La corrupción, ¿el gran mal? Sí y no

Written By: Hugo Neira - May• 13•19

La corrupción. Admitamos que es un hecho que nos aplasta por la trascendencia que tiene en los ánimos y el sentimiento colectivo. Y también lo tiene por sus consecuencias evidentes en la economía. Nuestro desarrollo cojea. Pensar es comparar. Singapur tiene apenas 6 millones de habitantes y en cambio un per cápita de 52 mil dólares. Y nosotros, ¿6 mil dólares y una población de 31 millones? En Singapur viven asiáticos honestos.  No conocen nuestras lacras, que son seculares.

Sin embargo, admitamos racionalmente que también el Estado está paralizado por los proyectos detenidos dados los vínculos con Odebrecht. Y por cierto, el temor a la inquisición fiscal de estos tiempos inhibe a cuadros medios y superiores del poder público de estos años, al temer firmar. La razón es simple: dada una legislación tan retorcida y contradictoria como la nuestra, siempre cabe la posibilidad de una persecución judicial en un futuro inmediato.

Hobbes, entre los pensadores políticos más notables, sostuvo que el instinto más intenso es el de conservación. Su tiempo fue el de una Europa fragmentada por las guerras religiosas entre protestantes y católicos, que duraron siglos. De ahí su célebre axioma, «el hombre es el lobo del hombre». Por lo cual propone el Leviatán, un poder civil por  encima de los fanatismos religiosos. A Hobbes no se le conoce bien, se prefiere Maquiavelo o Rousseau, pero el Leviatán —o sea, el Estado— fue la forma de soberanía que pudo poner frenar a otros poderes, burguesía o pueblo, incluyendo nobleza. Y es así como las monarquías nacionales europeas progresaron  gracias a un pacto entre la multitud y el soberano. Hasta que en 1789, aparecen las repúblicas. Octavio Paz prefiere entonces llamar al Estado «el ogro filantrópico». Un elogio y una crítica al Estado mexicano. Que ya quisiéramos tener.

Nosotros no tuvimos nunca un Leviatán. El virreinato fue el dominio flojo, lento, burocrático de una serie de estamentos sociales, peninsulares, criollos, indios comunes e indios nobles, corregidores y curacas, negros esclavos o libertos. No fue un reino. Fue un sistema de pactos. Los virreyes no tenían gran poder. Los frenaban las Audiencias. Nuestro desorden viene de ahí. Y dos siglos de no depender políticamente de otro país no ha modificado nuestras costumbres.

Se equivocaron, pues, nuestros mejores intelectuales. El Perú no busca un Inca. Busca su virrey adecuado. Y para no llamar la atención del mundo, llama a elecciones cada lustro. Nos llamamos ‘República’ pero no lo somos. Desde la Antigüedad, las repúblicas antiguas (Atenas o Roma, sobre todo Esparta) se fundaban en el civismo, es decir, res publica y ciudadanos virtuosos. Todo ello, antes de 1789. Una república, antigua o moderna, reconcilia a sus ciudadanos, por muy distintas y contradictorias que sean sus tendencias. Pero en nuestro caso, el espacio público está muerto. Casi no hay partidos. Y predomina más que nunca la política de la antipolítica. Y varias patologías sociales.

Señalaré al menos dos de las varias anomalías. La primera es el deseo de hacerse ricos. No se trata de salir de la pobreza. No, lo que se quiere ahora es volverse millonario no después de años de acumulación primitiva, sino para pasado mañana. Al toque. Rapidito. País de las coimas y cupos. De arriba hacia abajo, la democratización del cohecho. Y eso viene de antes de Odebrecht. Sí es así, estamos viviendo un drama que ya vivimos. Con Leguía, curiosamente, al inicio de un siglo, en los años veinte, ocurre que  siendo parte del Partido Civil, destroza a sus asociados, los deporta. Establece una capa social de nuevos depredadores que gobiernan hasta que la crisis de 1929 y el golpe de Estado de Sánchez Cerro derrotan al taimado presidente, que había sido aclamado en sus comienzos por los estudiantes de San Marcos. Esas cosas nos han ocurrido. Pero como la Historia del Perú contemporáneo ha desaparecido de la enseñanza, hace de esto 30 años, tenemos generaciones enteras que lo ignoran. Alguien ha dicho que en el Perú no debemos decir «qué hay de nuevo», sino «qué hay de viejo».

