El vals peruano o la alegría sollozante (I)                                                        

Written By: Hugo Neira - Oct• 23•23

Nota introductoria y quejosa

Una amiga peruana me había dicho, el vals, no. El vals, ya no Hugo. Y me habló de todo lo que electriza ahora a los peruanos, desde la salsa al rock, y de las noches limeñas tan postmodernas. Me quedé agradecido y como un poco triste, porque, la verdad, a mí me gusta el vals. No es que sólo me guste el vals, pero lo escucho con frecuencia… Me guardé ese consejo y un día hice maletas, dejé Lima y me perdí en unos hoteles provincianos, en algún punto del litoral. Llevaba estas notas y casi las dejo de lado. Una mañana salí a caminar por el pueblerino lugar cercano a mi hotel playero. Bajo una enramada, en el camino, un grupo de personas había improvisado un “picnic”. Y escuchaban a todo meter los valses más tristes y más hermosos de la vida. En el pueblo, capital de un departamento de la costa peruana, la municipalidad había decidido amenizar no sé qué fiesta local, y los altoparlantes ululaban por calles y plazas los eternos afanes de la ausencia, es decir, valses criollos. No entraré en pormenores, pero se echó a perder el retorno normal a Lima y tuve que volver en un taxi, con varias personas. El chofer, de Ica a Lima, no dejó de poner valses. Por momentos se excusó, ¿no le gustan señor? No dije nada, para decirlo aquí, en estas líneas.

Entre añoranza y suave protesta

Nadie ignora el gozo de su pena. Las guías de viaje, sin dejar de señalar que está ligado a la vida social y familiar, lo encuentran nostálgico, pegajoso, sentimental, lacrimógeno y un tanto hipocondríaco. En tanto que danza, menos espectacular que la marinera y sin el anclaje secular que luce un huaino. En la preferencia popular, como vencido y desplazado por el ritmo tropical-andino de “la chicha” y desde los setenta, por cumbias y salsas. Se arriesgan otros a presentarlo como el prototipo musical de un país extinto, el alma un poco disipada y tarambana de un otrora país peruano de clases medias y altas que algo tenía de africano y de andaluz en la exhibición de sus jaranas hasta que se hundió la economía y se modificó el gusto. Para marginarlo, sus detractores echan mano a un sinfín de reparos, que si esto y que si lo otro, el vals peruano les parece la mayor y más sonora de nuestras alienaciones. Las clases altas dicen amarlo y en realidad lo esquivan porque a ellas llega, con particular persuasión, como al resto de Lima y a sus habitantes, la tentación de las modas internacionales. Quién negará, sin embargo, su presencia, sinopsis del país criollo y un estilo de vida.

Su reino es la añoranza, pero no de lo colonial porque no es minué, sino de un tiempo cercano que es republicano. Siendo nostalgia y evocación criolla, remembranza, sirve para revivir ciertas cosas, el barrio o los amigos, y siempre, “las locas ilusiones”. Endecha o lamento por el bien perdido —país, mujer, afectos—, el vals es nuestra forma de melancolía. Ahora bien, si la melancolía ha sido definida por el propio Freud como una suerte de “hemorragia interna” (“innere Verblutung”), entonces, ¿quién se desangra en el vals? Y no creo que su pena tenga que ver con la alcurnia, a pesar de algunas célebres recuperaciones. Su raíz no es señorial, como me esforzaré en demostrarlo. Ni en su uso es, únicamente, el desahogo del pobre. Por su difusión ha dejado de pertenecer a una sola clase o casta. Cabe señalar que no es fácil ni como ritmo ni como letra. Expresa el país de la alambicada herencia, tanto como el castellano peruano y la cocina criolla. Dice lo que somos, tanto o más que el trasfondo literario y artístico o las confesiones alcohólicas. Dice mucho, a veces es clamor, sobre un fondo de engaño, puesto que el ritmo se mantiene festivo. Siendo conocidísimo el vals, poco nos hemos ocupado de su sentido. Rara vez se le encuentra en el centro de una reflexión. Sin embargo, como el flamenco para España, o el bolero para la América tropical, es parte de nuestra mismidad.

