Después de Mariátegui: la progresiva emergencia de la nación mestiza

Written By: Hugo Neira - Abr• 15•24

El presente texto forma parte de una investigación inédita que realicé a pedido de The United Nations University, en el marco de su programa Project on Socio-cultural Development Alternatives in a Changing World (SCA) coordinado por el filósofo Anouar Abdel-Malek, cuando trabajaba en Francia, en los años 80. Se titula La problemática del indigenismo y del socialismo: el pensamiento de Mariátegui. En este mismo portal digital, en un artículo sobre “Indigenismo o indianismo, no es lo mismo” del 5 septiembre del 2022, me había detenido en una aclaración que los tiempos confusos que estábamos viviendo volvían necesaria. (https://www.bloghugoneira.com/no-clasificado/indigenismo-o-indianismo-no-es-lo-mismo) Ahora, quisiera que el amable lector conozca parte del Capítulo IV-3 y lo esencial de la conclusión de dicho trabajo, en esta columna y la próxima, unas ideas que iba a desarrollar en libros posteriores mucho más tarde.

Más allá del nativismo y la indianidad: la nación  (1983)                                            

La definición de esa cultura indígena por lo étnico es desaconsejable. Para Mesoamérica, Henri Favre sostiene algo que ya resulta también válido para el Perú de las movilizaciones y desplazamientos en masas de poblaciones: “La estratificación de clases de la sociedad mexicana y la mecanización reducen la importancia de la noción racial”. Explicando las comunidades campesinas de hoy, decía A. Fioravanti-Molinié en el número que Annales (1978) dedica a las sociedades andinas “pocos tipos de campesinos viven hoy día la cultura de su etnia propia». Desde el siglo XVI habrían comenzado a trapasar su identificación, demuestra T. Saignes, para el valle de Larecaja, de la “filiación” a la residencia.

No obstante, el nativismo de corte étnico y racial ha vuelto en nuestros días, y con fuerza. “Indianité”, “resurgencias indias”, “derecho a la autodeterminación”, son los nuevos esloganes en boga. Iniciado como defensa de las luchas indias en USA, que corresponde a una configuración precisa en la que no hubo ni mestizaje ni naciones nuevas sino el trasplante europeo directo a los espacios norteamericanos y la exterminación, sin mezclas ni “conquista espiritual”, de los nativos. Esta corriente en la que es realmente difícil ubicar a sus agentes (entre los auspicios están las transnacionales) extiende el caso a las tribus amazónicas, el etnocidio de éstas y luego, a más vastas poblaciones y situaciones de mayor complejidad como las de Bolivia, Perú, Ecuador, y en Mesoamérica, Guatemala, México. Pero siempre con el mismo nivel de generalidad. La reivindicación indianista no se aleja de la que reclamaba en 1928 la Internacional Comunista en Buenos Aires, y que Mariátegui combatió como un arcaísmo peligroso e históricamente, irrealista.

La argumentación es sencilla. Se analizan las grandes líneas de la política “indigenista” en los países concernidos. Lo cual en gran parte se nutre de la autocrítica de un conjunto de antropólogos mexicanos o brasileños que no por ello sostienen que hay que romper sus Estados y naciones en formación en diversos estados étnicos, liliputienses y rivales. De los límites de esa asimilación indigenista, apoyados en la “nueva antropología”, se articulan a diversos “grupos indios” que ellos mismos convocan: Primer Parlamento Indio de la América del Sur, reunidos en Barbados, 1971 y 1977; el primer Parlamento Indio en San Bernardino, en Paraguay, 1974, supongo con la complacencia del indianista general Strossner; un Consejo Mundial de Pueblos Indígenas, en Port Alberni, Canadá, en 1975. Siguen otras. Es difícil determinar con qué medios y bajo qué instancias los leaders indios convocados —cuando los verdaderos campesinos no logran coordinaciones locales o regionales por su estrechez económica— vienen reuniéndose desde hace un buen decenio, por tan dilatada e imperial geografía en congresos y juntas bien publicitadas.

Los argumentos no pueden leerse sin un inevitable estremecimiento. Considerados como mayoritarios en Ecuador, Bolivia y Perú (lo cual es falso, los no indígenas son la inmensa mayoría numérica) “deben tomar el poder político” (Marie-Chantal Barre, 1981). A lo cual seguiría el “etnodesarrollo”. Este insistiría, además de la reivindicación de la tierra, la costumbre, la cultura, etc, y la propiedad de “regiones autodeterminadas”, en la identidad étnica, sin la cual “les organisations indiennes n’existeraient pas”. Los tenientes del movimiento de “resistencia” (pero en los países donde ya se ha hecho la reforma agraria, ¿contra quién es la resistencia?) señalan que “las izquierdas no les apoyan”. “Que les encuentran racistas además de conservadores y pasadistas”.   

No veo cómo, sin embargo, la calificación de racismo puede evitarse para el movimiento indianista en la forma que ha tomado bajo leaders que ningún consenso local confirma, e intelectuales europeos y norteamericanos en mal de utopía. Las fuentes científicas del movimiento se hallan, en efecto, en la “nueva antropología” norteamericana, y su noción de “etnicidad” (W. Connor, 1974;  H. Isaacs, 1975).