Lo que estoy tratando de decir es que la corrupción no es el motor de nuestras desgracias sino la consecuencia de no tener ni Estado ni República. Es triste decirlo, porque estamos ante la proximidad del bicentenario.

Tenemos gobierno. No es lo mismo que Estado. Y me da rabia y vergüenza explicar en qué consiste nuestra confusión. ¿Qué es Estado? En primer lugar, «el mando de un territorio». ¿Es así actualmente? Buena parte del país no conoce el control estatal. De ahí, los negocios del contrabando. La segunda, un Estado es cuando hay «una burocracia diferenciada de otras fuerzas sociales» (Dictionnaire de la science politique, Guy Hermet). En Perú, es lo contrario. Cada ministerio es un botín partidario. La tercera, el Estado es la consecuencia de una meritocracia. Para lo cual, «hay un sistema escolar público de la mejor calidad». Ahora bien, lo hubo de los 50 a los 70 años del siglo pasado. ¡Y lo destruyeron! No vaya a ser que en las Grandes Unidades Escolares se formaran los hijos del pueblo. La cuarta, «el espacio religioso y cívico, separados». Pero no es el caso. Para resolver el lío de Las Bambas se llamó a un prelado. Y quinto, «un Estado protector de los ciudadanos», entre otras cosas, de la intromisión de entidades empresariales. Es al revés.

Dos siglos, y no podemos darnos un Estado moderno. ¡Y menos una República! ¿Res publica? Que seamos todos los peruanos «iguales», no viene a ser un ideal sino un agravio. Casi un insulto. ¿Igualdad? El enriquecimiento y el arribismo son la ideología silenciosa de estos decenios de un siglo XXI que se inicia, en gran parte, con una sociedad con menos pobres que en 1921, pero con más odios entre clases medias ascendentes, y que ven en todo rival, un enemigo.  

Publicado en El Montonero., 13 de mayo de 2019

https://elmontonero.pe/columnas/la-corrupcion-es-el-gran-mal-si-y-no

«Avengers: Endgame»

Written By: Hugo Neira - May• 09•19

Como en otras ciudades del planeta, en Lima las plateas se llenaron. Mucho más que «Infinity War» que la precede, desfilan en la pantalla batallas espectaculares, un film épico, en que Iron Man y el Capitán América, y un equipo de superhéroes enfrentan otra vez al poderoso Thanos, que ha destruido ya la mitad del universo. Avengers —es decir, Los Vengadores— trata de lograr lo imposible, en una película de tres horas. Es guerra entre titanes. «Yo soy lo inevitable» dice Thanos, nombre griego, que quiere decir caos y muerte, no solo del hombre sino del cosmos. Y le responde uno de los héroes: «Y yo soy… Iron Man». En realidad, el triunfo definitivo es del Marvel Cinematic Universe.

Ahora bien, no estamos ante una película sino ante un tipo de cine en serie. El ciclo comienza en el 2008, y luego en el 2012 reaparece con el nombre actual, Avengers, y desde entonces funciona la taquilla. En el 2015 lanzan «Avengers: Age of Ultron», y luego, en el 2018, «Infinity War», que fue un éxito clamoroso. Eso no es todo. La empresa Marvel ha creado «veintidós films en el último decenio, series de televisión y películas directas de video» (Wikipedia).  Sin duda, ellas no están en nuestras pantallas peruanas. Pero la noche en que fui al cine, escuché personas que conversaban antes de la proyección de «Avengers», gente que por lo visto había visto los films anteriores y conocían familiarmente a Hulk, Thor, y al Hombre Maravilla.

Es más, Los Vengadores tienen ancestros más antiguos. En 1001 Cómics —diccionario y recuento de los cómics «que hay que leer antes de morir»—, muestra la revista que en 1963 ya lucía unos superhéroes reunidos en la Liga de la Justicia de América. Ya estaban ahí Iron Man y Hulk, junto a el Hombre Hormiga y la Avispa. O sea, el cómic, que fue y es el placer no solo de niños sino de adultos (me incluyo en el club), precede al cine, y no es la primera vez que ocurre. Superman, Tarzán, Flash Gordon antes de la guerra en las galaxias, pero no siempre. El pato Donald, un pato gruñón adorado por generaciones, sin éxito en las pantallas.