Uno de los rodeos más frecuentes es tratar al vals como una expresión musical, a sabiendas de que nada es inocente, ni que gustara a los morenos, ni que se extendiese del tugurio al mundo de los decentes. Concedamos siquiera una vez que el tema es grave, no fuese sino por la metamorfosis que lo hace saltar de una etnia a otra del río Rímac, blanqueándose y obscureciéndose según el vaivén de los gustos y los públicos. Adentro del vals hay materia que desborda la musicología. Hay un universo de comunicación, excesivo para ser simplemente un folklore plebeyo. Su historia literario-musical es la de la evolución de la sensibilidad popular a lo largo de este siglo, es historia del gusto y de nuestras costumbres, lo que no es poco. Hoy es un público —aunque disminuido—, una industria disquera, una pléyade de intérpretes famosos y compositores, un consumo y una sociabilidad: unos lugares en donde se le rinde culto que son los círculos y peñas. Pero el vals no sólo se baila, canta o escucha. El vals es un refranero. Más allá de los eternos lugares comunes del amor, es nuestra más espontánea y difundida referencia. Frases enteras de algunos valses son parte del uso corriente, expresivos tópicos del desengaño y el rencor sobre un fondo de suspicacia. “Porque toda repetición es una ofensa y toda supresión es un olvido”. Con el vals, pensamos.

Tal envergadura va al encuentro de la poca importancia que le ha otorgado el análisis histórico y social. La música, la cocina o la santería popular no nos han parecido sujetos de inteligibilidad, qué error. Y ya que comenzamos por los prejuicios, conviene señalar el mito adverso que cataloga a la canción criolla como vinculada a la clase alta y a sus francachelas. Es cierto que izquierda y jarana sólo se encuentran —Gonzalo Rose— hacia los tardíos sesenta, es decir, anteayer. Cabe siempre preguntarse: ¿cómo llegó a impregnarse con nuestros ensueños más recónditos hasta volverse “identidad sentimental”? (Sebastián Salazar Bondy). Es verdad que el vals se entristeció tan pronto tomara carta de naturalización. Afortunadamente no sólo aprendió a penar. Supo mezclar —que es una de nuestras mayores virtudes—, combinar y confundir contoneos africanos con versos cadenciosos, y fiesta y ofrenda, cundería y finura, sin duda con resultados escasamente reconocibles si se le juzga desde el abolengo austríaco y vienés. “Voluntad de conciliar elementos” (César Santa Cruz, 1989). El ritmo originario de la importada danza europea, amplia y pendular, se da la mano con el letrismo nervioso y breve de nuestros compositores, madrigalistas desesperados y tardíos, románticos, o mejor, postrománticos. Y rara vez sencillos. “Así en duelo mortal, abolengo y pasión, en silenciosa lucha condenarlo suelen a grande dolor” (El plebeyo, Felipe Pinglo). El “grande” dolor, por favor, sin apócope, un uso literario y estilizado, que suena a barroco, el pueblo no habla así, lo que no le impide adorar el vals y en especial el citado.

                                                                      (…)

¿Qué es pues un vals? Si me apuran, una música de desembarco, como muchos de nuestros apellidos. En un país en donde la migración europea no tuvo nunca la importancia que alcanzó en los países del Cono Sur, hay que decir que el vals se implantó sobrenadando en una de nuestras raras olas de cosmopolitismo. Hacia fines del siglo XIX, llegaron italianos, alemanes, ingleses y vascos para establecerse como comerciantes (Los Señores, Luis A. Sánchez, 1983). Eran los días en que la libra peruana que nos dio el Estado Piérola mantenía paridad con la de Londres y si el oro ya no fluía como en el dorado XVI, el nombre del Perú era todavía el de un confín próspero y minero. Acaso la presencia de esa población alógena, frescamente instalada, juega un rol en el proceso de adaptación del vals europeo a nuestras costumbres. Pero el que se aclimata no es el melancólico de Chopin ni el principesco de los Strauss. Algo le ocurre mientras migra de la Viena imperial. Más allá de las ganas de juerga de la juventud dorada y de unas cuantas estudiantinas finiseculares, ocurre algo. Integración, transformación, recreación. Una parte del Perú no sólo adapta el vals sino que lo adopta.

(Este texto viene del capítulo «La esquinada herencia» de mi libro Hacia la tercera mitad, que es del año 1996. Está en circulación su 5a edición, una edición del Bicentenario, de la editorial El Lector, de Arequipa)

Publicado en El Montonero., 23 de octubre de 2023

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¿Qué es Nación?

