala que ya no son las clásicas profesiones liberales, médico, abogado e ingeniero, las que abren la ruta a la fortuna, sino la universidad de la calle, de la violencia y el vicio, o de ambas, y la nueva trinidad de triunfadores es la de narcotraficantes, secuestradores y senderistas (“Los tres caminos de la bacanería de los 80 en el país”. En: Quehacer, 1989).

Otros signos, en la lengua cotidiana, entre los jóvenes, vienen a decirnos que no se ha perdido la capacidad para producir la distancia social, y menos, el placer de denostar: moscos, mensos, indefensos, pavos, mongos. En suma, los tontos, los dominados, los otros, “los babosos” (Julio Hevia Garrido-Lecca, El limeño como estereotipo, Lima, 1988). Resulta significativo en esa Lima próxima al milenio y promesa de todos los apocalipsis sociales, que nuevos vocablos metaforizan acaso con un vigor que se ignoró en otras edades del Perú tradicional, y con una crítica social que apunta de preferencia a los vencedores. ¿Simple recurso de la envidia? Todo éxito, sexual u otro, resulta sospechoso. Pendejo, chucha, chamullador, fanfa, toquero. Huachafo no es el único adjetivo que excluye. En la guerra de todos contra todos (¿no es eso el mercado?), el subconsciente social aguza nuevas flechas.

¿Persistirá la expresión? Acabo de señalar que han aparecido otras: “achorado” por ejemplo (el concepto esta vez, indica un vencedor, aunque  inescrupuloso). Es difícil vaticinar, y en especial ante el esquivo Perú del fin de siglo, y más en el tema de las relaciones entre lenguaje, sociedad y representación social. Pero si el país sobrevive a sus plagas que no son pocas, quizá perviva uno de sus primitivos sentidos, como sanción ante la vulgaridad que se vuelve desfachatada ambición. Y contra la impostura. Alguien siempre puede asumir un rol que no es el suyo. Entonces, la voz guardará su sentido corrosivo. ¡Ay de los falsos profetas, los sobrevaluados, los pomposos! Lima sigue siendo corte. Huachafería, censura de la inautenticidad, disputa de vecindario que algo guarda de palaciega, inquisición al alcance de ciudadanos sin otro título que el sentido común. Y asomará en cuanto se levante un mamarracho de edificio o se exhiba un cuadro pretencioso y, en consecuencia, alguien se ría.

Guerrilla sin balas del humor público. Como a toda comunidad humana, nos habita la idea de que algo pueda hacerse bien, o de lo contrario, de manera estrambótica, porque a todos nos habita el convencimiento de que los limos de lo peruano pueden combinarse de manera excelsa, pero también con pésimos resultados. Y si el error es, además, arrogancia, la voz no habrá muerto. Salvo que del Perú oligárquico a nuestros días, como que se ha adelgazado. Arma de la ironía que antaño utilizó una acorralada élite y ahora una sociedad entera acaso porque revela secretas reservas de cordura, lo huachafo permanecerá entonces como la alegoría de los engendros y monstruosidades que la búsqueda de identidad forzosamente trae consigo, desde la adaptación ingenua de lo norteamericano a la resurrección voluntarista del Tahuantinsuyo. Es nuestra conciencia de los límites, es la zumba. Nuestra forma festiva de la lucidez.

Texto que proviene del capítulo “La Esquinada herencia” de mi libro de 1996, Hacia la tercera mitad. Perú XVI-XXI, en su 5a edición, pp. 449-450.

Publicado en El Montonero., 19 de agosto de 2024

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Huachafería (I)