¿Qué es específico en el ciclo «Avengers»? La prensa americana reconoce que el equipo de superhéroes no oculta una relación semioficial con el gobierno estadounidense. «Cada uno tiene un poder diferente», dice uno de sus héroes, «pero unidas nuestras fuerzas seremos invencibles». Otro rasgo muy americano, un equipo en donde entran y salen, como ejecutivos de una empresa. Y por último, Thor era el nombre de un dios germano, o sea, estamos ante una saga nórdica, aquella que el público americano conoce, pero difícilmente los latinoamericanos. Felizmente, no solo aparecen titanes (mitología de los griegos antiguos) sino humanos, androides y seres monstruosos. Mezcla de culturas, otro rasgo que la hace universal y a la vez popular.

Pero la resurrección de mitologías va más lejos. Umberto Eco, profesor italiano asociado a universidades americanas, y no por azar dedicado a la semiótica, se ocupó de Superman y el Superhombre, en sus libros. Esa búsqueda de la superhumanidad que viene de Nietzsche, el transhumanismo. Y alguien se preguntó si los antiguos griegos creían realmente en sus dioses. Y fue Finley, profesor en Cambridge, gran helenista, quien responde con humor británico, «tanto como nosotros creemos en Superman o en Batman». Hay una ideología y acaso una religión en «Avengers», eso que llamó Umberto Eco, la «estructura ausente».

Publicado en El Comercio, 8 de mayo de 2019

https://elcomercio.pe/opinion/columnistas/avengers-endgame-hugo-neira-noticia-633304

El arte del silencio. La socialdemocracia en el limbo limeño

Written By: Hugo Neira - May• 08•19

Cuando comencé a escribir en este diario virtual, le prometí a Uri ocuparme en algún momento de lo que en ciencias políticas se llama austromarxismo. Acaso de esta corriente no hay sino algunos que la conocen, pero en general, conocida o silenciada, no nos hemos interesado por su contenido. O dicho de otra manera, aquí hubo prosoviéticos, promaoístas, estalinistas y trotskistas, incluso algunos en los setenta se asomaron al socialismo yugoslavo, el de Tito, por su lado autogestionario. Pero poco o nada de la corriente de Max Adler, y también lo de Otto Bauer, nos atrajo nunca. Sin embargo aquello fue una «combinación de democracia parlamentaria con democracia directa» (Encyclopédie Philosophique Universelle, «Philosophie occidentale», PUF, París, 1992, p. 1547). La cuestión es por qué los europeos no la olvidan, y en nuestro mundo político criollazo, no produjo ni razón ni pasión.

En efecto, no he escrito hasta ahora nada acerca de esa teorización universal del austromarxismo.  Sin embargo, tuve un instante en que alguien me pidió que hablase, en una universidad peruana, algo sobre la socialdemocracia alemana. Callaré el nombre del colega que me invitaba —un joven profesor—, no quiero incomodarlo en su carrera en una de esas universidades que se suponen de izquierda pero, en realidad, muy ortodoxas y pegadas al marxismo del manifiesto comunista. Lo callaré porque el solo hecho de invitarme, y con ese tema años atrás, le costó una suspensión de cursos. Menos mal que tenía otros, pero el de la historia de las ideas del socialismo y el comunismo, se había perdido.

Siempre recomiendo a mis alumnos decir cuál es el tema que se aborda. En este caso, recordar el determinismo del viejo marxismo que no pudo contar con las posibilidades que se abrieron en varias sociedades tras la revolución industrial y sus diversas fases, entre ellas, el reformismo revolucionario del austromarxismo. Esa corriente no quiso seguir a los bolcheviques y en cambio, el sindicalismo obrero y el extraordinario apogeo de la industria, hace nacer otro tipo de proletariado, compuesto por asociaciones obreras que coincidían con el pensamiento socialdemócrata. A lo que voy, los herederos de Engels y Marx no fueron solo los bolcheviques. También Karl Kaustsky, el «traidor»  como lo llama Lenin. Traidor porque no era necesario para la Alemania anterior a la primera guerra mundial, un putsch militar como el de 1917.  La revolución rusa abre una brecha con los socialdemócratas, algo así como «los hondos y profundos desencuentros», de Iván Degregori, para tomar distancia de Sendero Luminoso.

