Política y siglo XX. El concepto de personalización (I)

Written By: Hugo Neira - Jun• 10•24

El pasado 6 de junio se conmemoró en Francia el 80° aniversario del Desembarco aliado de Normandía, con un despliegue excepcional de actividades y la presencia de veinticinco jefes de Estado. Es una fecha y un mes propicios para recordar qué cosa es el nazismo y por qué se le sigue estudiando. Estimado lector, de eso me ocupé hace once años para un capítulo de mi libro ¿Qué es Nación? en páginas que recordaré en dos columnas. Esta es la primera. La próxima, dentro de quince días.

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La personalización del poder siempre es una reducción, ocurre cuando se extingue la pluralidad democrática. Cuando las cosas se definen por un hombre al poder o el fin de la nación. Sin embargo, la Alemania de 1919, pese a la derrota, era todo menos eso. ¿Qué explica la progresión de los nazis? Tienen sus altibajos, pero en líneas generales, en el transcurso de los años veinte y treinta se harán numerosos. La sociedad humana no produce nada de manera rectilínea. ¿Por qué avanzan? Los avatares de la República de Weimar no agotan la cuestión. Se olvida que Alemania todavía demócrata, entre 1925–1928, había conseguido salir de sus problemas financieros y se elevaban los salarios obreros. Si el hitlerismo es una tendencia militarista y racista, no es la única al día siguiente del fin de la guerra. Si los ‘camisas pardas’ están en contra del Diktat (así llaman al Tratado de Versalles), lo está también, francamente, el país alemán entero. Fue aprobado por ser el resultado de una capitulación de guerra. A los vencidos no se les consulta. Si el nazismo es un nacionalismo, los hay muchos en los primeros años de la posguerra. ¿Los nazis? Hubo decenas de millares de otros activistas y grupos de derechas por todas partes. Los “cuerpos francos”, por ejemplo, bandas armadas de exsoldados, que después del frente, se alquilaban, tanto para el orden como para el desorden. Pero se fueron disolviendo. Los nazis, no.

El Tratado de Versalles había impuesto la inmediata desmovilización. Fue un desatino, millones de hombres pasaron de las trincheras a la desocupación. Sin guerra ni oficiales ni enemigo externo, los “cascos de acero” se situaron a la derecha, los Stahlhelm, y a la izquierda, los Reichsbanner. Los primeros un millón de adherentes, los segundos, 3,5 millones. “Alemania, país desmilitarizado al perder la guerra y remilitarizado porque los alemanes son soldados”. No es una generalidad vacía, lo dice en esos años, un gran escritor, E. Junger. “El espíritu soldadístico”. Los nazis llevan uniforme, pero eso era frecuente. La costumbre del uniforme y actuar en grupo con violencia, animaba a Hitler, pero también a las muchas asociaciones militares de esos años —los Wehrverbande—a los que se hacían llamar Wiking, los Oberland de Baviera, la Orden joven alemán. Ordre jeune-allemand, señala Dreyfus. La cuestión es que había cien mil potenciales Hitler. ¿Por qué, pues, Adolf? ¿Por qué su núcleo de camaradas se va ampliando al correr de los años veinte y treinta?

Buscamos lo específico, cuesta hallarlo. Lo que emerge, habría dicho Hegel. Si el nazismo nace en la galaxia de pequeños grupos de extrema derecha, cierto es que también luce un perfil clasista e izquierdista tomado de los obreros que recluta, y dentro de su partido, Hitler tuvo aliados muy especiales, los nazis de izquierda, los hermanos Strasser, que habían dejado el partido comunista por considerarlo poco radical. George Strasser es eliminado “en la noche de los cuchillos largos”. Cuando Hitler en el poder ya no necesita a los SA. El otro Strasser, Otto, que pretendía un “nacionalsocialismo revolucionario”, lo persigue la Gestapo y escapa al Canadá. En el camino, que es a lo que vamos, los nacionalsocialistas, que no dejaron de considerarse revolucionarios, de ahí la confusión de los dos hermanos Strasser, tuvieron que competir en el campo de las izquierdas, ahí donde no faltaban sólidos partidos. Spartakistas, bolcheviques alemanes, y el considerable electorado de la KPD, con Thalmann. Nada podía augurar la transferencia de votos de obreros comunistas a Adolf Hitler en noviembre de 1932 y en marzo de 1933, pero es lo que ocurrió. ¿Consecuencia directa de la crisis, del plan Young, de la quiebra de los bancos alemanes cuando Nueva York suspende sus créditos? Pero, una vez más, ¿por qué por Hitler, que en nada ocultaba sus propósitos, un antisemitismo sin concesiones y un poder total, unificador, no menor al que ejercía Mussolini en Italia?

La victoria de Hitler en las urnas nunca fue concluyente, mientras hubo República de Weimar. Obtiene en 1932 una votación importante como para que fuese propuesto Canciller, un 37% de los votos. En marzo de 1933, el momento de más alta votación, un 44%. Tuvo que ir en alianzas para obtener la mayoría absoluta. Hubo un ascenso espectacular si se toma en cuenta el 2,6% de 1928, antes que la crisis de Wall Street le eche en los brazos capas enteras de la población popular y media. Sin embargo, el NSDAP no pudo convencer del todo a las derechas moderadas de liberales y católicos. Ni del todo a las clases medias, pese a que se ha dicho que el hitlerismo electoral era su expresión. Es falso, estereotipo, lugar común, los estudios posteriores de las últimas consultas —con los nazis en el poder, no hubo más elecciones— revelan que convence a un 46% de los obreros, y un 23% de electores de clase media. También a una buena proporción de campesinos. Pero Hitler gobierna siendo expresión de un tercio de los ciudadanos. El tema se arregla a su manera. En 1932, arde el Reichstag. A sus miembros les impone la necesidad de otorgarle poderes “habilitantes”, o sea, ilimitados. No habrá más Reichstag. Luego, el Estado seductor del hitlerismo captura la sociedad mediante el pleno empleo (aunque transitorio, economía de guerra), la propaganda y el entusiasmo. A partir de la toma del poder, gobierna con plebiscito, 1934, 1935, 1935. Puede ganarlos, no hay opositores.