Written By: Hugo Neira - Ago• 05•24

La palabra “huachafería” tiene un curso propio, con raíces filológicas, históricas y simbólicas singularísimas. Su raíz es de claro sentido despectivo y discriminador (Martha Hildebrandt). Las primeras indagaciones que han sido lingüísticas, reparando en la evolución de sus contenidos socioeconómicos, advierten de los cambios de significado. Por ello, resulta significativa su difusión en la década de los treinta, cuando Lima se echa a crecer. Y una cierta ramificación de su taxonomía: huachafa, huachafita, huachafosa (Angela Ramos). Por último, la recuperación del concepto desde la banda de izquierda de la “inteligentsia” es posterior, de los años sesenta, y arranca con Sebastián Salazar Bondy, en su Lima, la horrible, obra que comprueba la complicidad de la lengua corriente con la mentalidad oligárquica, porque el vocablo contribuía a censurar a los casos individuales que aspiraban a ascender, o simplemente, imitar a los de arriba, “… en pos de la categoría superior o que se presume superior aunque de hecho no lo sea”. Se cree que la primera vez que se la usa es alrededor de 1903, en la revista Actualidades dirigida por Castillo, y su creador habría sido Jorge Miota, un literato misterioso, que nace en Apurímac y muere en la Argentina, aquejado de locura extrema. La idea que comparten Martha Hildebrandt y Estuardo Núñez, indagando por los orígenes de este peruanismo, es la de una adaptación de la huachafita colombiana que es el nombre de la jarana en ese país.

Habría habido, a principios de siglo, en Lima, una familia colombiana exiliada, con hijas bonitas pero en mala situación económica, que hacían unas fiestecitas, un tanto dudosas, un poco ramplonas, “pretendiendo ser más de lo que eran”. A esas fiestecitas, el rumor comienza a llamarlas “huachafitas”, porque en Venezuela, insiste Hildebrandt, hasta el día de hoy, “… una huachafita es un alboroto”. Primero, pues, la palabra se aplicó a unas fiestecitas, y luego, a las dichas hermanitas. Ahora bien, con arreglo a esta explicación, se habría producido una permutación lingüística. La palabra huachafita pareciendo ser un diminutivo (no lo es, es una palabra primitiva) da la impresión de poseer un sufijo, y en consecuencia, provoca una derivación: huachafoso, huachafiento, etc. El sufijo huachafo se implantó con posterioridad. En definitiva, un origen anónimo, creado por el rumor, apuntando a la descalificación, ensañándose en un determinado tipo de mujeres. Y no precisamente en las más poderosas o elegantes.

Casi todos los autores coinciden en este punto. La huachafería inicial, el adjetivo y el comportamiento, fue percibido como un fenómeno femenino y de clase media baja. Como dice Angela Ramos, la huachafita era generalmente bonita, dulce, el concepto sirvió para designar a muchachas que vivían una vida llena de estrecheces, “que pasaban hambre por comprarse una blonda”, y para las cuales la única solución vital era el matrimonio, “el pescar un buen partido para salir de la miseria” (Ramos, Ibídem). El tópico se encarna con perversa predilección en las más fragiles, venidas de esa clase intermediaria entre la aristocracia y la plebe, jovencitas que aspiran a más pero no tienen cómo. En los años treinta, el concepto se extiende, esta vez debido a la magia de la radio.

Parece jugar aquí un papel decisivo el periodista Fausto Castañeta, el autor de una serie, “Doña Caro y sus hijas”, y las inolvidables Zoraida y Etelvina. Es significativo que el ambiente se sitúe en los Barrios Altos, que el niño Goyo gorree el tranvía, que haya un perro, llamado “Trole”, y que pese a viajar a la Argentina, Castañeta siguiera enviando sus crónicas en las que satirizaba una Lima que comenzaba a crecer: ruptura del viejo casco urbano colonial, prolongaciones urbanas hacia el mar y los balnearios, nuevos distritos repletos de casitas buques y otras huachaferías. Con el urbanismo de los chalets suburbanos y sus nuevos inquilinos, crece la ocasión de huachafear y Angela Ramos da la partida de nacimiento a una ampliación cuando describe, al lado de la clásica huachafa, la existencia de la huachafita y la huachafosa. Y aunque nuestro peruanismo de marras todavía se mueve en mundo de mujeres, el camino había quedado abierto a una generalización de la idea.

Teoría de la percepción del otro como “kitsch”