En política, y en especial en el análisis político, cuenta tanto el discurso como el silencio. Qué extraño que de esos marxistas demócratas del siglo XX europeo no se quiera escuchar ni el suspiro. Sin embargo, a lo largo del siglo pasado, diversos partidos socialdemócratas guardaron una cierta inclinación «socialista». (Opinión de la Encyclopædia Universalis, 2004.) Y a lo largo de Europa, los países escandinavos practicaron la socialdemocracia. En particular en Suecia. Las conquistas sociales y políticas ampliaron los derechos en material social, convirtiéndose en «sociedades de democracia social». Otros actores son de todos conocidos. En la social, a partir del revisionismo de Bernstein, el SPD (Sozialdemokratische Partei Deutschland), hubo movimientos parecidos en Dinamarca, Finlandia, y en Suiza. Hoy estas corrientes enfrentan una crisis por el crecimiento de los movimientos populistas, que a veces parecen de izquierda, y a ratos, de derecha. No hay por el momento un modelo de socialdemócratas capaces de adoptar las tendencias que disocian lazos sociales tras las modificaciones de la tecnología y las relaciones individuales de empleados y trabajadores, sin lazo alguno entre unos y otros.

Pero esa corriente, el austromarxismo, no se hunde con la URSS. Por la sencilla razón que no creyeron en la «utopía comunista», sino que fueron los rivales ideológicos de los bolcheviques. Y a la vez, se enfrentaron a las tendencias conservadores. ¿Por qué en ciertas universidades no se quiere hablar de esa rama (demócrata) del marxismo? La coincidencia de libertades, democracia y luchas sociales no violentas, contradecía la idea de que era necesario prescindir de las instituciones y la justicia, es decir, el mito de la revolución y dictadura.

Se fue el siglo XX para los peruanos. Y no hubo ni revolución ni tampoco algo socialdemócrata. Lo único que se le parece es, como el lector lo presiente, el partido aprista. Acaso por eso ni se menciona. Sin embargo, Haya de la Torre dijo todo lo que tenía que decir en Mensaje de la Europa nórdica. Pero en nuestro país, la serenidad y el arte de la discusión política, hace rato que ha emigrado al cementerio de ideas.

En fin, se han olvidado también de los eurocomunistas de los decenios sesenta al ochenta, encarnados por los partidos comunistas de Francia y de Italia. Ya no predicaban la dictadura del proletariado. Mitterrand no sigue a Rosa Luxemburg, sacrificada en 1920. La meta de esos partidos socialdemócratas que en la América Latina desconciertan —porque todo lo vemos desde un dualismo perverso—, es el largo plazo, es decir, conservar su lugar en las colectividades de trabajadores, pero no por eso quedarse en el poder por decenios. No hubo un dirigente único como en la Cuba de Fidel desde esas izquierdas que ignoramos. La radicalidad no consiste en quedarse en el poder. La realidad no es inmutable. Las expresiones políticas se modifican. Y ay del político o el partido que no lo entienda.  

Publicado en Café Viena, 7 de mayo de 2019

Un pattern de terror. El mal contra el mal

Written By: Hugo Neira - May• 06•19

Dice un añejo aforismo, o refrán, que «el azar hace bien las cosas». No hay que dudar de la sapiencia que viene del pueblo, pese a que sea anónima. En sociología a veces pensamos que existe una «inteligencia colectiva». Pero también pensamos que a veces, las sociedades pueden albergar «culturas fracasadas». Esta idea es del filósofo español José Antonio Marina. Es un pensador que recomiendo se conozca. Su lectura es imprescindible, sus obras las edita Anagrama. A lo que voy, ocurre que por casualidad, fuimos al teatro a ver la obra escénica de Alejandro Guzmán, Muerte en el Pentagonito, en la Alianza Francesa de Lima. Que se inspira en el libro de testimonios de Ricardo Uceda, publicado por Planeta. La obra, tanto la investigación de Uceda como la versión teatral, aborda el año 1983, en que bajo el gobierno de Fernando Belaunde Terry, se decide «involucrar a los militares en la lucha antisubversiva». El personaje principal es Sosa, «parte del destacamento que se instala en Ayacucho para combatir a Sendero Luminoso», según Folk, la pequeña y útil guía que trae diversas reseñas de teatro y actividades musicales, mes tras mes. 