No veo cómo tampoco se podría operar en los Andes con el criterio de “a basic group identity” que hemos visto. Los Andes es el lugar de residencia, no la filiación. La hipótesis etnicista no deja de ser una hipótesis. Habría que probar que los campesinos —para que respondan a algo real y no a una especulación internacional— guardan en sus relaciones de parentesco fidelidad a los linajes, y con filiaciones precisas. Esto requiere de más investigaciones. Las pocas señaladas —Saignes, Fioravanti— indican que la identidad campesina no se expresa ya en lo étnico sino en lo lingüístico, en las prácticas sociales, en lo cultural e histórico. Lo cual es sometido a “mélanges” y distorsiones. Ahora bien, de dos una. O el etnólogo trata de inmovilizar el grupo indígena en una pretendida pureza. O acepta, como campo de estudios y solidaridad humana, precisamente esas distorsiones étnicas y otras introducidas por la historia y la regla de transformaciones de las sociedades humanas, miradas esta vez con simpatía, y no como alienación e impureza. Es el camino ejemplar de Casa-grande y senzala de Gilberto Freyre para el Brasil. De los trabajos de Di Martino y Lanternari. Y de Balandier para el Congo.

Admitamos, sin embargo, el punto de vista del neoindianista de la etnicidad, tan cerca de la nueva antropología como de la nueva derecha y la nueva biología. Supongamos que una sublevación —de nuevo el mito— de las etnias derroca a los gobiernos (¿espurios?) de La Paz y Quito. Digamos que es posible —aunque no veo cómo en el terreno— que las etnias colla, wanka, quechua o aymara puedan limitarse y mantener sus fronteras. Y que estas tengan conciencia de formar una raza aparte, estando distribuidas como están, en diversos puntos y en convivencia con diversas gentes. En fin, ya tenemos, las naciones “indias” instaladas.

La pregunta es: ¿qué tipo de Estado y de sociedad podría sobre tal criterio montarse? No olvidemos, “sin la identidad étnica, las naciones indígenas no existirían”. Entonces, la primera tarea del nuevo Estado etnicista sería, lógicamente, preservalas. Supongo que el matrimonio obligatorio al interior de la etnia sería la primera tarea. No habría otra manera de establecer las fronteras y preservar, como dicen los nuevos antropólogos, los “fenotipos”. Veo difícilmente a los campesinos obligados a elegir solo entre el grupo colla o aymara. Pero, admitiendo que esto último fuese posible, y que para gran contentamiento de la antropología se estableciera un sistema de castas en los Andes sudamericanos cuando el de la India comienza a ser batido en brecha por la modernización de ese país, ¿qué haríamos con los mezclados? Sí, ¿qué hacer con los “pêle-mêle”? Puesto que la inmensa mayoría de la población pertenece más a esta categoría que a las etnias (¿?) Y no se trata solo de “criollos” más o menos blancos que, probablemente, tendrían que repatriarse, ¿nuevos pieds noirs? Sino, y es el caso del Perú, los peruanos, descendientes de cruzamientos de  negros, japoneses, chinos, con los que tienen algo de sangre italiana o libanesa, de judíos que, supongo, tendrán que llevar algúna señal distintiva. ¡Y los mestizos!

No veo cómo la “autodeterminación de los pueblos indios”, en países donde dicen los tenientes del indianismo que son mayoría, no traería estos problemas. Que se asuman las consecuencias de esa tesis. Se está proponiendo, so capa de defensa de la diferencia y de los derechos de los pueblos olvidados, nada más ni nada menos que un Estado racista.

Es difícil pensar que la etnología francesa, fundada por hombres del Frente Popular como Paul Rivet, se acomoda a estos menesteres. En los hechos, el indianismo no es una respetable utopía sino una moda, y una ligereza imperdonable en científicos sociales. Hacia los años veinte se podía sostener estos puntos de vista. Tal vez entonces los Andes eran reservorios de intocadas etnias. No cincuenta años después.

En realidad, los problemas reales de los campesinos, al menos en un área andina próxima al Cuzco que conozco bien, son diametralmente otros. Sus problemas podrían escandalizar a los partidarios de la cultura de la resistencia, pues son los de los nuevos patrones de acumulación en el campo, luego de la reforma de la propiedad de la tierra dentro de las cooperativas, con pocas tierras en las comunidades ya sin ninguna, del nuevo proletariado rural que trabaja para otros campesinos, vive como puede y se casa o convive sin demasiada observación de las reglas étnicas. Para unos y otros, los problemas reales son los de las relaciones desiguales entre agro / ciudad, el precio de los pesticidas, el agro-business que penetra para descampenizar el campo, la mecanización agrícola y el estrangulamiento en general de las economías rurales (después de una reforma agraria, no lo olvidemos) por los mecanismos de precios. Sin duda, nada de esto se condice con “le spiritualisme des indiens américains” de los folletos de los indigenistas de París (L’Amérique indienne, por ejemplo). Que suponen que los campesinos quechuas son ardientes opositores del “materialismo occidental” en nombre del “espíritu de armonía”.