Cabe, pues, el uso del concepto de personalización. Significa, en el caso nazi, dos mutaciones.  Por una parte, el partido mismo, que se vuelve una fuerza de autorreferencia del líder. Por otra parte, hay cambios en su actitud, en lo que vamos a insistir, en el rol variable de Hitler hasta llegar a ser el Führer. Es cierto que hizo entretanto lo que todo candidato a las urnas hace, visitar asilos, dar la mano a todo el mundo y sonreír benévolamente al público. Lo seguirá haciendo hasta llegar a Canciller. A partir de entonces, es lo que quiere ser, el jefe incontestado. Aquel que ocupa la escena por completo. ¿Es que acaso eso es lo que quería un gran número de alemanes? ¿No echaban de menos los tiempos de Guillermo II, el poder en manos de una autoridad incuestionable? El alemán piensa la masa y la potencia como un ejército, dice Canetti. El inglés como un navío.

La personalización no es un hecho natural, se construye. Erwing Goffman ha presentado el mundo como un teatro donde cada individuo juega un rol, y desde los saludos a la manera de vestirse, el vivir se ritualiza. Es una hipótesis interesante, conviene incorporarla a la visión del nazismo, entre otras visiones de su política, como un juego de actores. Por ejemplo, ese montaje de algo singular, la “camaradería” nazi. El proceso de personalización debe avanzar introduciendo lazos personales con los militantes, nexos directos, de mando y obediencia, y Hitler venía de la fraternidad de combatientes en las trincheras. Un partido como el nazi, una religión política, no camina solo por un programa sino por los lazos sentimentales, emocionales. Hitler venía de la experiencia de Viena y de su vida bohemia. Para la personalización es necesaria un mensaje personal que absorba las otras ideologías en circulación. Hitler aprenderá a la vez la necesidad de la flexibilidad y la rigidez del Jefe. Las abundantes memorias sobre su mando difieren como si hablasen de personas distintas. Y no nos recostamos en interpretaciones psiquiátricas. Hitler manejaba a sus heterogéneos partidarios siempre como el Jefe. Ante sus colaboradores técnicos era el jefe de una empresa. Para los realistas, las autopistas, Autobahnen. Para los seguidores delirantes, la guerra total y los campos de exterminio. Al fondo hay sitio. […]

¿Qué es Nación?, Fondo Editorial UMSP/Instituto de Gobierno, 2013. Cap. II, Construcciones occidentales, pp. 127-132.

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El mensaje que dejó Haya de la Torre                                        

Written By: Hugo Neira - May• 27•24

En la ocasión de la celebración del natalicio de Víctor Raúl Haya de la Torre (22 de febrero del 1895), a principios del 2005, los jóvenes me habían pedido unos comentarios que ahora, en el Centenario de la fundación del APRA, en México, quisiera recordar en las líneas siguientes.  

Haya de la Torre fue y es un peruano extraordinario. Me parece muy bien que se le recuerda no solamente en ese natalicio, sino corrientemente. No sé cuándo es el día de nacimiento de Jefferson o de Hamilton, pero dudo que los norteamericanos dejen de recordarlos. No necesito ser aprista para darme cuenta de este hecho, es un asunto de sentido común. Pero el sentido común es el menos frecuente de los sentidos. 

A lo largo de mi vida he estudiado el pensamiento de Haya. He escrito sobre la materia en diversas ocasiones. Como todo gran pensador, en Haya hay acaso diversas lecturas, interpretaciones. Por mi parte, yo reencontré a Haya en mi propio camino, saliendo de un marxismo duro y revolucionario. Creo que él indicaba un camino de reformas profundas y sinceras. Ellas no se han emprendido. El Perú político del siglo XX es un desastre. No lo eligió en las urnas ni tampoco hubo una revolución popular. Ni menos una transformación por vías conservadoras como en otros países. De esta manera, los problemas no solo no se han resuelto sino que se han acumulado.

Si en esos años se pecaba de exceso de politiquería, hemos pasado al otro extremo, nada de política en la juventud. La sola enunciación del concepto les aburre. Creen muchos que el progreso y el desarrollo es cuestión de mercado y dinero e inversiones. Cuando tengo la ocasión de señalarles —gracias a mi experiencia de haber vivido en el primer mundo los últimos treinta años— que ese progreso de los países avanzados se debe sin duda al mercado, la sociedad industrial y posindustrial, la ciencia y la técnica, no menos verdad es que no se habría logrado, ni en los Estados Unidos ni menos en Europa (por lo general socialdemócrata) sin paralelos esfuerzos políticos, tras luchas sociales enormes, tras la construcción de Estados y democracias sólidas gracias a la existencia de ciudadanos activos y críticos. Pero este segundo volante del progreso es cuidadosamente evitado en las universidades privadas, en particular en la formación de economistas y gestores. El camino está abierto a formas perversas de totalitarismo, no por el exceso de política sino por su ausencia. 

Una reflexión personal. Cuidado con perder la paciencia y los papeles. Yo entiendo el respeto que se le tiene a Haya de la Torre. Pero estamos pasando de una política de la salvación, donde un héroe intelectual y gran conductor como Haya resulta indispensable, a otro tipo de aproximación a nuestra propia historia. Yo sé, Haya es tan grande como para Israel la figura de Ben-Gurión. Como para la India contemporánea la de Gandhi o Nehru. Pero no hay que olvidar que los dos ejemplos que cito son fundaciones, han dejado una patria. Una se llama Israel, nos guste o no su política palestina, eso es otro asunto. El otro la inmensa India, que va rápido al progreso y por vías democráticas, a diferencia de China. Un joven hindú y un joven israelita no necesitan que se les explique quiénes son los padres fundadores. En el Perú, por desgracia, el aprismo no logró llevar al poder legítimo a su fundador. Lo he dicho en mis libros, esa es la gran carencia de la República peruana en el siglo XX. Los peruanos se equivocaron en las urnas prefiriendo otros caudillos. Ya es un poco tarde. Hay que retomar el combate intelectual y moral desde sus inicios.