En la contraportada del libro de Uceda recién reeditado, se coloca frases de elogio. Mario Vargas Llosa, «Este personaje, el suboficial de inteligencia Julio Sosa, principal informante de Uceda, una verdadera máquina de matar, parece extraído del cine negro o la literatura sádica». De su lado, Alfredo Barnechea, «Verdaderamente, es uno de los libros más importantes que yo he leído sobre el Perú reciente. Creo que es un libro que va a quedar como un testimonio fundamental». Hay reconocimientos venidos de Guillermo Niño de Guzmán. De Magdalena Chocano. De Antonio Cisneros. Este último, en la primera edición.

Sin embargo, no dedico estas líneas a los horrores cometidos en esos años, tanto por Sendero Luminoso como por los sinchis en esa guerra civil, sino los escuadrones de la muerte, llamados a realizar actos criminales. Usar o no usar de esos grupos externos a las Fuerzas Armadas, es un dilema que algunos estadistas enfrentaron. Pensé en otra cosa.

Se me ocurrió esta nota periodística. El tema central me parece que fue la disyuntiva, la dificultad, la contradicción misma de usar la violencia que el enemigo del Perú usaba. Obviamente, ese problema se presenta no en guerras entre Estados sino en guerras civiles, cuando el conflicto escapa a los límites marciales mismos, usando todo tipo de posibilidades, incluyendo las peores. Por supuesto, resulta fácil criticar los abusos de los derechos humanos, después de la guerra interna. No pensé, sin embargo, en esa dualidad terrible, ni en quienes tuvieron que tomar decisiones acaso a despecho de su moral. El mal para evitar un mal mayor. Ese dilema ha ocurrido en otros países, en otras historias. En la guerra civil española, en el Medio Oriente de nuestros días, en el eterno conflicto de Israel y sus adversarios musulmanes. Lo que vino a mi cabeza fue un pattern, es decir, un patrón de conducta, un «modelo de comportamiento que se reproduce», según el diccionario inglés de Cambridge.

Ahora bien, combatir el mal con el mal mismo, resulta algo que habita en la vida peruana como presencia latente, nos acompaña. Cuando Leguía se convierte en un autócrata, quienes lo derrotaron lo hacen contra ese poder personal, pero lo encarnan y lo repiten después de Leguía. Es el caso de Sánchez Cerro, vencedor del leguiísmo, para sustituirlo inmediamente por una conducta no menos autócrata sino todavía peor, rodeado de una milicia de camisa negra y brazo derecho en alto.  El pattern peruano de «yo lucho contra tal cosa, para luego repetirla», lo reproduce el político Abimael Guzmán, que desdeña las marchas campesinas de los sesenta, esas invasiones de tierras que, por mi parte, describí en Cuzco: tierra y muerte, en 1964, y que fueron marchas de una violencia digna de Gandhi: tomaban la tierra, la recuperaban sin matar a nadie. Pero a Guzmán no le interesó ni eso ni la reforma agraria. Y menos las guerrillas de Béjar. Él hizo lo suyo. Cuando ocurría la reforma agraria, se fue a estudiar cómo hacer una revolución, a China misma. Y regresa, y se repite el pattern. ¿El aplastamiento de campesinos indígenas para liberar a los indígenas?

No es extraño que Alejandro Toledo, cuyo destino le puso en la mano un rol formidable —el adversario de Alberto Fujimori, el hombre que encarnaba la lucha contra la corrupción del fujimorismo—, termina con frases que son el asombro de sus coetáneos, y que la historia no olvidará: «Dame veinte —o treinta— millones (de dólares)». Genial. Toledo contra Toledo.

Y en estos días, ¿medidas como la ‘preliminar’ y luego la ‘preventiva’? ¿Esas que privan de libertad a ciudadanos, sin la menor acusación legal? Por cierto, en Europa y en el mundo anglosajón, el evitar la presunción de inocencia, ha estremecido la opinión, y nos han calificado de regímenes descarrilados de lo que se llama Estado de Derecho. Y me parece el máximo de confusión, algo digno de tiranías turcas o musulmanes, tratar de calificar a los partidos políticos de «organizaciones criminales». Eso solo ha ocurrido en la España de Franco o en la Alemania nazi de los años treinta.