Written By: Hugo Neira - Oct• 16•23

La nación moderna es deseada o no es. Sin la voluntad de asentimiento de los nacionales no tiene lugar. Las naciones hoy son todas heterogéneas. Las que no lo son, mal síntoma. Son esas en las que nadie puede salir ni entrar.

La razón y la pasión se han mezclado en la marcha de la historia y de los pueblos al hacer sus naciones y discutir sus sentidos, tanto o acaso más que con el tema del Estado. Blut, Boden, Begriff. Suelo, sangre, concepto. La historia del siglo XIX y el XX por entero. Si hay tema complejo en nuestro tiempo, es este, Nación.

La nación es un concepto arduo, es lo que estamos confesando. Por una parte vincula el concepto con los sentimientos: gente, pueblo, tierra, terruño, pueblo natal, vecindad, paisaje. Pero, por la otra, connota ciudadanía, derechos, Estado, potencia. monarquía, república. Con los vivos y con los muertos. Con el presente, el pasado y el porvenir. Marca lo que se nos acerca, al compatriota, y lo que es distancia y diferencia, al apátrida y al extranjero.

¿Qué es, pues, una nación? Weber recordaba la ambigüedad de los documentos oficiales que igual hablaban de la “nación suiza” o del “pueblo suizo”, indistintamente. La diferencia no era inocente. En una puede pesar el jus sanguinis y en la otra el derecho de suelo, el jus solis. La predominancia de uno u otro criterio ha provocado, en el feroz siglo XX, innumerables guerras y matanzas. Desde los judíos en Alemania, a los Tutsi en Rwanda, o los albaneses y serbios en Kosovo. Se matan a despecho de que seamos la misma especie, por aquello que invocó Freud, “el narcisismo de las mínimas diferencias”.

El siglo XX ve volcarse sobre la idea de nación otros contenidos, además de los de pueblos, socialistas y obreros. Voluntarismo histórico del fascismo italiano, reacción conservadora y católica del franquismo español, darwinismo social y la idea de raza mezclada a la de clase y nación en el nazismo, a la vez popular, populista, pangermanista y mesiánica. A mitad del siglo XX, el nacionalismo es recuperado por los pueblos asiáticos y africanos en sus luchas por la liberación colonial. En la pugna Este-Oeste surge una geopolítica nueva: el Tercer Mundo. En realidad, Nasser, Nehru, Ho Chi Minh, son nacionalistas. Luego aparecen corrientes islámicas y panarabistas. Concluye la Guerra Fría pero la heterogeneidad de lo nacional aumenta cuando se disuelven macrosistemas como la URSS o la Yugoslavia de Tito. En Europa occidental y en la América Latina e incluso en las potencias emergentes, se acrecientan tensiones interiores, comunitarismos, separatismos, nuevos reclamos de nación. Y la posibilidad del retorno a naciones étnicas. En suma, la idea de nación es moderna, es histórica, es contemporánea. Está sujeta a constante discusión.

El tema teórico de la nación está en el centro de la disciplina sociológica pero debe compartir ese champ de estudios con otras disciplinas. Con la historia que ve en las naciones formas de poder. Con el Derecho, por sus instituciones y leyes. Con la antropología porque la nación incorpora mitos, ritos, comportamientos, culturas. Con la geografía, que no la concibe sin un territorio (de hecho en nuestro tiempo, puede estar en varios, como los kurdos, catalanes, mayas y aimaras). Hay otra entidad política decisiva y a la vez, polisémica, el Estado moderno. También provoca teóricamente una multiplicidad de puntos de vista. Los geógrafos ven una geopolítica en el Estado moderno. Las ciencias políticas, la diferenciación de gobernantes y gobernados. El historiador, la forma cómo se constituye. El jurista, un sistema de normas (H. Kelsen). Y un destino decidido por la inexorable marcha de la historia universal en Hegel. Otros, una gran ficción. “El más frío de los monstruos fríos” (Nietzsche). Lévi-Strauss también usa lo frío y lo caliente pero en un sentido distinto. La modernidad de reinos y naciones es porque son “calientes”, nacen haciendo política y el conflicto no los deshace, los constituye. Las culturas primitivas, por el contrario, no buscan innovaciones. Frías quiere decir que escapan a la evolución. Como las abejas. Todas las sociedades humanas son, sin embargo, frías y calientes, el tema es la preponderancia de lo que permanece o de lo que las hace cambiar. Cuestión de dosis.