La verdad que trajo a los peruanos es que o tenemos una democracia exigente y del pueblo, o perecemos. Y ese mensaje no es pasado. No es historia. Es presente. Es tarea inmensa. El mundo no es lo que era en el mensaje fundador, cierto. Pero las desigualdades sociales, las inmensas grietas entre oprimidos, excluidos, pobres de verdad y los polos de ostentosa riqueza y egoísmo, no han desaparecido. La actualidad de una demanda social de justicia, aun mínima, la que pedía y por la que luchaba el gran trujillano, sigue vigente para deshonra y vergüenza de esta vida colectiva peruana que hace como si las cosas se pudieran arreglar si las dejan tal como están. No. Empeorarán. Esa es mi íntima y acaso desesperada convicción.

Publicado en El Montonero., 27 de mayo de 2024

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Haya en su siglo: el doctrinario

Written By: Hugo Neira - May• 14•24

Cuando en 1936, Carlos Manuel Cox, un aprista en el exilio chileno, se decide a publicar El antiiimperialismo y el APRA, Haya, su autor, es un hombre perseguido y reina en el Perú un orden varsoviano. Nadie sabe dónde vive el Jefe del aprismo, que escapa por muy poco a la ferocidad de la policía política. Tres gobiernos sucesivos, nacidos del fraude electoral o del golpe de Estado, persiguen con raro ensañamiento al Jefe del aprismo y a sus simpatizantes, tratados de sectarios internacionales por haber paseado por las calles del Perú las banderas de otras repúblicas sudamericanas.

En cuanto al Antiimperialismo, programa liminar, se trata de una obra que va a reorientar la mirada de varias generaciones de revolucionarios al asunto de los nexos de las sociedades latinoamericanas con la economía exterior. En cuanto al libro mismo, que intenta innovar en el pensamiento y la táctica de los movimientos de izquierda, parece haber sido escrito durante una estadía proselitista de Haya en México, a comienzos de 1928. El manuscrito, después de haber seguido un camino rocambolesco, logra llegar hasta las manos de sus editores. Es la obra más importante de Haya, no la primera. La precedieron recopilaciones, textos de propaganda y combate. Llama la atención la localización, fuera del Perú, de los editores de la gran mayoría de esa literatura aprista. Los exiliados apristas publicaron además la Instructiva secreta, es decir, la defensa del propio Haya cuando se le procesó judicialmente en mayo de 1932, y una serie de escritos, muy interesantes aunque fragmentarios, sobre las impresiones del Jefe del aprismo sobre Inglaterra, la Alemania del ascenso nazi y su visita a la Rusia soviética. Ninguno, y menos los posteriores, alcanzó la importancia de El antiiimperialismo y el APRA.

La crítica al imperialismo norteamericano y a sus secuelas en nuestros países nos es hoy tan familiar que casi no merece repetirse. De las modificaciones del concepto de imperialismo, la versión 1931 (el Discurso-Programa) y la versión 1956 (la de Treinta años de aprismo), me ocupo más adelante. Conviene ahora preguntarse qué planteó esa primera versión de tan decisivo concepto.

El imperialismo fue definido como un fenómeno global que debería recibir una respuesta global. El análisis de Haya, como lo ha sustentado en nuestros días Víctor Hurtado, es fundamental porque descubre que Latinoamérica es retrasada, dominada por potencias imperialistas y además, por mecanismos económicos más que culturales. Al lado del diagnóstico, venía la solución. El Estado Antiimperialista. Como sustento, el Partido-Frente, es decir, el APRA. Además, no proponía la dictadura del proletariado sino la hegemonía de los trabajadores. Y no la socialización inmediata de los bienes de producción sino un Estado contralor o regulador. En otras palabras, la propuesta de Haya contenía un programa de transición, cuya carencia era total en los programas de los comunistas ortodoxos.

De golpe, la doctrina hayista enfrentaba en los años veinte y treinta la cuestión de la construcción del Estado-Nación, con la reivindicación del “frente de clases oprimidas”, el de la identidad nacional, al sumarse a los reclamos indigenistas y en este sentido, a la prédica andina de Mariátegui, y el de la democracia suficientemente vigorosa como para emprender un camino de desarrollo (aunque dicha expresión no se utilizara por esos años), capaz de imponer reformas desde el Estado. De hecho, Rosemary Thorp sostiene que el Perú, entre 1890 y 1970, pasó al lado, en repetidas ocasiones, de una posibilidad de desarrollo autónomo, pero que faltó la voluntad política necesaria.

Resulta claro, por lo demás, que semejante tarea histórica no podía confiarse a las clases nativas dominantes, por la entrega de éstas al imperialismo norteamericano. Los teóricos revolucionarios, y no solo Haya, vacilaban en la definición del grupo interno de poder: civilismo, santa alianza criolla, plutocracia latifundista; pero hacia 1936, acaso bajo el acicate de la persecución —“la gran clandestinidad” — el repudio se hace más profundo. Se trata de una oligarquía “ … pocas tan refinadamente arteras” (texto firmado en el refugio de “Incahuasi”). Quiere esto decir dos cosas: no son una burguesía y no son democráticas. Se sobreentiende que tampoco son importantes. En esto Haya se equivocó, supieron resistirlo.

Otra idea fuerte del aprismo es la de la unidad continental. Precepto inicial es considerar como un solo problema y como un solo destino el pueblo que llama Indoamérica. Uno de sus pensadores, filósofo y aprista de la primera hora,  Antenor Orrego, aportó la idea de un Pueblo-Continente (1939). Ahora bien, si la gran tarea no podía ser confiada a las oligarquías, socias menores del gran capital internacional, tampoco a los partidos comunistas, manejados a gran distancia por dictados de la III lnternacional de la época. Era preciso construir “Estados-apristas”, piensa Haya, para lo cual es necesario hallar en cada caso los agentes históricos de “la gran transformación”. La identificación de los agentes sociales cargados de historicidad, vale decir, de aquellos que llevan consigo un proyecto de nación, o sea, obreros industriales, clases medias y campesinos, le lleva a proponer reunirlos en un “frente único de lucha”, idea contraria a la de “clase contra clase” de la III Internacional.