Si tiñe el lenguaje, los gustos literarios y musicales, la huachafería mana generosamente en los edificios privados y públicos, se ensaña en nuestra arquitectura. ¿Lima, fea u horrible? En todo caso, caótica. La urbe, en lo poco que posee de construcción noble y moderna, se descuajeringa en mil estilos. Es la avenida Arequipa, luciendo un chalet suizo al lado de un caserón que imita a la Casa Blanca de Washington, un edificio estilo buque años cuarenta quitándole luz a un templo griego haciendo esquina con una residencia inglesa. Si el plano de cualquier ciudad, si la traza urbana es el lugar privilegiado en donde se ejerce el poder, se nota que aquí no mandó nunca nadie, que esa cristalización del caos indica la sempiterna debilidad entre nosotros de lo público ante lo privado. Pero si al menos los particulares hubieran tenido más tino, no fue así. Y Lima acumula en las fincas residenciales como en los edificios públicos, el ejemplo de la ostentación fallida, la originalidad que salió mal, la dudosa gloria de lo inadecuado. Y si por mi parte tuviera que elegir un monumento público a la huachafería entre los ya existentes, dudaría entre Palacio de Gobierno, con su pomposo estilo copiado a algún palacete centroeuropeo de olvidado croquis, la Casa de la Tradición de Figueredo, innoble reducción de la Plaza de Armas a proporciones de película de Blanca Nieves y los siete enanos, y acaso el más eminente de todos, el Castillo Rospigliosi, excelsa obra de quincha y cemento situada en el populoso barrio de Lince, con muros por donde puede saltar un gato, sin elevación alguna, prueba de que ni el propietario ni el arquitecto que lo concibieron tenían la menor idea de qué es un castillo medioeval, ni falta que hace en un Perú en donde no llegaron nunca, construidos cuando se construían, sobre elevaciones de terrenos y lejos de villas y villanos. Dios, los atentados y los alcaldes lo conserven, para solaz de generaciones, chiste de vecinas y chacota de entendidos.

Pero la tesis que sostiene que incurre en huachafería únicamente quien aspira a ser lo que no es y, en consecuencia, hace el ridículo, ha perdido gran parte de su crédito. Pudo ser eso cierto cuando se criticaba a las jovencitas de extracción popular, la dependiente mal vestida en la versión Salazar Bondy de la Lima de la primera mitad de siglo. La letra de la canción criolla es rica en la descripción de esas pobres muchachas tan mal trajeadas: “Con zapatitos de bebe y las medias caladas / sortija de mujer y marimoñas rosadas / la blusa color café y la falda colorada /dígame usted por favor, si no ha de ser galanteada”. La primera protohuachafa parece una heroína del inconformismo y no lo es, sólo aspira a llamar la atención, a que se ocupen de ella, que la miren, que la galanteen. Dicho sea de paso, hay ternura en muchas letras de vals para “la muchachita ingenua, de los ojos negros”, muñeca rota, de falsos crespos y de perendengues, ángeles caídos en esa despiadada guerra de sexos y de clases que no supo darse ese nombre. Importa señalar el personal coraje que tuvo la primera mujer que se echó a trabajar, y el poder subversivo ante el orden limeño que poseía una blusa café sobre el fondo de una falda colorada, y el sombrerito mal puesto, los guantes inexistentes, la falta de adecuación entre ropa y accesorios, ora porque la dependienta no sabía cómo combinar su vestimenta, ora por no alcanzar a completarla. Para la gran dama, aquélla no era sino una arribista, pero para los vecinos de barrio que la veían partir cada mañana a un trabajo terciario, era una heroína social. El tema guarda su entera duplicidad. Interesa el dardo, pero también quien lo lanza.

La aparición y persistencia del concepto en el curso del siglo XX, a la par que las luchas sociales y los fenómenos de movilidad vertical y horizontal me parece un hito revelador. La huachafería, o mejor, las ganas de huachafear, es como una obsesión bien peruana y moderna, de Leguía para aquí, para todo lo que se mueva y cambie, arriba, abajo y al costado de la escala social. Un peruanismo que expresa no sólo la conciencia del cambio sino su mala conciencia. Así, de la esquizofrenia social que incita a mejorar pero aborrece a quien lo intenta, nace el extremado concepto de huachafo, prueba de la movilidad de clases y, a la vez, cepo de ingenuos, marca de hierro en la piel del advenedizo, muro invisible para el ambicioso. Tras su intenso uso hay que sospechar soterradas estructuras psicosociales de cuya existencia la expresión o vocablo de la huachafería en tanto que calificativo denigrante es sólo manifestación y lujoso síntoma. […]

Texto de 1996 que proviene de mi libro Hacia la tercera mitad. Perú XVI-XXI, cap. “La esquinada herencia”, pp. 436-439 de la 5a edición.