Todo esto no es sino una moda más antioccidental que pone en boca de seudo-representantes el discurso que los propios europeos desean escuchar. Occidente está habituado a este tipo de juegos y mecanismos de auto-purificación. Tras de esto se halla la alianza de intelectuales mestizos, para usar sus términos, latinoamericanos que han resuelto el problema de su modernidad. Cuando hoy son posibles diversas modernidades, la de China, la de Japón, la de Egipto, la de la India, compatibles con la autodeterminación cultural y el desarrollo auto-centrado. Hay aquí una manifestación más de la crisis de la conciencia europea. La pérdida de confianza en los ideales de racionalidad, de progreso, de universidalidad con los que transitan históricamente desde el Iluminismo. Ahora, ante una América Latina que no ha hecho una revolución original, de retorno de los sueños incandescentes de Mayo de 1968 y la apuesta en la virtud taumatúrgica del foco guerrillero y el Che Guevara, sospechan de esos Estados-nación porque sospechan de sus propias naciones. La confusión es, entonces, enorme. Pero si el Estado-nación quizá ha hecho sus días en Europa (aunque el tema de la independencia nacional en De Gaulle obligaría a algún recato, y la vecindad a la URSS), no ocurre así en la América Latina y en el resto del mundo emergente. El problema fundamental en los Andes no es la nación india. Es la nación, tout court (a secas). [continúa]

Publicado en El Montonero., 15 de abril de 2024

https://www.elmontonero.pe/columnas/despues-de-mariategui-la-progresiva-emergencia-de-la-nacion-mestiza

La Independencia como revolución popular, incluyendo mujeres *

Written By: Hugo Neira - Abr• 01•24

El doctor Rivera Oré tiene la amable costumbre de enviarme libros suyos, siempre sorprendentes. Uno de ellos fue Ayacucho. Balance y Perspectiva de Desarrollo Económico y Social en el Siglo XXI (2012). Ahora me hace llegar uno sobre María Parado de Bellido. El primero, me sigue asombrando, es uno de los mejores tratados —no hay otra manera de definirlo— que sobre una región peruana se haya escrito. Puede que me equivoque, que haya por ahí uno sobre otra región, pero lo dudo. El segundo, sobre María Parado de Bellido, que ahora tengo en las manos, es algo fuera de lo corriente. El intitulado no dice del todo su valor. Porque Rivera Oré, que tiene doctorados en Derecho y en Ciencias Políticas, tuvo una primera graduación, en 1967, en Educación. Con una especialización posterior en Historia y Geografía en 1969, y en 1972, doctor en Educación. ¿A qué viene todo esto en un preámbulo que, por su naturaleza, debe ser como una guía amistosa al lector? El caso es que María Parado de Bellido** es una obra doble. He aquí su primer mérito.

Desde sus primeras páginas es un compendio de la historia del Perú. Y luego, en la segunda parte, en el capítulo V, se ocupa de María Parado de Bellido. Por mi parte, lo felicito por ese índice tan completo. El doctor Rivera Oré tiene alma y voluntad de pedagogo. Sabe que los libros de Historia del Perú han desaparecido de las aulas. Desde hace decenios no se enseña Historia. Entonces, ¿cómo situar el episodio heroico del sacrificio de Parado de Bellido sin un marco de referencia? Y es lo que ha hecho. Inmenso y sensato compendio. Desde la civilización inca a la conquista española, el virreinato, y desde las reformas borbónicas a las causas de la Independencia. Como conoce bien la historia de Ayacucho, un capítulo es consagrado a la encomienda en Huamanga, y la agitación que produjo (p. 79).  No faltan las páginas sobre San Martín y Bolívar. Y la resistencia patriótica, es decir, montoneras, partidas de guerrillas, lo que envuelve y precede la aparición en la historia de los sacrificios por la Independencia, a María Parado de Bellido.

No comentaré esa primera parte histórica. Creo, en cambio, que no solo está bien elaborada sino que puede ser convertida en un libro central para el retorno en la enseñanza secundaria de la Historia. Lo que sé, dada mi experiencia personal y el haber vivido buena parte de mi existencia fuera del Perú, es que las grandes naciones se edificaron desde las aulas, en que además de las formaciones en Matemáticas, ciencias como la Química y la Física, las acompañaban las Humanidades, y tanto como el conocimiento de la lengua propia y de otras, la historia de cada nación. Así se formaron los ciudadanos de los países que hoy admiramos. El amor al país se aprende en los años juveniles, y la historia es esencial, no solo para enaltecerla sino para conocer también nuestros grandes errores y vicios. La historia moral que dice lo que se hizo y lo que no se hizo, crea las grandes naciones. Porque se aprende lo duro que es el costo de la libertad. No solo de los hombres. Sino también de las mujeres, como muestra este libro.

La centralidad de esta obra es la vida y obra ejemplar de María Parado de Bellido. Ahora bien, se nota en la tecnicidad del procedimiento del autor, su formación como historiador. Comienza, como debe ser, desde los primeros momentos en que la historia patria toma en cuenta a la heroína. No es de inmediato, ella muere en 1822. Y es con Mariano Felipe Paz Soldán que aparece en la Historia del Perú independiente. En 1868. Y seis años más tarde, dice el autor, en Manuel de Mendiburu. Lo que sigue en el texto actual es una serie de fuentes a las que recurre el autor, en busca de datos precisos. A Juan José del Pino, que la menciona en un informe en 1922. El autor conoce los estudios de Carlos Cárdenas Quijano, en Ayacucho, en 1940. En este caso, parece que solo entonces se sitúa con claridad el origen y la residencia en el pueblo de Paras, de la heroína. Se describe, entonces, dónde los padres tenían propiedades y ganado (p. 205). Gracias al autor, sabemos que Cárdenas, que era cura de parroquia, hizo indagaciones por los años cuarenta, a “descendientes directos de la familia Bellido Parado residentes en Paras y pueblos vecinos”. Los aportes de estos investigadores, recuperados por el autor, son de un valor inmenso. Por los trabajos de del Pino sabemos que el apellido de María Parado Jayo, viene del quechua, de Ccayo (p. 212). En esta obra, queda en claro el origen de la familia paterna y materna. Se corrigen errores. Hay la partida de bautismo de Tomás Bellido Parado, el hijo al cual acude la madre para intentar salvarlo. Las guerras de la Independencia —que fueron muchas y muy distintas entre sí— fueron feroces. A María Parado de Bellido la torturan para que diga quién, en el bando realista, daba informaciones sobre los movimientos realistas, lo que desesperaba al general Carratalá. Es un dato histórico que proviene de Pino, y que fue escrito por Gervasio Álvarez en 1847: “El general Carratalá fusiló a María Parado solo porque le tomó una carta que esta señora escribió a su hijo que se hallaba en las filas del ejército independiente…” (citado por el autor, p. 205).