Resultaba innovador el proponer otra forma de manejo ante el Gran Vecino. Con razón ha dicho Germán Arciniegas: “Un elemento de hecho, por sí solo, afecta la vida política en la América Latina: la vecindad con los Estados Unidos. No la buena ni la mala: la simple vecindad”. En lo inmediato, esperando la explosión de otras tantas revoluciones apristas en países vecinos, Haya había expresado la vocación nacionalista de un Estado fuerte y un proyecto industrializante, todo lo contrario de una “República Bananera”, basado en las nuevas capas sociales advenidas a la vida pública en los primeros decenios del siglo.

Por los mismos años Mariátegui había enviado a la reunión de la filial de la III Internacional, en Buenos Aires, un delegado y un proyecto sensiblemente parecido. Como lo ha señalado Carlos Franco (1981), siendo rivales, sendos teóricos eran poseedores de proyectos igualmente cismáticos, vistos desde la perspectiva del comunismo ortodoxo. En esa idea cismática, había una lectura de la estructura de clases ajena a aquella que condujo al raquitismo de los partidos comunistas en la América Latina, y abierta a fenómenos políticos más anchos y complejos, con inmenso caudal popular, a los cuales hoy muchos analistas engloban bajo el concepto de populismo.

Los partidos calificados de “apristas” o de izquierda democrática como Acción Democrática de Venezuela y el MNR de Bolivia se señalaron por el ardor de sus simpatizantes, la entrega de sus cuadros, su oposición a las dictaduras castrenses y su importancia electoral, llegando varias veces al poder. En cambio, los comunistas ortodoxos que vilipendiaron a Haya de la Torre fueron totalmente estériles. Ninguna revolución latinoamericana, incluyendo el caso muy singular de la revolución cubana, fue llevada a cabo por un partido comunista, o un “partido de proletarios”. En cambio, varios partidos de corte “aprista”, en Costa Rica, en Venezuela, en Bolivia, llevaron adelante revoluciones armadas. Esos aprismos insurreccionales desembocaron en regímenes abiertos, y con el tiempo, en democracias estables.

Como el propio Marx, el peruano no puede reprimir una cierta admiración por ese capitalismo que espera combatir, o modificar, en su versión salvaje. El fenómeno del imperialismo era conocido desde los trabajos de Hobson, que retoma. También la extrema dependencia de las economías latinoamericanas ante el flujo de capitales yankees, que sustituye en muchos países, después de la Ia Guerra Mundial, al capital inglés. Piensa, sin embargo, que el capital extranjero conduce, fatalmente, de no mediar las leyes y un Estado nacional, a la más abyecta dominación.

En su experiencia personal, trujillano nacido en una vieja y noble familia, había visto humillarse a los antiguos señores criollos ante la Negociación Casa Grande, la inmensa plantación cañamera que ahogaba a los pequeños y medianos propietarios. Había visto también la proletarización de una capa de yanaconas —o libres ocupantes de terrenos—, atados a los ritmos de producción infernales de los nuevos ingenios azucareros. Capitalismo agrario despiadado y anónimo: los capataces reemplazaban al patriarcal patrón de antaño. Esta influencia ruralista, como lo indica el norteamericano Peter Klaren (1973), es una de las experiencias formativas del joven Haya.

Pero el Jefe del aprismo no es un antimoderno. Con el capital extranjero llegaba la dominación pero también la técnica, el progreso. El ingreso de capitales extranjeros no debería convertirse en dependencia política o cultural, lo que exigía un Estado fuerte, dirigista, pero no necesariamente con el control de toda la producción, que contara con autoridades reconocidas por los gobernados, es decir, con un consenso interno, o sea, democrático. Por lo demás, sostener que el capital extranjero era necesario cuando se ignoraba el grado de interpenetración económica de nuestros días, era un atrevimiento. El conjunto de la proposición constituía un cisma del credo marxista manejado por la III Internacional, entonces en el cenit de su pretensión a la universalidad. El eco de la polémica fue recogido por G. D. H. Cole, un profesor inglés, socialista fabiano que, como muchos universitarios ingleses, habla conocido personalmente a Haya de la Torre a su paso por Oxford en 1926-1927, y que mantuvo siempre una gran admiración ante su independencia de espíritu.

El sentido de estas ardientes polémicas sudamericanas se inscribe en el clima del mundo de la primera posguerra. Era un clima de vísperas, de negros presagios, de polarizaciones extremas. La postura aprista resultaba ininteligible en un mundo que parecía dividirse entre capitalistas y socialistas, ricos y pobres, fascistas y antifascistas. Una lucha sin cuartel, al parecer, de extremismos. En el estudio de esta etapa del pensamiento de Haya, en su última y conmovedora contribución, el ministro Luis Alberto Sánchez recomienda (1994) no olvidar el ambiente, es decir, “los violentos contrastes y las agitadas exigencias prácticas en las que se debatió su pensamiento”. […]

Fragmento de: Neira, H., “Después del muro de Berlín. Actualidad de Haya de la Torre”, en : Vida y obra de Víctor Raúl Haya de la Torre, Instituto Víctor Raúl Haya de la Torre, Lima, 1997, pp. 17-21. (Primer Premio Internacional de Ensayo sobre su Vida y Obra, 1996.)

Publicado en El Montonero., 13 de mayo de 2024

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Después de Mariátegui: hacia la problemática de nuestros días

Written By: Hugo Neira - Abr• 30•24

Como anunciado la quincena pasada, esta columna trae las conclusiones de la investigación para The United Nations University, culminada en 1983 pero inédita, luego de presentarles un extracto del cuarto capítulo.