Publicado en El Montonero., 5 de agosto de 2024

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Apapachar

Written By: Hugo Neira - Jul• 23•24

«Véase apapacho. Palmadita cariñosa o abrazo». Americanismo. Acariciar, mimar. Brindar cariño, consentir, mostrar gestos de afecto o de amor. Es también consolar a quien se halle enfermo o esté triste. Pero puede tener un contenido negativo: consentir en exceso, tratar a un adulto como si fuese un niño, sobar.

Si he elegido escribir sobre esta palabra, apapachar, no es porque me guste, ni que me disguste — ¿a quién no le agrada que lo rodee el afecto? — sino que me llama la atención, me intriga, agrada y a veces desagrada; me emociona y por momentos me parece un ritual que igual se lo hacen a todo el mundo; por momentos me trae sin cuidado y a ratos me parece significativo. Como tantos usos sorprendentes que he hallado a mi vuelta al Perú, después de dos décadas de ausencia, apapachar me produce sentimientos encontrados. A ver si escribiendo estas líneas, me aclaro conmigo mismo. De entrada, me intriga.

Hace unos años, en el Perú no se usaba. O mejor, ni nos abrazábamos ni besuqueábamos a cada rato ni el término existía. Y aunque el uso sea fuerte en México, no creo que se trate de una simple exportación, mímesis. Me intriga y por momentos también me desacomoda. He pasado los últimos veinte años de mi vida en el extranjero, para ser más preciso, entre españoles y franceses, que tienen sus modalidades de afecto y simpatía, pero, con toda seguridad, los franceses no apapachan ni muertos, y los españoles, a lo sumo a los críos chicos, como ellos dicen. Ya de grandes, son tan duros como en Bosnia o en Irlanda del Norte. Desde que volví al Perú, tuve la fortuna de que me confiaran cargos importantes, siempre en el mundo de la enseñanza y la cultura. Tuve cargos antes de emigrar, allá por los finales de los setenta, pero bueno, eso de que el huachimán desde que me ve bajar del auto corre a llevarme la maletita, o el cafecito a horas inopinadas, como que es mucho. Esos rituales, y los apretones, en especial las palmadotas, en los confianzudos, debajo de la línea de flotación, sobre los riñones. Esos mimos, al principio, los atribuí a que peino canas. Pero luego noté que son extensivos a casi todo el mundo. No sé qué cara habré puesto entonces, acostumbrado a la rudeza y llaneza de otras gentes en otros lugares, hasta que un amigo (para eso están los verdaderos amigos) me dijo: «pero Hugo, así es la cosa aquí. Te apapachan».

Desde esa vez me dediqué a aceptar el apapachamiento, aunque no del todo. como otros son músicos, negociantes, médicos o psiquiatras, yo soy sociólogo, es decir, he adquirido los inevitables reflejos del oficio, acaso por deformación profesional. Y, en efecto, mi conclusión es que apapachamos a muerte. Primero a los más pequeños, ésa es la primera actitud: mimos que se dan a niños y niñitas, besotes y abrazotes. La segunda aplicación es más dudosa, se extiende a la adolescencia y a otras edades de la vida, y no tiene término. «Mi mami me está apapachando porque estoy enferma». La que lo dice puede ser una jovencita, pero igual una señorona. Apapachar también expresa otra gama de afecto, seamos francos, lo que suele pasar entre dos amantes. «Comenzaron con apapachos y se siguieron de largo». Pero esto último viene de México. Lo he tomado de Google (13.800 resultados sobre apapachar). En fin, el término se desliza del cariño y del amor sexual a un tipo de amistad medio sabrosona, como que se resbala, sentimental, libidinosa. «Te mando un beso y muchos apapachos». Por último, es gesto de consuelo, y eso sí es bien peruano: «Ay, no estés triste, ven que te apapacho». Lo del «ay», es significativo, pues hablamos con un tonito de queja. Tiene su encanto, su no sé qué, así es la cosa.

Apapachar. No me termina de convencer. Pienso en la India. Por lo que sé, esa sociedad es comercial y enormemente corrupta, y los agasajos y cariñitos son parte de estrategias para amables corrupciones. No, no me aclaro. Así, seguiré sospechando que el apapachamiento es trampa amable del barroco peruano, que junta a la vez ternura, cálculo, mimo, remilgos y zancadilla, todo a la vez. Entre tradición y modernidad, como tantos otros rituales en este país. (Publicado en febrero del 2008 en la revista Etiqueta Negra, n°56.)