El libro es muy instructivo, y no solo por el tema central, la heroína. Cercanos al Bicentenario, viene como anillo en el dedo para probar que esa emancipación no se juega solo en Junín y en Ayacucho. Le debemos hoy, al doctor Rivera Oré, la información hecha por G. Vergara, que entre “1820 y 1824 se registraron alrededor de 73 partidas de guerrillas distribuidas en 40 grandes teatros o centros de operaciones. Solo en las provincias de Lima había un total de 14 centros de operaciones y las partidas de guerrillas se movilizaban para hostigar y atacar a las fuerzas realistas en más de 60 pueblos y ciudades”. Estos hechos, y otros muchos que se puede recolectar en una historiografía de los efectos independentistas en las provincias peruanas —estudio que no se ha emprendido— cambiaría radicalmente la comprensión de lo que fue la Independencia. No fue una guerra civil entre españoles peninsulares y españoles criollos. No fue un enfrentamiento solo entre elites. No fueron unos cuantos combates entre caudillos lo que decidió la independencia. Hubo pueblo. Hubo gente que creía en la necesidad no solo de separarse del imperio español sino en tener una patria.

Otro gran valor de esta obra, es el acento puesto en la importancia de las mujeres. Conocíamos a Micaela Bastidas, pero, lo confieso, no a Tomasa Tito Condemayta, a Manuela Tito Condori y Ventura Monjarras. Todo esto, en el conjunto de mujeres en la rebelión de Túpac Amaru II. Pero, con Rivera Oré, se alarga la lista de mujeres combatientes. Las bolivianas que acompañaron a los hermanos Catari, doña Bartolina Sisa y doña Gregoria Apaza. Este dato proviene de Indymedia Colombia, Mujeres heroínas olvidadas de América (2007). Citado por el autor, p. 274.

En resumidas cuentas, qué libro profesor Rivera Oré. He aprendido mucho, se lo agradezco, como también el invitarme a este modesto prólogo, ha sido un honor inmerecido.

*HN, Prólogo, abril del 2018

** Rivera Oré, Jesús A., María Parado de Bellido, Editora y Librería Jurídica Grijley, Lima, 2018.

Publicado en El Montonero., 1° de abril de 2024

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Micaela: de las blancas azucenas de Abancay a la libertad*

Written By: Hugo Neira - Mar• 18•24

Me ha pedido usted unas breves líneas para prologar su libro. Aquí las tiene. Es un honor porque Micaela es una excelente contribución al conocimiento de un momento de nuestra historia y de un personaje de carne y hueso excepcional. Y una nueva mirada, a partir de nuevas fuentes puestas a disposición del público, gracias al Congreso, para el bicentenario, fondos virtuales.

No discuten el saber histórico, lo amplían. En efecto, conocemos los abusos no solo de los corregidores sino de los curas de pueblos, un cortejo de delitos y vejaciones con los indios, lo vano de reales cédulas y tomos de leyes, que no evitaban lo que Manuel de Mendiburu señala en su Diccionario histórico-biográfico, «el descaro de sus comercios, el engaño a los provincianos, las excesivas ganancias, la imposición de la alcabala, las abominables cobranzas, la pérdida de ganados y sementeras, sobre los indios desesperados» (tomo IX, página 40). Los alzamientos, las rebeliones cada vez más graves, preceden y acompañan a José Gabriel Condorcanqui cuyo levantamiento no fue novedad en 1780, sino uno que fue más lejos que todo otro. Pero le confieso que hasta hoy, el rebelde curaca de Pampamarca, Tungasuca y Surimana —que descendía de los antiguos incas y se hizo reconocer como Túpac Amaru II— había perdido tempranamente sus padres y crece bajo la tutoría de sus tíos, los Noguera Condorcanqui, y lo educan en el colegio de San Francisco de Borja del Cusco que era para indios nobles, y ya de adulto, asume su cacicazgo. Incrementa su fortuna como arriero de piaras de mulas y a la vez viaja a Lima para abogar y defender a los naturales de Canas y Canchis de los abusos que sufrían, al tiempo que reclamaba sus derechos al marquesado de Oropesa. No era un cualquiera ese personaje que se enfrentaba a los corregidores.