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La problemática del pensamiento de Mariátegui en los años veinte y treinta conduce a una asimilación del tema del indigenismo mesiánico al tema de la tierra, la lucha contra el “gamonalismo” y por la  cultura indígena, al interior de una concepción más vasta. Esta concepción, la de un marxismo libre, que a su vez se origina en una lectura de la cultura intelectual de su tiempo —influencias de Sorel, Weber, Croce—unido a un estilo de intelectual-político en el Mariátegui del retorno, revelará su fecundidad en una producción y una vida. Tanto la revista Amauta como La escena contemporánea y Los siete ensayos… marcarán profundamente el derrotero intelectual, político, ideológico e inclusive, moral, del Perú contemporáneo. La obra de Mariátegui se continúa editando y conociendo después de su prematura muerte. Y pese a su reducción al rol de simple introductor del marxismo y fundador del Partido Comunista, en los últimos años, una intensa inquietud por su legado, protagonizada por intelectuales peruanos y europeos, muestra, muy por el contrario, que su pensamiento es creativo pues no solo lee el Perú  y América Latina desde la crítica marxista sino que reformula esta misma, en su busca de un socialismo latinoamericano y no eurocentrista. Y así llegamos a la comprobación de una doble herejía. De un lado, extra-europea. Del otro, cismática (como la de Gramsci, Lukács, Trostky).

– El tema dominante de esa problemática, que llamaremos I, es la de la nación incompleta, y por lo tanto, el tipo de socialismo americano y el tipo de Estado en las condiciones de un país desarticulado y de economía de enclaves, y el tipo de partido “socialista”, posibles. Esta problemática se agota por la muerte de Mariátegui, la recuperación del núcleo inicial de “socialistas” peruanos bajo la tutela y las limitaciones de los partidos comunistas de la III Internacional y el auge que cobra tanto el aprismo y Haya de la Torre en la vida y luchas populares peruanas y latinoamericanas en el curso de los decenios siguientes. Desde 1960, el deshielo del pensamiento de Mariátegui se inicia, bajo el estímulo de la revolución cubana como revolución de lo espontáneo, y las corrientes tercermundistas, el fin del colonialismo, la aparición de nuevas naciones, la temática del subdesarrollo, la búsqueda de identidad para los socialismos y movimientos de liberación, fuera del mundo industrial o fuera del mundo occidental. O fuera del Imperio americano o de la Hegemonía soviética.

Por otra parte, en el Perú se produce una serie de transformaciones demográficas, educativas, sociales y mentales. La rápida modernización y la industrialización alteran muchos de los términos en los que se plantearon los “Siete Ensayos”. La realidad se modifica profundamente, y por momentos, agudiza los contrastes regionales y las desigualdades sociales. Para citar solo dos ejemplos, Lima, la capital, deja de ser esa ciudad extranjera, de espaldas al país, debido a la migración que la hace también una ciudad andina y provinciana. Y el problema de la tierra desaparece en los términos clásicos de gran propiedad debido a una radical reforma agraria que, liquidando históricamente el latifundio —el gamonalismo de Mariátegui— abre, sin embargo, nuevos y graves problemas. Que solo obtendrán respuesta si generan nuevos diseños de sociedad.

– Hay pues una segunda problemática. Esta situación II, es la de nuestros días. Consiste en lo esencial en lo siguiente:

a- El pensamiento de Mariátegui pasa a ser un legado más que una lectura de lo real y lo inmediato. La obra de Mariátegui es hoy inspiración, enseñanza de un marxismo extra-europeo, centrado en lo específico, en lo histórico peruano y americano. Un conjunto de métodos abiertos, libres. Pero no información de la actualidad, ni nacional ni internacional; la realidad, para retomar el título de su célebre contribución, necesita ser “reinterpretada”.

b- La realidad revela nuevas conexiones del tema de la nación peruana y del particularismo indígena. Hoy sabemos que no basta con una reforma agraria, por radical que esta sea, para concluir con el problema indígena. Que queda un residuo inasimilable. Y que este solo puede ser resuelto al interior de una nación plurilingüística y pluricultural, y que legitime, por la autogestión, la vida política local. Este es el verdadero etnodesarrollo. Hemos procesado la estrecha y por momentos confusa noción de “indio”. En esta problemática II, de nuestros días, debemos procesar sumariamente —puesto que se trata de una investigación en curso en el plazo de nuestra vida presente— a la noción de Estado-nación y de “socialismo”, tanto en Mariátegui como en Haya de la Torre, es decir, en los padres fundadores. Pues estas líneas son una manera de decirles, también, adiós.

Les debemos la introducción de esta temática, la de la nación, la peruanización del Perú, la de la unidad de la América Latina, la de un socialismo americano. Pero desde los años treinta, en el mundo contemporáneo y en el plano de las ideas y el conocimiento histórico, han pasado algunas cosas. No podemos abrazar de la misma manera esa “religión civil” de los años treinta.

La nación, para comenzar. Para Haya y Mariátegui, era “incompleta”. Nosotros, sin embargo, a la luz del gigantesco proceso de movilización social y de cambios sociales antes señalado, podemos decir, seriamente, que desde los sesenta, y con toda probabilidad, desde los setenta, ya existe una nacionalidad. Esta existe (he aquí la mutación, lo nuevo hegeliano), a niveles populares. A esto se refieren los políticos cuando hablan de “las grandes mayorías nacionales”. El topoi esconde un hecho evidente. Diremos, pues, que este basamento a la vez popular y nacional lo constituyen desde hace menos de veinte años las masas de un país pobre: masas cholas, urbanas, mestizas, mayoritariamente alfabetizadas aunque de manera elemental, con un alto grado de politización y de conciencia de sí.

Existe, también una cultura nacional dominante, espuria, mezclada, cuya expresión cubre manifestaciones diversas desde la música popular, el castellano “peruano” (que la literatura urbana, Vargas Llosa y otros, recoge), la arquitectura espontánea de las barriadas, el bilingüismo generalizado en las aldeas andinas, el lenguaje popular que ha ganado los diarios, revistas, los mass media. Esta recientísima cultura nacional ha transformado en microculturas subalternas a la antigua cultura limeña aristocrática que Mariátegui llamase “el criollismo”, y también a la clásica cultura indígena rural que se expresaba por el antiguo “indigenismo”. El Perú llega más tarde que la Argentina, Brasil o México a la producción de su propia cultura nacional, que es un fenómeno intercultural en donde, en los días que vivimos de intercomunicación mundial, lo extranjero también se inserta. Triples encuentros pues. Turbulencia, pero también creatividad.