Reeditado en El Montonero., 22 de julio de 2024

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El ninguneo *

Written By: Hugo Neira - Jul• 08•24

El ninguneo es una palabra que nos viene de los mexicanos. Es intraducible en cualquier lengua moderna, porque no se usa en países civilizados. En México, por lo visto, es usual. Lo cual prueba que tanto los mexicanos como los peruanos inventamos nuestra propia barbarie. Octavio Paz cuenta que también lo ningunearon. Y ya había escrito  El laberinto de la soledad. Pero igual hacían como que no lo había escrito, que no se exhibía en los estantes de las librerías. Porque ningunear es desconocer adrede, ignorar a sabiendas. Si te ningunean no es que no sepan que vales sino todo lo contrario. Es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, pero el vicio sale ganando. Algo ganan en ese recurso barroco, y es que si no te mencionan ni en público ni en privado pues no te leen. Pero los que ningunean sí lo hacen, solapados, en la discreción de la habitación de trabajo, leen en secreto a aquel que denigran, y lo admiran incluso, pero por estrategia de supervivencia, le niegan el reconocimiento. Lo ocultan a sus alumnos, no vaya a ser que lo prefieran. Lo disimulan ante los lectores, si es que escriben. Y en general, ningunear es esconder el talento ajeno, negarle, al maldito que tiene dones y la virtud del esfuerzo, el placer y la justicia del reconocimiento en vida. Esperan su muerte para alabarlo, citarlo, e incluso, comentar, editar, prologar.

¿Qué es el ninguneo? Una práctica a la vez perezosa y fatal para una sociedad y una cultura. Consiste en volver invisible la obra ajena y de paso al autor. Es pereza, o como decimos, es flojera, permite evitar el trabajo de comentar que, sin embargo, es la esencia misma de la vida académica desde hace más de un milenio. Obviamente, comentar y citar, y hasta invitar al otro, a aquel con el cual no estamos de acuerdo, es en otros lugares civilizados el gesto normal, pero ocurre ahí donde han salido de las tinieblas del sectarismo medieval que aquí cunde y reina. Cuando en una sociedad, la que fuese, se asesina civil y moralmente al incómodo rival, entonces, no hay vida universitaria o académica posible. ¿Se han fijado lo poco o nada que hay de reseñas en nuestros diarios y revistas? Ni la enseñan en los institutos que forman a comunicadores.

Aquí la costumbre es ahorrarse el reconocimiento. Evitar el debate, flojera criolla o vieja táctica, no de estudiosos modernos sino de oidores del siglo XVIII.

* Este texto proviene esencialmente de un artículo titulado “Plegaria por un guerrero bondadoso, Javier Tantaleán Arbulú”. Fue publicado en un libro de homenaje, Historia y compromiso por el Perú, publicado por la Universidad Nacional Federico Villarreal, en el 2017.

Publicado en El Montonero., 8 de julio de 2024

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Política y siglo XX. El concepto de personalización (II)

Written By: Hugo Neira - Jun• 25•24

Los fundamentos del hitlerismo de masas (1933–45)

¿Qué eran esas masas que le permiten al político Hitler abrirse paso entre diversos candidatos y llegar al poder legal para establecer el poder total? En primera fila, las SA. No eran solamente una milicia, grupos militarizados del nazismo. Era una forma de reclutamiento muy especial. Este aspecto es descuidado por lo general en los análisis del hitlerismo de masas. Los partidos comunistas se articulaban por un sistema de células de base, como lo sabemos (Duverger, Les partis politiques). Ese tipo de organización fue retomada por los fascistas italianos, la sección. El partido que monta Hitler no es un club de burgueses cultos y civilizados. Se enraíza en la clase obrera y capas sociales arruinadas por la inflación. En un tejido social con fuerte cultura militar y experiencia directa de la guerra que había afectado a millones de alemanes. Así, las SA eran, en principio, algo más que grupos de acción. Era una forma de vida. Hubo locales partidarios en distritos y lugares. Eran también albergue. Aquí, claro está, la lección del reclutamiento hospitalario que Hitler conoció en Viena. Un local de la SA, donde un grupo de asalto reposa o espera la orden para salir a la calle, era a la vez casa de partido, lugar de reunión, y de paso, cuartos para dormir. Podemos imaginar que un desconocido se acercara, falto de techo y hambriento, era frecuente, eran años duros.