Pero reconozcamos algunos gestos que indican el retorno a la ley. Enrique Cornejo no tendrá la preventiva.  

¿El pattern de la injusticia para lograr la justicia, nos habita? El  tiempo lo dirá. Por el momento los psicosociales de Vladimiro Montesinos gozan de inesperados herederos.   

Publicado en El Montonero., 6 de mayo de 2019

https://elmontonero.pe/columnas/un-pattern-de-terror

El concepto de jerarquía social y el caso del Perú *

Written By: Hugo Neira - May• 02•19

Pero he venido de Trujillo a  Lima.

Pero gano un sueldo de 5 soles.

—César Vallejo—

He comenzado mi curso universitario sobre los filósofos de la política. Y lo inicio con Aristóteles. Mis alumnos leerán Ta Politika, el gran libro del pensador griego. Y comienzo explicando que provenía de una ciudad, Stagira, que no era Atenas, y sus padres eran médicos. Les digo que desde entonces los médicos observan. Y Aristóteles era un pensador realista, empírico, y observaba la polis, es decir Atenas, una comunidad autogobernada, y su gente, sus costumbres. Y es lo que tenemos que hacer. Primero mirar objetivamente la sociedad en la que vivimos. Y luego preguntarse por las instituciones y leyes que debemos tener.

Ahora bien, siempre me ha sorprendido un fenómeno bien peruano: la preocupación por el rango. No solo nos vestimos, compramos tal tipo de auto, o nos mudamos por razones entendibles, sino por las otras razones inconfesables, que nos vean¡! Comportamiento que existe en toda sociedad, pero atenuado. En cambio, cada peruano sabe que existe unos que están arriba y otros que están abajo. Saberlo forma parte de las estrategias personales y grupales. En otras sociedades, la jerarquía social —prestigio personal, reconocimiento— se asigna desde una ideología de la meritocracia. Desde un sistema de determinación legal y moral que no hemos admitido. En la sociedad peruana actual no se asignan los cargos por competencia o mérito. Sabemos las causas, el peso del favor político, los clanes familiares, el amiguismo. Sin embargo nos llamamos República desde hace dos siglos. Y la vida peruana no gira sobre el principio de igualdad.

Toda sociedad tiene una estructura jerárquica. La sociedad tradicional y holística determina sus individuos por el nacimiento, tradición, sexo, raza, como grupos humanos concebidos como redes de parentesco o de oficio. Esa fue un tanto nuestra sociedad colonial. Pero en Europa, desde 1789, lo social y lo político se disocian. Para fines del XIX, con Durkheim, la sociedad moderna es definida como una representación de la suma de individuos que la conforman. Pero eso es la Europa del siglo XIX y hasta la fecha.

Nuestro caso es paradójico. No somos una sociedad tradicional pero tampoco una por completo moderna. Y contrariamente a las reglas de la evolución social en otras sociedades que se han desecho de su pasado, el deseo de jerarquía no solo permanece sino que se ha acrecentado. Mejor dicho, la pauta de la jerarquía por vías no modernas, prevalece. Y mientras exista, no podremos ser una sociedad democrática. Solo un remedo.

Es evidente que en las fases históricas que nos preceden, el estatus o jerarquía social era un hecho no discutible y seguía reglas precisas. Me refiero, obviamente, al pasado inca y virreinal. Se era en lo que cada uno nacía, familia, aillu o grupo étnico. Y desde el XVI, negros esclavos, indios, castas y blancos criollos o peninsulares. «El Perú es una continuidad en el tiempo, en el sentido de que la nación de hoy ha recibido aportes y elementos de orden geográfico y humano acarreados por los siglos» (Jorge Basadre). Precisamente, uno de esos elementos es la jerarquía en su versión tradicional. Por el azar del color de la piel y no del esfuerzo personal. La vida republicana peruana, durante el largo siglo XIX,  retarda el advenimiento de una sociedad moderna.