La nación moderna, sociedad “caliente”, de fuerte historicidad (Touraine), es concebida, de ahí sus mitos, linajes dinásticos y la invención del pasado histórico nacional. Es actuada, de ahí los ritos, el ceremonial oficial, los símbolos patrióticos, el calendario que conmemora batallas, viejas glorias. Y es siempre vivida, sentida, de ahí el patriotismo, el apego, la nostalgia. Ahora bien, le precede en el orden de la voluntad de clasificar a los hombres, familias, gente, el clan totémico. Y la nación también sirve para lo mismo.

Una nación es, en primer lugar, un sistema de clasificación, hereditario o adquirido. Lo saben todas las fuerzas policiales, aduanas y jueces, e Interpol. Un sistema visible —todas con banderas y fronteras— que encuadra individuos-ciudadanos fácilmente ubicables para usos legales y fiscales. Se es inevitablemente colombiano, croata, canadiense o súbdito del Principado de Andorra, ciudadano de Noruega o del Sultanato de Omán, se es nacional de alguna nación. Lo sabe el personal de aeropuertos e Interpol. Si esto es así, la contraparte es el cuadro jurídico para el nacional. En segundo lugar, una nación-Estado es, pues, un espacio estable para generar negociaciones y un cuadro legal de vida. Es un lugar en donde se puede negociar, donde se expresan los intereses legítimos. No es un campo de batalla, es una morada. En tercer lugar, la nación moderna permite una democracia de proximidad. No podemos votar por el presidente del Fondo Monetario Internacional, sería como elegir a un virrey, pero al menos, podemos remover o revocar a nuestros alcaldes, a los representantes al parlamento, al jefe del Estado. Algo es algo, hasta que nos dejen participar en la elección del emperador del mundo. Por último, pero no es rasgo menor, la nación pertenece al orden de los apegos, de los sentimientos. Queremos nuestro terruño, a nuestra patria chica, que en épocas de viajes veloces viene a ser simplemente la patria.

Es probable que el poder del apego a lo comunitario (lenguas, vínculos étnicos y religiosos) y el narcisismo de la diferencia cultural, pueda retardar la unidad política en un solo Estado. Fue el caso de Alemania clásica desde el siglo XVI hasta 1871 y hasta el momento, el de la Unión Europea, sin Estado federal y Presidente. Puede ser el caso de varios Estados federales que no son una nación propiamente dicha. India y China entran en esa categoría. También Brasil, los Estados Unidos. Se pueden romper. Un fantasma recorre el mundo, la secesión. Todo depende de un juego de equilibrios muy complicado entre comunidades y sociedad política para lo cual no hay receta. ¿Y qué es, en fin, la nación? Las razones por las que unos grupos quieran seguir asociados y otros no difieren según las variadas combinaciones del componente cultural tradicional y la modernidad estatal. Puede incluso existir “el interés común”, el viejo deseo desde los días de John Stuart Mill, de “querer formar parte de algo”. La unidad de América Latina, de países africanos. Otra cosa es realizarlo. Al tomar en cuenta el sentir y las emociones —lo comunitario— estamos valorando deliberadamente una dimensión subjetiva. Cuando no se toma en cuenta el espacio de la subjetividad (lengua, etnia, costumbres, religión) se aprovechan las fuerzas irracionales. El fascismo, entonces, estará ahí para conducir las emociones colectivas a un pantano de sentimentalismo que desplaza a la política mediante el odio social y racial. En nuestros días las pasiones regresan por otros caminos, intolerante fe religiosa, o etnia o cultura. Hay, pues, nacionalismos cerrados, son los que privilegian en exceso lo comunitario. Hay nacionalismos abiertos, son los que toman en cuenta el componente de instituciones, Estado y leyes. Pero su riesgo es el alejarse de “las pasiones dominantes” (Tocqueville). La política no ha dejado de ser “el arte de lo posible” (Maquiavelo). Mientras reflexionaba sobre esta parte final, me venía a la memoria el apasionado debate en la antropología sobre el totemismo —Boas, Frazer— que tomó buena parte del siglo XX hasta el trabajo de Lévi-Strauss, de 1962. La operación levistraussiana consistió en una reformulación radicalmente nueva. Explica los fenómenos totémicos como un juego de oposiciones, de formas de vida asociativa que se complementan. Aquí también hemos seguido una lógica binaria. Recogiendo las dos corrientes interpretativas clásicas pero subordinando la sociedad “fría”, o comunitaria (la que prefiere conservar), a la sociedad política que admite el cambio. Una nación entonces está diseñada para vivir las tensiones de sus componentes.