La nacionalidad es un hecho a nivel de “pueblo”. De “sociedad civil”. No de “sociedad política”. El Perú ha tenido, en los últimos veinte años, gobiernos que han sido elegidos democráticamente pero que no expresan a la nación popular. Y un gobierno autoritario, el de 1968-75, que encarnó el país nacional y popular, pero no fue elegido democráticamente ni contó con el “consenso” político para perdurar. Pero todo esto, la problemática II marca una situación fundamentalmente distinta de la del horizonte de realidad peruana en donde se inscriben, forzosamente, las contribuciones de los marxistas cismáticos y de los “indigenismos” que hemos estudiado. El pensamiento “endógeno”, primer movimiento, años treinta.

Han cumplido su tiempo tanto la idea de Estado antiimperialista de Haya como el acercamiento al socialismo “desde una filiación y una fe” de Mariátegui. La crítica a ambas ideacciones es posible desde lo concreto, lo histórico, lo real. El Estado, en la idea de Haya, es un poco el que administra y gobierna México desde 1928. Y un tanto los “desarrollismos” de Brasil, Argentina y últimamente, Venezuela. Naturalmente, hay mucho más en el pensamiento de Haya, desde la idea continental de América Latina a su lectura, desde la filosofía de la historia, de la evolución europea o de los Estados Unidos. Pero, desde la Ciencia Política, lo esencial —un Estado mixto de capital nacional y extranjero, de capital del Estado y los particulares, orientado a combatir la desigualdad, y guardando la autonomía nacional y el espacio de decisiones aunque recibiendo al gran capital— ya ha sido ensayado.

El socialismo, el “socialismo realmente existente”, también ha hecho sus días. Mariátegui vivió sin conocer las grandes purgas de Stalín, la muerte de Trotsky, el pacto germano-soviético, el XX Congreso, al cisma yugoslavo y chino. Es inútil preguntarse cuál habría sido su actitud. Pero es absurdo pedir a cualquiera hoy, en la América Latina o en otro lugar del mundo, que abrace el socialismo como una religión, que fue la gran pasión de los “profetas armados” de los años treinta, y de sus grandes disidentes: Trotsky, Koestler, Orwell. Algo de Haya y algo de Mariátegui pasará a nosotros, pero no todo. En los textos de uno y otro queda la huella, al lado de un llamado a la liberación de una oligarquía ignara y avasallante y del imperio del poder extranjero, de una onda de anti-democratismo recogida, en gran parte, en la Europa de la posguerra crítica de las primeras. Mariátegui hizo en Europa el aprendizaje de un marxismo sin corsés dogmáticos pero también del descrédito de la democracia parlamentaria. Su percepción de la dialéctica del mundo proviene de los días terribles de la Sociedad de Naciones, de la división planetaria en el “campo proletario” y el otro. ¿Podemos afirmar hoy lo mismo?

El desdén por la democracia de los epígonos de un socialismo iluminado por el papel de los intelectuales y los mejores, tiene que ser rápidamente revisado, y en toda la América Latina. No hay continente más apegado al dogma de la democracia representativa. En ningún lugar del mundo se ha ensayado, ni se volverá a ensayar, las fórmulas electorales y demoliberales con tanta vehemencia. Tal lealtad merece algún cuidado. Hay una ideología popular que es, por razones profundas del doble legado íbero e indígena (en las comunidades, las asambleas son la ley), verdaderamente roussoniana, cantonal, plebiscitaria. De lo que precisa la América Latina es más democracia. No solo la clásica, parlamentaria, de partidos, de libertades, sino, además, autogestionaria, local. Si alguna ideología, no recogida por los teóricos, se deduce de los comportamientos básicos, es esta.

La problemática II parte, pues, de la reformulación del discurso del desarrollo y el socialismo, a la vez que el de la democracia y la legitimidad popular. Los dos, simultáneamente. No en tiempos distintos, que permiten las usurpaciones, las nuevas tiranías. En nombre del progreso y el orden, dictaduras militares. O en nombre del socialismo, dictaduras de partido o camarilla. Por otra parte, el nativismo simplista nunca se presenta como una moda más oscurantista que en nuestros días. El síndrome de inferioridad ante la cultura europea u occidental (se las confunde) debe cesar. Desde Mariátegui hasta la fecha, varias sociedades y áreas de cotradición cultural en el mundo —chinos, árabes, japoneses— han alcanzado su modernidad. Hay lugar para varias modernidades. La nuestra será una, en la pluralidad cultural del mundo contemporáneo. El problema no es más si Occidente es perverso o colonizador. Sino cómo se consigue incorporar la ciencia y la técnica, “sin perder el alma”. 

La cultura nacional peruana será una cultura múltiple. Y también, los componentes populares que en ella participen, indígenas, afroamericanos, hispánicos. El marxismo subsistiría como elemento metódico, pero atemperado por las corrientes libertarias, poderosas en nuestro medio.  Pero deberá tomar en cuenta, para una permanente puesta en cuestión, la evolución del socialismo histórico e ideológico en lo que queda del siglo. No basta con tener una cultura peruana. Debemos aspirar, en el contexto continental, a una civilización latinoamericana. Esto implica reglas de cordura política. Información en materia económica y científica, e internacional. Creatividad desde lo lugareño para que sirva a todos los hombres de la tierra.  

Para ello la ‘intelligentsia‘ latinoamericana deberá abandonar alguno de sus más caros fantasmas. La vocación del autoritarismo, por ejemplo. Nos animan algunos signos. La civilización brasileña. El hecho mestizo. La afirmación del “pueblo”, en el sentido que le otorgaba Michelet, y no solo de clases o de “vanguardias”. De lo nacional y lo popular. De lo específico. Para participar en ese estado general de alerta, en la recombinación de lo local y lo universal, han querido estas notas, este informe, alcanzar a ser parte entusiasta y actuante.