Un triple rol. La red de arrieros y en consecuencia, su influencia más allá de Canas y del Cusco. La nobleza, que le permitió conocer al prócer José Baquíjano y Carrillo. Y su nivel intelectual, como lo prueban sus proclamas a las comunidades de la provincia de Chincha, las cartas que escribe a sus subordinados y luego a las autoridades. Pero de ese líder y comandante del mayor de los sublevamientos, este libro recoge las «cartas a  mi señora doña Micaela Bastidas». Cartas notables que el autor de este libro ha recuperado, puesto que han aparecido nuevas fuentes tanto para comprender a Túpac Amaru II como a su esposa.

Hasta el momento, conocíamos de José Gabriel su ascendencia real, incluso su porte, hay descripciones sobre su persona, su talla, sus maneras, un poco menos sobre su cultura. Hasta hoy se le ve como un guerrero, que lo era. Un líder que obtuvo no solo el apoyo de sus familiares sino de otros caciques, pero en este libro, algo más. Conocía su tiempo y su época. La instrucción que recibió, fue europea, y había accedido a los principios avanzados de la igualdad, la fraternidad y la libertad. Este libro hace bien en detenerse en que, en sus viajes a Lima, «toma contacto con los masones libertarios». Sabía aquello que llamamos hoy la Ilustración, y de paso, los acontecimientos internacionales. El revolucionario que apresa al corregidor de Tinta, Antonio de Arriaga, a quien hace un juicio y ejecuta en Tungasuca el 10 de noviembre de 1780,  era más que ese indio-curaca que vieron las autoridades. Túpac Amaru II, muerto el corregidor Arriaga, suprime las alcabalas, las mitas y las aduanas, declara la Independencia del Perú, liberta a los esclavos negros y a los indios mitayos, suprime los tributos, destruye los obrajes,  y triunfa —por un tiempo— en la batalla de Sangarará, el 18 de noviembre. Pero no toma el Cusco. Perdió tiempo y la reacción realista se fortaleció.

Y si en este libro se resalta diversas virtudes, es porque en el fragor de la rebelión, escribe magníficas cartas. Ahora bien, Micaela Bastidas fue algo más grande, más decisivo de lo que hasta ahora conocíamos. Cierto, sabemos que organizó, tras la rebelión de su marido, «tropas auxiliares indígenas» (Milla Batres, Diccionario Biográfico del Perú, tomo I, página 415). Desde las fuentes que este libro revela (Congreso de la República, «Documentos Bicentenario/Túpac Amaru»), sabemos ahora que la rebelión fue preparada con antelación, lo cuenta Bartolina Sisa, la mujer de Túpac Catari. Y con Micaela, el rebelde José Gabriel consultaba «aspectos logísticos y militares». Micaela no solo tenía carácter sino inteligencia. Su casa era un cuartel, en Tungasuca. Era mujer de montar a caballo, y se anticipa a la Mariscala, en las guerras republicanas, la mujer del caudillo Gamarra.

Qué poco sabíamos de Micaela hasta este libro. Provenía de una sociedad mestiza, y los Bastidas, por mucho que descendían de españoles, llevaban genes negros. Micaela era un tanto más alta que las mujeres de su tiempo. Sus enemigos la llamaban «zamba». Era bella. Se casaron temprano, ella con 15 años, él con 18. El novio, en «finas lanas de vicuña y alpaca». Ella, como las mestizas de Abancay, «sombrero blanco con orla de pana y cinta labrada de plata». Todo esto, se diría, no solo la historia sino el contexto cultural, a la vez quechua y criollismo, los poemas que acompañan el relato histórico, en cursiva para marcar lo sensible de lo racional.

Tiene razón el autor. No fue solo un levantamiento. «Una revolución social y técnica». Esa pareja, entre Rousseau y las lomas y entresijos de los Andes, las nieves coronadas y los lechos de ríos caudalosos, una epopeya, un martirio, la ejecución de ambos. Manachá riqsimuwankuchu. Manacha», dice el autor. «Puede que no me reconozcan». ¿Cuándo se levantarán ustedes? dice el poema. Cada tiempo, en efecto, tiene sus modos de dominación. Micaela, hoy día, será lectura de preferencia para libertarios y feministas. Gracias Luis Echegaray Vivanco. No hay victoria de la muerte cuando no se pierde la memoria de los que lucharon para hacernos libres. (HN, julio de 2019)

* Prólogo al libro Micaela, de Luis Alberto Echegaray Vivanco.

Publicado en El Montonero., 18 de marzo de 2024

https://elmontonero.pe/columnas/micaela-de-las-blancas-azucenas-de-abancay-a-la-libertad

El Perú contemporáneo de F. García Calderón (II)

Written By: Hugo Neira - Mar• 04•24

Seguimos con el segundo extracto del capítulo V, «Las fuerzas educativas», de El Perú contemporáneo del novecentista García Calderón. Raúl Porras lo comparaba con Pedro Paz Soldán por «tratar de entender las causas de las dolencias del Perú». Lo encontraba tolerante, en su crítica, una escasa virtud.

                                                           ***

«El clero tiene en sus manos la educación de las clases dirigentes del país. Ha habido, esporádicamente, ensayos de educación laica, de espíritu religioso, como en el Instituto de Lima; pero la elite se educa en los colegios de las congregaciones. Esta formación tiene, en el Perú, los defectos de una educación laica: es un bosquejo, un ensayo sin coordinación ni progreso positivo. La educación clerical, congregacionista, es, en principio, peligrosa para la formación del carácter peruano, ya que favorece, por su acción, todos los vicios hereditarios: a la pereza intelectual, responde con soluciones dadas, con afirmaciones sin crítica y su condena al análisis; a la debilidad de la voluntad, con la disciplina universal y la dirección minuciosa y autoritaria de la conciencia. Es cierto que siempre ha ejercido influencias mejores, aportando el orden, la seriedad, el ideal. Encontramos condiciones de resistencia, esfuerzo, paciencia, honestidad intelectual y moral en las generaciones que la Iglesia ha educado en su seno. No encontrando poderes hereditarios o de castas, ni un poderoso capitalismo, el clero no ha logrado formar una fuerte unión de todas las fuerzas del pasado.