En suma, la nación es la más compleja de las formas sociales conocidas. Y la más frecuente forma de organización. El agregado demográfico de naciones es mayor que las grandes religiones. Su constitución binaria permite el juego inacabable de cultura y política. Cuando los mecanismos que ahora ligan en “simetría inversa” a clases y grupos enteros heterogéneos reciban otras formas de cohesión y de acción social, la nación habrá perdido su razón de ser. Hasta nuestros días, el tema de la pobreza y la protección de los individuos es tarea propia de cada nación. O viene, en todo caso, en la primera línea de responsabilidad de quienes mandan. De no funcionar, la historia la volverán a escribir los Imperios, y lo que es peor, las guerras de religión. Vivimos una civilización de naciones, con su propia gramática: una combinación de razón política y vigor creativo cultural. Hasta ahora, eficaz. Del nos y del yo, del nosotros y los otros. Pero nada es perdurable.

Estas líneas, amable lector, fueron escritas hace 10 años, provienen de mi libro ¿Qué es Nación?, especialmente del capítulo final, “Por una gramática de naciones”. Hoy estamos ante una nueva intolerancia, una guerra imprecisa. Entre las numerosas víctimas de los atentados terroristas del Hamas en Israel, hay norteamericanos, sudamericanos, europeos, asiáticos, africanos, se cuenta ya una treintena de nacionalidades. No son las de una nación en particular. Es la humanidad entera.

Publicado en El Montonero., 16 de octubre de 2023

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Nacimos transnacionales

Written By: Hugo Neira - Oct• 10•23

Cuatro siglos. En ese lapso, en lo que hoy llamamos de una manera bastante reductora el “centro”, va a ocurrir nada menos que la aparición del pensamiento desacralizado y el saber racional, el necesario “desencantamiento del mundo”, esto es, los prerrequisitos para la vasta revolución de mentalidades que va de Descartes a la Enciclopedia. Es entonces que se produce la instauración de los fundamentos filosóficos e intelectuales de la modernidad científica, técnica y política, vale decir, el inicio de esa dinámica económica y cultural que las sociedades del “centro” guardan hasta el día de hoy y que sigue aventajándolas en relación a las naciones de la actual periferia. Hora es, pues, de interrogarse no sólo cuándo comienza nuestro subdesarrollo sino cuándo se instaura el progreso de los dominantes.

Fuimos, hay que admitirlo, parte de la contraofensiva contra la naciente modernidad. Los dominios americanos proporcionaron los metales para la moneda fragmentada con la que, entre otras cosas, se pagó a los tercios españoles que se batieron en Italia, Flandes o en Inglaterra para extender la sombra de la potencia de Felipe II sobre el resto de Europa durante el “gran siglo”. Nacimos a contrapelo, en sentido inverso de la marcha del mundo. Crecimos en el vientre de un imperio ortodoxo, aunque por la vía de la transculturización, la obra de los misioneros, el barroco de Indias y la erudición jesuítica, algo de los valores modernizantes llegó a diseminarse en tan australes confines. También es cierto que tuvimos universidades. (Pero no sé si la solución brasileña era mejor, iban a estudiar a Coimbra). Mirada críticamente, esa cultura colonial nos resulta como huera, la mampara que ocultaba una endémica invalidez para el rigor filosófico. Apenas hubo ciencia criolla, ahogada por la virreinal literatura ditirámbica dirigida a las autoridades como a los privados, y exceso de certámenes poéticos, elocuencia sagrada y pompas y exequias reales (Luis Alberto Sánchez, Los poetas de la Colonia y de la Revolución, 1921). Entre tanto, la revolución del conocimiento que funda los tiempos modernos, de las matemáticas a la química –y que explica el capitalismo tanto como el maquinismo, la explotación del proletariado interno y el pillaje colonial–, se hizo lejos, sin nosotros. Y dado que éramos parte de un enorme imperio ultramontano que hizo la guerra contra la modernidad un par de siglos, en parte, contra nosotros.