                                                                                      Saint-Etienne, febrero de 1983

Publicado en El Montonero., 29 de abril de 2024

https://www.elmontonero.pe/columnas/despues-de-mariategui-hacia-la-problematica-de-nuestros-dias

Después de Mariátegui: la progresiva emergencia de la nación mestiza

Written By: Hugo Neira - Abr• 15•24

El presente texto forma parte de una investigación inédita que realicé a pedido de The United Nations University, en el marco de su programa Project on Socio-cultural Development Alternatives in a Changing World (SCA) coordinado por el filósofo Anouar Abdel-Malek, cuando trabajaba en Francia, en los años 80. Se titula La problemática del indigenismo y del socialismo: el pensamiento de Mariátegui. En este mismo portal digital, en un artículo sobre “Indigenismo o indianismo, no es lo mismo” del 5 septiembre del 2022, me había detenido en una aclaración que los tiempos confusos que estábamos viviendo volvían necesaria. (https://www.bloghugoneira.com/no-clasificado/indigenismo-o-indianismo-no-es-lo-mismo) Ahora, quisiera que el amable lector conozca parte del Capítulo IV-3 y lo esencial de la conclusión de dicho trabajo, en esta columna y la próxima, unas ideas que iba a desarrollar en libros posteriores mucho más tarde.

Más allá del nativismo y la indianidad: la nación  (1983)                                            

La definición de esa cultura indígena por lo étnico es desaconsejable. Para Mesoamérica, Henri Favre sostiene algo que ya resulta también válido para el Perú de las movilizaciones y desplazamientos en masas de poblaciones: “La estratificación de clases de la sociedad mexicana y la mecanización reducen la importancia de la noción racial”. Explicando las comunidades campesinas de hoy, decía A. Fioravanti-Molinié en el número que Annales (1978) dedica a las sociedades andinas “pocos tipos de campesinos viven hoy día la cultura de su etnia propia». Desde el siglo XVI habrían comenzado a trapasar su identificación, demuestra T. Saignes, para el valle de Larecaja, de la “filiación” a la residencia.

No obstante, el nativismo de corte étnico y racial ha vuelto en nuestros días, y con fuerza. “Indianité”, “resurgencias indias”, “derecho a la autodeterminación”, son los nuevos esloganes en boga. Iniciado como defensa de las luchas indias en USA, que corresponde a una configuración precisa en la que no hubo ni mestizaje ni naciones nuevas sino el trasplante europeo directo a los espacios norteamericanos y la exterminación, sin mezclas ni “conquista espiritual”, de los nativos. Esta corriente en la que es realmente difícil ubicar a sus agentes (entre los auspicios están las transnacionales) extiende el caso a las tribus amazónicas, el etnocidio de éstas y luego, a más vastas poblaciones y situaciones de mayor complejidad como las de Bolivia, Perú, Ecuador, y en Mesoamérica, Guatemala, México. Pero siempre con el mismo nivel de generalidad. La reivindicación indianista no se aleja de la que reclamaba en 1928 la Internacional Comunista en Buenos Aires, y que Mariátegui combatió como un arcaísmo peligroso e históricamente, irrealista.

La argumentación es sencilla. Se analizan las grandes líneas de la política “indigenista” en los países concernidos. Lo cual en gran parte se nutre de la autocrítica de un conjunto de antropólogos mexicanos o brasileños que no por ello sostienen que hay que romper sus Estados y naciones en formación en diversos estados étnicos, liliputienses y rivales. De los límites de esa asimilación indigenista, apoyados en la “nueva antropología”, se articulan a diversos “grupos indios” que ellos mismos convocan: Primer Parlamento Indio de la América del Sur, reunidos en Barbados, 1971 y 1977; el primer Parlamento Indio en San Bernardino, en Paraguay, 1974, supongo con la complacencia del indianista general Strossner; un Consejo Mundial de Pueblos Indígenas, en Port Alberni, Canadá, en 1975. Siguen otras. Es difícil determinar con qué medios y bajo qué instancias los leaders indios convocados —cuando los verdaderos campesinos no logran coordinaciones locales o regionales por su estrechez económica— vienen reuniéndose desde hace un buen decenio, por tan dilatada e imperial geografía en congresos y juntas bien publicitadas.

Los argumentos no pueden leerse sin un inevitable estremecimiento. Considerados como mayoritarios en Ecuador, Bolivia y Perú (lo cual es falso, los no indígenas son la inmensa mayoría numérica) “deben tomar el poder político” (Marie-Chantal Barre, 1981). A lo cual seguiría el “etnodesarrollo”. Este insistiría, además de la reivindicación de la tierra, la costumbre, la cultura, etc, y la propiedad de “regiones autodeterminadas”, en la identidad étnica, sin la cual “les organisations indiennes n’existeraient pas”. Los tenientes del movimiento de “resistencia” (pero en los países donde ya se ha hecho la reforma agraria, ¿contra quién es la resistencia?) señalan que “las izquierdas no les apoyan”. “Que les encuentran racistas además de conservadores y pasadistas”.   

No veo cómo, sin embargo, la calificación de racismo puede evitarse para el movimiento indianista en la forma que ha tomado bajo leaders que ningún consenso local confirma, e intelectuales europeos y norteamericanos en mal de utopía. Las fuentes científicas del movimiento se hallan, en efecto, en la “nueva antropología” norteamericana, y su noción de “etnicidad” (W. Connor, 1974;  H. Isaacs, 1975).