La revolución fue un movimiento de igualdad. Tras ella no encontramos ni una casta militar y jerárquica o una nobleza de latifundio ligadas a la Iglesia. Es así que las fuerzas educativas congregacionistas, en su totalidad, se han dedicado a un objetivo de dominación doctrinal, sin rencor contra la política republicana. Esta educación ha sido más tradicional que monárquica o enemiga de la democracia triunfante. Sus caracteres son los mismos que los de la educación latina. Un humanismo superficial, reducido al latín, y sin el espíritu de las letras antiguas, el desprecio por la observación, el memorismo, la filosofía ecléctica o apasionada por los silogismos; la historia y la naturaleza, estudiadas sub specie católica y, en el fondo, como reflejo de la vida de los maestros, una profunda indiferencia por la realidad, un divorcio entre la escuela y la vida. Siempre la educación de abstracciones y verbalismo, mancillada por Taine en sus célebres páginas de Régime Moderne.

La educación de los colegios laicos ha tenido en el Perú notable inferioridad, por su influencia y número, y con los mismos defectos latinos y clásicos de la educación religiosa. Ha sido liberal, pero superficial, retórica y literaria, dotada de una filosofía espiritualista y carácter democrático. Sin ser clerical, acepta la religión, enseñándola en su totalidad. Un miembro del clero secular llena esta necesidad que tiene más bien carácter decorativo que profundo y real. Estos colegios conducen a la indiferencia religiosa mas no al anticlericalismo; mientras que los colegios de las congregaciones forman católicos o librepensadores que se acercan a la intolerancia. Encontramos como efecto de esta educación, o más bien como resultado de esta cultura y del carácter nacional, una forma católica del pensamiento. No conocemos términos medios, ni el relativismo, ni la distinción de las formas, ni de momentos y matices; la lógica de lo absoluto, favorecida y fortalecida por la enseñanza doctrinal, tiene la misma fuerza en la libertad de ideas y en la fe religiosa. Siempre hemos procedido por afirmaciones extremas simplistas, dogmáticas. Debemos llegar a los últimos tiempos, para constatar la acción de un análisis de los hechos, que no es «exhaustivo», como lo quería Stuart Mill, sino que evita la proclividad a los principios de las antiguas construcciones, y que rechaza, definitivamente, las formas caducas de la ideología revolucionaria. Podemos establecer, así, que la educación clerical no ha hecho sino afirmar las tendencias inmanentes al espíritu nacional.

La religión ha tenido acción poco fecunda sobre el pueblo. Una cierta aspereza en las costumbres y la propensión al alcoholismo y el libertinaje se han debilitado gracias a su orientación; pero ni la energía ni la resistencia para el trabajo, ni la educación o los ideales se han incrementado por la fuerza en la fe. La religión se ha ligado al molde nacional: superficial, verbal y material, no ha dotado de gran objetivo a la vida y acción colectivas. No concebimos el imperio de una moral científica y racional, sino que creemos en una moral que obtiene su fuerza de las creencias y temores religiosos; pero, en la moral popular, la fe exterior, la religión no vivida, la creencia católica en la que el sentido de pureza, moral e idealismo está lejos de conocerse, no tienen influencia continua y profunda. La moral es instintiva, apenas normada por una espontaneidad de un carácter siempre dócil y flexible, teniendo, a la vez, todas las características del fatalismo. Vivimos en el pequeño mundo de inquietantes supersticiones, creemos en un destino desconocido y caprichoso, reduciendo el providencialismo al culto de los santos, a la eficacia de los amuletos, al azar y al milagro. Es una religión común a todas las masas populares. Se le ha llamado «polidemonismo localizado». Es monoteísta cuando reza a un santo, pero cree en un conjunto curioso de entidades sobrenaturales, mal definidas y sin jerarquía dogmática, que tiene, sobre la vida y en lugares diversos en diferentes momentos, una fuerza inquebrantable. Son los demonios buenos o malos los que tejen caprichosamente la sagrada trama de la vida. En el fondo, se trata de un fetichismo depurado o de un espiritismo disminuido y confuso.

En el centro de la montaña, en el Ucayali —Oriente peruano—, las misiones religiosas han efectuado una larga obra civilizadora. Entre pueblos inferiores, tribus y clanes salvajes, a través de un perpetuo esfuerzo sobre la naturaleza y los hombres, esfuerzo cercano al heroísmo, han conquistado regiones favoreciendo la difusión de la nacionalidad. El convento de Ocopa se ha convertido en el centro de esta acción cotidiana sobre las regiones salvajes y sobre el canibalismo. Se llegó a suavizar las costumbres de estos pueblos primitivos e infantiles, por su espíritu y naturaleza. La religión es la única fuente de civilización en estos lejanos confines. El misionero ha abierto la ruta al explorador, al navegante de los grandes afluentes del Amazonas, al conquistador de la selva y del caucho. Débil, negligente, teñida de prejuicios y arcaísmos en la vida abundante de las ciudades, ha retomado su austeridad y fuerza de evangelización de las masas en el Oriente misterioso. Además, ha ayudado en la obra científica e industrial, en la constitución de la geografía, de la lingüística y de la agricultura de las zonas tropicales.