Ahora bien, desde hace poco, ha ocurrido una serie de fenómenos. Migraciones gigantescas del campo a la ciudad. A lo que se añade la economía de mercado, la evolución de nuevos estratos y el consumo masivo. Pero una sencilla observación del contorno nos revela este fenómeno paradójico. Los cambios económicos y sociales no conducen al abandono del patrón tradicional de comportamientos. No obstante, abierta o solapadamente, la vida peruana se da maña para reproducir las jerarquías sociales, acrecentando las brechas sociales debido al poder del dinero, mayor que en otras edades de la peruanidad. Lo normal es que desde hace un par de siglos pudimos haber adquirido la jerarquía propia a sociedades modernas. Es decir, aquellas que solo toleran en materia de desigualdades, las que se originan en las capacidades innatas de los seres humanos. No todo el mundo está dotado para jugar el basket ball. O tener pulso para ser campeón mundial en tiro al blanco, lo que ocurrió hace años. Pero en todo el resto, el pago de impuestos, pararse en la luz roja, seríamos iguales. No es el caso.

La distribución de poderes en las sociedades organizadas sobre jerarquías de capacidades, se funda en dos hechos, que no practicamos. El ingreso de todos los ciudadanos a una educación gratuita y de calidad. Y la práctica de los concursos públicos para puestos en el Estado. Nada de esto está en el plan de los gobiernos inmediatos.

Y sin embargo, todo nos impulsa a ascender. La economía liberal viene en el curso de los últimos años, desde el 2000, incitando al progreso familiar y personal. Hay como una meta común, un punto de llegada para todos: el éxito personal y familiar. Nada tiene de imposible ni de perverso esa finalidad. Salvo que se le olvidó al país y a sus gobernantes un detalle: la competencia por el dinero, el rango, parte de una sociedad cuyas raíces son segmentadas y diferenciadas al punto que la carrera del éxito juega con cartas marcadas desde los primeros tramos. En otras sociedades, al menos se intenta amenguar las diferencias sociales mediante el acto de socialización de los estudios secundarios y universitarios parejos y sin diferenciación de clase. En Perú no.

El proceso competitivo no está marcado por las desigualdades según la capacidad de unos y otros seres humanos, sino porque somos víctimas de una tenaza gigantesca. La matriz colonial sigue intacta. Cada gran colegio privado lo prolonga. Aunque lleven nombres de grandes sabios y filósofos. Establecen la división de la sociedad no por la separación de oficios en el mundo laboral, sino del destino y cuna de cada quien. De vez en cuando se escapa algún escolar de esa masacre de inocentes, y hay un prodigio que viene del pueblo, pero no es lo normal para el Perú actual. Luego nos asombramos de la cantidad de sicarios juveniles, de la violencia de la delincuencia y el crimen. Y los violos colectivos. La corrupción arriba, al medio y abajo.

¿Qué pasa cuando una sociedad tiene una jerarquía social y económica que no es respetada? En ese caso, se rompe la cohesión social. Y las elites son despreciadas y odiadas por la masa del pueblo. Eso es lo que está pasando. Sospechan que el que se hace rico no es el resultado de su esfuerzo y talento sino de algún lavado de activos. El ascenso económico debe contar también con un tipo de racionalidad. La del Estado y la ley. Ahora bien, las sociedades —asiáticas y de la Europa mediterránea y del este— que han entrado a un ciclo de prosperidad capitalista en los finales del siglo XX, lo hicieron en un marco en que el Estado de derecho les precedía. Y una moral de la sociedad civil con reglas firmes. Las sociedades virtuosas han tenido éxito al incrementar su riqueza, sin autodestruirse. Nosotros no. Estamos viviendo la prosperidad del vicio.

Pero ¿qué pasa cuando en un país como el nuestro se duda de sus elites? ¿Cuando ante cada persona que tenga alguna fortuna se duda de cómo la ha adquirido? La falta de claridad entre quienes tienen algún estatus y por mérito y los que no, produce desorganización social. Y de parte del pueblo y ante las leyes, un vasto y temible proceso de desacato colectivo. Estamos creando una sociedad incivil. El principio mismo de la legitimidad de los que son poderosos, sea por el poder o por el dinero, está puesto en cuestión. Esto no lleva a una revolución social, que por lo general tiene una lógica distinta. Sino a un vasto e interminable desorden. Las repúblicas no son eternas. Nada es eterno.

* Fragmentos con modificaciones, «La prosperidad del vicio» (Hacia la tercera mitad, 5° edición, El Lector, Arequipa, 2018)

Publicado en Café Viena, 30 de abril de 2019