Ya no hay remedio y la historia no camina hacia atrás. Pero al menos sepamos cuáles fueron los grandes episodios en los que no estuvimos presentes, la crónica de nuestras ausencias, desde los días en que la dominación colonial bajo los Austria nos incluye en la historia mundial de manera ociosa y lateral. A grandes rasgos, desde el XVI a estos días, no hemos estado presentes ni en el fin del feudalismo ni en la aparición del Estado moderno que implicó la doctrina del poder soberano y la del Estado de Derecho (es decir, el afianzamiento del Príncipe, a la vez, limitado por la Ley). Dejamos pasar la revolución industrial y agrícola del XIX que ocurría mientras nosotros nos batíamos por fronteras imaginarias tras nuestros sangrientos caudillos. Más tarde, en naciones apenas en formación, supuestamente independientes, el comportamiento arcaico de las élites dirigentes permitió abrir la brecha que nos separa desde entonces del mundo industrial. Después, hemos sido distantes espectadores de las dos guerras mundiales y de la explosión de productividad que desde el fin de la última guerra ha incorporado a pueblos íntegros, incluyendo parte del Asia hasta hace poco atrasada, al consumo masivo y al bienestar generalizado. En los días que corren, en el aire del tiempo, se dibuja otro gran desencuentro histórico: es muy probable que nuestros problemas internos y la dominación externa nos harán pasar de largo ante la tercera revolución científica, la de la informática y en especial de las ciencias genéticas y biológicas, que sin embargo podrían salvarnos de la miseria y la generalizada guerra civil a escala continental que es tal vez lo que nos espera en el viraje del nuevo siglo. Así, tres veces nos ha rozado la modernidad: en el Renacimiento, en la Ilustración, y ahora, en nuestros días, sin implicarnos del todo.

La primera impuntualidad proviene de que llegamos tarde para conocer el orden feudal. No hubo Edad Media en América. Mejor dicho, al hundirse el orden indio (cuyo desplome en México y Perú equivale al fin del orden romano en el Viejo Mundo), se instala, inmediatamente, el Estado de Indias, es decir, la burocracia transatlántica de Carlos V y Felipe II. Al derrumbe andino o azteca, no sigue ese período de indecisión y fragmentación que es la baja Edad Media europea, en que se recompuso la vida tras el pacto de labradores y señores. Sin embargo, la tradición marxista y el mal uso del concepto de feudalismo aplicado a hacendados y gamonales, nos hace desconfiar de ese concepto, que no es sino un pasaje histórico, al parecer, esencial. Además de la idea de pacto que implica un principio de contrato y de legitimidad, quiere decir lo contrario de centralismo. Hay que traducirlo por poderes divididos, no concentrados, por una forma de la potestad repartida. Poco se ha reparado en que esa divisibilidad del poder permitió administrar justicia y gobernar a pequeña escala. El feudalismo significa una forma, aunque restringida y nacida de la guerra, de pluralismo político, de gobierno desde la comarca, la región, desde lo local. Y por lo tanto, introdujo donde se aplicó una gran dosis de pragmatismo y apego al terruño, y una forma de orden y ley, el señor feudal era un juez local. Nacimos, por el contrario, bajo un orden burocrático, bajo el gobierno de audiencias, de inalcanzables magistrados y enrevesados letrados. No feudales, sino unitarios y centralistas desde la cuna. Si se repara en la extensión de las Indias occidentales y la dificultad de las comunicaciones (hay un momento en que el Virreinato del Perú coincide con la carta geográfica de la América del Sur), se podrá deducir lo que esto significó, una serie interminable de mediaciones administrativas, dejando una brecha enorme que la cerró la arbitrariedad y el tráfico de influencias. La América española, desde el XVI, se hizo bajo un signo transoceánico y regalicio, el de la Casa de los Austria, bajo la cual fue el espacio de una inmensa y ramificada oficina cuya sede central era la Casa de Contratación de Sevilla y El Escorial. Aquel proyecto de imperio católico y universal quería ignorar los límites geográficos mientras aborrecía la idea de Estado-nación. Nacimos dentro de lo que llamaría el filósofo Adorno, un “mundo administrado”, en el vientre de un despotismo sin riberas. Nacimos transnacionales.

Este texto forma parte del capítulo «La crisis de los paradigmas» de mi libro Hacia la tercera mitad que tiene 27 años. La lista de lo que dejamos de hacer es larga, y seguimos con los desencuentros con la historia.