Durante la época española, la acción del catolicismo fue fecunda en dos aspectos. En una sociedad dividida, en la que los privilegios impedían toda armonía, la religión se convertía en fuerza nacional. Daba una cierta unidad a la raza y, gracias a su tutela, luchaba contra el absolutismo civil, formando una cierta conciencia general. Su obra era fructífera, a pesar de la Inquisición y de la escolástica, dos fenómenos, tanto civiles como religiosos de la época. Y sobre el indígena, esta acción fue siempre noble y cristiana. Desde La Gasca hasta Toribio de Mogrovejo —el santo obispo de Lima—, la religión defendió a la raza vencida de la excesiva tiranía española. Los sínodos provinciales dieron sabias y caritativas reglas para la conversión y dominación —gracias a una benevolente tutela— de los indígenas. Y, en lucha continua entre el indígena sometido y el español insaciable, el catolicismo siempre defendió el derecho natural y cristiano del primero, con tenacidad. El clero fue, por lo tanto, un elemento de cohesión, un mecanismo de equilibrio social. Sus integrantes «fueron —para los indígenas— ministros de la paz que buscaban sustraerlos a la vara de hierro de sus opresores. Donde hubiera injusticias que combatir, o acciones culpables que estigmatizar, se les veía en la lucha, intransigentes en su deber» (Vizconde de Bussière, El Perú y Santa Rosa de Lima, 1863). Viajeros como Frézier, Jorge Juan y Antonio Ulloa nos hablan siempre de la acción excepcional de los jesuitas, aun en tiempos de la decadencia del clero.»

Publicado en El Montonero., 4 de marzo de 2024

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El Perú contemporáneo de F. García Calderón (I)

Written By: Hugo Neira - Feb• 19•24

Francisco García Calderón Rey (1883-1953), hijo del presidente en cautiverio del Perú derrotado tras la Guerra del Pacífico, fue un novecentista brillante poco conocido del público peruano, que se volvió filósofo. Nació en Valparaíso y se formará en Europa. Es el hermano de Ventura García Calderón, el cuentista. A los 25 años, escribió y en francés, un ensayo, Le Pérou contemporain, que se edita en París en 1907. Su prosa se caracteriza por las fórmulas claras y lapidarias de la lengua francesa. Pasarán décadas antes de verlo traducido al castellano. El libro fue rodeado de un calculado silencio, por ser una voluntaria y necesaria reparación. Por estar distanciado del Perú, García Calderón tiene una lectura política e histórica sin duda alguna algo optimista. Por la misma razón, una percepción muy diferente a los estereotipos de sus coetáneos. Por ejemplo, no cree en la inferioridad racial de los indios, pero sí en su inferioridad social. No se engaña, la mayoría de la nación la forman los indígenas. Antes que los indigenistas de los años 20, pensó en formar una élite indígena.

El texto suyo que sigue se titula «Las fuerzas educativas», y lo hemos cortado en dos partes. Proviene de El Perú contemporáneo, de la edición del Fondo Editorial del Congreso del Perú, del 2001 (pp. 261-269).

                                                           ***

«Entre todos los factores de la civilización, la religión debía ser en el Perú, por su fuerza tradicional y por la inferioridad de la ciencia reducida al verbalismo, el factor más poderoso en la maraña de fuerzas nacionales. Así lo ha sido durante el siglo, en medio de períodos difíciles, sufriendo las alternativas de influencias, para jugar, de modo general, un rol relevante en la educación y la vida.

Mas, este poder es menos autoritario e inflexible entre nosotros que en otros países americanos de raza latina. El «patronato», principio de intervención laica y civil en la organización religiosa, sistema político de defensa del poder contra la influencia civil de la Iglesia, es un régimen de liberalismo atenuado, en el que la religión se vuelve un engranaje de la máquina administrativa. Según la tradición española, se siente comprometida por los lazos de tutela laica, en un Estado de organización jacobina, perdiendo —para defender sus intereses materiales— un poco de su espíritu tradicional. En Chile y en Colombia, el poder civil está todavía mal definido: la religión tiene su política y se considera una forma exitosa de régimen. Entre nosotros, el Estado ha establecido, mediante la supresión de diezmos y por el presupuesto de la Iglesia, la misma organización que Napoleón implantó en Francia contra la influencia eclesiástica. Los obispos son funcionarios y no existe relación de dependencia entre el clero y el pueblo; la Iglesia es uno de los poderes del Estado. Es fácil encontrar en este ordenamiento consecuencias enojosas: la conciencia de culpa, el automatismo de la vida religiosa, el servilismo de la Iglesia. Pero, si nos remontamos a la época colonial, durante la cual el catolicismo español gobernaba en forma absoluta, actuando las almas a veces contra el poder; época en la que las pequeñas querellas entre la Iglesia y el Estado se convertían en el centro de la conciencia general, comprendemos la importancia de una liberación del poder civil. La religión española, fuerte en su absolutismo, solo toleraba dos situaciones: la dominación o el servilismo. Para evitar su hegemonía, su vida fue regulada, dejándole el dominio espiritual y retirándole el civil, objeto tradicional de sus aspiraciones.