Podemos imaginarlo pasando la noche en ese lugar abrigado, conversando acaso con los nazis de turno de guardia; funcionaban como una comisaría o un grupo de bomberos, en su momento, como grupos de asalto. Podemos imaginarlo, en fin, fraternizando, y un tiempo después, ingresando al partido, a las SA. Lo dotaban de un uniforme, algo de dinero, una bandera y un destino: seguir al partido y su jefe hasta las últimas consecuencias. Si Arendt describe el nazismo como la forma que la anomia general de un periodo de guerra produce en las conductas, es preciso añadir el reclutamiento ideológico, que daba a cada quien un sentido a su propia existencia. La remilitarización de varios millones de alemanes dentro del partido fue una respuesta a la anomia. Los análisis del nazismo insisten mucho en aspectos intelectuales, el mesianismo, los discursos antisemitas y xenófobos. Puede ser, pero el nazismo moviliza sus bases sociales desde una actividad concreta. La fascinación del nazismo no vino por obra solo de la propaganda. Alguien dijo que eran los Boys Scout (a los que prohibieron) pero armados, un poco más mayores y dados al sport de matraquear a cuanto judío y opositor se les cruzaba. Algo de eso hay en el filme La naranja mecánica, la banda de adolescentes londinenses —en un tiempo que es el futuro—, en los que el placer de golpear es su única motivación. En cuanto se desestructura un poco el tejido social en las sociedades industriales, surgen amagos de nostalgias nazis.

Pero ni el nazismo escapa como partido a un criterio de organización (Duverger, Los partidos políticos). Hemos hablado del círculo interno del poder y de los militantes, toca hablar de los simpatizantes, sobre todo, en ese partido de masas. Así, un brazo para estrechar al pueblo y otro para deslumbrarlo y envilecerlo. Peter Fritzche, profesor de Harvard, que ha reconstruido el ambiente jubiloso de esos años con Hitler en el poder antes de la guerra, considera que lo que perdió a los alemanes al volverse masivamente nazis, fue precisamente el entusiasmo. La fiesta nazi se celebraba en los años de gloria el mismo día y en el mismo lugar donde antes celebraban los comunistas, el 1° de mayo, en el campo de Tempelhof, Berlín. No fue solo el odio sino la esperanza, “el entusiasmo patriótico” (De alemanes a nazis, 1914–1933). El nazismo, según todos los testimonios, fue una suerte de alegría ritualizada. Las canciones ritmadas al paso de marcha militar, en general, la escenificación del fervor. Reuniones multitudinarias y de preferencia por la noche, el uso del fuego, el bosque de banderas, la música. Todo eso es el nazismo, un gran ritual durante los años de ascenso. Y ya en el aparato de Estado, una suerte de dramaturgia que se extiende a la sociedad entera. La espectacularidad permite el acceso al poder legalmente. El desfile nazi es a la vez tropas militantes ritualizadas y fiesta. Se han juntado la lección bohemia del arte en la calle y la lección jerárquica del reclutamiento organizado de masas. Y el individuo entre unos y otros, asiste a una estetización del poder. Brutalidad y seducción. El Estado no solo es quien controla —la Gestapo— sino quien seduce, bosque de banderas, fraternidad de las asociaciones, juventud hitleriana, Hitlerjugend; los estudiantes, Deutscher Studentenbund; las mujeres, Frauenschaft. La mise en scène del nazismo es imitada y admirada en diversas otras naciones y comunidades sociales. Pero a las masas en otros países, les faltará la fuerza del romanticismo germánico y la teatralización de Goebbels, quien fue capaz de sacar soldados del frente ruso para que figurasen en sus filmes de propaganda. La élite del partido y las masas esperaban esa producción artística, en la que todos eran figurantes. No era solo una obra de propaganda sino una reconstrucción neopagana que alejara al pueblo del cristianismo, protestante o católico. El gran rival del hitlerismo no estaba ni en Moscú ni en Londres ni en Washington sino en las religiones seculares. Hasta que no acabara la guerra, la Alemania fue una mise en scène permanente. La más grande superproducción cinematográfica de todos los tiempos. Todavía los documentales del nazismo los estudian en las escuelas de arte y cine. Son el horror y son admirables.

Proviene de : Neira, H,  ¿Qué es Nación?, Fondo Editorial UMSP/Instituto de Gobierno, 2013. Cap. II, Construcciones occidentales, pp. 145-146.

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