Publicado en El Montonero., 9 de octubre de 2023

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Sonido de libertad, película

Written By: Hugo Neira - Oct• 02•23

Debo decir al amable lector que me ha impactado la película del mexicano Eduardo Verástegui estrenada hace un mes en los cines de América Latina, y dirigida por Alejandro Monteverde. Se ocupa de la trata de niños, de esa industria que es la explotación sexual infantil en el siglo XXI. Por tener en contra la crítica antes de las primeras difusiones en salas de Norteamérica, la expectativa había crecido y terminó siendo un rotundo éxito de taquilla, incluso en los Estados Unidos donde se había estrenado el día de la fiesta nacional. ¿Cómo no ir a verla?

La historia está centrada en dos operativos exitosos de exfiltración de niños por un exagente de la seguridad nacional, Timothy Ballard que, luego de desmantelar redes de pedofilia, no se daba por satisfecho en tanto que padre, y renunció al Estado para ir más lejos, rescatar niños de la esclavitud sexual. Para ello montó una ONG, Operation Underground Railroad, con un radio de acción sin fronteras. El encuentro del productor con el héroe americano previo a la redacción del guion cambió por completo el enfoque al tema y prefirieron, con el director, al conocer sus hazañas de la propia boca de Ballard, una trama de impacto al guion ficción. Reconstruyeron dos casos emblemáticos de la extensión y complejidad del tráfico. Uno en México y el otro en Colombia, dos hermanos, Miguel y Rocío. La película evita en todo momento sumirnos en la pornografía al detenerse sobre las circunstancias que facilitan el secuestro de inocentes y su exportación a cualquier lugar del mundo, como mercancías cualesquiera. En este caso, los dos hermanos desaparecen en América Central. El film logra captar la atención del público por la actuación muy convincente de Jim Caviezel haciendo de agente perseverante movido por una fe que lo lleva a actuar en situaciones extremas, tal una misión de inspiración divina.

Nos acordamos de Caviezel y su papel de Jesús en la película de Mel Gibson La pasión de Cristo, que es del 2004. En esta nueva película, Gibson no ha dejado su huella, pero sí ha llamado a ir a verla. Nunca hay unanimidad en torno a Gibson, su puritanismo conservador despierta pasiones, ocurrió con La pasión de Cristo, pero no era para ataques de nervios o infartos. Lo que quizás nos decía, como lo escribí en mi columna de La República, era más sobre la época en que vivimos y no tanto sobre lo que ocurrió en Judea. Pasa lo mismo con la producción de Verástegui y Monteverde cuyo credo encendió alarmas, infundadas, de complotismo. Hicieron suyo el lema «Los niños de Dios no están a la venta» que repetía el agente Ballard para armarse de valor pese a los riesgos y sacar a niños del infierno.

El séptimo arte, como forma de crear conciencia, depende del éxito de la distribución. Solo cinco años después de rodarla encontraron un distribuidor, Angel Studios. El director nos sorprende cuando, después de los créditos, en nombre de Ballard, el actor Caviezel toma la palabra para convencer, con números y detalles del making, de poner los medios para enfrentar la esclavitud sexual infantil y el tráfico de órganos, una industria criminal que presentan como la tercera más importante a nivel mundial y subestimada por las opiniones públicas. No dejan de mencionar a EEUU como el primer país consumidor de pornografía y México como el primer país de abastecimiento. En la vida real, Ballard adoptó dos niños haitianos tras una operación encubierta, dos huérfanos, de solo uno y dos años, salvados de volverse «carne fresca» en la jerga criminal. Y salvó a miles de víctimas.

Hace poco que el productor, Eduardo Verástegui, dio a conocer su intención de postular como independiente a la presidencia de los Estados Unidos de México para el 2024. De nuevo Action, pero política.