El carácter peruano acepta de buen grado esta organización política. No es religioso sino indiferente. El espíritu es dócil, extrovertido, y la voluntad es débil para entablar luchas religiosas. Hemos tenido partidos conservadores y liberales y oposiciones dogmáticas; pero un apaciguamiento progresivo de estos conflictos permite establecer que en nuestro espíritu nacional no existe, a pesar de su intolerancia, esta afirmación enérgica de la fe, que hace mártires y héroes. La indiferencia es extrema y la religión una tradición doméstica. No tenemos el espíritu luchador y peleamos por personas y nombres más que por ideas. La retórica española prefiere, en vez de símbolos, imágenes y brillantez verbal. El espíritu peruano, cambiante, burlón, inquieto por las dominaciones, no es propicio al entusiasmo religioso.

El catolicismo domina en el Perú, a través de otras influencias que no son la política: por la mujer y la escuela. La mujer es generalmente conservadora, y, en los países de tradición española, el prejuicio religioso está fundado, en todas sus tendencias, en el orden y la perpetuidad, en el sentimiento y la ensoñación mística. Dos caracteres más íntimos unen a la mujer peruana al catolicismo: un espíritu de simpatía humana que la impele hacia la caridad y una fuerte amalgama entre moralidad y religión, que poseen, en el sentir de las mujeres, una dependencia real y lógica. No podríamos negar que esta influencia religiosa ha sido fecunda, que ha fortalecido el pudor, el sentimiento de familia, el decorum del hogar y que se inspira en un deseo de idealismo necesario al eterno femenino. Sólo quisiéramos que esta caridad no buscara jamás la fe en lugar del amor, que fuera general y humana, al margen de toda camarilla religiosa. Y que esta moral, que la religión funda y sanciona, fuese superior a los prejuicios sociales, tolerante y firme, sin inspirarse solamente en la opinión ilógica e inestable.

La función de la mujer ­—la maternidad— queda en segundo plano en la educación nacional. Es aún un defecto que obedece a una idea vulgar sobre la religión. No sabemos armonizar la virginidad moral y la ciencia necesaria al destino futuro de la mujer. Asimismo, la frivolidad, una exteriorización despreocupada y el prejuicio banal, reemplazan, frecuentemente, en la educación femenina, todos los principios verdaderos de dignidad y elevación interior. Una mujer maravillosamente dotada para el hogar, por su sentido moral, el amor y el desinterés, se encuentra sin preparación para dar educación al niño desde su cuna.

Frecuentemente decimos que el catolicismo es triste y, no cabe duda, nunca hablamos de su esencia, su espíritu eterno lleno de alegría, amor y confianza en la vida. Pero, entre nosotros, en el alma femenina, la religión, por su severidad monacal, su sentido del dolor, su espíritu de disciplina y de renunciamiento, produce una cierta tristeza que conduce al fatalismo que evita el esfuerzo y la acción. Ha habido esfuerzos para instruir a la mujer, sociedades fundadas con este objetivo y aun esbozos de feminismo. Podríamos citar tres nombres en esta obra reciente: las señoras Fanning, Dammert y Dora Mayer.

La Sra. Fanning ha ejercido una larga influencia educativa. Ha trabajado en un sentido laico, con una religiosidad desprovista de todo prejuicio. Quiso oponerse al monopolio de los conventos en la enseñanza. Y su esfuerzo ha logrado demostrar que damos a la mujer peruana una educación frívola, sin el sentido de la vida; y que siempre olvidamos el rol futuro de la mujer en el hogar. De allí el divorcio entre esta instrucción verbal y las necesidades sociales, conducente a situaciones enojosas para la formación de la familia. En sus libros, de gran sentido moral, la señora Fanning prosigue y embellece su propósito, y es, por la dignidad de su vida, y por la nobleza de su alma, un ejemplo de educadora fecunda para nuestro porvenir.

La Sra. Dammert se ha dedicado a otro aspecto de la vida peruana, a la estrechez de una caridad dominada por los prejuicios. Ha querido ampliar esta virtud y hacerla humana y universal, sin influencias de corrillos o de condiciones de credo. Ha fundado en Lima una cuna, equipada de material moderno, gracias a una acción tenaz y, a despecho de toda oposición y desconfianza, ha demostrado la buena influencia de una caridad que no conoce de credos ni juzga las almas. Sabia y prácticamente ha enseñado la tolerancia.

La Sra. Dora Mayer es una mujer de talento positivo y fuerte. Recuerda a Clémence Royer, por su ciencia moderna y espíritu filosófico. En un medio en el que la mujer sólo ha escrito novelas y versos, la acción de Dora Mayer ha asombrado. Ya vislumbramos nuevos hábitos de observación y de pensamiento en los artículos escritos por mujeres en revistas y periódicos. Hay un progreso, a pesar del carácter infantil que pueda tener esta diversión. Dora Mayer ha estudiado con profundidad el problema indígena, defendiendo —con hermosa elocuencia— la causa de esta raza.

El notable esfuerzo de estas tres mujeres, que han tenido que luchar contra tradiciones y hábitos, no parece perdido. Parecería que la mujer peruana está más consciente de su destino y que su fe se define. Quizá el fanatismo pierda, con este cambio, sus más firmes sustentos. 

                                                                       […]

Publicado en El Montonero., 19 de febrero de 2024

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