No veo cómo tampoco se podría operar en los Andes con el criterio de “a basic group identity” que hemos visto. Los Andes es el lugar de residencia, no la filiación. La hipótesis etnicista no deja de ser una hipótesis. Habría que probar que los campesinos —para que respondan a algo real y no a una especulación internacional— guardan en sus relaciones de parentesco fidelidad a los linajes, y con filiaciones precisas. Esto requiere de más investigaciones. Las pocas señaladas —Saignes, Fioravanti— indican que la identidad campesina no se expresa ya en lo étnico sino en lo lingüístico, en las prácticas sociales, en lo cultural e histórico. Lo cual es sometido a “mélanges” y distorsiones. Ahora bien, de dos una. O el etnólogo trata de inmovilizar el grupo indígena en una pretendida pureza. O acepta, como campo de estudios y solidaridad humana, precisamente esas distorsiones étnicas y otras introducidas por la historia y la regla de transformaciones de las sociedades humanas, miradas esta vez con simpatía, y no como alienación e impureza. Es el camino ejemplar de Casa-grande y senzala de Gilberto Freyre para el Brasil. De los trabajos de Di Martino y Lanternari. Y de Balandier para el Congo.

Admitamos, sin embargo, el punto de vista del neoindianista de la etnicidad, tan cerca de la nueva antropología como de la nueva derecha y la nueva biología. Supongamos que una sublevación —de nuevo el mito— de las etnias derroca a los gobiernos (¿espurios?) de La Paz y Quito. Digamos que es posible —aunque no veo cómo en el terreno— que las etnias colla, wanka, quechua o aymara puedan limitarse y mantener sus fronteras. Y que estas tengan conciencia de formar una raza aparte, estando distribuidas como están, en diversos puntos y en convivencia con diversas gentes. En fin, ya tenemos, las naciones “indias” instaladas.

La pregunta es: ¿qué tipo de Estado y de sociedad podría sobre tal criterio montarse? No olvidemos, “sin la identidad étnica, las naciones indígenas no existirían”. Entonces, la primera tarea del nuevo Estado etnicista sería, lógicamente, preservalas. Supongo que el matrimonio obligatorio al interior de la etnia sería la primera tarea. No habría otra manera de establecer las fronteras y preservar, como dicen los nuevos antropólogos, los “fenotipos”. Veo difícilmente a los campesinos obligados a elegir solo entre el grupo colla o aymara. Pero, admitiendo que esto último fuese posible, y que para gran contentamiento de la antropología se estableciera un sistema de castas en los Andes sudamericanos cuando el de la India comienza a ser batido en brecha por la modernización de ese país, ¿qué haríamos con los mezclados? Sí, ¿qué hacer con los “pêle-mêle”? Puesto que la inmensa mayoría de la población pertenece más a esta categoría que a las etnias (¿?) Y no se trata solo de “criollos” más o menos blancos que, probablemente, tendrían que repatriarse, ¿nuevos pieds noirs? Sino, y es el caso del Perú, los peruanos, descendientes de cruzamientos de  negros, japoneses, chinos, con los que tienen algo de sangre italiana o libanesa, de judíos que, supongo, tendrán que llevar algúna señal distintiva. ¡Y los mestizos!

No veo cómo la “autodeterminación de los pueblos indios”, en países donde dicen los tenientes del indianismo que son mayoría, no traería estos problemas. Que se asuman las consecuencias de esa tesis. Se está proponiendo, so capa de defensa de la diferencia y de los derechos de los pueblos olvidados, nada más ni nada menos que un Estado racista.

Es difícil pensar que la etnología francesa, fundada por hombres del Frente Popular como Paul Rivet, se acomoda a estos menesteres. En los hechos, el indianismo no es una respetable utopía sino una moda, y una ligereza imperdonable en científicos sociales. Hacia los años veinte se podía sostener estos puntos de vista. Tal vez entonces los Andes eran reservorios de intocadas etnias. No cincuenta años después.

En realidad, los problemas reales de los campesinos, al menos en un área andina próxima al Cuzco que conozco bien, son diametralmente otros. Sus problemas podrían escandalizar a los partidarios de la cultura de la resistencia, pues son los de los nuevos patrones de acumulación en el campo, luego de la reforma de la propiedad de la tierra dentro de las cooperativas, con pocas tierras en las comunidades ya sin ninguna, del nuevo proletariado rural que trabaja para otros campesinos, vive como puede y se casa o convive sin demasiada observación de las reglas étnicas. Para unos y otros, los problemas reales son los de las relaciones desiguales entre agro / ciudad, el precio de los pesticidas, el agro-business que penetra para descampenizar el campo, la mecanización agrícola y el estrangulamiento en general de las economías rurales (después de una reforma agraria, no lo olvidemos) por los mecanismos de precios. Sin duda, nada de esto se condice con “le spiritualisme des indiens américains” de los folletos de los indigenistas de París (L’Amérique indienne, por ejemplo). Que suponen que los campesinos quechuas son ardientes opositores del “materialismo occidental” en nombre del “espíritu de armonía”.

Todo esto no es sino una moda más antioccidental que pone en boca de seudo-representantes el discurso que los propios europeos desean escuchar. Occidente está habituado a este tipo de juegos y mecanismos de auto-purificación. Tras de esto se halla la alianza de intelectuales mestizos, para usar sus términos, latinoamericanos que han resuelto el problema de su modernidad. Cuando hoy son posibles diversas modernidades, la de China, la de Japón, la de Egipto, la de la India, compatibles con la autodeterminación cultural y el desarrollo auto-centrado. Hay aquí una manifestación más de la crisis de la conciencia europea. La pérdida de confianza en los ideales de racionalidad, de progreso, de universidalidad con los que transitan históricamente desde el Iluminismo. Ahora, ante una América Latina que no ha hecho una revolución original, de retorno de los sueños incandescentes de Mayo de 1968 y la apuesta en la virtud taumatúrgica del foco guerrillero y el Che Guevara, sospechan de esos Estados-nación porque sospechan de sus propias naciones. La confusión es, entonces, enorme. Pero si el Estado-nación quizá ha hecho sus días en Europa (aunque el tema de la independencia nacional en De Gaulle obligaría a algún recato, y la vecindad a la URSS), no ocurre así en la América Latina y en el resto del mundo emergente. El problema fundamental en los Andes no es la nación india. Es la nación, tout court (a secas). [continúa]

Publicado en El Montonero., 15 de abril de 2024

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