Publicado en El Montonero., 2 de octubre de 2023

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Recordando a Raúl Porras           

Written By: Hugo Neira - Sep• 25•23

El 27 de setiembre es la fecha aniversario del fallecimiento de Raúl Porras Barrenechea (27/09/1960), gran historiador y ex Canciller de la República del Perú en el gobierno de Manuel Prado. El maestro, la pluma de lo más alto de nuestra escritura, muere de un infarto, el segundo, poco después de dejar su cargo de ministro y luego del memorable Discurso de San José en la VII reunión de Cancilleres de la Organización de los Estados Americanos, el 23 de agosto de 1960, donde representaba al Perú. Era el discurso de un auténtico liberal que defendía la elección de Cuba. Se oponía a su expulsión de la OEA por defender el principio de la libre autodeterminación de los pueblos. Pues intuía que esto iba a precipitarla en los brazos de la Unión Soviética, lo que en efecto ocurrió. Prado, que no le perdonó ir en contra de la posición de los Estados Unidos, lo retiró de la delegación. Dicho discurso de Porras, que solo defendía la praxis del interamericanismo vigente, le trajo una sanción social implacable en su propio país. El exilio interior, el peor de los destierros. Se murió de pena. En ese tiempo, yo era alumno de la Academia Diplomática donde había ingresado con el primer puesto. Decidí romper con Torre Tagle poco después, cuando el Perú cesó sus relaciones con Cuba. Descubrí entonces que jamás podría defender, por la conveniencia política que la carrera diplomática implicaba, unas ideas contrarias a las mías. Expliqué las razones de mi renuncia en una carta que hice pública pues la familia Miró Quesada aceptó publicarla en su diario El Comercio pese a no comulgar con mis ideas.

Porras ha escrito mucho y se le conoce tan poco. En esta columna y conmemoración, quisiera recordar su minuciosa investigación sobre los orígenes del nombre del Perú. Dio lugar a un libro que se titula El nombre del Perú y se publicó por vez primera en 1951. Fue reeditado hace unos años, en el 2016, por Lápix Editores. ¿Qué nos demostró? Que el nombre del Perú «fue desconocido de los Incas» e «impuesto por los conquistadores». Que no proviene del quechua ni de las lenguas caribeñas, sino de la deformación «del nombre del cacique de una tribu panameña llamado ‘Birú’, al que los soldados y aventureros de Panamá dieron en llamar ‘Perú'». Que el nombre del Perú no aparece en ningún documento escrito hasta 1527.

«Aplicado al imperio de los Incas, se difunde en el mundo a partir de 1534, después de la llegada de Hernando Pizarro a Sevilla y del desfile, ante la vista azorada de los habitantes y de los mercaderes genoveses y venecianos, del fabuloso tesoro de tinajas y de barras de oro, a que se habían reducido los esplendorosos adornos del templo de Coricancha que sirvieron de irrisorio rescate al Inca Atahualpa. La noticia de la sorprendente riqueza del César español, corrió por toda Europa y se tradujo a todos los idiomas, para que lo entendiesen y apreciasen todos los rivales y enemigos de España, en cifras de envidia. El nombre del Perú corrió desde entonces con una vibración de leyenda. (…) «Desde entonces el nombre del Perú fascina la imaginación de todos los aventureros del mundo con un espejismo áureo de riqueza y de maravilla».

Porras hace la siguiente síntesis de su descubrimiento:

«El nombre del Perú no significa, pues, ni río, ni valle, ni orón o troje y mucho menos es derivación de Ophir. No es palabra quechua ni caribe, sino indohispana o mestiza. No tiene explicación en lengua castellana, ni tampoco en la antillana, ni en la lengua general de los Incas, como lo atestiguan Garcilaso y su propia fonética enfática, que lleva una entraña india invadida por la sonoridad castellana. Y, aunque no tenga traducción en los vocabularios de las lenguas indígenas ni en los léxicos españoles, tiene el más rico contenido histórico y espiritual. Es anuncio de leyenda y de riqueza, es fruto mestizo brotado de la tierra y de la aventura, y, geográficamente, significa tierras que demoran al sur. Es la síntesis de todas las leyendas de la riqueza austral. Por ello cantaría el poeta limeño de las Armas Antárticas, en su verso de clásica prestancia:  ‘Este Perú antártico, famoso’…». La elegancia del estilo que nos enseñó a todos sus discípulos.

Raúl Porras, espíritu joven, liberal rebelde y generoso maestro de muchos, pluma excepcional, amó el Perú de todos los tiempos y la libertad. Se fue demasiado temprano a los Campos Elíseos, tenía 63 años. Se rodeó de jóvenes a quienes nos enseñó el valor de la libertad, la libertad de pensar. Nos salvó de lo que Octavio Paz llamaba la «celda de conceptos». Porras no podía callar en momentos de ceguera colectiva, tomaba riesgos, los riesgos de un hombre radicalmente libre.

Publicado en El Montonero., 25 de setiembre de 2023

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